Quo Vadis?

Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

Al día siguiente Vinicio se despertó muy débil todavía, pero con la cabeza despejada y sin fiebre; le parecía haber oído hablar a su lado; sin embargo, cuando abrió los ojos Ligia no estaba allí. Sólo Urso, acuclillado ante el hogar, hurgaba en la ceniza gris buscando un carbón que todavía estuviera encendido; por fin, tras encontrarlo, lo atizó, y el aire de sus pulmones era tan potente como el fuelle de una forja. Vinicio recordó que la víspera aquel hombre había aplastado a Crotón, y contempló con la curiosidad de un aficionado a las arenas aquel torso de cíclope, aquellos brazos y aquellas piernas que parecían auténticos pilares.

«¡Gracias sean dadas a Mercurio! —pensó—. No me ha retorcido el cuello. ¡Por Pólux! Si los demás ligios son como él, darían mucho trabajo a nuestras legiones del Danubio».

Lo llamó:

—¡Eh, esclavo!

Urso sacó su cabeza de la chimenea y dijo con una sonrisa casi amistosa:

—Que Dios te dé buen día y buena salud, señor, pero soy un hombre libre y no un esclavo.

Deseoso de preguntarle sobre la patria de Ligia, Vinicio sintió cierta satisfacción al oír estas palabras, porque su dignidad de romano y de patricio se ofendía menos hablando con un hombre libre, aunque de extracción plebeya, que con un esclavo, al que ni la ley ni las costumbres otorgaban la cualidad de ser humano.

—¿No perteneces a los Aulo? —le preguntó.

—No, señor, sirvo a Calina, como serví a su madre, pero por mi propio gusto.

Volvió a meter la cabeza en la chimenea para atizar los carbones sobre los que había colocado leña, luego se levantó y dijo:

—En nuestro país no hay esclavos.

Vinicio le preguntó:

—¿Dónde está Ligia?

—Acaba de salir, y estoy encargado de prepararte la comida. Ella te ha velado toda la noche.

—¿Por qué no la has reemplazado?

—Porque ella lo ha querido así: yo no sé más que obedecer.

Sus ojos se ensombrecieron, y casi al punto añadió:

—Si no la hubiera obedecido, tú no vivirías, señor.

—¿Lamentas acaso no haberme matado?

—No, señor, Cristo ordenó no matar.

—¿Y Atacino? ¿Y Crotón?

—No pude obrar de otro modo —murmuró Urso.

Y miró con una desesperación cómica sus manos, que visiblemente seguían siendo paganas aunque su alma hubiera recibido el bautismo.

Colocó luego una marmita ante el fuego, y, acuclillado ante la chimenea, miró bailar las llamas con mirada pensativa.

—La culpa ha sido tuya, señor —dijo por fin—. ¿Por qué has puesto la mano sobre ella, sobre una hija de rey?

Desde el principio, Vinicio se había estremecido al oír a un patán, a un bárbaro hablarle con aquella familiaridad, atreverse incluso a censurarle. Era una novedad inverosímil que había que añadir a todas aquellas con las que chocaba desde hacía dos días. Pero estaba débil, no disponía de ningún esclavo, y se contuvo. Además, quería conocer algunos detalles de la vida de Ligia.

Empezó, pues, a preguntar al gigante sobre la guerra de los ligios contra Vanio y los suevos. Urso le respondía de buen grado, aunque no podía decir más de lo que Aulo Plaucio ya le había contado. No había tomado parte en ningún combate, por haber acompañado a los rehenes hasta el campamento de Atelio Híster. Sabía sólo que los ligios habían derrotado a suevos y yáciges y que su jefe y rey había muerto de un lanzazo. Inmediatamente después, los ligios, habiendo sabido que los semnones habían incendiado el bosque en su frontera, habían regresado corriendo para castigar la ofensa. Los rehenes habían quedado con Atelio quien, al principio, había ordenado rendirles honores reales. Luego, muerta la madre de Ligia, los jefes romanos no habían sabido qué hacer con la niña. Urso había querido volverse a su país con ella, pero la empresa era peligrosa. Por el camino vagaban animales feroces y tribus salvajes. Entonces había llegado la noticia de que una embajada ligia se dirigía a visitar a Pomponio para ofrecerle la ayuda de este pueblo contra los marcomanos. Pero como no había llegado ninguna embajada, habían tenido que permanecer en el campamento. Pomponio los había llevado a Roma y, tras el triunfo, había confiado la niña a Pomponia Grecina.

