Quo Vadis?

Capítulo LXXIII

Capítulo LXXIII

Vinicio a Petronio:

«Incluso aquí, , tenemos noticias de vez en cuando de lo que ocurre en Roma, y lo que no sabemos, tus cartas nos lo dicen. Cuando se arroja una piedra al agua, los círculos de la onda van ensanchándose cada vez más: y uno de esos círculos de locura y de mal ha llegado desde el Palatino hasta nosotros. De camino para Grecia, el César nos ha enviado a Carenas, que ha desvalijado las ciudades y los templos para llenar las cajas vacías y construir en Roma, al precio del sudor sangriento y de las lágrimas, una “casa de oro”. Tal vez el universo no ha visto hasta ahora una casa igual, pero a buen seguro que no ha visto semejante iniquidad. Ya conoces a Carenas: se parecía a Quilón, antes de que éste, con su muerte, redimiera su vida. En las aldeas de alrededor no ha encontrado resistencia, tal vez porque no hay ni templos ni tesoros.

»Me preguntas si estamos a salvo. Te responderé únicamente esto: se han olvidado de nosotros. Con eso ha de bastarte. Desde el peristilo en que me he instalado para escribirte, veo nuestra tranquila bahía, y a Urso en una barca lanzando su nasa en el agua transparente. A mi lado, mi mujer devana un ovillo de lana púrpura, y en los jardines, a la sombra de los almendros, oigo el canto de nuestros esclavos. ¡Qué calma, ! ¡Qué olvido de los terrores y de los sufrimientos pasados! Sin embargo, no son las Parcas, como tú dices, las que hilan suavemente el ovillo de nuestra existencia. Es Cristo que nos bendice. Él, nuestro Dios, nuestro Salvador. Conocemos los pesares y las lágrimas, porque nuestra verdad nos manda llorar por el infortunio de los otros. Pero esas lágrimas mismas contienen un consuelo que vosotros ignoráis. Un día, cuando haya pasado el tiempo que nos fue asignado, encontraremos a todos los seres queridos que han muerto y que, según la doctrina divina, han de perecer. Pedro y Pablo no han muerto para nosotros, sino que han resucitado en la gloria. Nuestras almas los ven, y cuando nuestros ojos derraman lágrimas, nuestros corazones se regocijan con su alegría. ¡Oh, sí, querido! Somos felices con una dicha que nada puede destruir, porque la muerte, que para vosotros es el final de todo, para nosotros no es más que el paso a una paz mayor, a un amor mayor, a una felicidad mayor.

»Así, en la serenidad de nuestros corazones pasan nuestras jornadas y nuestros meses. Nuestros servidores y nuestros esclavos creen en Cristo y, como Él nos ha ordenado, nos amamos los unos a los otros. A menudo, a la puesta del sol, o cuando la luna comienza a bañarse en el agua, Ligia y yo hablamos de los tiempos pasados, que hoy nos parecen un sueño. Y cuando pienso lo cerca que este ser querido, que todos los días estrecho contra mi pecho, ha estado del suplicio y de la muerte, adoro con toda mi alma a Nuestro Señor. Sólo Él podía salvarla de la arena y devolvérmela para siempre.

»¡Oh, Petronio!, ya has visto qué resistencia y valor en el sufrimiento daba esta doctrina, cuánto consolaba en la desgracia. Ven aquí, y verás la fuente de dicha que es para la vida cotidiana. Los hombres no han conocido hasta ahora un dios al que pudiesen amar, y por eso no se amaban entre ellos. De ahí venía toda su desgracia, porque lo mismo que el sol engendra la luz, el amor nos da la felicidad. Ni los legisladores, ni los filósofos nos han enseñado esta verdad. No existía ni en Grecia ni en Roma, y cuando digo en Roma quiero decir en el universo. La doctrina seca y fría de los estoicos, que siguen las gentes virtuosas, templa los corazones como las espadas; pero las hiela en lugar de hacerlas mejores.

»Pero no tengo que decirte nada sobre esto, porque tú lo has estudiado y comprendido mejor que yo. También tú conociste a Pablo de Tarso y hablaste muchas veces con él. Sabes perfectamente que todas las doctrinas de vuestros filósofos y vuestros rétores, comparadas con la verdad que él predicaba, no son más que pompas de jabón y palabras carentes de sentido. ¿Recuerdas su pregunta: “¿Y si el César fuera cristiano? ¿No os sentiríais más a salvo, más seguros de poseer lo que os pertenece y sin temor al día de mañana?”. Me decías que nuestra fe era enemiga de la vida; hoy te respondo que si, desde el comienzo de mi carta, no repitiese más que estas palabras: “¡Soy feliz!”, eso bastaría para expresar mi felicidad. Me dirás que mi felicidad es Ligia. ¡Sí, querido! Porque amo en ella el alma inmortal, y porque los dos nos amamos en Jesús; y un amor como ése no teme ni separación ni traición, ni vejez ni muerte. Cuando ya no haya pasión ni belleza, cuando nuestros cuerpos estén marchitos y llegue la muerte, el amor sobrevivirá, porque nuestras almas sobrevivirán. Antes de que mis ojos se hubieran abierto a la verdad, yo estaba dispuesto a incendiar por Ligia mi propia casa; ahora te lo digo: no la amaba, porque sólo Cristo me ha enseñado el amor. Sólo Él es la fuente de la felicidad y de la calma. No soy yo quien lo dice, sino la evidencia misma. Compara vuestras orgías llenas de angustias, semejantes a festines funerarios, con la vida de los cristianos, y tú mismo podrás sacar la conclusión. Pero para comparar mejor, ven a nuestra casa, a nuestras montañas que embalsama el tomillo, a nuestros bosques de olivos llenos de sombra, a nuestras riberas cubiertas de hiedra. Una paz desconocida, y unos corazones que te aman sinceramente, te esperan. Eres noble y bueno, deberías ser feliz. Tu rápida inteligencia sabrá discernir la verdad, y terminarás por amarla, porque se puede ser su enemigo, como el César y Tigelino, pero no se puede permanecer indiferente a ella. ¡Oh, Petronio, yo y Ligia nos regocijamos con la esperanza de verte pronto! ¡Consérvate bien, sé feliz, y ven!».

