Quo Vadis?

Capítulo LIV

Capítulo LIV

Tras haber dejado al apóstol, Vinicio, con el corazón esperanzado de nuevo, regresó hacia la prisión.

En el fondo de su alma resonaba todavía la voz del temor y del miedo; pero trataba de ahogarla. Le parecía imposible que la protección del vicario de Dios y el poder de su plegaria quedasen sin efecto. Temía rechazar la esperanza, temía no creer.

«Tendré fe en su misericordia —se decía— aunque vea a Ligia en las fauces del león».

Aunque todo su ser se estremeció con este pensamiento y un sudor frío perló sus sienes, tenía fe. Ahora, cada latido de su corazón era una invocación. Comenzaba a comprender cómo mueve montañas la fe porque sentía en sí una fuerza misteriosa que nunca había conocido. Le parecía que, con ayuda de esa fuerza, podría hacer lo que la víspera misma le habría sido imposible. Cada vez que un gemido de desesperanza venía a alterar su corazón, rememoraba aquella última noche y aquella cara llena de arrugas, santa, alzada hacia el cielo rezando.

«¡No, Cristo no renegará de su primer discípulo, el pastor de sus ovejas! ¡Cristo no lo rechazará, y yo no dudaré!».

Y Vinicio corría hacia la prisión para anunciar allí la buena nueva.

Pero en la cárcel ocurrió algo inesperado. Los pretorianos que custodiaban por turno la cárcel Mamertina ya le conocían y por costumbre le dejaban pasar sin ninguna traba. Pero en esta ocasión las filas no se abrieron ante él. Un centurión se acercó y dijo:

—Perdóname, noble tribuno, hoy tenemos la orden de no dejar pasar a nadie.

—¿La orden? —dijo Vinicio palideciendo.

El soldado lo miró con aire compasivo y añadió:

—Sí, señor, orden del César. Hay muchos enfermos en la cárcel, y tal vez temen que los visitantes propaguen la epidemia por la ciudad.

—¿Dices que la orden es para el día de hoy?

—Nos relevan a mediodía.

Vinicio calló y se descubrió, porque el que sobre la cabeza llevaba le parecía de plomo. El soldado se acercó a él y le dijo en voz baja:

—No temas, señor, los guardianes y Urso están con ella.

Al decir esto, se inclinó y con su larga espada gala dibujó rápidamente sobre un bloque de piedra la forma de un pez.

Vinicio le lanzó una mirada escrutadora:

—¿Y eres pretoriano?…

—Hasta el día en que esté ahí —dijo el soldado señalando la cárcel.

—¡También yo adoro a Cristo!

—¡Bendito sea su nombre! Sí, señor, lo sé… No puedo dejarte entrar; pero si me das una carta, haré que los guardianes la lleven.

—Gracias, hermano.

Estrechó la mano del centurión y se alejó. Su ya no tenía el peso del plomo. El sol brillaba sobre el muro de la cárcel y, con claridad matinal, en el alma de Vinicio empezaba a renacer la confianza; aquel soldado cristiano le parecía una nueva prueba del poder de Cristo. Se detuvo y contempló las nubes rosas que planeaban sobre el Capitolio y el templo de Júpiter .

—No la he visto hoy, Señor; pero tengo fe en tu misericordia —dijo.

A su regreso encontró a Petronio que, fiel a su hábito de «hacer de la noche día», acababa de volver a casa, pero que ya había tenido tiempo de tomar un baño y de hacerse frotar con aceite antes de acostarse.

—Tengo noticias para ti, Vinicio —le dijo—. Hoy he estado en casa de Tulio Senecio, que recibía también al César. No sé cómo Augusta tuvo la desventurada idea de llevar consigo al pequeño Rufio, tal vez para que con su belleza emocionase al César. Por desgracia, el hijo, dominado por el sueño, se ha dormido durante la lectura, como ya le había ocurrido a Vespasiano. Furioso, Enobarbo le ha lanzado una crátera a la cabeza y lo ha herido de gravedad. Popea se ha desvanecido y todos han oído decir al César: «¡Ya estoy harto de este engendro!». Lo cual, como sabes, significa su condena a muerte.

