Casa desolada

39. Abogado y cliente

39. Abogado y cliente

El nombre del señor Vholes, precedido por la leyenda de Piso Bajo, figura inscrito en el montante de una puerta de Symond's Inn, Chancery Lane: un edificio pequeño, pálido, ciego, destartalado, como un gran cubo de la basura con dos compartimentos y un tabique. Parece que Symond fue hombre ahorrativo y construyó su edificio con materiales usados de construcción de segunda mano, que fueron rápidamente víctimas de la carcoma, la suciedad y todo lo que provoca la decadencia y la ruina, y perpetuó el nombre de Symond’s con una sordidez bienhumorada. En esta hura mezquina conmemorativa de Symond es donde el señor Vholes se consagra a la práctica del derecho.

El bufete del señor Vholes, por su origen poco cordial y en situación poco acogedora, está metido en un rincón, y contempla un muro ciego. Tres pies de pasillo oscuro y con el piso lleno de nudos llevan al cliente a la puerta negrísima del señor Vholes, en una esquina que resultaría tenebrosa incluso en la mañana veraniega más luminosa posible por encima de la cual sube la escalera del sótano, contra la que se dan golpes en la cabeza los profanos que llegan con prisas. El bufete del señor Vholes es tan reducido que un pasante puede abrir la puerta sin bajarse de su taburete, mientras que el otro, que comparte el mismo escritorio, puede hacer lo mismo para atizar el fuego. Hay un olor a oveja enferma, mezclado con el de polvo y humedad, que cabe atribuir al consumo nocturno (y muchas veces diurno) de velas de sebo de cordero y a la desintegración de formularios y pergamino en cajones grasientos. Por lo demás, el ambiente es rancio y cerrado. La última vez que se pintó o se encaló ese bufete es algo que no recuerda memoria humana, y las dos chimeneas tiran mal, y por todas partes hay una capa de hollín que lo recubre todo, y las ventanas opacas y agrietadas en sus pesados marcos no tienen nada que las haga notables, salvo su determinación de permanecer siempre sucias y siempre cerradas, salvo que se las fuerce. Ello explica el fenómeno de que la más débil de ellas suela tener metido entre sus mandíbulas un haz de leña cuando hace calor.

El señor Vholes es un hombre muy respetable. No tiene mucho trabajo, pero es un hombre muy respetable. Los abogados más importantes, que han hecho grandes fortunas o están a punto de hacerlas, reconocen que es un hombre respetabilísimo. En su trabajo nunca pierde una oportunidad, lo cual es seña de respetabilidad. Nunca se divierte, lo cual es otra seña de respetabilidad. Es reservado y serio, lo cual es otra seña de respetabilidad. Tiene problemas digestivos, lo cual es muy respetable. Y está almacenando la carne que es como hierba para sus tres hijas . Y mantiene a su anciano padre en el Valle de Taunton.

El gran principio del derecho inglés es ser lucrativo. No existe, en todos sus meandros, ningún otro principio tan distinta, clara y consistentemente mantenido. Visto bajo esta luz se convierte en un plan coherente, y no en el laberinto monstruoso que suelen pensar los profanos. Bastaría con que percibieran claramente una sola vez que su gran principio es ser lucrativo a costa de ellos para que dejaran de gruñir de una vez, no cabe duda.

Pero como no lo perciben con claridad, sino que lo ven de forma fragmentaria y confusa, los profanos a veces sufren en su paz de ánimo y sus bolsillos y sí que gruñen demasiado. Entonces se les aplica todo el peso de la respetabilidad del señor Vholes: «¿Derogar tal artículo, señor mío?», dice el señor Kenge a un cliente irritado, «¿Derogarlo, señor mío? jamás lo consentiré. Cambie usted la ley, señor mío, y ¿cuál será el efecto de su temerario proceder para toda una clase de profesionales muy dignamente representada, permítaseme decirlo, por el abogado de la parte contraria a usted, el señor Vholes? Señor mío, esa clase de profesionales se vería barrida de la faz de la Tierra. Y usted no se puede permitir; diría yo que el sistema social no se puede permitir la pérdida de hombres como el señor Vholes. Diligentes, perseverantes, agudos en los negocios. Señor mío, comprendo lo que siente usted en estos momentos en contra del orden actual de cosas, y reconozco que en su caso es un tanto molesto, pero jamás levantaré mi voz en pro de la destrucción de toda una clase de hombres como el señor Vholes». La respetabilidad del señor Vholes se ha citado incluso con efecto aplastante ante comisiones parlamentarias, como ocurrió en el caso de las siguientes minutas oficiales de la declaración de un distinguido procurador. «Pregunta (número quinientos diecisiete mil ochocientos sesenta y nueve»: Si bien entiendo lo que declara usted, no cabe duda de que estas formas de ejercer la profesión causan retrasos. Respuesta: Sí. Algunos retrasos. Pregunta: ¿Y muchos gastos? Respuesta: Desde luego, no se pueden hacer gratis. Pregunta: ¿Y problemas indecibles? Respuesta: No estaría en condiciones de contestar a eso. A nunca me han causado problemas, sino todo lo contrario. Pregunta: Pero, ¿cree usted que su abolición perjudicaría a toda una clase de profesionales? Respuesta: No me cabe duda. Pregunta: ¿Puede usted dar un ejemplo de esa clase? Respuesta: Sí. Mencionaría sin titubear al señor Vholes. Se arruinaría. Pregunta: ¿En su profesión se considera que el señor Vholes es una persona respetable? Respuesta (que resultó fatal e hizo que la investigación durase diez años): En la profesión se considera que el señor Vholes es una persona respetabilísima».

