Quo Vadis?

Capítulo LXII

Capítulo LXII

Antes de que la oscuridad fuese completa, las primeras oleadas de gente habían comenzado a afluir hacia los jardines del César. Aquella muchedumbre con ropas de fiesta, coronada de flores, iban cantando animados —muchos estaban borrachos— a contemplar un espectáculo nuevo y magnífico. Los gritos de sonaban en la Vía Tecta, el puente Emilio y, pasado el Tíber, en la Vía Triunfal, en los alrededores del Circo de Nerón, e incluso arriba, en la Colina Vaticana. En Roma ya habían gozado del espectáculo de gentes quemadas sobre postes, pero hasta entonces nunca habían visto una multitud tan grande de condenados. Resueltos a terminar con los cristianos y a eliminar la epidemia que de las cárceles se propagaba a la ciudad, el César y Tigelino habían vaciado todos los subterráneos, dejando únicamente algunas decenas de individuos reservadas para el final de los juegos. Y la muchedumbre, después de haber pasado las verjas del jardín, quedó muda de estupor. Las avenidas principales, las que se hundían entre las arboledas, las que bordeaban los céspedes, los bosquecillos de árboles, los estanques, los viveros y los cuadros de hierba sembrados de flores, estaban jalonados de postes untados de resina, a los que habían atado a los cristianos.

Desde lugares elevados, donde la cortina de árboles no obstaculizaba la mirada, podían contemplarse filas enteras de postes y de cuerpos adornados con flores, hiedras y hojas de mirto. Escalando los cerros y rodando por los vallecillos, se extendían tan lejos que los más cercanos parecían mástiles de navíos, mientras los más alejados parecían como erizados de picas y lanzas multicolores.

Su número superaba cuanto podían haber esperado los espectadores. Se hubiera dicho que toda una nación había sido atada a los postes para distracción de Roma y del César. Algunos grupos se detenían ante ciertos postes si les interesaba la edad o el sexo de la víctima; examinaban los rostros, las coronas, las guirnaldas de hiedra, luego seguían avanzando preguntándose con asombro: «¿Puede haber tantos culpables? Niños que apenas pueden andar ¿han podido incendiar Roma?». Y la sorpresa daba paso poco a poco a la inquietud.

Mientras tanto la oscuridad caía y las primeras estrellas acababan de aparecer. Junto a cada condenado fueron a apostarse esclavos armados de antorchas, y cuando el cuerno señaló con su sonido el comienzo del espectáculo, prendieron fuego a la base de los postes.

Inmediatamente la paja empapada en pez, oculta bajo las flores, se prendió con una llama clara que, aumentando, empezó a llegar hasta las guirnaldas de hiedra y a lamer los pies de las víctimas. El pueblo enmudeció; los jardines resonaron con un gemido único e inmenso, hecho de millares de gritos de dolor. Sin embargo, algunas víctimas, alzando los ojos hacia el cielo constelado, cantaban la gloria de Cristo. El pueblo escuchaba. Hasta los corazones más empedernidos se llenaron de terror cuando, desde lo alto de pequeñas picas, unas voces desgarradoras de niños empezaron a gritar: «¡Mamá! ¡Mamá!». Hasta los borrachos se sintieron sacudidos por un estremecimiento al ver aquellas cabecitas, aquellas caras inocentes crispadas de dolor o veladas por el humo que empezaba a sofocar a las víctimas. Las llamas seguían subiendo y consumían una a una las guirnaldas de hiedra y de rosas. Las avenidas principales y las laterales se abrasaban; los arbolillos se iluminaron, lo mismo que las praderas y los cuadros de césped esmaltados de flores; el agua de las piscinas y los estanques, las hojas estremecidas se tiñeron de rojo. Y se hizo tanta claridad como de día. El olor a carne asada llenó los jardines; al punto los esclavos arrojaron mirra y áloe sobre los vasos de quemar perfumes colocados entre los postes. Acá y allá, entre la multitud, se elevaron gritos, gritos tanto de piedad como de jovial embriaguez; crecían a cada instante a medida que aumentaba el fuego, que ahora envolvía los pilares, subía hacia los pechos, retorcía los cabellos con su aliento abrasador, velaba las caras ennegrecidas y por fin se elevaba más arriba aún, como para afirmar la victoria y el triunfo de la fuerza que lo había desencadenado.

