Quo Vadis?

Capítulo XVI

Capítulo XVI

Quilón no se dejó ver durante cierto tiempo hasta el punto de que Vinicio no sabía ya qué pensar. En vano se repetía que, para lograr resultados favorables y seguros, las pesquisas han de ser hechas sin premura. Su sangre y su naturaleza impetuosa resistían a la voz de la razón. Esperar sin hacer nada, cruzado de brazos, era tan incompatible con sus hábitos que no podía decidirse a ello. Recorrer las callejuelas de la ciudad bajo un oscuro manto de esclavo le parecía apto para engañar esa inacción, por su inutilidad misma, pero no podía satisfacerle. Sus libertos, hombres que sin embargo eran bastante expertos, a los que había ordenado buscar por su lado, resultaban cien veces menos hábiles que Quilón. Y cuanto más se exasperaba su amor por Ligia, más se anclaba en él la obstinación del jugador que quiere ganar a pesar de todo. Así había sido siempre. Desde su primera juventud había perseguido sus proyectos con la pasión de alguien que no admite ni el fracaso ni la renuncia a lo que quiere. Cierto que la vida militar había disciplinado su temperamento voluntarioso, pero al mismo tiempo le había inculcado la convicción de que cada orden dada por él a sus inferiores debía ser cumplida; por otro lado, su larga estancia en Oriente, entre hombres apáticos y acostumbrados a la obediencia pasiva de los esclavos, le había confirmado en la idea de que su «yo quiero» carecía de límites. Por eso su amor propio había sufrido un choque terrible. En estos obstáculos, en aquella resistencia y en la fuga de Ligia había algo incomprensible, un enigma cuya solución torturaba su cerebro. Sentía que Acte le había dicho la verdad y que no era indiferente a Ligia. Pero entonces, ¿por qué había preferido ella la existencia vagabunda y las privaciones mismas a su amor, a sus caricias, a su fastuosa morada? No encontraba respuesta a esta pregunta. Sólo llegaba a la vaga noción de que entre él y Ligia, entre su concepción, su mundo, de él y de Petronio, y el de Ligia y Pomponia Grecina, existía una diferencia, cierto malentendido, profundo como un abismo, que nada podía colmar. Pensaba entonces que Ligia estaba perdida para él, y a este solo pensamiento se desvanecía en él el resto de aquel equilibrio que Petronio pretendía que conservase. En ciertos momentos ya no sabía si amaba u odiaba a Ligia; se decía sólo que tenía que encontrarla, que prefería que se abriese la tierra a sus pies antes que abandonar la esperanza de volver a verla y poseerla. A veces, a fuerza de imaginación, ella se le aparecía con tanta nitidez como si estuviera a su lado; recordaba cada palabra que él le había dicho o que había oído salir de sus labios. La sentía contra su pecho, en sus brazos, y un fuego de pasión lo consumía. La amaba y la llamaba. Y cuando se decía que también ella le amaba, que hubiera podido otorgarle de buen grado cuanto él deseaba, se sentía como sumergido por una enorme ola, una tristeza penosa, implacable e inmensa. En otros momentos palidecía de rabia y pensaba con placer en las humillaciones y suplicios que haría sufrir a Ligia cuando la encontrase. No sólo quería poseerla, sino tratarla como a una vil esclava que muerde el polvo; al mismo tiempo tenía la sensación de que si había de escoger entre convertirse en su esclavo o no volver a verla, escogería la esclavitud. Algunos días pensaba en las huellas que dejarían los bastonazos en aquel cuerpo rosado, y al mismo tiempo hubiera querido besar esas huellas. A veces también imaginaba que tendría la dicha de matarla.

En medio de aquel combate interno, de aquellos sufrimientos, de aquella incertidumbre, de aquel abatimiento, su salud y su belleza se marchitaban. Se había vuelto un amo duro y cruel. Los esclavos e incluso los libertos no se le acercaban sino con terror, y, abrumados sin motivo por castigos terribles e injustos, empezaron a odiarle en secreto. Él se daba cuenta y, sintiendo su aislamiento, se vengaba en ellos con más dureza todavía. Sólo se frenaba con Quilón, por temor a que abandonara sus pesquisas. Éste, al darse cuenta, empezó a dominarlo y a volverse cada vez más exigente. Al principio había asegurado a Vinicio que las pesquisas serían fáciles y rápidas. Ahora él mismo inventaba nuevos obstáculos, y, aunque seguía afirmando la certeza de un resultado favorable, no ocultaba que podía tardar tiempo.

