Quo Vadis?

Capítulo LXXI

Capítulo LXXI

Finalmente, a los dos apóstoles les llegó la hora; y como para completar su obra, en la misma cárcel le fue concedido al pescador de Dios llevar dos almas a la casa del Señor. Los soldados Proceso y Martiniano, encargados de su custodia en la cárcel Mamertina, recibieron el bautismo. Luego llegó la hora del martirio. El César estaba ausente de Roma. La sentencia estaba firmada por Helio y Politetes, dos libertos a quienes Nerón, debido a la duración de su ausencia, había confiado el poder. El anciano apóstol sufrió primero los azotes prescritos por la ley. Al día siguiente lo llevaron fuera de las murallas, hacia las colinas vaticanas, donde le esperaba el suplicio asignado: la crucifixión. Los soldados estaban asombrados por la compacta multitud que se apiñaba ante la cárcel. La muerte de un hombre común, sobre todo de un extranjero, no era sin embargo cosa tan digna de interés. Pero el cortejo no se componía de curiosos, sino de fieles que querían acompañar al lugar del suplicio al gran apóstol. Por fin las puertas se abrieron y apareció Pedro entre los pretorianos. El sol se inclinaba ya hacia Ostia; el día estaba claro y sereno. Por su avanzada edad, fue eximido de llevar la cruz a cuestas. Para no entorpecer sus movimientos, habían renunciado incluso a ponerle el dogal al cuello. Caminaba sin impedimento alguno, y los fieles le veían de todas partes. Cuando su cabeza blanca apareció en medio de los cascos de hierro, de la multitud se elevaron sollozos que pronto fueron reprimidos al ver su rostro iluminado y radiante de alegría. Y todos comprendieron que no era una víctima que iba a la muerte, sino un vencedor que avanzaba en triunfo.

Y así era. El humilde pescador, encorvado casi siempre, ahora iba erguido, lleno de dignidad, dominando a los soldados. Nunca le habían visto en actitud tan majestuosa. Avanzaba como soberano rodeado por su pueblo y su guardia. Unas voces dijeron: «Pedro va hacia el Señor». Todos parecían olvidar que le esperaban el suplicio y la muerte. Solemnes y absortos, sentían que desde la muerte en el Gólgota no había ocurrido nada tan grande. Lo mismo que esa muerte había redimido los pecados del Universo, ésta iba a redimir los de la ciudad.

A lo largo del camino las gentes se detenían, sorprendidas, al ver al anciano; y los fieles, poniéndoles la mano en el hombro, serenos, les decían:

—Mirad. Así va a la muerte un justo que ha conocido a Cristo y enseñó el amor al mundo entero.

Y los transeúntes, llenos de graves pensamientos, se iban pensando: «En verdad, ése no podía ser más que un justo».

Los clamores, los gritos de la calle se sumían en silencio. El cortejo seguía avanzando entre la blancura de los templos y de las casas recientemente edificadas. Arriba era el azul profundo de un cielo inmaculado. Caminaban en medio de un silencio que sólo turbaba el ruido de las armaduras o el murmullo de las oraciones. Pedro las oía y su rostro se encendía con una alegría cada vez más intensa, porque su vista apenas podía abarcar aquellos millares de fieles. Tenía conciencia de haber cumplido su obra: esta verdad, que él había enseñado durante toda su vida, sería la ola que sube y que ya nada puede detener. Y con los ojos alzados al cielo, decía: «Señor, me mandaste conquistar esta ciudad que reina sobre el universo, y la he conquistado. Me mandaste fundar aquí tu capital, y la he fundado. Ahora esta ciudad es tuya, Señor. Y yo voy a ti, porque estoy agotado».

Al pasar junto a los templos, dijo: «Seréis templos de Cristo». Mirando la multitud que tenía ante sus ojos, dijo: «Vuestros hijos serán los servidores de Cristo». Y seguro de su conquista, de su mérito y de su poder, se veía confortado, tranquilo y grande. Por el Puente Triunfal, los soldados, ratificando de modo inconsciente su triunfo, le llevaron hacia la Naumaquia y el Circo. Los fieles del Transtíber vieron crecer el cortejo, tan numeroso entonces que, adivinando al fin que llevaban a algún arcipreste rodeado de adeptos, el centurión se preocupó por la pequeñez de la escolta. Pero de la multitud no se alzó ningún grito de indignación o de furor. Los rostros, solemnes y atentos, estaban llenos de la grandeza del momento. Muchos fieles recordaban que en la muerte del Señor la tierra se había abierto de espanto y que los muertos se habían levantado de sus sepulcros. Y pensaban que en la tierra y en los cielos iban a aparecer signos con los que la muerte del apóstol señalaría el rostro del mundo con un estigma indeleble. Otros pensaban: «Tal vez el Señor escoja el día de Pedro para bajar del cielo y juzgar al mundo». Y se encomendaban a la misericordia del Salvador.

Pero todo estaba tranquilo. Las colinas parecían calentarse y descansar en medio de la irradiación solar. Por fin el cortejo se detuvo entre el Circo y la Colina vaticana. Algunos soldados empezaron a cavar el agujero. Otros depositaron la cruz, los martillos y los clavos, aguardando el final de los preparativos. La muchedumbre, tranquila y recogida, se arrodilló.