Desde el principio del espectáculo, el César había aparecido en medio del pueblo sobre una magnífica cuadriga de circo, con un tiro de cuatro corceles blancos. Iba vestido de cochero con el color de los Verdes, que eran sus favoritos y los de la corte. Tras él iban otros carros, montados por cortesanos de ropajes espléndidos, senadores, sacerdotes, bacantes desnudas y coronadas de rosas, borrachos, con ánforas en las manos y dando aullidos salvajes; músicos vestidos de faunos tocaban la cítara, la forminga, la flauta y el cuerno. Otros carros llevaban a las matronas y a las vírgenes romanas, también borrachas y semidesnudas. A cada lado de las cuadrigas, los efebos agitaban sus tirsos llenos de cintas; otros tocaban el tambor; otros sembraban flores a los pies de los caballos. En medio del humo y de las antorchas humanas, el cortejo avanzaba por la avenida principal gritando: «». El César, teniendo a su lado a Tigelino y a Quilón, cuyo terror le divertía, llevaba sus caballos al paso, contemplando los cuerpos que ardían y escuchando las aclamaciones del pueblo. De pie sobre su alta cuadriga dorada, dominando las oleadas humanas prosternadas ante él, iluminado por las llamas, ceñido con la corona de oro de los triunfadores del circo, parecía un gigante erguido por encima de la multitud. Con sus brazos monstruosos, tendidos sobre las riendas, parecía hacer el gesto de bendecir a su pueblo. Su rostro y sus ojos semicerrados sonreían, y resplandecía por encima de los hombres, como un sol, o como un dios terrible, soberbio y todopoderoso.

Por momentos se detenía ante una virgen cuyo seno comenzaba a asarse en las llamas, o ante un niño de rostro contraído, luego seguía avanzando, arrastrando tras sus pasos el cortejo ebrio y delirante. De vez en cuando saludaba al pueblo; luego, tirando de las riendas de oro, se volvía para hablar con Tigelino. Finalmente, llegado a la gran fuente, en el cruce de dos avenidas, bajó de su cuadriga, hizo una señal a sus acompañantes y se mezcló con la multitud.

Fue saludado por gritos y aplausos. Las bacantes, las ninfas, los senadores, los augustanos, los sacerdotes, los faunos, los sátiros y los soldados le rodearon formando un círculo enloquecedor. Y él, con Tigelino a un lado y Quilón al otro, dio la vuelta a la fuente entre varias decenas de antorchas ardiendo. Se detenía para hacer observaciones sobre algunas víctimas, o bien para burlarse del griego, cuya cara revelaba una desesperación inmensa.

Por fin llegaron ante un poste muy elevado, adornado de mirto y festoneado de hiedra. Las lenguas de oro lamían sólo las rodillas de la víctima, pero no se podía distinguir su rostro, velado por el humo de pequeñas ramas verdes que ardían. De pronto, la brisa nocturna barrió el humo y puso al descubierto la cabeza de un anciano cuya barba gris caía sobre el pecho.

Al verlo, Quilón cayó al suelo retorciéndose sobre sí mismo como un reptil herido, y de su boca escapó un grito más parecido a un graznido que a una voz humana:

—¡Glauco! ¡Glauco!…

En efecto, desde lo alto del poste en llamas, el médico Glauco lo miraba.

Todavía estaba vivo. Inclinando su cara dolorida, contemplaba a aquel hombre que lo había traicionado, le había arrancado a su mujer y a sus hijos, le había atraído a una trampa de asesinos y, perdonado todo esto en nombre de Cristo, acababa de entregarle una vez más a los verdugos. Nunca hombre alguno había hecho a un semejante tanto mal. Y ahora la víctima ardía sobre el poste resinoso mientras el asesino estaba a sus pies. Los ojos de Glauco se habían clavado en la cara del griego. Por momentos, el humo los velaba, pero con cada soplo de brisa, Quilón veía de nuevo las pupilas del hombre fijas en él. Se levantó y quiso huir, más no pudo. Le parecía que sus piernas eran de plomo y que un brazo invisible le clavaba ante aquel poste con una fuerza sobrehumana. Y permanecía petrificado. Sólo sentía que en él algo se desbordaba, que rompía y borraba todo, el César, la corte, la multitud, y que sólo un vacío negro, sin fondo, horrible, le rodeaba. No veía más que los ojos de aquel mártir que le convocaban ante el juez. El otro, con la cabeza cada vez más baja, lo miraba sin tregua. Todos se daban cuenta de que entre aquellos dos hombres pasaba algo y la risa murió en los labios, porque el rostro de Quilón era atroz: se hubiera dicho que las lenguas de fuego devoraban su propio cuerpo. De pronto vaciló, tendió los brazos y gritó con voz terrible y desgarradora:

—¡Glauco! En nombre de Cristo, ¡perdona!

