Capítulo LII
Capítulo LII
El grito: «¡Los cristianos a los leones!» ya sonaba sin tregua por todas las calles de la ciudad. Desde el primer momento nadie dudó que fueran los verdaderos autores del incendio, y no había el menor interés en dudar, dado que su castigo iba a ser un espectáculo magnífico. Además, se propagaba la creencia de que las proporciones espantosas del desastre eran resultado de la cólera de los dioses. Se ordenaron entonces , sacrificios expiatorios en todos los santuarios. Después de haber consultado los Libros sibilinos, el Senado decretó plegarias públicas y solemnes a Vulcano, Ceres y Proserpina. Las matronas hicieron sacrificios a Juno y fueron en procesión a sacar agua de la orilla del mar para rociar con ella la estatua de la diosa. Las mujeres casadas aplacaban a los dioses con comidas y vigilias nocturnas. Roma entera se purificaba de sus pecados, sacrificaba a los inmortales e imploraba su perdón.
Mientras, entre los escombros se trazaban nuevas vías muy anchas. Aquí y allá se echaban los cimientos de casas, de palacios y de templos. Pero, sobre todo, se construían deprisa los inmensos anfiteatros de madera donde debían morir los cristianos. Inmediatamente después de que se reuniera el Consejo en la casa de Tiberio, los procónsules recibieron orden de enviar a Roma fieras. Tigelino saqueó los de todas las ciudades de Italia, sin dejar una. Por orden suya en África se organizaron cacerías que movilizaban poblaciones enteras. Asia proporcionó elefantes y tigres; el Nilo, cocodrilos e hipopótamos; el Atlas, leones; los Pirineos, lobos y osos; Hibernia, perros salvajes; el Epiro, molosos; Germania, bisontes y uros. Como los prisioneros eran muy numerosos, los juegos debían superar en fasto todo cuanto hasta entonces se había visto. El César quería borrar todo recuerdo del incendio con torrentes de sangre, y abrevar a Roma. Y nunca hasta entonces se había anunciado una carnicería tan grandiosa.
El pueblo, al que estos preparativos habían agradado, ayudaba a los vigilantes y los pretorianos en la caza de los cristianos. Además era fácil, porque muchos de éstos acampaban todavía en los jardines con los paganos y confesaban abiertamente su fe. Cuando los rodeaban, se ponían de rodillas y se dejaban prender, sin ninguna resistencia, cantando himnos. Pero su placidez misma exasperaba a la multitud, a quien aquello parecía fanatismo de criminales empedernidos. A veces la multitud arrancaba los cristianos a los soldados y los descuartizaba: arrastraban a las mujeres por el pelo hasta las prisiones; aplastaban la cabeza de los niños contra el suelo. Millares de hombres recorrían la ciudad noche y día aullando. Buscaban víctimas entre los escombros, en las chimeneas, en las bodegas. Delante de las prisiones, a la luz de las fogatas y en torno a toneles llenos de vino, se improvisaban festines y danzas báquicas. Por la noche, se escuchaba con delicia el rugido de las fieras, semejante al gruñido del trueno y que hacía temblar a toda la ciudad. Las prisiones rebosaban y cada día la canalla y los pretorianos metían en ellas nuevas víctimas. Parecía que la gente había perdido el uso de la palabra, salvo para exclamar: «¡Los cristianos a los leones!». Entonces llegaron días de calor tórrido y noches sofocantes como nunca se habían visto. El aire parecía saturado de locura, de sangre y de crimen.
Esta crueldad sin límites había despertado en los adeptos de Cristo una sed ilimitada de martirio: iban benévolamente a la muerte, la buscaban incluso y, para refrenar su celo, se precisaron órdenes severas de sus ancianos; entonces sólo se reunieron fuera de la ciudad, en las catacumbas de la Vía Apia y en las viñas suburbanas pertenecientes a patricios cristianos, ninguno de los cuales había sido encarcelado todavía. En el Palatino se sabía que Flavio y Domitila, y Pomponia Grecina, y Cornelio Pudente y Vinicio eran cristianos. Pero el César mismo comprendía la dificultad de convencer a la plebe de que aquellas gentes habían incendiado Roma; y como ante todo había que convencer al pueblo, se había pospuesto el castigo que les correspondía. Suponían que estos patricios debían su salvación a la influencia de Acte, lo cual no era cierto.
Después de haber dejado a Vinicio, Petronio se había dirigido a su casa para pedirle ayuda y protección para Ligia; pero la pobre mujer no había podido ofrecerle más que lágrimas; se la toleraba a condición de que se escondiese de Popea y del César. Sin embargo, fue a ver a Ligia a su cárcel, para llevarle ropa y víveres, y, sobre todo, para preservarla de los ultrajes de los guardianes, que además ya estaban comprados.
