Capítulo LXIII
Capítulo LXIII
El drama solía representarse en los teatros o anfiteatros dispuestos de tal forma que pudieran abrirse, formando dos escenarios distintos. Pero tras el espectáculo de los jardines del César, se desecharon estas disposiciones para permitir a todos los asistentes ver la muerte del esclavo crucificado que, en el drama, era devorado por un oso. En el teatro, el papel del oso era encarnado por un actor metido en una piel; pero en esta ocasión, la representación iba a ser «vivida». Una nueva invención de Tigelino. Al principio, el César declaró que no iría, pero por consejo de su favorito cambió de opinión. Tigelino le había persuadido de que, tras lo que había ocurrido en los jardines, debía mostrarse en público más que nunca; al mismo tiempo afirmó que el esclavo crucificado no le insultaría como había hecho Crispo. Para atraer al pueblo, cansado ya por tantos espectáculos sanguinarios, había sido preciso prometerle nuevas larguezas, así como una cena en el anfiteatro brillantemente iluminado.
Y al atardecer el circo fue asaltado. Todos los augustanos, con Tigelino a la cabeza, habían ido, menos por el espectáculo que para dar al César testimonio de su lealtad tras el último incidente, y para conversar sobre Quilón, del que hablaba toda Roma.
En voz baja se decía que el César, al regresar de los jardines, se había visto dominado por un acceso de furia y no había podido dormir en toda la noche; que se había apoderado de él el terror, que lo habían asaltado extrañas visiones y que había resuelto salir inmediatamente para Acaya. Otros aseguraban, por el contrario, que estaba decidido a mostrarse más implacable que antes con los cristianos. No faltaban cobardes que temían que la acusación lanzada por Quilón a la cara del César delante de la multitud podía acarrear las más funestas consecuencias. Finalmente había quien, movido por un sentimiento de piedad, pedía a Tigelino que acabase con las persecuciones.
—Ved hacia dónde os lleva todo esto —decía Barco Sorano—. Queríais saciar la venganza del pueblo y convencerle de que el castigo caía sobre los verdaderos culpables; y habéis conseguido un resultado completamente opuesto.
—¡Es cierto! —añadió Antistio Vero—. Ahora todos murmuran que los cristianos son inocentes. Si a eso lo llamáis habilidad, Quilón tenía razón cuando decía que vuestros cerebros no llenarían la cáscara de una nuez.
Tigelino se volvió hacia ellos:
—También se rumorea que tu hija Servilla, Barco Soriano, y que tu mujer, Antistio, han sustraído sus esclavos cristianos a la justicia del César.
—¡Eso no es cierto! —exclamó Barco con voz inquieta.
—Son vuestras mujeres divorciadas que quieren perder a la mía: la envidian por su virtud —protestó con no menos ansiedad Antistio Vero.
Los otros hablaban de Quilón.
—¿Qué le ha pasado? —decía Aprio Marcelo—. Fue él quien los entregó a Tigelino. De harapiento que era se ha vuelto rico; habría podido terminar sus días en paz, tener unos funerales espléndidos y un monumento en su tumba. Y de pronto lo echa todo a rodar y se pierde él mismo. Realmente se ha vuelto loco.
—No se ha vuelto loco, se ha vuelto cristiano —dijo Tigelino.
—¡Es imposible! —exclamó Vitelio.
—Ya os lo decía yo —intervino Vestino—; suprimid a los cristianos pero no hagáis la guerra a su divinidad, hacedme caso. No hay que bromear con ella… Ya veis lo que pasa. Yo no he incendiado Roma, y sin embargo, si el César lo permitiera, ofrecería ahora mismo una hecatombe a su Dios. Y todos vosotros deberíais hacer otro tanto, porque no hay que bromear con él, os lo repito. Recordad lo que os digo.
—Y yo os diré otra cosa —añadió Petronio—. Tigelino se echó a reír cuando yo dije que se armaban. Ahora voy a deciros algo más: ¡están logrando conquistas!
—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntaron varias voces.
—¡Por Pólux!… Si un hombre como Quilón no ha resistido, ¿quién podrá resistir? Si imagináis que después de cada espectáculo no aumenta el número de cristianos, entonces poneos a vender calderos o dedicaos a afeitar las barbas de las gentes, para daros cuenta de lo que piensa el pueblo y de lo que ocurre en la ciudad.
—¡Por el sagrado de Diana, es la pura verdad! —exclamó Vestino.
