Capítulo L
Capítulo L
Petronio volvió a su casa mientras Nerón y Tigelino se dirigían al Popea, donde los esperaban las personas con las que ya se había entrevistado el prefecto.
Había allí dos rabinos del Transtíber, vestidos con largos ropajes de gala y tocados con la mitra, un joven escriba, su adjunto, y Quilón. Al ver al César, los sacerdotes palidecieron de emoción y alzando las manos hasta los hombros inclinaron la cabeza.
—Salud al monarca de los monarcas y al rey de los reyes —dijo el más anciano—. Salud a ti, César, amo del mundo, protector del pueblo elegido, león entre los hombres, oh tú, cuyo reinado es semejante a la claridad del sol y al cedro del Líbano, y a la fuente de agua viva, y a la palmera y al bálsamo de Jericó…
—¿No me dais el nombre de divinidad? —preguntó el César.
Los sacerdotes se pusieron más pálidos todavía, y el más anciano respondió:
—Tus palabras, señor, son tan dulces como la pulpa de la uva y el higo maduro, porque Jehovah llena tu corazón de bondad. Aunque el predecesor de tu padre. Gayo César, fue un tirano cruel, sin embargo, nuestros emisarios, prefiriendo morir a ofender la Ley, no le dieron el nombre de divinidad.
—¿Y Calígula los hizo arrojar a los leones?
—No, señor, Gayo César tuvo miedo de la cólera de Jehovah.
Los sacerdotes levantaron la cabeza, porque el nombre del terrible Jehovah les había devuelto el valor. Confiando en su poder, miraron a Nerón con más audacia.
—¿Vosotros acusáis a los cristianos de haber incendiado Roma? —preguntó Nerón.
—Nosotros, señor, no les acusamos más que de ser los enemigos de la Ley, del género humano, de Roma y los tuyos, y de haber amenazado desde hace mucho tiempo con el fuego a la ciudad y al universo. Este hombre te explicará el resto y sus labios no se mancharán con una mentira, porque por las venas de su madre corría la sangre del pueblo elegido.
Nerón se volvió hacia Quilón.
—¿Quién eres?
—Tu fiel servidor, divino Osiris, y además un pobre estoico.
—Detesto a los estoicos —dijo Nerón—; detesto a Trásea, detesto a Musonio y a Cornuto. Su lenguaje y su desprecio por el arte me repugnan, así como su miseria querida y su suciedad.
—Señor, tu maestro Séneca tiene mil mesas de madera de limonero. No tienes más que desearlo y yo tendré el doble. Soy estoico sólo por necesidad. Recubre solamente, ¡oh, Resplandeciente!, mi estoicismo con una corona de rosas y pon ante él un ánfora de vino, y cantaré a Anacreonte hasta que callen todos los epicúreos.
Satisfecho con ese epíteto de «Resplandeciente», Nerón empezó a sonreír.
—Me diviertes.
—Este hombre vale su peso en oro —exclamó Tigelino.
Quilón continuó:
—Añade, señor, tu generosidad a mi propio peso, porque en caso contrario el viento se llevará la gratificación.
—En efecto, no pesas tanto como Vitelio —opinó Nerón.
—, divino arquero de arco de plata, mi ingenio no es plomo.
—Por lo que entiendo, la Ley no te prohíbe calificarme de dios.
—¡Inmortal! Mi Ley eres tú; los cristianos blasfeman contra esta ley, por eso les odio.
—¿Qué sabes de los cristianos?
—¿Me permitirás llorar, divino?
—No —replicó Nerón—, me aburriría.
—Y tienes tres veces razón, porque los ojos que te han contemplado deberían quedar libres de lágrimas para siempre. Señor, defiéndeme contra mis enemigos.
—Habla de los cristianos —le interrumpió Popea impaciente.
