Quo Vadis?

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIII

Vinicio se dirigió directamente a la casa de Myriam. Ante la puerta encontró a Nazario que se turbó al verle. Lo saludó con afabilidad y le pidió que lo llevara ante su madre.

En la casucha, además de Myriam, estaban Pedro, Glauco, Crispo, y también Pablo de Tarso, que acababa de volver de Fregelas. Al ver al joven tribuno el asombro se pintó en todas las caras mientras él decía:

—Os saludo en nombre de Cristo al que vosotros honráis.

—¡Que su nombre sea glorificado por los siglos de los siglos!

—Conocí vuestras virtudes y soy testigo de vuestra bondad: por eso vengo como amigo.

—Y nosotros te saludamos como amigo —respondió Pedro—. Siéntate, señor, y comparte nuestra mesa; eres nuestro huésped.

—Compartiré vuestra mesa, pero antes escuchadme. A ti, Pedro, y a ti, Pablo, quiero daros una prueba de mi sinceridad: sé dónde está Ligia; acabo de pasar por delante de la casa de Lino, cerca de aquí. Tengo sobre ella los derechos que me ha otorgado el César, y en mis diversas casas poseo unos quinientos esclavos; podría por tanto rodear su refugio y apoderarme de ella, y no lo hago ni lo haré.

—Por ello la bendición del Señor se extenderá sobre ti y tu corazón será purificado —dijo Pedro.

—Gracias; pero escuchadme aún: no lo he hecho aunque vivo sólo por ella y sufro. Antes de haberos conocido, la habría raptado y la habría tenido en mi casa por la fuerza; pero aunque no profeso vuestras virtudes ni vuestras doctrinas, han hecho mella en mi alma, y ya no me atrevo a recurrir a la violencia. No sé cómo ha sucedido, pero así es. Me dirijo, pues, a vosotros, que reemplazáis al padre y a la madre de Ligia, y os digo: Dádmela como esposa, y os juro que no sólo no le prohibiré confesar a Cristo sino que yo seguiré su doctrina.

Hablaba con la cabeza alta y la voz firme; sin embargo estaba emocionado y sus piernas temblaban bajo su manto. Un silencio acogió sus palabras: luego continuó, como para anticiparse a una respuesta desfavorable:

—Los obstáculos son muchos, lo sé, pero la amo como a las niñas de mis ojos, y, aunque todavía no soy cristiano, no soy ni vuestro enemigo ni el de Cristo. Quiero obrar con vosotros con total sinceridad, a fin de ganar vuestra confianza. Me va la vida en ello y no os oculto nada. Tal vez otro os dijera: «¡Bautizadme!». Yo en cambio os repito: «¡Iluminadme!». Creo que Cristo resucitó, porque quienes lo afirman son gentes que viven en la verdad y que lo vieron después de su muerte. Habiéndola experimentado por mí mismo, creo que vuestra doctrina engendra la virtud, la justicia y la misericordia, y no los crímenes de que os acusan. Conozco poco de ella. Sólo sé lo que he aprendido por vosotros, por Ligia, y lo que he visto en vuestros actos. Y sin embargo, vuestra doctrina ya me ha cambiado mucho. En otro tiempo, dirigía a mis sirvientes con mano de hierro; ahora no puedo hacerlo. Desconocía la piedad; ahora la conozco. Amaba los placeres: y huí del estanque de Agripa porque el asco me ahogaba. Antes tenía fe en la violencia: ahora renuncio a ella. Sabed que siento horror por las orgías, el vino, el canto, las cítaras, las coronas de rosas, y que la corte del César, las carnes desnudas y todas las locuras me desaniman. Cuanto más pienso que Ligia es pura como la nieve de las montañas, más la amo; y pensando que gracias a vuestra doctrina es así, amo esa doctrina y quiero conocerla. Pero no la comprendo, y no sabiendo si podré conformarme a ella y si mi naturaleza podrá soportarla, perezco, como encarcelado, en la incertidumbre y los tormentos.

Una arruga dolorosa se grabó entre sus cejas, y sus mejillas se llenaron de púrpura; luego siguió hablando deprisa y con emoción creciente:

—¡Ya lo veis! Torturado por mi amor, también lo soy por la duda. Vuestra doctrina, se me ha dicho, no tiene en cuenta la vida, ni las alegrías humanas, ni la felicidad, ni las leyes, ni el orden, ni la autoridad, ni el poder romano. ¿Es realmente así? Me han dicho que estabais locos. Decidme vosotros qué es lo que traéis. ¿Es un pecado amar? ¿Es un pecado sentir alegría? ¿Buscar la dicha? ¿Sois vosotros los enemigos de la vida? ¿Deben seguir siendo pobres los cristianos? ¿Debo renunciar a Ligia? ¿Cuál es vuestra verdad? Vuestras acciones y palabras son puras como el agua de un manantial, pero ¿qué hay en el fondo de ese manantial? Ya lo veis, soy sincero. Disipad, pues, las tinieblas que me rodean. También me han dicho que Grecia engendró la sabiduría y la belleza, Roma la fuerza, pero ¿ellos qué aportan? Decidme, pues, ¿qué aportáis vosotros? Si detrás de vuestra puerta se encuentra la luz, ¡abridme!

—Nosotros aportamos el amor —respondió Pedro.

Y Pablo de Tarso añadió:

—Si habláramos todos los lenguajes de los hombres y de los ángeles sin amor no seríamos otra cosa que bronce que suena.