Por fin, cierto día llegó con una cara tan triste que el joven palideció y, precipitándose a su encuentro, sólo tuvo fuerzas para preguntarle:

—¿No está entre los cristianos?

—Al contrario, señor —respondió Quilón—, pero he encontrado entre ellos a Glauco, el médico.

—¿Qué dices? ¿Quién es?

—¿Has olvidado, señor, la historia del viaje que hice con ese viejo, desde Nápoles a Roma, cuando perdí dos dedos defendiéndolo? Eso es precisamente lo que me impide escribir. Los bandidos que se llevaron a su mujer y a sus hijos le dieron una cuchillada. Yo lo dejé moribundo en un albergue cerca de Minturno y lo lloré mucho tiempo. ¡Ay!, estoy seguro de que todavía vive y de que forma parte de la comunidad cristiana en Roma.

Vinicio no podía descubrir la verdad en aquella historia: sólo entendió que Glauco parecía ser un obstáculo en las pesquisas, dominó su cólera y dijo:

—Ya que lo defendiste, debe estarte agradecido y ayudarte.

—¡Ah!, noble tribuno, si los dioses mismos no siempre son agradecidos, ¿qué decir de los hombres? Sí, debería estarme agradecido. Por desgracia es un viejo de razón debilitada y oscurecida por la edad y las desgracias; lejos de sentir gratitud hacia mí, he sabido por sus correligionarios que me acusaba de complicidad con los ladrones y de haber sido causa de sus desgracias. ¡Así es como me recompensa los dos dedos que perdí por él!

—Estoy seguro, pillo, de que las cosas ocurrieron como él las cuenta —dijo Vinicio.

—Entonces sabes más que él —replicó Quilón con dignidad—, porque él sólo supone que fue así, y es bastante para que apele a los cristianos y se vengue cruelmente. Lo haría sin duda alguna, ayudado por los otros. Por suerte no conoce mi nombre ni me ha reconocido en la casa de rezos donde lo encontré. Yo sí lo he reconocido inmediatamente y a punto he estado de lanzarme a su cuello. Contenido por mi prudencia y mi costumbre de no hacer nada antes de meditarlo, al salir de la casa de rezos me he informado, y quienes lo conocen me han dicho que el hombre había sido traicionado por un compañero de viaje en el camino de Nápoles… De no ser así, ignoraría completamente lo que cuenta.

—¡Todo eso a mí no me importa! Dime lo que has visto en esa casa de rezos.

—No te importa, señor, cierto; pero a mí me importa tanto como mi propio pellejo. Como deseo que mi doctrina sobreviva, prefiero renunciar a la recompensa prometida antes que sacrificar mi vida a Mammón, sin el que podré vivir como verdadero filósofo y buscar la divina verdad.

Pero Vinicio se acercó a él con cara amenazadora, y con voz sorda le gritó:

—¿Quién te dice que morirás por la mano de Glauco y no por la mía? ¿Sabes, perro, si dentro de un momento no te enterrarán en mi jardín?

Quilón era cobarde; miró a Vinicio y de una ojeada comprendió que una palabra imprudente más decidiría su perdición.

—¡La buscaré, señor, la encontraré! —exclamó con viveza.

Se hizo un silencio sólo cortado por el aliento jadeante de Vinicio y por el lejano canto de los esclavos que trabajaban en el jardín.

Viendo que el joven patricio se calmaba, el griego continuó:

—La muerte ha pasado a mi lado, pero la he mirado tan impasible como Sócrates. No, señor, no he dicho que renunciase a buscar a la muchacha, sólo quería poner de manifiesto el peligro que ahora amenaza mis pesquisas. Hace algún tiempo dudabas de la existencia de Euricio y, tras haberte convencido de que el hijo de mi padre decía la verdad, ahora sospechas que he inventado a Glauco. ¡Ay, lástima que no sea un cuento! Por poder ir seguro a donde están los cristianos, como antes, de buena gana cedería la vieja esclava que compré hace tres días para que se ocupase de mi vejez y de mi débil cuerpo. Glauco vive, señor, y si él me ve una vez, tú no volverás a verme nunca. Entonces, ¿quién te encontrará la joven?

Se calló, enjugó sus lágrimas, y luego continuó:

—Pero, dado que Glauco vive, puedo tropezarme con él en cualquier momento, y ese encuentro puede perderme y conmigo el resultado de todas mis pesquisas; entonces, ¿cómo encontrar a la muchacha?

—¿Qué piensas hacer? ¿Qué remedio hay? ¿Qué quieres intentar? —preguntó Vinicio.