Vinicio escuchaba este relato con placer, aunque desconociese algunos detalles. Su orgullo de casta se sentía agradablemente lisonjeado al oír a un testigo ocular asegurar el origen regio de Ligia. Su título de hija de rey podía darle rango en la corte del César, entre los descendientes de las mayores familias, sobre todo dado que el pueblo del que su padre había sido jefe nunca había guerreado contra Roma y que, aunque bárbaro, era temible: tenía por testigo al propio Atilio Híster, «una numerosísima cantidad de guerreros». Urso confirmó además el testimonio, porque, a una pregunta hecha por Vinicio sobre los ligios, contestó:

—Nuestro país es tan grande que nadie sabe dónde terminan los bosques que habitamos y su población es muy numerosa. En medio de esos bosques hay ciudades construidas en madera y llenas de grandes riquezas, porque quitamos a los semnones, a los marcomanos, a los vándalos y a los cuados todo el botín que consiguen en otras partes. No se atreven a luchar contra nosotros, y sólo cuando sopla el viento de su lado incendian nuestros bosques. Nosotros no los tememos, ni al César romano.

—Los dioses han dado a los romanos la soberanía sobre la tierra entera —dijo gravemente Vinicio.

—Los dioses son malos espíritus —respondió Urso tranquilamente—, y donde no hay romanos no hay soberanía romana.

Atizó el fuego y prosiguió, como si hablara consigo mismo:

—Cuando el César llevó a Calina a su palacio y pensé que podía hacerle algún daño, quise irme allá, a nuestros bosques, y llamar a los ligios para que ayudasen a la hija del rey. Y los ligios se habrían puesto en marcha hacia el Danubio, porque, aunque es un pueblo pagano, es bueno. Y yo les habría llevado «la buena nueva». Pero eso ocurrirá algún día: una vez que Calina vuelva a casa de Pomponia, la saludaré y le rogaré que me permita irme con ellos, porque Cristo nació muy lejos de nuestro país y ellos no han oído siquiera hablar de Él… Él sabía mejor que yo dónde debía nacer, pero si hubiera venido al mundo entre nosotros, en el bosque, seguro que no lo habríamos martirizado; habríamos criado al Niño, habríamos procurado que siempre tuviera mucha caza, setas, pieles de castor, ámbar. Todo lo que les habríamos quitado a los suevos y a los marco manos se lo habríamos dado, para que viviese en medio de la riqueza y del bienestar.

Acercó al fuego la marmita con la sopa destinada a Vinicio y se calló. Su pensamiento vagaba por los bosques ligios. Cuando el caldo hubo hervido lo echó en una escudilla, y cuando se hubo enfriado continuó:

—Señor, Glauco ha recomendado que te muevas lo menos posible, y que evites incluso menear tu brazo sano; y Calina me ha ordenado que te haga comer.

¡Ligia había ordenado! Nada había que objetar. Vinicio no pensó siquiera en oponerse a su voluntad, como si ella hubiera sido hija del César o diosa. No hizo, pues, ninguna observación cuando Urso, sentándose junto a su cama, sacó el caldo de la escudilla con un cubilete que ofrecía a los labios del enfermo. Y en aquel acto ponía tanta solicitud, había una sonrisa tan hermosa en sus ojos azules, que Vinicio no podía reconocer en él al terrible titán que la víspera había estrangulado a Crotón, se había lanzado contra él como un huracán y que, de no ser por Ligia, le hubiera aplastado con toda seguridad.

Por primera vez en su vida, el joven patricio pensó en lo que podía pasar por el alma de un patán, de un servidor y de un bárbaro.

Mientras tanto, Urso demostró ser una nodriza tan torpe como llena de atenciones. Entre sus dedos de hércules el cubilete desaparecía hasta el punto de que no quedaba sitio para los labios de Vinicio. Tras vanas tentativas, el gigante, muy apurado, hubo de confesar:

—¡Me sería más fácil sacar un uro de su madriguera!

Vinicio se rió de la confusión del ligio, y no obstante la observación despertó su curiosidad. Con frecuencia había visto en el circo aquellos terribles traídos de los bosques del norte, y que los más valientes no acosaban sino asustados y a los que sólo los elefantes eran superiores en tamaño y fuerza.

—¿Vas a decirme que has intentado cogerles las cabezas por los cuernos? —preguntó asombrado.

—Antes de que por mi cabeza hubieran pasado veinte inviernos, no lo intenté —replicó Urso—; pero después, sí.

Y de nuevo dio de comer a Vinicio, pero con más torpeza todavía.

—Tengo que ir a buscar a Myriam o a Nazario —dijo por último.

La cabeza pálida de Ligia apareció en la puerta.

