Quo Vadis?

Capítulo V

Capítulo V

Aulo había previsto que no podría llegar hasta Nerón. Le dijeron que el César estaba ocupado cantando con el tañedor de cítara Terpnos y que por regla general no recibía a los que no había citado. Suponía decir que Aulo no debía tratar de verle, ni siquiera en el futuro.

Por el contrario, Séneca, por más doliente que estuviese por la fiebre, recibió al viejo jefe con todo el respeto que le era debido; pero después de haberle escuchado, asomó a sus labios una risa amarga y dijo:

—No puedo prestarte más que un favor, noble Plaucio: no permitir nunca que el César vea que mi corazón comparte tu dolor y que pretendo ayudarte; porque a la mínima sospecha no te devolvería a Ligia, aunque no fuera más que para causarme dolor.

Y le desaconsejó, además, ir a ver a Tigelino o a Vatinio o a Vitelio. Con dinero tal vez se pudiera sacar algo de ellos; aunque quizá podrían perjudicar a Petronio, cuya influencia trataban de minar; con toda probabilidad, irían a contar al César cuánto querían los Plaucio a Ligia, razón de más para que César no la entregase. Y el viejo filósofo empezó a hablar con una ironía amarga que se complugo en volver contra sí mismo:

—Te has quedado mudo, Plaucio, mudo durante muchos años, y al César no le gustan los que se callan. ¿Cómo te has atrevido a no glorificar su belleza, su virtud, su canto, su declamación, su habilidad para conducir una cuadriga y sus versos? ¿Cómo has osado no alegrarte por la muerte de Británico, no manifestarte con un elogioso discurso para celebrar su matricidio, no presentarle tus felicitaciones por haber ordenado ahogar a Octavia? Eres muy poco previsor, Aulo, y no como nosotros que tenemos la dicha de vivir en la corte.

Mientras hablaba cogió una copa que llevaba al cinto, la llenó en el chorro de agua del , y después de haber refrescado sus labios ardientes, continuó:

—¡Ah, que agradecido es el corazón de Nerón! Te ama por lo bien que serviste a Roma y llevaste la gloria de su nombre hasta los confines del mundo. Y a mí también me ama, porque fui maestro suyo durante su juventud. Por eso, ya ves, estoy seguro de que esta agua no está envenenada, y la bebo con total seguridad. En mi casa estaría menos seguro del vino; pero, si tienes sed, bebe con audacia de esta agua. A través de acueductos baja de los montes Albanos, y para envenenarla habría que envenenar todas las fuentes de Roma. Ya lo ves, todavía se puede vivir sin miedo en este mundo y gozar de una vejez tranquila. Cierto que estoy malo, pero lo que en mí sufre es más el alma que el cuerpo.

Decía la verdad. Lo que a Séneca le faltaba era la fuerza de alma que poseían, por ejemplo, Cornuto o Trásea; por eso su vida no era más que una serie de concesiones y de complacencias con el crimen. Él mismo lo sabía: comprendía que no era ése el camino de un discípulo de Zenón de Citio, y sufría más por ello que ante el temor mismo de la muerte.

El jefe interrumpió sus amargas reflexiones:

—Noble Anneo —dijo—, sé cómo te recompensó el César por las atenciones con que rodeaste sus jóvenes años. Pero el que ha hecho que nos quiten a nuestra hija ha sido Petronio. Indícame qué medios hay que utilizar con él, a qué influencias puede obedecer, sírvete ante él de toda la elocuencia que tu vieja amistad hacia mí pueda inspirarte.

—Petronio y yo —continuó Séneca— pertenecemos a dos campos opuestos. No tengo ninguna influencia sobre él, ni yo, ni nadie. Es posible que con toda su corrupción valga más que los pillos de que se rodea Nerón. Pero tratar de demostrarle que ha cometido una mala acción es perder el tiempo: hace mucho que carece de la noción del bien y del mal. Pruébale que su acto es del peor gusto, tal vez se sienta avergonzado. Cuando lo vea, le diré: «Lo que has hecho es digno de un liberto». Si eso no sirve, no habrá nada que hacer.

—Gracias de todos modos —respondió el jefe.