—Se hará como ordenas, Isis —asintió Quilón—. Desde mi juventud me entregué a la filosofía y la búsqueda de la verdad. La encontré en los sabios antiguos, y en la Academia de Atenas, y en el Serapeion de Alejandría. Cuando oí hablar de los cristianos, pensé que era una escuela nueva, donde tal vez encontraría algunos granos de verdad. Y para mi desgracia entré en relación con ellos. El primero al que me acercó mi mala estrella fue un médico llamado Glauco en Nápoles. Por él supe poco a poco que adoraban a un tal que les había prometido exterminar a todos los hombres, aniquilar todas las ciudades de la tierra, y no dejar con vida más que a ellos solos, a condición de que le ayudasen en la obra de aniquilamiento. Por eso, señor, odian a los humanos, hijos de Deucalión, por eso envenenan las fuentes, por eso en sus asambleas cubren de blasfemias a Roma y todos los templos en que se adora a nuestros dioses. fue crucificado, pero les prometió que el día en que Roma fuera destruida por el fuego, él volvería a la tierra y les daría el reino del mundo…
—Ahora el pueblo comprenderá por qué ha ardido Roma —le interrumpió Tigelino.
—Ya lo comprenden muchas gentes, señor —continuó Quilón—, porque yo recorro los jardines y el Campo de Marte y lo enseño. Pero si os dignáis escucharme hasta el final, pronto comprenderéis las razones de mi venganza. El médico Glauco al principio no me decía que su doctrina les ordenase odiar a la humanidad. Al contrario, me repetía que era un dios de bondad y que el fondo de su doctrina era el amor. Mi corazón sensible no pudo resistir a tales enseñanzas: amé a Glauco y puse en él mi confianza. Compartía con él mis mendrugos de pan y mis monedas. Y ¿sabes, señor, cómo me devolvió todo? En camino de Nápoles a Roma, me apuñaló y vendió a mi mujer, a mi Berenice, tan joven, tan hermosa, a un mercader de esclavos. Si Sófocles hubiera podido conocer mi historia… Pero ¿qué digo? Quien me escucha es más grande que Sófocles.
—¡Pobre hombre! —dijo Popea.
—Quien ha podido contemplar el rostro de Afrodita no es pobre, , y ese rostro yo lo contemplo en este momento… Entonces busqué alguna consolación en la filosofía. Al llegar a Roma, traté de llegar hasta los más ancianos de los cristianos, a fin de conseguir justicia contra Glauco. Pensaba que le obligarían a devolverme a mi mujer… Así es como conocí a su arcipreste: luego trabé conocimiento con otro, llamado Pablo, que estuvo encarcelado aquí y que fue luego liberado; conocí al hijo de Zebedeo, y a Lino, y a Cleto, y a muchos otros. Sé dónde habitaban antes del incendio; sé dónde se reúnen, puedo señalar un subterráneo de la Colina Vaticana y, detrás de la Puerta Nomentana, un cementerio donde se entregan a sus infames prácticas. He visto al apóstol Pedro. He visto a Glauco degollando niños, para que el apóstol rociase con su sangre la cabeza de los adeptos, y he oído a Ligia, la hija adoptiva de Pomponia Grecina, jactándose, a falta de no haber podido llevar la sangre de la niña, ¡de haber embrujado al menos a la pequeña Augusta, tu hija, divino Osiris, y tuya, oh Isis!
—¡César, ya lo oyes! —exclamó Popea.
—¿Es posible? —dijo Nerón.
—Yo habría perdonado mis propias injurias —prosiguió Quilón—; pero cuando oí esto, quise apuñalarla. Pero ¡ay!, me lo impidió el noble Vinicio, que la ama.
—¿Vinicio? Pero si ella huyó lejos de él…
—Ella huyó, sí, pero como él no podía vivir sin ella se puso a buscarla. Por un salario miserable, yo le ayudé y fui yo quien le indicó la casa del Transtíber donde ella vivía entre los cristianos. Nos dirigimos allí juntos, llevando con nosotros a tu luchador, Crotón, al que pagó para más seguridad el noble Vinicio. Pero Urso, el esclavo de Ligia, estranguló a Crotón. Es un hombre de fuerza espantosa, señor, un hombre que retuerce el cuello a los toros con la misma facilidad con que otro retuerce un tallo de adormidera. Aulo y Pomponia le querían por eso.
—¡Por Hércules! —exclamó Nerón—. El mortal que ha estrangulado a Crotón es digno de tener su estatua en el Foro. Pero mientes o te engañas, porque Crotón fue muerto por una puñalada de Vinicio.