Análogamente, en las conversaciones familiares hay autoridades privadas, pero no menos desinteresadas, que observan que no saben a donde vamos a llegar, que estamos cayendo en el caos, que ya han eliminado otra cosa más, que estos cambios significan la muerte de gente como Vholes, persona de indudable respetabilidad, con un padre en el Valle de Taunton y tres hijas en casa. Como sigamos por ese camino, dicen, ¿qué va a pasarle al padre de Vholes? ¿Tendrá que morirse? ¿Y a las hijas de Vholes? ¿Tendrán que hacerse costureras, o amas de llaves? Es como si el señor Vholes y sus parientes fueran jefezuelos caníbales y, ante la propuesta de abolir el canibalismo, surgieran indignados campeones suyos que plantearan las cosas como sigue: ¡Si prohiben ustedes la antropofagia, matarán ustedes de hambre a los Vholes!

En resumen, el señor Vholes, con sus tres hijas y su padre en el Valle de Taunton, sigue sirviendo de puntal, como si fuera, una viga de madera, para sustentar una pared en ruinas que se ha convertido en un peligro público y en una molestia. Y para muchísima gente, en muchísimos casos, nunca se trata de pasar de lo Injusto a lo Justo (consideración que desde luego no interviene para nada), sino que siempre se trata de perjudicar o beneficiar a esa legión, eminentemente respetable, de los Vholes de este mundo.

Hace diez minutos que el Lord Canciller ha salido para sus vacaciones de verano. El señor Vholes y su joven cliente, juntos con varias sacas azules rellenadas a toda prisa de forma que no se reconoce en absoluto su forma original, como ocurre con las grandes serpientes cuando están saciadas, han vuelto a la guarida oficial. El señor Vholes, tranquilo e imperturbable, como corresponde a persona tan respetable, se quita sus ajustados guantes negros como si se estuviera desollando las manos, se levanta el sombrero apretado como si se estuviera quitando el cuero cabelludo, y se sienta a su escritorio. El cliente tira al suelo el sombrero y los guantes, los tira donde caigan, sin ocuparse de ellos ni de dónde van a caer, se lanza a una silla, con algo que es entre un suspiro y un gruñido, descansa la cabeza dolorida en una mano y es como la imagen de la joven Desesperación.

—¡Nada, una vez más! —dice Richard—. ¡Nada!

—No diga usted que nada, caballero —replica plácidamente Vholes—. ¡Eso no es justo, señor mío, nada justo!

—Bueno, ¿y qué es lo que hemos conseguido? —pregunta Richard, que lo contempla sombrío.

—Es posible que no se trate sólo de eso —responde Vholes. Es posible que se trate qué es lo que se está consiguiendo, qué es lo que se está consiguiendo.

—Y, ¿qué es lo que se está consiguiendo? —pregunta su melancólico cliente.

Vholes se sienta con los brazos apoyados en el escritorio, y lleva en silencio las puntas de los cinco dedos de una mano a reunirse con las cinco puntas de la otra, y tras volver a repararlas en silencio otra vez, contempla fija y lentamente a su cliente y contesta:

—Se están consiguiendo muchas cosas, señor mío. Hemos arrimado el hombro a la rueda, señor Carstone, y la rueda empieza a girar.

—Sí, y a ella está atado Ixión . ¿Cómo voy a pasar los cuatro o cinco meses infernales que vienen? —exclama el joven, que se levanta de su silla y se pone a pasear por el aposento.

—Sr. C. —replica Vholes, que lo sigue con la mirada mientras él se desplaza—, es usted muy impulsivo, y lo lamento por usted. Permítame que le recomiende que no se irrite usted tanto, que no sea tan impetuoso, que no gaste tantas energías. Debería usted tener más paciencia. Debería usted contenerse más.

—¿O sea, señor Vholes, que debería imitarlo a usted? —dice Richard, que vuelve a sentarse con una risa impaciente y golpea nervioso con un pie la alfombra descolorida.

—Señor mío —replica Vholes, que sigue mirando al cliente como si fuera a engullírselo con los ojos, además de con su apetito profesional—. Señor mío —replica Vholes con su manera de hablar para sus adentros y con la calma de quien no tiene sangre en las venas—, no voy a tener yo la presunción de proponerme como modelo, ni de usted ni de nadie. Me basta con dejar un buen nombre a mis tres hijas; no soy egoísta. Pero como se refiere usted a mí de ese modo, reconozco que me agradaría impartir a usted algo de lo que sin duda calificaría usted, señor mío, de insensibilidad, y estoy seguro de que yo no tengo nada que objetar, digamos de mi insensibilidad, algo de mi insensibilidad.