Petronio recibió la carta de Vinicio en Cumas, a donde se había dirigido siguiendo al César con los demás augustanos. La prolongada lucha entre Petronio y Tigelino tocaba a su fin. Petronio se daba cuenta de que debía sucumbir y comprendía perfectamente el motivo. A medida que el César caía más bajo, hasta el papel de comicastro, bribón y cochero, a medida que zozobraba más en una depravación enfermiza, abyecta y grosera, el árbitro de la elegancia se convertía para él en una pesada carga. Cuando Petronio callaba, Nerón veía una censura en su silencio; cuando aprobaba, para él había ironía. El soberbio patricio irritaba su amor propio y excitaba su envidia. Sus riquezas y sus magníficas obras de arte eran objeto de la codicia del soberano y del todopoderoso ministro. Hasta ahora le habían perdonado por el viaje a Acaya, donde su gusto y su experiencia de las cosas de Grecia podían ser útiles. Pero Tigelino se había empeñado en convencer al César de que Carenas superaba a Petronio en gusto y competencia y podría organizar en Grecia, mejor que éste, juegos, recepciones y triunfos. A partir de ese momento, Petronio estaba perdido. No obstante, no se habían atrevido a enviarle su sentencia en Roma. El César y Tigelino recordaban que aquel hombre aparentemente afeminado, que hacía de la noche día y que parecía sólo preocupado por la voluptuosidad, el arte y la buena comida, como procónsul en Bitinia y más tarde como cónsul en Roma había dado pruebas de una sorprendente aptitud para el trabajo y de gran energía. Se le creía capaz de todo, y se sabía que en Roma era amado no sólo por el pueblo sino incluso por los pretorianos. Entre los íntimos del César nadie podía prever la forma en que, llegado el caso, decidiría actuar. Lo más prudente parecía por tanto alejarlo de la ciudad con algún subterfugio y golpearle en provincias.

Con este objeto, Petronio fue invitado a dirigirse a Cumas con los demás augustanos. Partió, aunque sospechaba alguna segunda intención. Tal vez quería evitar oponer una resistencia abierta, tal vez deseaba mostrar una vez más al César y a los augustanos un rostro jovial y libre de preocupaciones, y obtener su última victoria sobre Tigelino.

Sin embargo, éste le acusó pronto de haber sido cómplice del senador Escevino, el alma de la conspiración abortada. Sus criados que habían quedado en Roma fueron detenidos, su casa fue rodeada. Petronio, lejos de asustarse, no demostró ningún apuro y, sonriendo, dijo a los augustanos recibidos por él en su suntuosa villa de Cumas:

—A Barba de Bronce no le gustan las preguntas a quemarropa, y vais a ver su gesto cuando le pregunte si ha sido él quien ha ordenado encarcelar a mi .

Y les anunció que antes de iniciar el viaje, les ofrecería un festín. Fue mientras hacía los preparativos cuando recibió la carta de Vinicio.

La misiva le dejó pensativo. Pero pronto su rostro se serenó, y respondió aquella misma tarde:

«Me alegro de vuestra felicidad y admiro vuestro magnánimo corazón, : no imaginaba que dos enamorados pudieran acordarse de nadie, y menos de un amigo lejano. No sólo no me olvidáis, sino que queréis incluso arrastrarme a Sicilia, a fin de ofrecerme una parte de vuestro pan cotidiano y de vuestro Cristo que, como dices, os colma de dicha de forma tan generosa.

»Si es así, veneradlo. No te ocultaré, sin embargo, querido, que en mi opinión Urso jugó cierto papel en la salvación de Ligia, y que tampoco fue ajeno a ella el pueblo romano. Pero desde el momento en que lo atribuyes a Cristo, no te contradiré. No le escatiméis ofrendas. También Prometeo recibía sacrificios de los hombres. Pero al parecer Prometeo no sería más que una invención de los poetas, mientras que gentes dignas de fe me han afirmado haber visto a Cristo con sus ojos. Como vosotros, pienso que de todos los dioses es el más honesto.