Con la cabeza nimbada de oro, el apóstol miró hacia la ciudad. A lo lejos, en el fondo, brillaba el Tíber; en la otra orilla estaba el Campo de Marte, dominado por el mausoleo de Augusto; un poco más abajo, las termas inmensas construidas por Nerón; más abajo todavía, el teatro de Pompeyo. En el fondo, descubiertos, o parcialmente ocultos por los edificios de Septa Julia, una multitud de peristilos, de templos, de columnas, de casas recientemente construidas, un inmenso hormiguero humano pululante de edificaciones, cuyos límites se fundían en la bruma azulada. Nido de crimen, y también de poder; de locura, y también de orden; cabeza y déspota del Universo, y, sin embargo, su ley y su paz, ciudad omnipotente, invencible, eterna.

Pedro, rodeado de soldados, contemplaba la ciudad como un amo y un rey contempla su herencia. Y decía: «Estás redimida y eres mía».

Y entre los que cavaban la fosa en que iba a levantarse el árbol del suplicio, o entre los fieles que allí estaban, nadie veía que, ante ellos, se erguía el verdadero soberano de aquella ciudad, que pasarían los emperadores, las oleadas de bárbaros y las edades, y que sólo el reino de aquel anciano no terminaría jamás.

El sol, declinando más hacia Ostia, se volvió enorme y sangriento. Todo el occidente se llenó de una claridad inmensa. Los soldados se acercaron a Pedro para desnudarle.

Él, con la plegaria en los labios, se irguió de pronto y alzó muy arriba la mano derecha. Los verdugos, intimidados, se detuvieron. Los fieles contuvieron el aliento, esperando que hablase. Se hizo un silencio absoluto.

De pie en la altura, Pedro, con la diestra extendida, hizo la señal de la cruz y bendijo en la hora de la muerte:

En aquella misma tarde fantástica, otro destacamento de pretorianos conducía por la ruta de Ostia al apóstol Pablo de Tarso hacia una localidad llamada Aquae Salviae. Tras él avanzaba un grupo de fieles a los que había convertido. Al reconocer caras familiares, Pablo detenía su marcha y les hablaba, porque como ciudadano romano tenía derecho a las deferencias de la escolta. Tras la Puerta Trigémina encontró a la hija del prefecto Flavio Sabino y, viendo su joven rostro inundado de lágrimas, le dijo: «Plautilla, hija de la salvación eterna, sigue tu camino en paz. Pero dame tu velo para cubrirme los ojos con él en el momento de ir hacia el Señor». Y cogiendo el velo prosiguió su ruta con el rostro jovial del obrero que ha trabajado todo el día y regresa a su morada. Sus pensamientos, como los de Pedro, eran tranquilos y serenos, como el cielo de aquella tarde. Sus ojos soñadores miraban la llanura que había entre él y los montes Albanos bañados por la claridad del sol. Recordaba sus viajes, sus trabajos, sus fatigas, sus luchas victoriosas, y las iglesias edificadas por él en todos los continentes, más allá de todos los mares. Y consideraba que se había ganado el descanso. También él había realizado su obra: la semilla no sería ya barrida por el viento del furor. Y se iba consciente de que, en la guerra declarada al mundo por la verdad, la verdad saldría victoriosa. Una infinita serenidad se había difundido por todo su cuerpo.

La ruta era larga y la noche empezaba a caer. Los montes se llenaron de púrpura, mientras a sus pies la sombra se espesaba lentamente. Los rebaños volvían al redil. Grupos de esclavos regresaban con sus aperos al hombro. Delante de las casas que bordeaban la ruta jugaban los niños, que se quedaban contemplando el paso de la escolta. Y de aquel atardecer, de la transparencia dorada de aquella atmósfera se desprendía una paz serena, una armonía que, desde la tierra, parecía echar a volar hacia los cielos. Pablo lo sentía, y su corazón estaba inundado de gozo porque la música del universo se completaba, gracias a él, con un sonido nuevo, con un sonido virgen, sin el que, hasta entonces, el mundo era «como el bronce resonando y los sonoros címbalos».

Recordó cómo había enseñado el amor, cómo había dicho a los hombres que, aunque dieran todos sus bienes a los pobres, aunque conocieran todas las lenguas, penetraran todos los misterios y todas las ciencias, nada serían sin amor. El amor, que era dulce, resignado, bienhechor, lo soportaba todo, creía todo, esperaba todo, sufría todo, y no buscaba recompensa…

El tiempo de su vida había transcurrido en la enseñanza de esa verdad. Y se decía: «¿Qué fuerza podrá destruirla y vencerla? ¿Cómo ha de ahogarla el César, aunque posea dos veces más legiones, dos veces más ciudades de las que tiene, y mares, y tierras y naciones?»…

Y, victorioso, iba a recibir su salario.

El cortejo dejó el camino principal y torció hacia el este, por un estrecho sendero, hacia las Aquae Salviae. Sobre los matorrales caía un sol rojo. Cerca de la fuente, el centurión detuvo a sus hombres. Había llegado el momento.

Pablo puso en su hombro el velo de Plautilla, para taparse los ojos. Por última vez alzó su mirada llena de una calma sublime hacia la eterna claridad de los atardeceres y empezó a rezar. Sí, había llegado la hora. Ante él veía el inmenso camino de los ponientes que llevaba directamente al cielo, luminoso como la aurora. Y su alma repetía las palabras que, consciente de la tarea realizada y del final próximo, había escrito:

«He combatido por la buena causa, he conservado la fe, he acabado mi carrera, y ahora me está reservada la inmortal corona del justo».

Descargar Newt

Lleva Quo Vadis? contigo