—Señor Vholes —dice el cliente, un tanto cortado—, no era mi intención acusar a usted de insensibilidad.

—Yo creo que sí, señor mío, aunque fuera sin saberlo —responde el ecuánime Vholes—. Es muy natural. Yo tengo el deber de cuidar de sus intereses con ánimo tranquilo, y entiendo perfectamente que a sus ojos excitados yo pueda aparecer insensible en momentos como éste. Quizá mis hijas me conozcan mejor; es posible que mi anciano padre me conozca mejor. Pero también me conocen desde hace mucho más tiempo que usted, y el ojo confiado del afecto no es el mismo que el ojo desconfiado de los negocios. Al cuidar de los intereses de usted deseo que se verifique lo que hago en toda la medida de lo posible; es lo correcto; exijo que se me investigue. Pero los intereses de usted exigen que yo mantenga mi calma y mis métodos, señor Carstone, y yo no puedo actuar de otro modo; no, señor, ni siquiera para complacer a usted.

El señor Vholes, tras echar un vistazo al gato oficial que observa paciente una ratonera, vuelve a fijar su mirada hechizada en su joven cliente y continúa diciendo con su voz semiaudible y completamente abotonada, como si en su interior residiera un espíritu impuro que no quisiera salir ni hablar en voz alta:

—Pregunta usted, señor mío, lo que va a hacer durante las vacaciones judiciales. Yo supongo que ustedes, los caballeros del ejército, saben encontrar muchos medios de entretenerse si lo desean. Si me hubiera preguntado usted lo qué iba a hacer yo durante las vacaciones, podría haberle dado una respuesta más rápida. Voy a cuidar de los intereses de usted. Voy a pasarme los días aquí, cuidando de los intereses de usted. Ésa es mi obligación, señor C., y el que los Tribunales estén reunidos o de vacaciones, poco me importa. Si desea usted consultarme acerca de sus intereses, aquí me encontrará en todo momento. Otros profesionales se marchan de la ciudad. Yo no. No es que los critique por marcharse, simplemente digo que yo no me marcho. ¡Este escritorio es su roca, señor mío!

El señor Vholes le da un golpe y el escritorio resuena como una caja de ataúd. Pero no a oídos de Richard. Ese sonido le resulta alentador. Quizá el señor Vholes lo sepa.

—Tengo plena conciencia, señor Vholes —dice Richard en tono más confianzudo y de mejor humor—, de que es usted la persona más fiable del mundo, y el trabajar con usted es trabajar con alguien que no se va a dejar engañar. Pero póngase usted en mi caso, con esta vida desordenada, sumido cada día en más dificultades, siempre esperando y siempre desencantado, consciente de que no hago más que cambiar para peor, sin que nada cambie para mejor en ningún otro aspecto, y verá usted que se trata de un caso de lo más desesperado, como a veces me parece a mí.

—Ya sabe usted —dice el señor Vholes— que yo nunca pierdo la esperanza, señor mío. Le he dicho desde el primer momento, señor C., que yo nunca pierdo la esperanza. Particularmente en un caso como éste, en el que la mayor parte de las costas la paga la herencia. No tendría en cuenta mi buen nombre si abandonara la esperanza. Quizá parezca que mi objetivo son las costas. Pero cuando dice usted que nada cambia para mejor, debo negarlo, como mera cuestión de hecho.

—¿Sí? —pregunta Richard, animándose—. ¿En qué sentido lo dice usted?

—Señor Carstone, está usted representado por…

—Acaba usted de decirlo: una roca.

—Sí, señor —insiste el señor Vholes, meneando dulcemente la cabeza y golpeando su escritorio hueco, que resuena como si hubiera dentro de él cenizas que caen sobre cenizas, y polvo sobre polvo—, una roca. Eso ya es algo. Está usted representado individualmente, y ya no está perdido ni oculto entre los intereses de otros. Eso es algo. El pleito no está dormido; nosotros lo despertamos, lo ventilamos, lo sacamos de paseo. Eso es algo. No es solamente Jarndyce, de hecho, además de nombre. Eso es algo. Ahora ya no hay nadie que haga exclusivamente lo que él quiere. Y no cabe duda de que eso es algo.

Richard, con un gesto repentinamente encendido, golpea el escritorio con un puño.

—¡Señor Vholes! Si alguien me hubiera dicho la primera vez que fui a casa de John Jarndyce que era otra cosa que el amigo desinteresado que parecía ser, que era lo que se ha ido viendo gradualmente que es, no hubiera podido yo encontrar palabras lo bastante fuertes para rechazar la calumnia; no subiera podido encontrar demasiado ardor para defenderlo. ¡Qué poco sabía yo del mundo! Mientras que ahora le declaro a usted que se ha convertido para mí en la personificación del pleito, que en lugar de que éste sea algo abstracto, se ha convertido en John Jarndyce; que cuanto más sufro, más me indigno con él; que todo nuevo retraso y toda nueva desilusión no es sino una injuria más que me inflige la mano de John Jarndyce.