—¡Así es como los humanos mienten a los dioses! Señor, yo vi con mis propios ojos las costillas de Crotón aplastadas entre las manos de Urso, que luego derribó a Vinicio. De no ser por Ligia, que se interpuso, le hubiera matado a él también. Estuvo enfermo mucho tiempo, pero los cristianos le cuidaron con la esperanza de que a su vez se volvería cristiano gracias al amor. Y en efecto, se ha vuelto cristiano.
—¿Vinicio?
—Sí.
—¿Y Petronio también? —preguntó corriendo Tigelino.
Quilón se anduvo con rodeos, se frotó las manos y respondió:
—Admiro tu perspicacia, señor… ¡Tal vez! ¡Es posible!
—Ahora comprendo su interés por defender a los cristianos.
Pero Nerón se burló:
—¡Petronio, cristiano!… ¡Petronio convertido en enemigo de la vida y de la voluptuosidad! ¡No seáis imbéciles y no me pidáis que crea eso, si no queréis que deje de creer en cualquier cosa!
—Sin embargo, el noble Vinicio se ha hecho cristiano, señor. Por la claridad que emana de ti, te juro que digo la verdad y que nada me repugna tanto como la mentira. Pomponia es cristiana, el pequeño Aulo es cristiano, y Ligia y Vinicio. Yo los he servido fielmente; en recompensa, y a petición del médico Glauco, me ha hecho azotar por más viejo, enfermo y hambriento que estuviese. Y he jurado por el Hades que no lo olvidaría nunca. Señor, véngate en ellos del mal que me han hecho y yo te entregaré al apóstol Pedro, y a Lino, y a Cleto, y a Glauco, y a Crispo, sus ancianos, y a Ligia y a Urso. Os los mostraré por centenas, por millares; os indicaré sus casas de rezo, sus cementerios. Vuestras prisiones no bastarán para recibirlos… Sin mí os resultaría imposible descubrirlos. Hasta ahora, en el curso de mis desgracias, he buscado mi consuelo en la filosofía únicamente. Haced que la encuentre en los favores que van a inundarme… Soy viejo, no he conocido todavía la vida, haced de modo que pueda descansar.
—Querrías ser un estoico delante de un plato lleno —dijo Nerón.
—Quien te presta un servicio lo llena al mismo tiempo.
—No te equivocas, filósofo.
Pero Popea no perdía de vista a sus enemigos. Su capricho por Vinicio no había sido más que una fantasía pasajera hecha de celos, de cólera y de amor propio herido, cierto. La frialdad del joven patricio había exacerbado su rencor. El solo hecho de atreverse a preferir a otra mujer le parecía un crimen que merecía castigo. Pero, sobre todo, odiaba a Ligia desde el primer instante, alarmada por la belleza de aquel lirio del norte; hablando de las caderas estrechas de Ligia. Petronio había podido persuadir a Nerón de lo que quería, pero no a ella. La experta Popea había visto de una ojeada que en Roma entera ninguna otra, salvo Ligia, podía rivalizar con ella, e incluso conseguir la victoria. Y desde ese momento había jurado su perdición.
—Señor —dijo ella—, ¡venga a nuestra hija!
—¡Daos prisa! —exclamó Quilón—. ¡Daos prisa! Si no, Vinicio tendrá tiempo de esconderlos. Yo os indicaré la casa en que se han refugiado tras el incendio.
—Te daré diez hombres. Vete inmediatamente —ordenó Tigelino.
—Señor, tú no has visto a Crotón en las manos de Urso: si no me das cincuenta hombres, me limitaré a mostrar la casa de lejos. Y si además no detenéis al mismo tiempo a Vinicio estoy perdido.
Tigelino interrogó a Nerón con la mirada.
—¿No convendría, divino, que al mismo tiempo cogiésemos al tío y al sobrino?
Nerón reflexionó:
—No, ahora no. Nadie admitiría que han sido Petronio, Vinicio o Pomponia Grecina quienes han incendiado Roma. Sus casas eran demasiado hermosas. Hoy se necesitan otras víctimas. Ya les llegará su turno.
—Entonces, señor —pidió Quilón—, dame soldados que me defiendan.
—Tigelino te los proporcionará.
—Te alojarás en mi casa —declaró el prefecto.
El rostro de Quilón exultaba de alegría.
—¡Os entregaré a todos! ¡Pero daos prisa, daos prisa! —gritaba con voz ronca.