—La justicia de Dios está suspendida sobre la cabeza de la Augusta —dijo Vinicio—. Pero ¿por qué me lo cuentas?

—Te lo cuento porque, preocupada por su propia desgracia, tal vez renuncie a su venganza contra vosotros y se deje convencer con mayor facilidad. La veré esta noche y le hablaré.

—Gracias, Petronio, es una buena noticia.

—Toma un baño y descansa. Tus labios están pálidos y ya no eres más que la sombra de ti mismo.

Pero Vinicio preguntó:

—¿No han fijado la fecha del primer ?

—Será dentro de diez días. Pero antes los sacarán de las otras prisiones. Cuanto más tiempo tengamos, mejor. Aún no está todo perdido.

Adelantaba algo en lo que él mismo no creía porque, desde el momento en que Nerón había contestado al ruego de Alituro con una hermosa frase en que se comparaba a Bruto, para Ligia no había salvación.

Por piedad hacia Vinicio, había pasado en silencio lo que acababa de oír en casa de Senecio: el César y Tigelino habían decidido escoger, para su placer personal y el de sus amigos, a las vírgenes cristianas más hermosas, y entregar el resto, el día mismo de los juegos, a los pretorianos y a los .

Sabiendo que Vinicio no sobreviviría a Ligia en ningún caso, se complacía en animar la esperanza del joven tribuno, tanto por compasión como por refinamiento de esteta: si Vinicio debía morir, moriría en medio de la belleza y no con una cara ensombrecida por el insomnio.

—Hoy le diré a la Augusta poco más o menos: «Salva a Ligia para Vinicio, y yo salvaré a Rufio para ti». Voy a pensar en ello. Con Barba de Bronce, una palabra dicha en el momento oportuno puede salvar o perder a una persona. En cualquier caso, ganaremos tiempo.

—Gracias —repitió Vinicio.

—La mejor forma de agradecérmelo es tomar algún alimento y descansar. ¡Por Atenea! Odiseo, en los momentos difíciles, no se olvidaba de comer ni de dormir. Sin duda habrás pasado toda la noche en la cárcel.

—No. Esta mañana he intentado ir; pero han recibido orden de no dejar entrar a nadie. Trata de saber si esa orden es válida sólo para hoy, o hasta el día de los juegos.

—Me informaré esta noche, y mañana por la mañana te diré por cuánto tiempo y por qué motivo se ha dado esa orden. Ahora voy a acostarme aunque Helios tuviera que descender, a pesar suyo, en las regiones cimerias. Y te aconsejo que sigas mi ejemplo.

Se despidieron; pero Vinicio pasó a la biblioteca y escribió a Ligia.

Él mismo llevó la carta al centurión cristiano, que al punto entró en la cárcel y volvió con un saludo de Ligia y la promesa de una respuesta aquel mismo día.

Pero Vinicio no quería volver a casa. Se sentó en un mojón a la espera de la carta. El sol ya subía en el cielo y, por el , la muchedumbre compacta se dirigía al Foro. Los buhoneros enumeraban a gritos sus mercaderías; los decidores de buena ventura ofrecían sus servicios a los transeúntes; los ciudadanos se dirigían, serios, hacia los para escuchar allí a los oradores ocasionales o para comunicarse las últimas noticias. A medida que aumentaba el calor, multitudes más numerosas de ociosos buscaban un abrigo bajo el peristilo de los templos. Bandadas de palomas dejaron ruidosamente la parte inferior de los pórticos mientras su plumaje blanco resplandecía en la luz del sol y en el azul del cielo.

Bajo la caricia de los rayos solares y del calor, Vinicio cerraba los ojos. Los gritos monótonos de los chiquillos que cerca de allí jugaban a la , y el paso cadencioso de los soldados le acunaban. Varias veces todavía alzó la cabeza y dirigió sus miradas hacia la cárcel; luego, recostándose en una arista de la piedra, lanzó un suspiro como niño que se duerme tras haber llorado mucho tiempo y se quedó dormido.