—No, no —dice el señor Vholes—. No diga usted eso. Debemos tener paciencia, todos nosotros. Además, a mí no me gusta ofender, señor mío. Yo nunca ofendo a nadie.

—Señor Vholes —replica el indignado cliente—, sabe usted igual que yo que si le hubiera sido posible, él habría dado carpetazo al pleito.

—No ha estado muy activo —reconoce el señor Vholes, con aire renuente—. Desde luego, no ha estado muy activo. Pero sin embargo, sin embargo, es posible que sus intenciones fueran buenas. ¿Quién puede jactarse de leer en los corazones, señor C.?

—Usted puede —contesta Richard.

—¿Yo, señor C.?

—Lo bastante bien para saber cuáles eran sus intenciones. ¿Están en conflicto nuestros intereses o no? ¡Dígame sí o no! —dice Richard, acompañado sus cuatro últimas palabras con cuatro golpes en su roca de confianza.

—Señor C. —responde Vholes, imperturbable en su actitud y sin pestañear ni una vez sus famélicos ojos—, faltaría a mi deber como asesor profesional de usted, me desviaría de mi fidelidad a los intereses de usted, si adujera que esos intereses son idénticos a los intereses del señor Jarndyce. No lo son, señor mío. Yo nunca hago procesos de intenciones. Tengo un padre y yo mismo soy padre, y nunca hago procesos de intenciones. Pero no debo renunciar a mis obligaciones profesionales, aunque ello implique sembrar la disensión en las familias. Entiendo que usted me consulta ahora, profesionalmente, acerca de sus intereses, ¿no es así? Le respondo que no son idénticos a los del señor Jarndyce.

—¡Pues claro que no! —grita Richard—. Ya lo averiguó usted hace mucho tiempo.

—Señor C. —insiste Vholes—, no deseo hablar más de lo necesario acerca de terceros. Deseo dejar mi buen nombre inmaculado, junto con los escasos bienes que haya logrado adquirir gracias a la industria y la perseverancia, a mis hijas Emma, Jane y Caroline. También deseo vivir amigablemente con mis colegas. Señor mío, cuando el señor Skimpole me hizo el honor (no diré el gran honor, pues nunca desciendo a las adulaciones) de reunirnos en estos aposentos, le mencioné a usted que no podía ofrecerle ninguna opinión, ningún consejo, acerca de los intereses de usted, mientras esos intereses estuvieran confiados a otro miembro de mi profesión. Y hablé en los términos en los que estaba obligado a hablar del bufete de Kenge y Carboy, que tiene gran reputación. Usted, señor mío, consideró oportuno retirar sus intereses del cuidado de ellos, pese a todo, y yo los acepté con las manos limpias. Esos intereses son ahora los supremos de este bufete. Como es posible que me haya usted oído mencionar, mis funciones digestivas no están en buen estado, y es posible que un descanso las hiciera mejorar, pero no voy a descansar, señor mío, mientras ostente su representación. Siempre que me necesite me hallará aquí. Llámeme a donde sea y acudiré. Durante las vacaciones, señor mío, consagraré mi tiempo libre a estudiar los intereses de usted cada vez más a fondo y a adoptar disposiciones para remover Roma con Santiago (incluido, desde luego, el Canciller) después de San Miguel, y cuando por fin felicite a usted, señor mío —dice el señor Vholes con la severidad de un hombre muy decidido—, cuando por fin felicite a usted de todo corazón por haber obtenido una fortuna, acerca de lo cual, aunque yo nunca doy esperanzas, quizá tenga algo más que decirle a usted, no me deberá usted nada, salvo lo poco que para entonces quede pendiente de los honorarios entre abogado y cliente, no incluidos en las costas judiciales, que recaen sobre el patrimonio. No tengo ningún derecho sobre usted, señor C., salvo el del desempeño celoso y activo (no el desempeño lánguido y rutinario, señor mío, eso sí debo reconocérmelo a mí mismo) de mis obligaciones profesionales. Una vez cumplido felizmente mi deber, todo habrá terminado entre nosotros.

Para terminar, Vholes añade en calidad de postdata de esta declaración de sus principios, que como el señor Carstone está a punto de reincorporarse a su regimiento, es posible que el señor C. desee complacerlo con una orden de pago contra su agente por valor de 20 libras a cuenta.

—Porque últimamente, señor mío —observa el señor Vholes, pasando las hojas de su Libro Diario—, ha habido muchas consultas y asistencias, y estas cosas van acumulándose y yo no presumo de ser hombre de capital. Cuando iniciamos nuestras actuales relaciones le dije a usted abiertamente (es uno de mis principios que las relaciones entre abogado y cliente nunca pueden ser demasiado abiertas) que yo no era hombre de capital, y que si su objetivo era el capital, mejor sería dejar los documentos en el bufete de Kenge. No, señor C., aquí, señor mío, no encontrará usted ninguna de las ventajas ni de las desventajas del capital. Ésta —y Vholes da otro golpe hueco al escritorio— es su roca; no pretende ser nada más.