—Yo te ayudaré —dijo.

Y poco después ella salió del cubículo, donde con toda seguridad se disponía a dormir, porque tenía el pelo suelto y no llevaba encima más que una de esas ligeras túnicas llamadas . Cuando la vio, Vinicio sintió que su corazón latía más deprisa y le reprochó no haber pensado aún en descansar; pero ella respondió alegre:

—Ahora mismo me voy a dormir; pero antes voy a relevar a Urso.

Cogió el cubilete, se sentó en el borde del lecho y comenzó a dar de comer a Vinicio, confuso y feliz a la vez. Como ella se inclinara hacia él, sintió la tibieza de su cuerpo y las ondas de su cabellera le rozaron el pecho; entonces, palideció de emoción; pero a pesar de su turbación, de la violencia de su pasión, comprendía que en la tierra no había ninguna cabeza que le fuera tan querida, y que, comparado con ella, el mundo entero no era nada.

Antes codiciaba a Ligia; ahora la amaba con todo su corazón. Antes, en su forma de vivir y en sus sentimientos él se mostraba, como el resto de sus contemporáneos, egoísta inconsciente que no se interesaba más que por él mismo: hoy se interesaba también por ella.

Muy pronto terminó de comer y, a pesar de su alegría extrema por contemplarla y sentirla a su lado, dijo:

—Ya basta, vete a descansar, divina.

—No me llames así —respondió ella—, no debo oír tales palabras.

Sin embargo le sonrió, luego aseguró que ya no tenía sueño, que no sentía nada de cansancio y que no iría a acostarse hasta que Glauco llegase. Él escuchaba aquellas palabras como si fuera una música, con el corazón desbordante de emoción, de gratitud, de encanto crecientes, y trataba de encontrar en su cabeza un medio para demostrarle su agradecimiento.

—Ligia —dijo tras un corto silencio—, antes no te conocía. Ahora sé que elegí un mal camino para llegar a ti. Por eso te digo: Vuelve a casa de Pomponia Grecina y ten la seguridad de que en el futuro nadie pondrá la mano sobre ti.

Una súbita tristeza pasó por el rostro de Ligia:

—Me gustaría mucho verla, incluso de lejos —respondió—, pero ya no puedo volver a su casa.

—¿Por qué? —preguntó Vinicio sorprendido.

—Acte nos ha dicho a los cristianos lo que ocurre en el Palatino. ¿No te has enterado de que, poco después de mi fuga, y antes de salir para Nápoles, el César hizo llamar a Aulo y a Pomponia y los amenazó con su cólera so pretexto de que me habrían ayudado a huir? Aulo pudo responderle, por suerte: «Sabes, señor, que por mis labios jamás ha pasado mentira alguna; y te juro que nosotros no la hemos ayudado a huir y que no sabemos más que tú de ella en estos momentos». El César lo creyó, luego lo olvidó todo; y yo, siguiendo los consejos de nuestros ancianos, nunca he escrito a mi madre, para que pueda seguir jurando que no sabe nada de lo que me concierne, porque nos está prohibido mentir, incluso aunque esté en juego nuestra vida. Ésa es nuestra doctrina, con la que queremos ganar todos los corazones. No he vuelto a ver a Pomponia desde que abandoné su casa. Sólo de vez en cuando se entera, por rumores que le llegan, de que estoy viva y a salvo.

A estas palabras, el dolor encogió su corazón y sus ojos se llenaron de lágrimas; pero pronto se calmó para continuar:

—Sé que Pomponia me echa mucho de menos, pero nosotros tenemos consuelos que los demás no conocen.

—Sí —respondió Vinicio—, vuestro consuelo es Cristo; yo no puedo comprenderos.

—Mírenos. Para nosotros no existen separaciones; no hay ni dolores, ni sufrimientos, y si ocurren se convierten en alegrías. La muerte misma, que para vosotros es el fin de la vida, para nosotros es el comienzo; es el cambio de una felicidad mediocre y turbia frente a una felicidad completa, serena y eterna. Piensa cómo debe ser esa doctrina que nos enseña a ser buenos, incluso con nuestros enemigos, y que nos prohíbe la mentira, purifica nuestra alma del odio, y nos promete después de la muerte una felicidad infinita.

—Oí todo eso en el Ostriano; he visto cómo habéis obrado conmigo y con Quilón; cuando pienso en ello me parece estar soñando todavía y no sé si debo creer a mis ojos y a mis oídos. Pero, respóndeme a otra pregunta: ¿eres feliz?

—Sí —declaró Ligia—, quien tiene fe en Cristo no puede ser desgraciado.