Pronto le asaltaron las visiones. Le parecía atravesar de noche, llevando a Ligia en sus brazos, una viña desconocida; Pomponia Grecina caminaba delante con una linterna en la mano. Una voz que se parecía a la de Petronio le gritaba de lejos: «Vuelve»; pero él, sin preocuparse por aquella voz, seguía a Pomponia hasta una cabaña, en cuyos umbrales estaba el apóstol Pedro. Entonces Vinicio señalaba a Ligia y decía: «Venimos del circo, señor, y no conseguimos despertarla. Despiértala». Pero Pedro respondía: «Cristo mismo vendrá a despertarla».

Luego las imágenes se hicieron confusas: veía en sueños a Nerón, y a Popea llevando en sus brazos al pequeño Rufio, cuya cabeza ensangrentada lavaba Petronio, y a Tigelino, que derramaba ceniza sobre las mesas llenas de delicados platos, y a Vitelio, que devoraba esos platos, y a muchos augustanos más sentados en el festín. Él mismo estaba tendido al lado de Ligia, pero entre las mesas circulaban leones con melenas amarillas de las que goteaba sangre. Ligia le rogaba que la sacase de allí, pero sobre él caía un torpor tan pesado que no podía hacer un solo gesto. Luego sus visiones se volvieron más caóticas todavía, y por último todo quedó sumido en las tinieblas.

Fue sacado de su profundo embotamiento por el ardor del sol y por unos gritos que se alzaron de pronto muy cerca del lugar en que se hallaba sentado. Vinicio se frotó los ojos: la calle estaba llena de gente; dos corredores con túnica amarilla, gritando, apartaban a la multitud con sus varas para dejar paso a una magnífica litera llevada por cuatro gigantescos esclavos egipcios.

En la litera había un hombre vestido de blanco, cuyo rostro no podía distinguirse porque tenía los ojos clavados en un rollo de papiro y parecía sumido en una atenta lectura.

—¡Paso al noble augustano! —gritaban los corredores.

Pero la calle estaba tan obstruida que la litera hubo de detenerse un instante. Entonces el augustano dejó caer con impaciencia su rollo e inclinó la cabeza:

—¡Echad de ahí a esos bribones! ¡Y más deprisa!

De pronto vio a Vinicio y alzó rápidamente el rollo hasta la altura de sus ojos.

Vinicio, pensando que todavía soñaba, se pasó la mano por la frente: en la litera estaba sentado Quilón.

Los corredores habían dejado expedita la vía y los egipcios iban a ponerse de nuevo en marcha cuando el joven tribuno, que en un abrir y cerrar de ojos acababa de comprender cantidad de cosas que la víspera todavía le resultaban incomprensibles, se acercó a la litera.

—¡Salud a ti, Quilón! —dijo.

—Joven —replicó el griego con dignidad y orgullo, esforzándose por imponer a su rostro una expresión de calma que no tenía—, joven, yo te saludo; pero no me retengas, porque tengo prisa por llegar a casa de mi amigo, el noble Tigelino.

Vinicio se apoyó en el borde de la litera, se inclinó hacia Quilón y mirándole fijamente a los ojos le dijo con voz sorda:

—¡Tú has vendido a Ligia!

—¡Coloso de Memnón! —exclamó el otro, aterrorizado.

Pero la mirada de Vinicio no expresaba ninguna amenaza y el miedo del viejo griego se desvaneció inmediatamente. Recordó que estaba bajo la protección de Tigelino y del propio César, dos poderes ante los que todos temblaban, que estaba rodeado de esclavos atléticos y que Vinicio se encontraba allí, desarmado, demacrado y con el cuerpo doblado por el dolor.

Este pensamiento reavivó su osadía. Clavó en Vinicio sus ojos enrojecidos y susurró a modo de respuesta.

—Y tú me hiciste azotar cuando me moría de hambre.

Callaron un momento; luego Vinicio siguió, con su voz sorda:

—¡Fui injusto, Quilón!…

El griego alzó la cabeza y, chascando los dedos, gesto que en Roma era señal de desprecio, replicó en voz alta, para que todo el mundo lo oyese:

—Amigo, si tienes algo que pedirme, ven a mi casa del Esquilino por la mañana; es entonces cuando recibo a mis invitados y a mis clientes.

Hizo una seña y los egipcios levantaron la litera mientras los corredores, blandiendo sus varas, gritaban:

—¡Paso a la litera del noble Quilón Quilónides! ¡Paso! ¡Paso!

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