El cliente, con su abatimiento sensiblemente aliviado, y con sus vagas esperanzas reanimadas, toma pluma y tinta y escribe la nota, aunque no sin realizar antes un estudio y un cálculo perplejo de la fecha que puede llevar, lo cual implica la existencia de escaso efectivo en manos de su agente. Durante todo ese rato Vholes, con el cuerpo y la mente abotonados, lo contempla atentamente. Durante todo ese rato el gato oficial de Vholes sigue contemplando la ratonera.

Por último, el cliente da la mano al señor Vholes y le ruega que, por el amor del Cielo y por el amor de la Tierra haga todo lo posible por «sacarlo con bien» del Tribunal de Cancillería. El señor Vholes, que nunca da esperanzas, pone la palma de la mano en el hombro del cliente y le responde con una sonrisa: «Siempre estoy aquí, señor mío. Personalmente o por carta, siempre me encontrará usted aquí, señor mío, con el hombro arrimado a la rueda». Así se separan, y Vholes, al quedarse solo, se dedica a trasladar una serie diversa de notas de su Diario a su libro personal de contabilidad, en beneficio final de sus tres hijas. Igual podría un zorro industrioso, o un oso, establecer su contabilidad de gallinas o de viajeros perdidos mientras miran a sus cachorros; por no ofender con esa palabra a las tres doncellas de cara macilenta, flacas y abotonadas que viven con el padre Vholes en el rústico chalet situado en medio de un jardín húmedo de Kennington.

Richard sale de las tinieblas de Symond's Inn a la luz del sol de Chancery Lane (pues da la casualidad de que hoy brilla el sol), va paseando pensativo hacia Lincoln’s Inn y pasa bajo la sombra de los árboles de Lincoln’s Inn. Son muchos los paseantes bajo los que han caído las sombras moteadas de esos árboles: sobre cabezas igualmente bajas, uñas igualmente mordisqueadas, ojos gachos, pasos titubeantes, aire errabundo y soñador, mientras el bien se consume y se ve consumido y la vida se agría. Nuestro paseante todavía no está raído, pero es posible que llegue a estarlo. La Cancillería, que no conoce sabiduría alguna salvo en los Precedentes, goza de gran riqueza en esos Precedentes, y, ¿por qué va éste a ser distinto de los diez mil anteriores?

Pero hace tan poco tiempo que se inició su decadencia que cuando se va alejando, renuente a la idea alejarse del lugar durante varios meses, por mucho que lo deteste, que quizá el propio Richard considere que su caso es excepcional. Aunque le pese en el corazón estar lleno de preocupaciones corrosivas, de angustia, de desconfianza y de dudas, quizá le quede margen para preguntarse tristemente al recordar lo distintas que fueron sus primeras visitas a este mismo lugar, cuán diferente era él, cuán diferentes veía las cosas mentalmente. Pero la injusticia engendra injusticia, el combatir con las sombras y verse derrotado por ellas requiere establecer sustancias con las que combatir; se ha convertido en un alivio indescriptible el pasar del pleito impalpable que no puede comprender nadie en este mundo a la figura palpable del amigo que lo hubiera salvado de la ruina y convertirlo a él en su enemigo. Richard le ha dicho la verdad a Vholes. Tanto si está de buen humor como de malo, sigue atribuyendo todos sus problemas a la misma causa; se ha visto contrariado en ese sentido, con respecto a un objetivo bien claro, y ese sentido sólo puede deberse al único tema que está a punto de absorber toda su existencia; además, se considera justificado ante sus propios ojos al disponer de un antagonista y un opresor claramente identificado.

¿Convierte todo esto a Richard en un monstruo, o cabe advertir que la Cancillería también abunda en Precedente de este tipo, de suponer que el Ángel Escribano pudiera demandar su presentación?

Mientras él se va mordiendo las uñas melancólico al cruzar la plaza, dos pares de ojos que están ya acostumbrados a ver personas que se hallan en la misma situación ven que desaparece en la sombra de la puerta del sur, y van siguiéndolo. Los poseedores de esos ojos son el señor Guppy y el señor Weevle, que han estado conversando, apoyados en el parapeto bajo de piedra bajo los árboles. Pasa junto a ellos, sin ver nada más que el suelo.

—William —dice el señor Weevle alisándose las patillas—, ¡ahí marcha alguien en combustión! No es un caso de la Espontánea, pero sí de una combustión lenta.

—¡Ah! —dice el señor Guppy—. No ha querido mantenerse apartado del caso Jarndyce y supongo que está endeudado hasta las cejas. Nunca llegué a conocerle bien. Cuando estuvo a prueba con nosotros era más tieso que el Monumento . Por mí, cuanto más lejos, mejor, como pasante y como cliente. Bueno, Tony, lo que están tramando es lo que te decía yo.