Todos se callaron: un estremecimiento sacudió a los asistentes y los ojos se elevaron hacia el poste.

La cabeza del mártir se movió apenas y, desde la cima del mástil, bajó una voz hecha gemido:

—¡Perdono!

Quilón cayó de bruces contra el suelo, aullando como un animal salvaje y echándose tierra con las manos sobre la cabeza. De pronto las llamas brotaron envolviendo el pecho y la cara de Glauco, desenrollando de su cabeza la corona de mirto y las cintas de la cima del poste, que ardió completamente con una intensa claridad.

Pero Quilón se levantó, con el rostro tan transfigurado que los augustanos creyeron ver ante ellos a otro hombre. Sus ojos brillaban con un resplandor febril, su frente arrugada lanzaba destellos de éxtasis: aquel griego, instantes antes pusilánime y cobarde, parecía ahora un sacerdote inspirado por su dios, que iba a revelar verdades temibles.

—¿Qué le pasa? ¡Ha enloquecido!… —dijeron las voces.

Él se volvió hacia la multitud, alzó la mano derecha y profirió, o más bien clamó con voz aguda, para ser oído no sólo de los augustanos sino de la multitud entera.

—Pueblo romano, lo juro por mi muerte: los que perecen son inocentes. ¡El incendiario es él!

Y señaló a Nerón.

Se hizo un silencio. Los cortesanos se quedaron petrificados. Quilón seguía inmóvil, con la mano temblorosa y el dedo tendido hacia el César. Hubo un momento de inquietud. En una especie de tormenta de olas desencadenadas de pronto por una ráfaga, el pueblo corrió hacia el viejo para verlo de cerca. Unas voces gritaron: «¡Cogedlo!»; otras «¡Ay de nosotros!». Una tempestad de silbidos y de alaridos gruñó: «¡Enobarbo! ¡Matricida! ¡Incendiario!». El tumulto crecía. Las bacantes, con gritos agudos, corrieron hacia los carros. Bruscamente, haciendo que aumentase el desorden, algunos postes consumidos se derrumbaron soltando una lluvia de chispas. Un remolino de multitud arrastró a Quilón hacia el fondo del jardín.

Poco a poco los postes consumidos comenzaban a caer sobre el camino, llenando las avenidas de humo, de chispas, de olor a madera quemada y a carne humana. En todas partes se apagaban las luces. Los jardines iban oscureciéndose. El pueblo, inquieto, sombrío y espantado, se aplastaba en las puertas. La noticia de lo ocurrido pasaba de boca en boca, deformado y ampliado. Algunos pretendían que el César se había desmayado; otros que había caído gravemente enfermo y que, casi muerto, le habían llevado en su carro. Aquí y allá se alzaban palabras compasivas para los cristianos: «Si no han sido ellos los que han incendiado Roma, entonces ¿por qué tanta sangre, tantas torturas, tanta injusticia? ¿No vengarán los dioses la muerte de estos inocentes, y con qué se conseguirá aplacarlos?». Se repetían con insistencia las palabras . Las mujeres se compadecían de los niños, gran número de los cuales había sido arrojado a las fieras, y clavado en cruz y quemado en aquellos jardines malditos. Y esta piedad se traducía poco a poco en maldiciones contra Tigelino y contra el César. Las gentes se preguntaban de pronto y preguntaban en voz alta: «¿Qué divinidad es ésa que les da tanta fuerza ante las torturas y ante la muerte?». Y regresaban pensativos a sus casas.

Quilón vagaba por los jardines sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. Ahora se sentía de nuevo un viejo sin recursos, débil, sin fuerzas. Se golpeaba contra cuerpos a medio consumir, agarraba tizones que le envolvían en un enjambre de chispas, y por momentos se sentaba y miraba a su alrededor con ojos idiotizados. La oscuridad había invadido casi por completo los jardines; entre los árboles erraba una luna macilenta que iluminaba con su pálida claridad las avenidas, los postes caídos y las masas informes de las víctimas medio quemadas. El viejo griego creía reconocer todavía en la luna los rasgos de Glauco y sus ojos fulgurantes; y huía de aquella luz. Por fin salió de la sombra y, movido por una fuerza invencible, se encaminó hacia la fuente donde Glauco había expirado.