Petronio no podía olvidar que, sin la torpe maniobra que había utilizado para raptar a Ligia de casa de los Aulo, ésta no se encontraría ahora en la cárcel. Y como además quería hacer fracasar a Tigelino, no escatimaba ni su tiempo ni su esfuerzo. En pocos días vio a Séneca, a Domicio Afer, a Crispinila, a través de la cual quería llegar a Popea, a Terpnos, a Diodoro, al hermoso Pitágoras, y finalmente a Alituro y a Paris, a quienes el César nunca negaba nada. Por Crisotemis, ahora amante de Vatinio, trató de ganarse la ayuda de éste, no escatimando, como con los otros, promesas y gastos. Pero todas sus tentativas fracasaron. Séneca, poco seguro del día siguiente, le explicó que aunque los cristianos no habían incendiado Roma, debían ser exterminados por la salvación de la ciudad, y que la razón de Estado justificaba su matanza. Terpnos y Diodoro cogieron el dinero y no hicieron nada. Vatinio se quejó al César de que habían intentado corromperlo. Sólo Alituro, al principio hostil a los cristianos, sentía ahora piedad de ellos; y tuvo valor para interceder por Ligia ante Nerón, de quien no obtuvo más que esta respuesta:
—¿Crees que mi alma es menos fuerte que la de Bruto, que por la salvación de Roma no perdonó a sus propios hijos?
Cuando le fueron narradas a Petronio estas palabras, exclamó:
—Desde el momento en que se ha comparado con Bruto, Ligia está perdida.
Sin embargo, su piedad por Vinicio no hizo sino aumentar; temblaba ante la idea de que llegase a atentar contra su vida.
«En este momento —se decía Petronio—, los pasos que ha dado para la salvación de la muchacha, así como sus propios sufrimientos, le absorben. Pero cuando se dé cuenta de que todos sus esfuerzos son vanos, cuando haya desaparecido la última esperanza, ¡por Cástor!, no podrá sobrevivir y se arrojará sobre su espada».
Y también él comprendía que se pudiera preferir poner término a todo antes que continuar amando y sufriendo de aquella manera.
Por su lado, Vinicio hacía lo imposible para salvar a Ligia. Aquel hombre en otro tiempo tan altivo mendigaba para ella el apoyo de los augustanos. Por medio de Vitelio ofreció a Tigelino sus tierras de Sicilia y cuanto poseía; pero Tigelino, preocupado por el favor de Augusta, lo rechazó. De nada hubiera servido acudir al propio César, prosternarse ante él e implorarle. Sin embargo, a Vinicio se le ocurrió la idea.
—Y si se niega —objetó Petronio—, si responde con una broma o con una amenaza infame, ¿qué harás?
Los rasgos de Vinicio se contrajeron de dolor y de rabia, y de sus dientes apretados escapó una especie de rugido.
—Por eso no te aconsejo que des ese paso —continuó Petronio—. Eliminarías tus últimas probabilidades de salvación.
Vinicio reprimió su furor y, pasándose la mano por su frente húmeda de sudor, dijo:
—¡No, no! ¡Soy cristiano!…
—Lo olvidarás como acabas de olvidarlo. Tienes derecho a perderte a ti mismo, pero no a perderla a ella. Recuerda el ultraje que sufrió la hija de Sejano antes de ser ejecutada.
Al hablar así Petronio no era del todo sincero, porque Vinicio le preocupaba más que Ligia. Pero comprendía que el único medio de impedirle que diera pasos peligrosos era mostrarle que conseguiría perder a Ligia. Y tenía razón: en el Palatino esperaban la visita del joven tribuno y estaban tomadas todas las disposiciones.
Pero los sufrimientos de Vinicio sobrepasaban las fuerzas humanas. Desde el día en que Ligia había sido encarcelada, desde que la inundaba la irradiación de su próximo martirio, Vinicio no sólo había sentido que su amor se centuplicaba, sino que había comenzado a venerarla religiosamente como a un ser celeste. Ahora, ante el pensamiento de que debería perder para siempre a este ser querido y sagrado, consagrado a la muerte, tal vez a suplicios más terribles que su muerte misma, sentía que la sangre se helaba en sus venas, que su alma se desgarraba, que su corazón se oscurecía. A veces le parecía que su cráneo ardía presto a estallar o a calcinarse. No comprendía ya lo que pasaba a su alrededor; no comprendía por qué Cristo, aquel Dios misericordioso, no acudía en ayuda de sus fieles; por qué las murallas del Palatino no se abismaban bajo tierra, y con ellas Nerón, los augustanos, los pretorianos, y toda la infame ciudad. Le parecía que no debía, que no podía ser de otro modo; que cuanto veían sus ojos, cuanto rompía su corazón, no era más que una pesadilla.
Pero el rugido de las fieras, el ruido de los martillos construyendo las arenas, lo devolvían a la realidad, confirmada por los aullidos de la muchedumbre y el abarrotamiento de las cárceles. Y entonces su fe en Cristo se quebrantaba, y aquella vacilación era para él un nuevo sufrimiento, tal vez más terrible todavía que todos los demás.
Y Petronio le repetía:
—Recuerda el ultraje que sufrió la hija de Sejano antes de ser ejecutada.