El señor Guppy vuelve a cruzarse de brazos y a apoyarse en el parapeto, como si estuviera a punto de reanudar su interesante conversación.

—Te digo, amigo mío, que siguen en eso —comenta el señor Guppy—, y que siguen echando las cuentas, estudiando los documentos, examinando un montón de basuras tras otro. Como sigan así, dentro de siete años estarán igual que ahora.

—¿Y Small les ayuda?

—Small se ha marchado tras dar un preaviso de una semana. Le dijo a Kenge que los negocios de su abuelo eran demasiado para el anciano y a él le convendría dedicarse a ellos. Últimamente se habían enfriado las relaciones entre Small y yo por lo reservado que era él. Pero me dijo que tú y yo lo habíamos empezado, y a decir verdad yo no se lo podía discutir, porque tenía razón él, y volví a poner nuestras relaciones en el mismo pie que antes. Así es como me he enterado de lo que están tramando.

—¿No has ido a buscar nada?

—Tony —dice el señor Guppy, un tanto desconcertado—, no quiero ser reservado contigo, y la verdad es que no me gusta demasiado la casa, salvo cuando estoy contigo; por eso he propuesto esta pequeña cita para que nos llevemos tus cosas. ¡El reloj acaba de dar la hora! Tony —añade el señor Guppy, misteriosa y tiernamente elocuente—, es necesario convencerte una vez más de que circunstancias ajenas a mi voluntad han introducido una modificación melancólica en mis planes más acariciados, y en la imagen que no me ama y que te he mencionado anteriormente como a un buen amigo. Esa imagen se ha roto, y ese ídolo ha caído… Mi único deseo actualmente, en relación con los objetos que tenía yo la idea de llevar al Tribunal con tu ayuda como amigo, es dejarlos en paz y enterrarlos en el olvido. ¿Crees posible, crees en absoluto probable (y te lo pregunto como buen amigo, Tony), por tu conocimiento del personaje caprichoso, astuto y anciano, que cayó presa del… elemento Espontáneo, crees, Tony, probable en absoluto que él tuviera otra idea y colocara aquellas cartas en otra parte, después de la última vez en que lo viste vivo, y que no quedaran destruidas aquella noche?

El señor Weevle se queda reflexionando un momento. Niega con la cabeza. Opina decididamente que no.

—Tony —dice el señor Guppy mientras avanza hacia la plazoleta—, una vez más, entiéndeme como amigo. Sin entrar en más explicaciones, puedo repetir que el ídolo ha caído. No tengo ya más objetivo que el de enterrarlo en el olvido. Me he comprometido a ello. Me lo debo a mí mismo, y se lo debo también a esa imagen rota, así como a circunstancias ajenas a mi voluntad. Si me expresaras con un gesto, con un guiño, que has visto en alguna parte de tu antigua residencia algún papel parecido a los que buscábamos, los tiraría al fuego, te lo aseguro, bajo mi responsabilidad.

El señor Weevle asiente. El señor Guppy, muy elevado a sus propios ojos por haber formulado esas observaciones, con aire en parte forense y en parte romántico (pues este caballero siente pasión por hacerlo todo como si fuera un interrogatorio judicial, o afirmarlo todo como si fuera un alegato final o un discurso), acompaña dignamente a su amigo a la plazoleta.

Nunca, desde su fundación como plazoleta, ha habido en ella una bolsa de chismorreos, inagotable como la de Fortunato, comparable a la de la trapería. Infaliblemente, todas las mañanas a las ocho, llega a la esquina el señor Smallweed abuelo, al que meten en la tienda acompañado por la señora Smallweed, Judy y Bart, e infaliblemente se pasan en ella todo el día hasta las nueve de la noche, solazados con refacciones improvisadas, en cantidades no abundantes, que les traen de la casa de comidas de al lado, y buscan y registran, escarban y bucean entre los tesoros del finado. Mantienen tan en secreto la índole de esos tesoros que la plazoleta se siente enloquecer. En su delirio se imaginan monedas de a guinea que aparecen en teteras, monedas de a corona amontonadas en poncheras, sillas y colchones viejos llenos de billetes del Banco de Inglaterra. Compra el pliego de a seis peniques (con portada de vivos colores) del señor Daniel Dancer y su hermana, y también el del señor Elwes, de Suffolk y convierte todos los datos de esa narraciones auténticas en alusiones al señor Krook. Dos veces, cuando se llama al barrendero a que se lleve una carretada de papel viejo, cenizas y botellas rotas, la plazoleta entera se reúne a inspeccionar los cestos cuando salen. Muchas veces, los dos caballeros que escriben con plumillas infatigables en papel finísimo aparecen curioseando en la plazoleta, sin saludarse el uno al otro, pues su antigua sociedad se ha disuelto. El Sol introduce hábilmente en las veladas de la Armonía una nota relativa a lo que más interesa en estos momentos. Little Swills recibe grandes aplausos cuando introduce alusiones habladas al tema, y ese mismo vocalista añade improvisaciones ingeniosas en su repertorio habitual, como si hubiera recibido la inspiración divina. Incluso la señorita M. Melvilleson, en la vieja melodía caledoniana que dice «Todos de acuerdo», expresa el sentimiento de que «a los perros les gusta la chevecha» (sea lo que sea ese brebaje) con tal picardía y tal giro de la cabeza hacia la puerta de al lado que inmediatamente se advierte que significa que al señor Smallweed le encanta encontrar dinero, y todas las noches ha de bisar la canción. Pese a todo esto, la plazoleta no se entera de nada, y como informan la señora Piper y la señora Perkins ahora al antiguo pensionista, cuya aparición provoca la agitación general, se halla en estado de constante agitación para ver si logra descubrirlo todo y algo más.