Vinicio la miró como si estas últimas palabras superasen los límites del entendimiento humano.

—¿Y no te gustaría volver a casa de Pomponia?

—Con toda mi alma; y volveré a verla, si es ésa la voluntad de Dios.

—Entonces, yo te digo: vuelve a su casa; y te juro por todos mis dioses lares, que no pondré la mano sobre ti.

Ligia permaneció un instante pensativa, luego respondió:

—No, no puedo exponer a los que están conmigo. El César no quiere a la familia de los Plaucio. Si volviese, sabes que esa noticia correría enseguida por Roma entera a través de los esclavos, y los de Nerón no tardarían en contárselo. Entonces castigaría a los Aulo, o por lo menos volvería a arrancarme de su casa.

—Sí —dijo Vinicio frunciendo el ceño—, podría ocurrir. Lo haría, aunque sólo fuera para demostrar que su voluntad debe ser obedecida. También es verdad que si te ha olvidado o no ha querido preocuparse de ti, es porque pensaba que la ofensa me alcanzaba a mí, y no a él. Pero tal vez…, después de haberte arrancado de casa de los Aulo…, te pusiese de nuevo entre mis manos, y yo te devolvería a Pomponia.

Ella le preguntó con tristeza:

—Vinicio, ¿querrías verme de nuevo en el Palatino?

—No —respondió él apretando los dientes—. Tienes razón. He dicho una tontería. No.

Y de súbito se abrió ante él como un abismo sin fondo. Era patricio, tribuno militar, poderoso personaje, pero por encima de todos los poderes de aquel mundo al que pertenecía, reinaba un loco cuya voluntad y cóleras nadie podía prever. Sólo gentes como los cristianos, para quienes todas aquellas cosas, separación, sufrimientos, la muerte incluso, no eran nada, podían no temerle, ignorarle incluso. Todos los demás temblaban ante el César. Y el horror de aquella época espantosa en la que vivía se ofreció a Vinicio en toda su monstruosidad. No podía devolver a Ligia a los Aulo, para que el monstruo no se acordase de ella ni volviese contra ella su cólera. Asimismo, ahora ya no podía tomarla por esposa sin perjudicarla a ella, a sí mismo y a los Aulo. Un instante de mal humor del César bastaría para perderlos a todos. Por primera vez Vinicio sintió que el mundo debía cambiar y transformarse por completo: sin eso, la vida sería imposible de vivir. Comprendió también lo que no había podido comprender hacía un momento: que en tiempos como aquéllos sólo los cristianos podían ser felices.

Una profunda pena lo invadió al pensar que él mismo había perturbado su propia vida y la de Ligia y que aquella situación no presentaba ninguna salida. Bajo la impresión de esta pena, empezó a decir:

—¿Sabes que eres más feliz que yo? En tu pobreza, en esta habitación común, entre estos rústicos, tú tienes tu religión y tu Cristo. Yo sólo te tengo a ti en el mundo, y cuando me has faltado he sido el más miserable de los hombres, sin techo ni pan. Eres para mí más querida que el universo entero; te he buscado porque me era imposible vivir sin ti. No podía ni comer, ni dormir. Sin la esperanza de encontrarte, me habría arrojado sobre mi espada. Pero temo a la muerte porque, muerto, ya no podría contemplarte. Te digo la verdad. No, no podría vivir sin ti, y si he vivido hasta ahora es porque tenía la esperanza de volverte a ver. ¿Recuerdas nuestras conversaciones en casa de los Aulo? Una vez trazaste sobre la arena un pez, y yo no comprendí el sentido. ¿Recuerdas que jugamos a la pelota? Yo ya te amaba entonces más que a mi vida, y también tú comenzabas a adivinar mi amor… Entonces llegó Aulo, que nos amenazó con Libitina e interrumpió nuestra conversación. Cuando íbamos a marcharnos, Pomponia le dijo a Petronio que no existía más que un solo Dios, omnipotente y misericordioso; pero no podía ocurrírsenos que vuestro Dios fuera Cristo. Que Él te traiga a mí, y yo le amaré aunque me parezca que es el Dios de los esclavos, de los extranjeros y los miserables. Estás ahí, sentada a mi lado, y no piensas más que en Él. Piensa en mí también; en caso contrario, terminaré por detestarle. Para mí la única divinidad eres tú. ¡Venturosos padre y madre que te dieron a luz, venturosa la tierra que te vio nacer! Quisiera besar tus pies y dedicarte plegarias, darte toda mi adoración, mis ofrendas, mis genuflexiones… a ti, tres veces divina. No, no sabes, no puedes saber cuánto te amo.