—Aristóteles nos enseña que hay que sacrificar las cosas pequeñas a las grandes, y el rey Príamo consideraba la vejez como un fardo muy pesado. Ahora bien, el fardo de la vejez y de las desgracias aplasta hace mucho tiempo a Glauco, hasta el punto de que la muerte sería una bendición para él. ¿Qué es la muerte, según Séneca, sino una liberación?

—Haz el bufón con Petronio, pero no conmigo; di abiertamente lo que te propones.

—Si la virtud es una bufonada, que los dioses me hagan bufón toda mi vida. Propongo, señor, apartar a Glauco, porque, mientras él viva, mi propia vida y mis búsquedas estarán en constante peligro.

—Compra unos hombres que lo maten a palos. Yo los pagaré.

—Te robarán, señor, y luego explotarán el secreto. Hay tantos bandidos en Roma como arenas tienen los desiertos; no podrías creer cuánto han subido los precios cuando un hombre honrado recurre a ellos. ¡No, digno tribuno! ¿Y si los vigilantes detuvieran a los asesinos in fraganti? Dirían que trabajan para ti y tendrías problemas. Mientras que no podrían señalarme a mí, porque yo no les diré mi nombre. Haces mal desconfiando de mí, porque, dejando a un lado mi integridad, recuerda dos cosas que también están en juego: mi propio pellejo y la recompensa que me has prometido.

—¿Cuánto necesitas?

—Mil sestercios: ten en cuenta, señor, que se necesitan bandidos honrados, que no desaparezcan sin dejar rastro una vez que se hayan embolsado el dinero a cuenta. A buen trabajo, buen salario. También yo necesitaría algo, a fin de secar las lágrimas que derramaré por Glauco. ¡Los dioses saben cuánto le quiero! Si me das hoy esos mil sestercios, dentro de dos días su alma estará en el Hades, y sólo allí sabrá cuánto le quería, si las almas conservan la memoria y la facultad de pensar. Hoy mismo encontraré los hombres, advirtiéndoles que, a partir de mañana por la noche, por cada día que viva Glauco les quitaré cien sestercios. Tengo además un proyecto que ha de triunfar.

Vinicio prometió una vez más a Quilón la suma pedida pero con prohibición de hablarle en adelante de Glauco; luego se puso a interrogarle sobre las noticias que traía, dónde había estado todo aquel tiempo y qué había descubierto. Pero Quilón tenía poca cosa que contarle. Había ido a dos casas de rezos, donde había observado atentamente a todos los asistentes, sobre todo a las mujeres, pero sin ver a ninguna que se pareciese a Ligia. Los cristianos ya le miraban como uno de los suyos, y desde que había dado la suma necesaria para el rescate del hijo de Euricio, lo veneraban como a persona que seguía las huellas de . Además, le habían hecho saber que un gran legislador, un tal Pablo de Tarso, estaba encarcelado en Roma por denuncia de los judíos, y Quilón había decidido conocerle. Pero había otra noticia que aún le había gustado más: que el pontífice supremo de toda la secta, antiguo discípulo de Cristo, encargado por éste de la dirección de los fieles del mundo entero, debía llegar a Roma de un día para otro. A buen seguro, todos los cristianos querrían verlo y escuchar sus enseñanzas. Habría grandes asambleas, a las que asistiría Quilón, y además, como sería fácil disimularse entre la multitud, llevaría a ellas a Vinicio. Así encontrarían a Ligia. Con Glauco, todo peligro serio quedaba apartado. En cuanto a vengarse, era cierto que los cristianos lo harían, aunque por regla general eran personas pacíficas.

Luego Quilón, con cierto asombro, se puso a contar que nunca había visto a los cristianos entregarse al desenfreno, envenenar los pozos y las fuentes, adorar un asno o comer carne de niño, en una palabra, mostrarse como enemigos del género humano. No, no lo había visto. Desde luego entre ellos encontraría algunos que por dinero harían desaparecer a Glauco; pero lo que él conocía de su doctrina no les incitaba al crimen; al contrario, les ordenaba perdonar las ofensas.

Vinicio recordó entonces lo que Pomponia Grecina le había dicho en casa de Acte, y las palabras de Quilón le llenaron de alegría. Aunque sus sentimientos por Ligia cobrasen, a veces, las apariencias del odio, sentía alivio al oír decir que la doctrina seguida por ella y por Pomponia no implicaba ni crimen ni depravación. Sin embargo sentía nacer en él la oscura percepción de que aquel misterioso culto por Cristo había cavado una fosa entre él y Ligia; y aquella doctrina comenzó a inspirarle al mismo tiempo odio y temor.

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