El corazón del anciano apóstol se hallaba emocionado por aquel alma doliente que, cual un pájaro enjaulado, se lanzaba hacia el espacio; extendió las manos hacia Vinicio:

—Llamad, y se os abrirá. La gracia del Señor está sobre ti; te bendigo, y bendigo tu alma, y tu amor, en nombre del Redentor del mundo.

Al oír estas palabras, Vinicio, que ya antes estaba muy emocionado, se lanzó hacia Pedro y entonces se produjo una cosa inaudita: aquel descendiente de los , que antaño se negaba a admitir un hombre en un extranjero, cogió la mano del viejo galileo y apoyó en ella sus manos llenos de gratitud.

Pedro se alegró, comprendiendo que la semilla había caído en buen terreno y que su hilo de pescador acababa de conseguir un alma más.

Los asistentes no se alegraban menos de aquel testimonio de respeto hacia el apóstol del Dios y exclamaron a una:

—¡Gloria al Señor en los cielos!

Vinicio se levantó, con el rostro resplandeciente:

—Veo que la felicidad puede residir entre vosotros, porque me siento feliz, y espero que vosotros habéis de convencerme en los demás puntos. Pero esto no ocurrirá en Roma; el César sale para Ancio y he recibido orden de seguirle. Sabéis que desobedecer equivale a la muerte. Por tanto, si he hallado gracia a vuestros ojos, venid conmigo para enseñarme vuestra verdad. Allí estaréis más seguros que yo mismo: podréis propagar la verdad entre esa muchedumbre, en la corte misma del César. Se dice que Acte es cristiana; también hay cristianos entre los pretorianos, porque con mis propios ojos vi a soldados arrodillarse delante de ti, Pedro, en la Puerta Nomentana. Poseo una villa en Ancio; nos reuniremos allí, en las mismas barbas de Nerón, para escuchar vuestras enseñanzas. Glauco me ha dicho que por una sola alma estabais dispuestos a trasladaros hasta los confines del mundo; haced por mí lo que habéis hecho por otros, dejando vuestra Judea para ayudarles; hacedlo y no abandonéis mi alma.

Ellos comprobaban con alegría la victoria de su doctrina y la repercusión que tendría en el mundo pagano la conversión de un augustano, vástago de una de las más viejas familias de Roma. Estaban dispuestos a ir hasta los confines del mundo por una sola alma, y desde la muerte del Maestro no hacían otra cosa. Por eso, ni siquiera se les había ocurrido la idea de rechazarlo. Como Pedro era el pastor de la comunidad entera no podía partir; pero Pablo de Tarso, que acababa de volver de Aricia y de Fregelas, y que se preparaba para un largo viaje a Oriente y visitar allí las iglesias y estimular de nuevo su fervor, consintió en acompañar al joven tribuno a Ancio. Desde allí le sería fácil encontrar un navío que lo llevara a las aguas griegas.

Aunque entristecido porque Pedro, a quien debía tanta gratitud, no pudiera ir con él, se lo agradeció con la misma cordialidad; luego se volvió hacia el anciano apóstol para hacerle una última petición:

—Sabiendo dónde vive Ligia —dijo— yo podría ir en su busca y preguntarle, como es justo, si tendrá a bien aceptarme por esposo cuando mi alma se haya vuelto cristiana; pero prefiero pedirte a ti, apóstol, que me permitas verla o que tú mismo me lleves hacia ella. No sé cuánto tiempo tendré que permanecer en Ancio. Recordad que, con el César, nunca se sabe lo que va a ocurrir al día siguiente. El mismo Petronio me ha avisado que allí no estaré completamente a salvo. Quisiera verla antes de mi partida, saciar mis ojos con su presencia, saber si olvidará el mal que le he hecho y si querría compartir la vida de bien que le ofrezco.

El apóstol Pedro sonrió con bondad, diciendo:

—¿Quién te negaría esa merecida alegría, hijo mío?

Vinicio se inclinó de nuevo para besarle las manos, porque no podía ocultar su felicidad; el apóstol le tomó por las sienes y añadió:

—No temas al César. En verdad te digo que no caerá un pelo de tu cabeza.

Luego envió a Myriam en busca de Ligia, recomendándole no decir quién se encontraba entre ellos, a fin de reservar una gran alegría a la muchacha.

La distancia era corta. Pronto los asistentes vieron volver, entre los mirtos del jardincillo, a Myriam trayendo a Ligia de la mano.

Vinicio quiso correr a su encuentro, pero la vista de aquel ser tan querido paralizó sus fuerzas y se quedó inmóvil, con el corazón palpitándole hasta romperse, las piernas temblorosas, infinitamente más emocionado que la primera vez en que oyó silbar las flechas de los partos.

Ella entró sin sospechar nada y al ver a Vinicio se detuvo como petrificada. Su rostro se cubrió de rubor, luego palideció, y con unos ojos asombrados y llenos de espanto empezó a mirar a los asistentes.

No vio más que miradas luminosas y llenas de bondad. El apóstol Pedro se acercó a ella y le dijo:

—Ligia, ¿le sigues amando?

Hubo un momento de silencio. Sus labios temblaron como los de un niño a punto de llorar y que, culpable, se ve obligado a confesar su falta.

—Responde —dijo el apóstol.

Entonces, con voz humilde y temerosa, balbuceó cayendo a los pies de Pedro:

—Sí…

En ese mismo instante Vinicio se arrodilló a su lado. Pedro impuso las manos sobre sus cabezas diciendo:

—Amaos en Nuestro Señor y para Su gloria, porque no hay pecado en vuestro amor.

Descargar Newt

Lleva Quo Vadis? contigo