Pasó la mano por su frente pálida y cerró los ojos. Su naturaleza no conocía límite alguno ni en la cólera ni en el amor. Hablaba con la animación de un hombre que ya no es dueño de sí, y no quería medir ni sus sentimientos ni sus palabras; hablaba con todo su corazón, desde lo más profundo de su alma. Todo lo que salía de ella en un impetuoso flujo de palabras era el dolor, el arrebato, la pasión y la adoración que le oprimían el pecho.

A Ligia estas palabras le parecían otras tantas blasfemias, y sin embargo también su corazón se puso a latir como si fuera a desgarrar la túnica que oprimía su seno; no pudo dejar de apiadarse de él y de sus sufrimientos. Estaba emocionada por el respeto con que él le hablaba; se sentía inmensamente amada y adorada; comprendía que aquel hombre inflexible y temible le pertenecía en cuerpo y alma, como un esclavo; y viéndolo tan humilde, estaba feliz de su poder sobre él. En un instante revivió todo el pasado. Volvió a ver al majestuoso Vinicio, hermoso como una divinidad pagana, que le había hablado de amor en casa de los Aulo y había despertado, como de un profundo sueño, su corazón casi infantil; aquel Vinicio cuyos besos todavía sentía sobre los labios y de cuyos brazos Urso la había arrancado, en el Palatino, como de un brasero. Pero hoy, con su cara aguileña donde se leía la exaltación y también el dolor, con su frente pálida, con sus ojos suplicantes, quebrantado por su amor, herido, todo adoración y humildad, era tal como ella hubiera deseado que fuera antes, tal como ella le hubiera amado con toda su alma, ¡y le quería más que nunca!

De súbito vislumbró la hora en que el amor de aquel hombre podría invadirla por completo y arrastrarla como un huracán: sintió entonces una sensación semejante a la que el momento antes había sentido Vinicio; le pareció que ella misma estaba al borde de un abismo. ¿Para esto se había abstenido de ver la casa de Aulo y había buscado la salvación en la huida? ¿Para esto se había mantenido oculta durante tanto tiempo en los barrios más miserables de la ciudad? ¿Qué era Vinicio? ¡Un augustano, un soldado y un cortesano de Nerón! ¿No había participado en sus orgías y locuras, como lo atestiguaba el festín que Ligia no podía olvidar? ¿No frecuentaba, como los demás, los templos y no hacía sacrificios a los dioses paganos, en los que tal vez no tenía fe pero que seguía honrando? ¿No la había perseguido para hacer de ella su esclava y su amante y para sumirla al mismo tiempo en aquel mundo horrible del placer, del crimen y del vicio, que clamaba la venganza de Dios? Cierto que parecía cambiado; pero ¿no le había dicho hace un momento que si ella pensaba en Cristo más que en él, estaba dispuesto a detestarle? Ligia creía que todo pensamiento de un amor distinto al amor de Cristo era ya un pecado contra él y contra su doctrina. Y cuando comprendió que en el fondo de su alma despertaban otros sentimientos, otras aspiraciones, tembló por su corazón y por el futuro.

Durante aquella lucha interior llegó Glauco para vendar al herido y examinar su estado. En ese mismo instante la cólera se dibujó en los rasgos de Vinicio. Estaba furioso al ver interrumpir su conversación con Ligia, y respondió a las preguntas de Glauco casi con desprecio. Pero no tardó en contenerse; mas si Ligia había creído que las enseñanzas del Ostriano podían tener alguna acción sobre aquella naturaleza indomable, su ilusión debía disiparse. Él no había cambiado más que para ella. Salvo ese sentimiento, en aquel pecho seguía latiendo el antiguo corazón duro y egoísta, aquel corazón de verdadero lobo romano, incapaz no sólo de comprender la dulzura de la doctrina cristiana sino incluso incapaz de gratitud. Y ella se fue turbada e inquieta.

Antes, en sus oraciones, ofrecía a Cristo un corazón sereno y tan puro como una lágrima. Ahora, aquella serenidad se hallaba conturbada. Un insecto venenoso se había deslizado en el cáliz de la flor y comenzaba a zumbar. A pesar de sus dos noches de vela, el sueño no la tranquilizó. Soñó que en el Ostriano, Nerón, precediendo a un cortejo de augustanos, de bacantes, de coribantes y de gladiadores, aplastaba bajo su carro engalanado de rosas multitudes de cristianos; que Vinicio la cogía en sus brazos, la llevaba a su cuadriga y le murmuraba estrechándola contra el pecho: «Ven con nosotros»…

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