De pronto una mano tocó su hombro.

El viejo se volvió y al ver a un desconocido exclamó aterrorizado:

—¿Qué? ¿Tú quién eres?

—Un apóstol, Pablo de Tarso.

—¡Estoy maldito!… ¿Qué quieres de mí?

El apóstol respondió:

—Quiero salvarte.

Quilón se apoyó contra un árbol. Sus piernas se doblaban y sus brazos caían a lo largo del cuerpo.

—No hay salvación para mí —dijo sordamente.

—¿No sabes que Dios perdonó al ladrón en la cruz? —preguntó Pablo.

—¿Ignoras lo que yo he hecho?

—He visto tu dolor y te he oído dando testimonio de la verdad.

—¡Oh, señor!…

—Y si el servidor de Cristo te ha perdonado en la hora del suplicio y de la muerte, ¿cómo no había de perdonarte Cristo?

Quilón se cogió la cabeza con las dos manos, como si sintiese que se volvía loco.

—¡El perdón!… ¿Para mí… perdón?

—Nuestro Dios es un Dios de misericordia —respondió Pablo.

—¡Para mí! —gemía Quilón.

Se puso a suspirar como un hombre que se halla en el límite de sus fuerzas, impotente para dominar sus sufrimientos. Y Pablo continuó:

—Apóyate en mi brazo y sígueme.

Y caminó hacia el cruce de las avenidas, guiado por la voz de la fuente que, en medio de la paz nocturna, parecía llorar por todos aquellos cuerpos martirizados.

—Nuestro Dios es un Dios de misericordia —repitió el Apóstol—. Si a orillas del mar te dedicases a tirar piedras en él, ¿llegarías a colmar ese abismo insondable? Pues bien, yo te lo digo, la misericordia de Cristo es semejante al mar, y los pecados y las faltas de los hombres serán engullidos en él como se engullen las piedras en el abismo marino. Y te digo que la misericordia de Cristo es semejante al cielo que cubre las montañas, las tierras y los mares, porque en todas partes está presente y porque es ilimitada. Tú has sufrido ante el poste de Glauco, y Cristo ha visto tu sufrimiento. Tú has dicho, sin tener en cuenta lo que mañana podría acarrearte: «¡El incendiario es él!». Y Cristo no ha olvidado tus palabras. Porque tu indignidad y tu mentira han terminado, y en tu corazón no queda más que un arrepentimiento ilimitado… Ven conmigo y escucha: también yo le odié, también yo perseguí a sus elegidos. No le quería, no creía en él, hasta el día en que se me apareció y me llamó. Y desde entonces, Él es mi único amor. Y ahora, Él te ha enviado el remordimiento, el terror y el dolor, para llamarte a Él. Tú le has odiado, pero Él te amaba. Tú entregaste sus hijos a la tortura, pero Él quiere perdonarte y salvarte.

El pecho del infortunado se hinchaba con sollozos doloridos que desgarraban su alma; pero Pablo lo rodeaba con sus brazos, lo acaparaba, lo conquistaba, lo conducía como un soldado conduce a un cautivo. Y un instante después continuó:

—Ven conmigo y yo te llevaré hacia Él. ¿Por qué me he acercado a ti? Porque Él me ha encomendado acoger las almas en nombre del amor, y yo cumplo su orden. Tú me dices: «Estoy maldito», y yo respondo: «¡Ten fe en Él, y serás salvo!». Tú me dices: «Soy un réprobo», y yo te respondo: «¡Él te ama!». ¡Mírame! Cuando yo no le amaba, sólo el odio habitaba en mi corazón. Y ahora su amor me sirve de padre y de madre, de riqueza y de reino. Sólo en Él está el refugio, sólo Él tendrá en cuenta tu arrepentimiento. Verá tu miseria, y apartará de ti el terror y te elevará hacia Él.

Diciendo esto, Pablo lo llevó hacia la fuente, cuyas aguas argentadas resplandecían a lo lejos bajo la claridad de la luna. Alrededor todo era calma y soledad, porque los esclavos ya se habían llevado los postes carbonizados y los cadáveres de los mártires.

