Quo Vadis?

Capítulo VIII

Capítulo VIII

Nadie detuvo a Urso, nadie le preguntó qué hacía allí. Los comensales que todavía no estaban debajo de la mesa habían abandonado sus asientos; los servidores, al ver a una de las invitadas en brazos del gigante, habían pensado que se trataba de algún esclavo que llevaba a su ama borracha. Además, la presencia de Acte a su lado alejaba cualquier sospecha.

Así pasaron del a una sala contigua, y luego a una galería que llevaba a las habitaciones de Acte.

Ligia se hallaba tan débil que yacía en brazos de Urso como muerta. Sin embargo, con el frescor de la brisa matinal volvió a abrir los ojos. Poco a poco crecía la claridad del alba. Siguieron la columnata y giraron hacia un pórtico lateral que daba, no al patio, sino a los jardines, donde las guías de los pinos y los cipreses se rociaban de aurora. Aquella parte del palacio estaba desierta; apenas llegaban la música y los ruidos del festín. Ligia pensó que la habían arrancado de los infiernos y transportado hacia la claridad de Dios. Había en el mundo algo más que aquel abyecto : estaba el cielo, la aurora, la luz y la calma. De repente los sollozos sacudieron a la joven, que se apretó contra el hombro del gigante repitiendo entre sus lágrimas:

—¡A casa, Urso! ¡A casa de Aulo!

—¡A ella iremos! —dijo Urso.

Habían alcanzado el pequeño de las habitaciones de Acte. Urso depositó a Ligia en un banco de mármol, junto a la fuente, y entonces la joven trató de exhortarla a que se calmara y descansase, afirmando que no tenía ningún peligro que temer dado que los comensales debían dormir hasta la noche. Ligia tardó mucho en calmarse. Oprimiéndose las sienes con las manos, repetía como un niño:

—¡A casa! ¡A casa de Aulo!

Urso estaba dispuesto. Cierto que en las puertas vigilaban los pretorianos, pero eso no les impediría irse, porque los soldados no detenían nunca a los que se iban. Ante el arco de entrada pululaban las literas, y pronto saldrían en tropel los demás invitados. No se detendría a nadie. Se mezclarían con la multitud e irían directamente a casa. Y ¿luego? Su reina ordenaba, él no tenía que hacer sino obedecer. Estaba allí para eso.

Ligia repetía:

—Sí, Urso, vamos.

Pero Acte comprendió que debía usar la razón por los dos. ¿Salir? Claro. Nadie se lo impediría. Pero huir de la casa del César estaba prohibido, era un crimen de lesa majestad. Se marcharían, desde luego, y por la noche un centurión escoltado por soldados llevaría la pena de muerte decretada contra Aulo y Pomponia Grecina mientras devolvía a Ligia a palacio. Entonces ya nada la salvaría. Si los Aulo la aceptaban en su casa, su muerte era segura.

Ligia sintió desesperación: no había salida. Había que escoger entre la pérdida de los Plaucio y la suya. Yendo al festín, había tenido la esperanza de que Petronio y Vinicio intercediesen por ella y la devolviesen a Pomponia. Ahora sabía que habían sido ellos quienes habían convencido al César para sacarla de casa de los Aulo. No había salida. Sólo un milagro podía librarla de aquel abismo, un milagro y la omnipotencia divina.

—Acte —gimió desesperada—, ¿has oído lo que ha dicho Vinicio, que César me ha entregado a él y que esta noche me enviará a buscar por sus esclavos para tomarme en su casa?

—Lo he oído —dijo Acte.

Dejó caer sus brazos en señal de impotencia y quedó callada. La desesperación que estrangulaba la voz de Ligia no despertaba ningún eco en su corazón. ¿No había sido ella amante de Nerón? Aunque buena en esencia, no por eso era capaz de sentir la vergüenza de una relación semejante. Esclava en otro tiempo, no podía librarse de la costumbre de la esclavitud. Además, seguía amando a Nerón. Si él se dignaba volverse hacia ella, tendería los brazos hacia esa felicidad. Ahora comprendía que Ligia debía convertirse en amante del joven y hermoso Vinicio, o condenarse ella misma, y también a la familia que la había educado, a una perdición segura. Acte no podía comprender las vacilaciones de la joven.

—En casa del César no encontrarás menos peligros que en la de Vinicio —dijo ella.

No pensaba que, a pesar de su exactitud, sus palabras querían decir: «Resígnate a tu destino y conviértete en la concubina de Vinicio». Pero Ligia, que aún sentía sobre sus labios los besos ardientes y llenos de deseo bestial, sintió enrojecer su rostro de vergüenza.