Barco se volvió hacia Petronio.
—¿A dónde quieres llegar?
—Yo termino por donde vosotros habéis empezado: ya hay demasiada sangre.
Tigelino dijo con una sonrisa irónica:
—¡Todavía hay poca!…
—¡Si tu cabeza no te basta, tienes otra en tu bastón! —replicó Petronio.
La conversación fue interrumpida por el César, que tomó asiento en el estrado en compañía de Pitágoras. Inmediatamente comenzó el , al que no se prestaba apenas atención, porque todos los pensamientos se hallaban concentrados en Quilón. El pueblo, ahíto de torturas y de sangre, se aburría también, silbaba, lanzaba gritos impertinentes en dirección a la corte y exigía la escena del oso, la única que le interesaba. Sin la esperanza de contemplar al viejo condenado y el deseo de los regalos, el espectáculo no habría retenido en sus asientos a la multitud.
Pero por fin llegó el momento. Los sirvientes del circo trajeron primero una cruz de madera lo bastante baja para que el oso, de pie sobre sus patas traseras, pudiera alcanzar el pecho del supliciado; luego dos hombres trajeron, o mejor arrastraron, por la arena a Quilón, quien, con las piernas rotas durante la sesión de tormento, no podía caminar. Fue clavado con tanta rapidez sobre el árbol, que los augustanos no pudieron contemplarlo a gusto. Sólo cuando se levantó la cruz se volvieron hacia él todos los ojos. Pero en aquel viejo desnudo pocas personas podían reconocer al Quilón de antes. Tras los tormentos que le había infligido Tigelino, su cara ya no tenía una gota de sangre. Sobre su barba blanca un reguero rojo revelaba la lengua arrancada. A través de la piel, diáfana, podían distinguirse casi los huesos. Parecía más viejo todavía, casi decrépito. Antes, sus ojos lanzaban miradas inquietas y malvadas, su rostro reflejaba constantemente temor e incertidumbre; ahora, era doloroso, pero también dulce y casi apacible como el de un hombre que se apaga. El recuerdo del ladrón en la cruz al que Cristo había perdonado tal vez le daba confianza. Tal vez en lo más hondo de su alma decía al Dios de misericordia: «Señor, he mordido como una bestia venenosa; pero he sido miserable, he reventado de hambre, los hombres me han pisado, me han apaleado y me han abofeteado durante toda mi vida. He sido pobre, Señor, y muy desventurado; y hoy todavía siguen torturándome y me han crucificado. ¡Tú, oh Misericordioso, Tú no me rechazarás en la hora de la muerte!». Y la paz parecía haber bajado, junto con el arrepentimiento, a aquel corazón ulcerado.
Nadie se reía porque en aquel viejo crucificado había algo tan dulce, parecía tan precario, tan inerme, tan digno de compasión en su humildad, que todos se preguntaban por qué se torturaba y se crucificaba a aquel moribundo. La multitud estaba callada. Entre los augustanos, Vestino se inclinaba a derecha e izquierda, y balbuceaba con voz asustada:
—¡Ved cómo muere!
Los demás esperaban la aparición del oso, deseando en el fondo del alma que el espectáculo concluyera cuanto antes.
Por fin el oso llegó pesadamente a la arena, balanceando su cabeza, lanzando miradas hacia el suelo, como si reflexionase o buscase algo. Tras haber visto la cruz y el cuerpo desnudo, se acercó, se irguió, olfateó e, inmediatamente después, volvió a caer sobre sus patas, se tumbó a los pies de la cruz y se puso a gruñir, como si su corazón de bestia tuviera piedad de aquel desecho humano.
Los esclavos del circo estimulaban al oso con sus gritos; pero el pueblo seguía mudo. Mientras, Quilón alzó la cabeza y paseó su mirada por los espectadores. Sus ojos se detuvieron muy arriba, en los últimos graderíos del anfiteatro. Entonces su pecho empezó a moverse con mayor rapidez y se produjo algo más inesperado todavía, que dejó estupefactos a los asistentes. Su rostro se iluminó con una sonrisa, su frente se nimbó de claridad, sus ojos se elevaron al cielo, y de sus pesados párpados, lentamente, dos lágrimas descendieron a lo largo de su cara.
Y murió.
Bruscamente, en voz muy alta, bajo el mismo, una voz viril, sonora, gritó:
—¡Paz a los mártires!
Sobre el anfiteatro reinaba un pesado silencio.