Quilón se puso de rodillas, ocultó la cara entre las manos y permaneció inmóvil. Entonces Pablo alzó su rostro hacia las estrellas y rezó:

—¡Señor —decía—, contempla esta prueba, su arrepentimiento, sus lágrimas, su suplicio! ¡Dios de misericordia, que diste tu sangre por nuestros pecados, por tu suplicio, por tu muerte y tu resurrección, perdona!

Y se calló; durante mucho tiempo siguió rezando con los ojos vueltos hacia las estrellas.

Y de pronto, a sus pies, se alzó un gemido:

—¡Cristo!… ¡Cristo!… ¡Absuélveme!…

Pablo se acercó a la fuente, cogió agua en sus dos palmas y volvió hacia el desventurado que seguía de rodillas.

—¡Quilón! ¡Yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¡Amén!

Quilón alzó la cabeza y extendió las manos. Con su dulce claridad la luna iluminaba su cabeza blanca y su blanco rostro inmóvil, como tallado en piedra. La noche transcurría; desde los corrales de los Jardines de Domicia llegó hasta ellos el canto del gallo. Él seguía de rodillas, como una estatua fúnebre.

Por fin salió de su torpor y preguntó al apóstol:

—¿Qué debo hacer antes de morir, señor?

Pablo salió también de su meditación con ese inconmensurable poder al que las almas, incluso las semejantes a la del griego, no podían sustraerse y respondió:

—Ten fe y da testimonio de la verdad.

Se dirigieron hacia la salida. En las puertas del jardín el apóstol bendijo una vez más al viejo y se despidieron porque el propio Quilón lo había pedido, previendo que el César y Tigelino ordenarían perseguirle.

No se equivocaba. Al volver encontró su casa rodeada de pretorianos mandados por el centurión Escevino, que lo prendieron y lo condujeron al Palatino.

El César descansaba, pero Tigelino estaba aguardando. Saludó al desventurado griego con rostro tranquilo, pero siniestro.

—Has cometido el crimen de lesa majestad —le dijo— y no escaparás al castigo. Sin embargo, si mañana, en medio del anfiteatro, declaras que estabas ebrio y que divagabas, y que los cristianos son los incendiarios, tu castigo se limitará a los azotes y al destierro.

—No puedo, señor —respondió suavemente Quilón.

Tigelino se acercó a él con pasos lentos y, con voz ahogada pero terrible, preguntó:

—¿Cómo? ¿No puedes, perro griego? ¿No estabas borracho? ¿No comprendes lo que te espera? ¡Mira hacia allí!

Y le mostró un ángulo del donde, en la sombra, de pie, junto a un ancho banco de madera, había cuatro esclavos con cuerdas y tenazas en las manos.

Quilón repitió:

—No puedo, señor.

La rabia gruñía en el alma de Tigelino, pero consiguió dominarse.

—¿Has visto cómo morían los cristianos? ¿Quieres morir igual?

El viejo levantó su cara pálida; durante un momento sus labios se agitaron sin hablar, luego dijo:

—También yo creo en Cristo.

Tigelino lo miró con estupor:

—Pero… ¡realmente te has vuelto loco!

Y de pronto el furor que gruñía en su alma estalló. Saltó sobre Quilón, le cogió de la barba con las dos manos, lo hizo rodar por tierra y lo pateó repitiendo, mientras echaba espuma por los labios:

—¡Tú te retractarás! ¡Ya lo creo que te retractarás!

—¡No puedo! —gimió el griego bajo el talón de Tigelino.

—¡A la tortura!

Los tracios cogieron al viejo, lo tumbaron en el banco, lo ataron con cuerdas y empezaron a atenazarle las tibias descarnadas. Más él les besaba humildemente las manos mientras le ataban; luego cerró los ojos y permaneció sin movimiento, como muerto.

Sin embargo vivía, y cuando Tigelino se inclinó hacia él y le dijo por última vez: «¡Te retractarás!», sus labios amoratados se movieron apenas, exhalando un murmullo difícilmente perceptible:

—¡No puedo!…

Con la cara contraída por la cólera pero con un gesto de impotencia, Tigelino ordenó detener la tortura y empezó a dar vueltas por el . Por fin, habiéndosele ocurrido una nueva idea, se detuvo y volviéndose hacia los tracios dijo:

—¡Que le arranquen la lengua!

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