—¡Nunca! —exclamó indignada—. ¡No me quedaré ni aquí ni en casa de Vinicio, nunca!

Su excitación sorprendió a Acte.

—¿Tanto odias a Vinicio? —preguntó.

Pero una nueva explosión de sollozos sacudió a Ligia, que no pudo responder. Acte la atrajo contra su pecho y trató de calmarla. Urso jadeaba pesadamente y crispaba sus formidables puños: con su amor de perro fiel, no podía resignarse a ver a su reina llorando. En su corazón de ligio medio salvaje crecía el deseo de volver al para estrangular a Vinicio, y si fuera necesario al César. Pero vacilaba en decírselo a su ama: aquella acción tan simple en apariencia ¿era propia de un adepto del Cordero crucificado?

Después de haber calmado algo a Ligia, Acte volvió a preguntarle:

—Entonces ¿le odias?

—No —respondió Ligia—, me está prohibido odiar, soy cristiana.

—Lo sé, Ligia; también sé, por las cartas de Pablo de Tarso, que no debéis someteros al deshonor, y que debéis temer el pecado más que la muerte. Pero, dime, ¿permite tu doctrina causar la muerte de otro?

—No.

—Entonces, ¿cómo te atreves a atraer la cólera del César sobre la casa de los Aulo?

Se hizo un silencio. De nuevo ante Ligia se abría el abismo.

La joven liberta continuó:

—Te hago esta pregunta porque tengo piedad de ti, de la buena Pomponia, de Aulo y de su hijo. Hace tiempo que vivo en esta casa y conozco la cólera del César. No, no podéis huir de aquí: sólo tienes un camino: suplicar a Vinicio que te devuelva a Pomponia.

Pero Ligia cayó de rodillas como para implorar a alguien. Urso la imitó, y los dos, en medio de la claridad del alba, rezaban en casa del César.

Por primera vez Acte asistía a una invocación semejante y no podía apartar su mirada de Ligia que, vuelta de perfil, con la cabeza y las manos alzadas, imploraba al cielo como si no hubiera esperado la salvación sino de él. Los rayos de la aurora acariciaban sus cabellos oscuros, su peplo blanco, y se reflejaban en sus ojos; en medio de la claridad, ella misma parecía claridad. Su cara pálida, sus labios entreabiertos, sus manos tendidas hacia el cielo, sus ojos, todo revelaba una exaltación sobrehumana. Acte comprendió entonces por qué Ligia no podía convertirse en una concubina. Ante la antigua amante de Nerón se descorrió un velo sobre un mundo completamente diferente al que ella conocía. Una plegaria como aquella, en aquel palacio del crimen y de la infamia, la dejaba maravillada. Un momento antes estaba convencida de que no había salida para Ligia; ahora empezaba a creer en una intervención sobrenatural, en una ayuda formidable ante la que el propio César sería impotente; o bien bajarían del cielo para ayudar a la joven cohortes aladas, o bien el sol le haría un lecho de rayos para que subiera hasta él. Había oído hablar de numerosos milagros que ocurrían entre los cristianos, y, a pesar suyo, al ver a Ligia rezar de aquella forma, empezó a creer en ellos.

Finalmente, la joven se levantó con el rostro iluminado por la esperanza. También Urso se levantó y fue a sentarse a sus pies, junto a un banco, mirando a su ama y esperando que hablase.

Los ojos de Ligia se velaron y dos gruesas lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas.

—¡Dios bendiga a Pomponia y a Aulo! —dijo—. No tengo ningún derecho a causar su perdición; por eso, no volveré a verlos nunca.

Luego, volviéndose hacia Urso, dijo que él era lo único que le quedaba en este mundo y que debía servirle de padre y protector. No podían buscar refugio en casa de Aulo, so pena de atraer sobre ellos la cólera de César; pero tampoco podían permanecer en casa del César ni en la de Vinicio. Urso la cogería, la llevaría fuera de la ciudad, la ocultaría en alguna parte donde no la descubrieran ni Vinicio ni sus criados. Ella le seguiría a todas partes, más allá de los mares incluso, más allá de los montes, hasta llegar a regiones bárbaras donde nunca hubieran oído el nombre romano y donde nunca hubiera entrado el poderío del César.

Urso la salvaría, porque no le quedaba nadie más que él.