»Me acuerdo mucho de la pregunta de Pablo de Tarso y admito que si Enobarbo viviese según la doctrina de Cristo, tal vez yo tuviera tiempo de ir con vosotros a Sicilia. Entonces, a orilla de las fuentes, a la sombra de los árboles, hablaríamos largamente sobre todos los dioses y todas las verdades, de las que ya trataron los griegos. Pero hoy debo contenerme. No quiero conocer más que a dos filósofos de algún valor: uno que se llama Pirrón y otro Anacreonte. Te ofrezco todos los demás muy baratos, incluyendo la escuela de los estoicos griegos y romanos. La verdad reside en regiones tan inaccesibles que los dioses mismos no llegan a percibirla desde la cima del Olimpo. A ti, , te parece que vuestro Olimpo está más alto todavía; de pie en la cima me gritas: “¡Sube, y verás aspectos insospechados de ti mismo!”. Es posible. Sin embargo te respondo: “¡Amigo, ya no tengo piernas!”. Y cuando hayas leído hasta el final creo que me darás la razón.

»¡No, venturoso esposo de la princesa Aurora, vuestra doctrina no está hecha para mí! Tendría que amar a mis porteadores bitinios, a mis estufistas egipcios, tendría que amar a Enobarbo y a Tigelino. ¡Por las Cárites de blancas rodillas, te juro que aunque lo quisiera no podría! Existen en Roma por lo menos cien mil individuos de hombros deformados, de rodillas torcidas, de muslos resecos, de ojos salientes o cabeza demasiado gruesa. ¿Y tú me mandas que los ame por igual? ¿Dónde encontraría ese amor que no está en mi corazón? Y si vuestro dios pretende hacérmelos amar a todos, ¿por qué en su omnipotencia no les ha regalado un exterior más ventajoso, creándolos, por ejemplo, a imagen de las Nióbides que tú viste en el Palatino? Quien ama la belleza no podría amar la fealdad. No se puede creer en nuestros dioses: es un problema distinto; pero se los puede amar a la manera de Fidias, de Praxiteles, de Mirón, de Escopas y de Lisias.

»Y aunque yo tuviera el deseo de seguirte allí donde quieres llevarme, resulta imposible. No porque no quiera: te lo repito, no puedo. Tú crees, como Pablo de Tarso, que un día, más allá del Éstige, en unos vagos Campos Elíseos, veréis a vuestro Cristo. ¡Muy bien! Que tu Cristo te diga si me hubiera recibido a mí, con mis gemas, con mi vaso de Mirrene, con mis ediciones de Sosio, y con mi hermosa de cabellos de oro. Este pensamiento, querido, me produce risa. Vuestro Pablo de Tarso me ha explicado que, por Cristo, se debía renunciar incluso a las coronas de rosas, a los festines y a la voluptuosidad. Cierto que me prometía a cambio otra felicidad, pero yo le respondí que para esa otra felicidad yo era demasiado viejo, que mis ojos se deleitarían siempre con la vista de las rosas, y que el olor de las violetas siempre sería infinitamente más agradable que el de mi sucio “prójimo” de Suburra.

»Ésas son las razones por las que vuestra felicidad no está hecha para mí. Y además, te he reservado para el final la razón decisiva: ¡ me reclama! Para vosotros acaba de empezar el alba de la vida. Para mí el sol se ha puesto, y el crepúsculo me rodea. Dicho en otros términos, , es preciso que muera.

»Inútil insistir sobre este punto. Es así como esto debía terminar. Conoces a Enobarbo y comprenderás fácilmente. Tigelino me ha vencido. ¡O mejor dicho, no! Son simplemente mis victorias las que tocan a su fin. Habiendo vivido como he querido, moriré como me plazca.

»No os lo toméis demasiado a pecho. Ningún dios me ha prometido la inmortalidad, y lo que me pasa no es algo imprevisto. Tú, Vinicio, estás en el error cuando afirmas que sólo vuestro dios enseña a morir con calma. No, nuestro mundo sabía antes que vosotros que, vaciada la última copa, era hora de desaparecer, de volver a la sombra, y nuestro mundo también sabe hacerlo con belleza. Platón afirma que la virtud es una música, y la vida del sabio una armonía. Y así, habré vivido y moriré virtuoso.

»Quisiera despedirme de tu divina esposa saludándola con las mismas palabras que antaño empleaba yo, en la casa de los Aulo: “He visto a lo largo de mi vida pueblos innúmeros. Pero mujer que te igualase, nunca vi ninguna”.

»Por eso, si —contrariamente a lo que profesa Pirrón— algo de nuestra alma subsistiese después de la muerte, mi alma y yo, en camino hacia las orillas del océano, irá a descansar no lejos de vuestra casa, bajo la envoltura de una mariposa, o tal vez, si hemos de creer a los egipcios, bajo la de un gavilán. Imposible llegar de otra manera.

»¡Espero que para vosotros Sicilia se metamorfosee en un jardín de las Hespérides, que las diosas de los campos, de los bosques y de las aguas siembren flores a vuestro paso, y que en todos los acantos de vuestros peristilos aniden blancas palomas!».

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