Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVII
Vinicio a Ligia:
«Te envío esta carta por el esclavo Flegón, que es cristiano; es por tanto, querida, uno de los que conseguirán su libertad de tus manos. Es un viejo servidor de nuestra familia y puedo escribir sin temor a que mi carta caiga en otras manos. Te escribo desde Laurento, donde nos hemos detenido debido al calor. Otón poseía aquí una magnífica villa que en otro tiempo regaló a Popea y, aunque luego divorciada, a ésta le pareció oportuno conservar ese agradable regalo… Cuando de las mujeres que ahora me rodean vuelvo hacia ti mi pensamiento, me parece que las piedras de Deucalión han debido producir especies humanas completamente diferentes: tú perteneces a la que nace del cristal. Te admiro y te amo con toda mi alma, tanto que no quisiera hablarte sino de ti y tengo que hacer un esfuerzo para contar nuestro viaje, lo que ha sido de mí, y darte noticias de la corte.
»Así pues, el César fue huésped de Popea que, en secreto, había preparado una recepción suntuosa. Entre los invitados había pocos augustanos; pero Petronio y yo estábamos invitados. Después del almuerzo paseamos por el mar, tan sereno como si hubiera estado dormido, y azul como tus ojos, divina. Remábamos nosotros mismos, porque la Augusta se sentía honrada de ser servida por personajes consulares o por sus hijos. El César, con toga de púrpura, de pie junto al gobernalle, cantaba en honor del mar un himno que había escrito la noche anterior, cuya música había compuesto él mismo con Diodoro. Sobre otras barcas se dejaban oír esclavas hindúes, expertas en tocar conchas marinas; a nuestro alrededor emergían numerosos delfines, como si realmente los atrajera la música de los golfos de Anfítrite. Y ¿sabes qué hacía yo? Pensaba en ti, y suspiraba por ti, y habría querido coger aquel mar, aquella clara jornada, aquella música, todo, y dártelo. ¿Quieres que un día vayamos a vivir a orillas del mar, lejos de Roma, Augusta mía? Poseo en Sicilia un terreno, con un bosque de almendros que, en primavera, se cubren de flores color rosa y descienden tan cerca del mar que las puntas de sus ramas tocan el agua. Allí te amaré, practicaré esa doctrina que me enseñará Pablo: ya sé que no se opone al amor ni a la felicidad. ¿Quieres?… Pero, antes de que me respondan tus adorados labios, sigo contándote lo que pasó en la barca.
»A cierta distancia de la orilla, vimos delante de nosotros una vela y enseguida empezó la discusión: ¿era una sencilla barca de pescador, o un navío de Ostia? Yo fui el primero en adivinarlo, y entonces la Augusta declaró que no había nada escondido para mis ojos; luego, de pronto, cubriéndose el rostro con su velo, me preguntó si yo la reconocería así. Petronio respondió al punto que basta una nube para que hasta el mismo sol se vuelva invisible; pero Popea, fingiendo bromear, contestó que sólo el amor podría cegar una vista tan penetrante, y, nombrándome distintas damas de la corte, me interrogó para saber a quién amaba. Mis respuestas eran tranquilas, pero al final pronunció tu nombre: al mismo tiempo dejaba al descubierto su rostro y sus miradas eran perversas y escrutadoras. Le estoy realmente agradecido a Petronio por hacer oscilar en ese momento la barca, cosa que apartó de mí la atención general: porque si se hubieran pronunciado sobre ti palabras malévolas o irónicas, difícilmente habría resistido al deseo de romper mi remo en la cabeza de esa mujer perversa y malvada… ¿Recuerdas lo que te conté la víspera de mi partida, en la casa de Lino, sobre mi aventura en el estanque de Agripa?
»Petronio siente temores por lo que a mí respecta y todavía hoy me pedía que no irritase el amor propio de la Augusta. Pero Petronio ya no comprende y no sabe que, fuera de ti, no encuentro ni placer ni belleza, ni amor, y que Popea no me inspira más que repulsión y desprecio. Has transformado tanto mi alma que no podría volver a mi antigua clase de vida. Mas no temo que me ocurra nada malo. Popea no me ama: es incapaz de amar a nadie y sus caprichos sólo están inspirados por su cólera contra el César, que aún sufre su influencia y tal vez todavía la ama, pero que ya no tiene miramientos hacia ella ni oculta a sus ojos su impudor.
»Hay además otra cosa que ha de tranquilizarte. Al partir, Pedro me dijo que no temiera al César, porque ni uno solo de mis cabellos caería de mi cabeza, y tengo fe en él. Una voz interior me dice que cada una de sus palabras debe cumplirse, y como ha bendecido nuestro amor, ni el César, ni todas las potencias del Hades, ni siquiera el Destino, podrán arrancarte de mí, ¡oh, Ligia! Este pensamiento me llena de dicha como si estuviera en ese cielo que es el único dichoso y sereno. Pero ¿no te ofenderá, como cristiana, lo que digo del Cielo y del Destino? En tal caso, perdóname, porque mi pecado es involuntario. Aún no estoy purificado por el bautismo, pero mi corazón es como un vaso vacío que Pablo de Tarso debe llenar con una fe más bienhechora por ser tuya. Ten por mérito, oh divina, haber vaciado este vaso de lo que hasta ahora contenía y espera a que se llene con la misma impaciencia con que lo hace un hombre que tiene sed en presencia de una fuente pura. Ojalá halle gracia a tus ojos.
»En Ancio pasaré mis días y mis noches escuchando a Pablo que, desde el principio de nuestro viaje, ha conseguido tal influencia sobre mis hombres que no le dejan un momento, viendo en él no sólo un taumaturgo sino un ser casi sobrehumano. Ayer, leyendo la alegría en su rostro, le pregunté qué hacía, y me respondió: “Siembro”.
»Petronio sabe que Pablo está en mi casa, y desea verle, lo mismo que Séneca, que ha oído hablar de él a Galón. Pero las estrellas ya palidecen, ¡oh, Ligia mía!, y la estrella matutina brilla cada vez más. Pronto la aurora ha de colorar de rosa el mar. A mi alrededor todo duerme: sólo yo velo, pienso en ti y te amo. Al mismo tiempo que saludo a la aurora, te saludo,