El señor Weevle y el señor Guppy, sobre los que caen las miradas de toda la plazoleta, llaman a la puerta de la casa del finado, en estado de gran popularidad. Pero cuando contra lo que esperaba la plazoleta los dejan entrar, inmediatamente se hacen impopulares y se considera que no pueden ir a nada bueno.

Las persianas están más o menos echadas en toda la casa, y el piso bajo está lo bastante oscuro como para que hagan falta velas. Al pasar, acompañados a la trastienda por el más joven de los Smallweed, como acaban de llegar de la luz no pueden distinguir más que sombras y tinieblas, pero gradualmente disciernen al señor Smallweed abuelo, sentado en su silla al borde de un montón o una tumba de papel viejo, en el que está hurgando la virtuosa Judy como una sacristana, y a la señora Smallweed en el nivel más bajo de los alrededores, hundida en un montón de pedazos de papel, impreso y manuscrito, que parece estar formado por los cumplidos acumulados de que viene siendo objeto durante todo el día. Todo el grupo, incluido Small, está negro de polvo y de hollín, y tiene un aspecto demoníaco que no se ve precisamente aliviado por la traza general del aposento. Hay en éste más desechos y basuras que antes, y está todavía más sucio, si cabe; además, las huellas de su antiguo habitante le dan un aire fantasmal, agravado por los restos de su escritura con tiza en las paredes.

Cuando entran los visitantes, el señor Smallweed y Judy se cruzan simultáneamente de brazos y cesan en su búsqueda.

—¡Ajá! —grazna el anciano caballero—. ¡Cómo estamos, señores, cómo estamos! ¿Ha venido usted a buscar sus pertenencias, señor Weevle? Muy bien, muy bien. ¡Ja! ¡Ja! Si las hubiera usted dejado mucho tiempo más habríamos tenido que venderlas, caballero, para pagar los gastos de almacenaje. Se siente usted en su propia casa, ¿a que sí? ¡Me alegro de verle, me alegro de verle!

El señor Weevle le da las gracias y echa una ojeada a su alrededor. La mirada del señor Guppy sigue a la del señor Weevle. La mirada del señor Weevle vuelve atrás sin haber encontrado nada. La mirada del señor Guppy vuelve atrás y se encuentra con la del señor Smallweed. El simpático anciano sigue murmurando, como un instrumento cuya cuerda se estuviera acabando: «Cómo estamos, caba…, cómo esta…». Y cuando se le acaba la cuerda del todo cae en un silencio sonriente, momento en el que el señor Guppy siente un sobresalto al ver al señor Tulkinghorn, que está de pie en las tinieblas del fondo,, con las manos a la espalda.

—El caballero ha tenido la amabilidad de constituirse en mi abogado —dice el Abuelo Smallweed—. ¡No soy yo cliente digno de un caballero de tamaña distinción, pero ha sido muy amable conmigo!

El señor Guppy da un leve codazo a su amigo para que eche otro vistazo, hace una pequeña reverencia al señor Tulkinghorn, que le devuelve una leve inclinación de cabeza. El señor Tulkinghorn lo contempla todo como si no tuviera cosa mejor que hacer y se sintiera más bien divertido por la novedad.

—Diríase que hay bastantes pertenencias aquí, señor mío —observa el señor Guppy al señor Smallweed.

—¡Más que nada trapos y basura, amigo mío! ¡Trapos y basura! Yo y Bart y mi nieta Judy estamos tratando de levantar un inventario de lo que se puede vender. Pero todavía no hemos encontrado gran cosa, no… hemos… encon… ¡ah!

Al señor Smallweed se le ha vuelto a acabar la cuerda, mientras que la mirada del señor Weevle, seguida por la del señor Guppy, ha vuelto a recorrer la trastienda y ha regresado a su origen.

—Bueno caballero —dice el señor Weevle—, no queremos interrumpir más; si nos lo permite, vamos a subir.

—¡Vayan donde quieran, señores míos, donde quieran! Están ustedes en su casa. ¡Les ruego que se sientan en su casa!

Mientras suben, el señor Guppy levanta las cejas con un gesto inquisitivo y mira a Tony. Tony niega con la cabeza. Encuentran la vieja habitación triste y lúgubre, con las cenizas del fuego que ardía aquella memorable noche todavía en la chimenea descolorida. No sienten inclinación alguna a tocar nada, y al principio quitan el polvo de cada objeto con un soplido. Tampoco sienten deseos de prolongar su visita y envuelven todas las cosas transportables a toda velocidad, sin hablar nunca más que en susurros.