El ligio estaba dispuesto. En señal de obediencia rodeó las rodillas de su ama con sus brazos. Pero el rostro de Acte, que estaba esperando un milagro, expresó desilusión. ¿O sea que la plegaria no tenía más efectos? Huir de la casa del César era cometer un crimen de lesa majestad que sería castigado; e incluso si la joven conseguía esconderse, el César se vengaría en la cabeza de los Aulo. Si quería huir, mejor sería que lo hiciera desde casa de Vinicio. De este modo, el César, a quien no gustaba inmiscuirse en asuntos ajenos, tal vez se negase a ayudarlo en sus pesquisas. En cualquier caso, Ligia ya no podría ser acusada de lesa majestad.

A Ligia ya se le había ocurrido. Los Aulo no sabrían dónde estaría, ni siquiera Pomponia… Huiría, no de casa de Vinicio, sino durante el traslado. En medio de la borrachera, él le había dicho que por la noche enviaría a los esclavos en su busca. Debía ser verdad porque, sereno, no se habría traicionado de aquel modo. Indudablemente, solo o con Petronio, había hablado con el César antes del festín y había obtenido la promesa de entregársela la noche siguiente. Pero Urso la salvaría. Llegaría, la sacaría de la litera como la había sacado del , y se irían a la aventura. Nadie podía enfrentarse a Urso; ni el mismo terrible luchador del sería capaz de resistir ante él. Pero como lo más probable era que a Vinicio se le ocurriera la idea de hacerla escoltar por sus esclavos, Urso iba a dirigirse inmediatamente a casa del obispo Lino. El obispo se compadecería de ella, no la entregaría a Vinicio, y ordenaría a los cristianos que ayudasen a Urso a liberarla. Éste ya encontraría luego el medio de sacarla de la ciudad y sustraerla al poderío romano.

La cara de Ligia se volvió sonrosada y risueña. Recuperó el ánimo como si su esperanza de salvación fuera ya una realidad. Lanzándose al cuello de Acte, puso en su mejilla unos labios exquisitos balbuceando:

—Acte, tú no nos traicionarás, ¿verdad?

—Por la sombra de mi madre —respondió la liberta—, ¡te juro que no os traicionaré! Ruega a tu Dios que Urso encuentre el medio de librarte.

Los ojos del gigante, azules y cándidos como los de un niño, resplandecían de dicha. Aunque exprimiese su pobre cabeza, no podía encontrar nada en ella. Pero podría realizar una cosa tan simple. De día, de noche, ¿qué más daba? Iría en busca del obispo, sabría leer en el cielo lo que había que hacer y lo que no había que hacer. Cierto que, incluso sin su ayuda, se podría reunir a los cristianos. Conocía a bastantes: esclavos, gladiadores y hombres libres, en Suburra, al otro lado de los puentes. Podría reunir mil, incluso dos mil; raptaría a su reina y podría conseguir que abandonara la ciudad, lo mismo que sabría guiarla en su viaje. Iría hasta el fin del mundo, o a su país, donde nadie había oído siquiera hablar nunca de Roma.

Miraba fijamente delante de él, como si hubiera evocado cosas de un tiempo infinitamente lejano, y murmuraba:

—Hacia nuestros bosques… ¡Ay, aquellos bosques, aquellos bosques!…

Pero apartó sus visiones.

Iría pues, sin más tardanza, a casa del obispo; llegada la noche, se apostaría con cien hombres al acecho de la litera. Y no sólo esclavos, ¡hasta pretorianos podían escoltarla! ¡No aconsejaba a nadie que se arriesgase a sufrir la fuerza de sus puños, ni siquiera con coraza de hierro! El hierro no es tan resistente. Golpeando con fuerza en el hierro, la cabeza que recubre no siempre está a salvo.

Pero Ligia alzó con una gravedad infantil el dedo índice y dijo sentenciosa:

—¡Urso! «No matarás».

El ligio se llevó el brazo, semejante a una maza, detrás de la cabeza y mientras se rascaba la nuca perplejo, se puso a rezongar que era necesario liberarla, a ella que era su «luz»… ¿No había dicho ella misma que ahora le tocaba actuar a él?… Lo importante era liberarla. En fin, si ocurría una desgracia, haría tanta penitencia, imploraría de tal forma al Cordero inocente, que el Cordero crucificado se compadecería de él, un pobre hombre… ¡Él no quería ofender al Cordero! Pero tenía una mano tan pesada…

La expresión de su rostro se suavizó y, para ocultar su emoción, saludó a su reina y dijo:

—Ahora voy a buscar al santo obispo.

Acte abrazó a Ligia y se fundió en lágrimas… Una vez más había comprendido que había un mundo donde incluso el sufrimiento era más fecundo en felicidad que todos aquellos excesos y voluptuosidades de la casa del César. Una vez más se había entreabierto para ella una puerta hacia la luz. Pero al mismo tiempo se sentía indigna de cruzar el umbral.

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