Desde allí se hizo llevar a casa de Vinicio, a quien encontró ocupado entrenándose con su . Al ver al joven tranquilamente entregado a estos ejercicios mientras en la persona de Ligia acababa de perpetrarse un crimen, Aulo se enfureció de cólera, y apenas cayó la cortina tras el se entregó a un desbordamiento de amargos reproches e invectivas. Mas ante la noticia de que Ligia acababa de serle arrebatada, Vinicio palideció de forma tan horrible que Aulo hubo de rechazar toda sospecha de complicidad por su parte. Gotas de sudor inundaron la frente del joven: su sangre refluyó hacia su corazón y a poco afloró a su rostro en una oleada ardiente; sus ojos proyectaron destellos y de sus labios brotó una serie infinita de preguntas. Los celos y la rabia le sacudían con violencia de huracán. Le parecía que, nada más franqueado el umbral del palacio del César. Ligia estaba perdida para siempre. Pero al pronunciar Aulo el nombre de Petronio, una sospecha cruzó como un relámpago por la mente del joven soldado. Petronio se había burlado de él: quería, o atraerse nuevos favores del César ofreciéndole a Ligia, o guardarla para sí; para Vinicio era inconcebible que se pudiera ver a Ligia sin quedar al punto cautivado.

La violencia hereditaria de su familia lo dominó entonces como un caballo enloquecido y le hizo perder toda la sangre fría.

—Jefe —dijo con voz temblorosa—, vuelve a tu casa y espérame… Aunque Petronio fuese mi padre, sabe de sobra que yo vengaría sobre su cabeza el ultraje hecho a Ligia. Vuelve a tu casa y espérame. Ni Petronio ni el César la tendrán.

Y tendió sus manos crispadas hacia las figuras de cera que había, vestidas y de pie, en un rincón del y exclamó amenazando con el puño:

—¡Juro por estas máscaras de antepasados que antes la mataré, y a mí con ella!

Y diciendo todavía a Aulo esta palabra: «¡Espérame!», se lanzó como un loco fuera del y corrió a casa de Petronio zarandeando a todos los que encontraba en su camino.

Aulo volvió a casa con una vaga esperanza. Pensaba que, si por consejo de Petronio, el César había mandado coger a Ligia para dársela a Vinicio, éste la devolvería al hogar de sus parientes adoptivos. Por último, un gran consuelo se asentó en su corazón pensando que si Ligia no estaba a salvo, al menos sería vengada y la muerte la preservaría del ultraje. Porque no dudaba que Vinicio mantendría su promesa. Él mismo, aunque la amaba como un padre, hubiera preferido matar a Ligia antes que entregarla al César, y de no ser por el temor que sentía por su hijo, último descendiente de su raza, no hubiera dudado un solo instante.

Aulo era un soldado; no sabía casi nada de los estoicos, pero por su carácter tenía afinidades con ellos; por sus sentimientos, por su orgullo, la muerte le parecía más fácil y mejor que la vergüenza.

Tranquilizó, pues, a Pomponia, le participó sus esperanzas, y ambos aguardaron las noticias de Vinicio. Cada vez que los pasos de un esclavo sonaban en el , esperaban ver aparecer a Vinicio devolviéndoles a su hija bienamada, y se preparaban a bendecirlos a los dos desde el fondo de su alma. Pero el tiempo pasaba sin ninguna noticia. Sólo hacia el anochecer se oyó resonar el mazo de la puerta.

Al instante entró un esclavo, que entregó una carta a Aulo. Pese al deseo de mostrar que era dueño de sí, el viejo jefe la tomó con mano temblorosa y se dispuso a leerla con tanto apresuramiento como si de ella hubiera dependido la suerte de su casa entera.

De pronto su rostro se ensombreció como si hubiera pasado sobre él la sombra de una nube.

—Lee —dijo volviéndose hacia Pomponia.

Pomponia tomó la carta y leyó estas frases:

«Marco Vinicio a Aulo Plaucio. Salud. Lo que ha ocurrido ha ocurrido por voluntad del César, y ante ella habéis de inclinaros como nos inclinamos nosotros, Petronio y yo».

Se hizo un pesado silencio.

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