—Mira —dice Tony, dando un paso atrás—, ¡aquí vuelve esa gata asquerosa!

El señor Guppy se atrinchera tras una silla.

—Ya me ha hablado Small de ella. Aquella noche salió a saltos y arañándolo todo, como un dragón, y se salió al tejado y se pasó quince días por los tejados, y luego volvió a meterse por la chimenea, porque había adelgazado mucho. ¿Has visto cosa igual? Es como si lo supiera todo, ¿no? Es casi como si fuera Krook. ¡Zape! ¡Largo, demonio!

Lady Jane se queda en la puerta con su mueca de tigre que le va de oreja a oreja, y su cola cortada, y no da muestras de obedecer, pero cuando el señor Tulkinghorn tropieza con ella, la gata le escupe a los pantalones descoloridos y con un maullido de ira sigue subiendo con el lomo arqueado. Posiblemente vaya otra vez al tejado, para volver a bajar por la chimenea.

—Señor Guppy —dice el señor Tulkinghorn—, ¿puedo decirle una palabra?

El señor Guppy está ocupado en recoger la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas de la pared y en depositar esas obras de arte en su vieja e indigna sombrerera.

—Caballero —responde, ruborizándose—, deseo actuar cortésmente con todos los miembros de la profesión, y en especial, naturalmente, con un miembro de ella tan conocido como usted, y si me permite añadirlo, señor mío, tan distinguido como usted. Pero, señor Tulkinghorn, debo estipular que si desea usted decirme algo, ese algo ha de decirse en presencia de mi amigo.

—¿Ah, sí? —comenta el señor Tulkinghorn.

—Sí, señor. Mis motivos no son en absoluto personales, pero para mí son más que suficientes.

—Sin duda, sin duda —el señor Tulkinghorn sigue tan imperturbable como la piedra de la chimenea a la que dirige sus palabras—. La cuestión no es de tanta importancia como para que necesite molestar a usted con la imposición de condiciones, señor Guppy. —Hace una pausa para sonreír, y su sonrisa es tan lúgubre y tan oxidada como sus calzones cortos—. He de felicitarlo, señor Guppy; es usted un joven afortunado, señor mío.

—Bastante, señor Tulkinghorn; no me quejo.

—¿Quejarse? Amistades en las altas esferas, ingreso en las grandes casas y acceso a damas elegantes! Le aseguro, señor Guppy, que hay gente en Londres que se daría con un canto en los dientes por estar en su posición.

El señor Guppy parece dispuesto a darse con lo que sea en la cara, cada vez más sonrojada, por hallarse él en la posición de esa gente, en lugar de donde está, y replica:

—Señor mío, mientras realice mi trabajo y atienda a los asuntos de Kenge y Carboy, a nadie le importa quiénes sean mis amigos y conocidos, ni a ningún miembro de la profesión tampoco, y eso incluye al señor Tulkinghorn, de los Fields. No tengo ninguna obligación de dar más explicaciones, y con todo el respeto debido a usted y sin ánimo de ofender… repito: sin animo de ofender…

—¡Naturalmente!

—… no me propongo darlas.

—Exactamente —dice el señor Tulkinghorn con un gesto calmoso—. Muy bien. Veo por esos retratos que se interesa usted mucho por el gran mundo.

Estas palabras las dirige al asombrado Tony, que reconoce esa pequeña debilidad.

—Es una virtud de la que carecen pocos ingleses —observa el señor Tulkinghorn. Está de pie en el reborde de la chimenea, con la espalda hacia ésta, y ahora se da la vuelta y se pone las gafas—. ¿Quién es ésta? «Lady Dedlock». ¡Ja! Muy buen parecido, en su estilo, pero le falta fuerza de carácter. ¡Les deseo muy buenos días, señores, muy buenos días!

Cuando se marcha, el señor Guppy, bañado en sudor, se apresta a terminar de desmontar la Galería de la Galaxia, concluyendo con Lady Dedlock.

—Tony —dice apresuradamente a su asombrado compañero—, vamos a terminar con esto cuanto antes y a largarnos de aquí. Sería inútil tratar de ocultarte a ti, Tony, que he tenido con una persona de esa elegante aristocracia, a quien tengo ahora en mi mano, una comunicación y una relación no divulgadas. Quizá hubiera un momento para que te lo revelase. Pero ya se acabó. Si todo ha de quedar enterrado en el olvido se debe tanto al juramento que he hecho como al ídolo roto y como a circunstancias ajenas a mi voluntad. ¡Te pido como amigo, por todo el interés de que has dado muestras por el gran mundo, y por cualquier pequeño favor que haya podido hacerte para sacarte de algún apurillo, que tú también lo entierres sin una palabra de curiosidad!

El señor Guppy formula este ruego en un estado muy próximo al frenesí forense, mientras su amigo da muestras de gran confusión con toda su cabellera e incluso con sus cultivadas patillas.

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