26. Tiradores de primera
26. Tiradores de primera
La mañana invernal, que contempla con ojos apagados y la cara cetrina al vecindario de Leicester Square, encuentra a los habitantes de ésta nada dispuestos a salir de la cama. Muchos de ellos no son madrugadores ni en el mejor de los momentos, pues se trata de aves nocturnas que se van a la percha cuando el sol ya se ha levantado, y que están despiertos y listos para la presa cuando están brillando las estrellas. Tras visillos y cortinas mugrientos, en los pisos altos y las buhardillas, ocultos tras nombres más o menos falsos, cabelleras falsas, títulos falsos, joyas falsas e historias falsas, hay una colonia de bergantes que yacen en su primer sueño. Caballeros de los tapetes verdes que podrían discursear por experiencia personal acerca de las galeras extranjeras y de las penitenciarías nacionales; espías de gobiernos fuertes que tiemblan constantemente de debilidad y de temores inconfesables, traidores convictos, cobardes, matones, jugadores, fulleros, estafadores y testigos falsos, algunos de ellos ya marcados por la señal del hierro al rojo, tras sus melenas sucias, con más suciedad dentro de ellos que jamás hubo en el seno de Nerón, y con más delitos de los que encierra toda la cárcel de Newgate. Pues, por malo que sea el Diablo vestido de fustán o de levita (y puede ser muy malvado vestido de uno u otro modo), es un diablo más astuto, encallecido e intolerable cuando se pone un alfiler en la corbata, se autocalifica de caballero, apuesta a un solo color o a una sola carta, juega una partida de billar y está algo informado de lo que son los pagarés o las letras de cambio, que ea cualquiera de las otras guisas que adopta. Y en cualquiera de esas formas lo encontrará el señor Bucket, que sigue recorriendo las vías que conducen a Leicester Square, si decide encontrarlo.
Pero la mañana de invierno no lo busca ni lo despierta. Despierta al señor George, de la Galería de Tiro, y a su acompañante. Se levantan, enrollan sus petates y los colocan ea sus sitios. El señor George, tras afeitarse ante un espejito de proporciones diminutas, sale a zancadas, coa la cabeza y el pecho desnudos, hacia la Bomba que hay en el patinillo, y vuelve reluciente de jabón amarillo, fricción, agua de lluvia y otra agua gélida. Mientras se seca con una toalla sin fin, resoplando como una especie de buceador militar que acaba de salir a la superficie, con el pelo rizado cada vez más rizado sobre las sienes atezadas, y cuando más se va frotando, de manera que parece que jamás se pudiera alisar con un instrumento menos coercitivo que un rastrillo de hierro o una almohaza, mientras se frota, y jadea, y se pule, aceza, menea la cabeza de un lado para el otro, con objeto de frotarse la garganta con más comodidad, con el cuerpo inclinado hacia adelante, a fin de que la humedad no le moje las piernas marciales, mientras ocurre todo esto, Phil está arrodillado encendiendo el fuego, y mira en su derredor como si con tanto lavatorio en torno suyo ya fuera suficiente para él, y le bastara, por un día, con absorber toda la salud que le sobra a su jefe y que éste esparce a su alrededor.
Cuando el señor George se seca, se va a cepillar el cabello con dos cepillos al mismo tiempo, y lo hace con tal aspereza, que Phil, que va acercándose por la galería, con los hombros pegados a las paredes mientras va barriendo, hace un guiño de compasión. Una vez terminada esta tarea, pronto acaban las abluciones del señor George. Carga la pipa, la enciende y se pasea arriba y abajo fumando, como tiene por costumbre, mientras que Phil, de a cuyo lado surge un fuerte aroma a café y panecillos calientes, prepara el desayuno. Fuma gravemente y marcha a paso lento. Es posible que la pipa de esta mañana esté consagrada a la memoria de Gridley en su tumba.
—¿De manera, Phil —dice George, de la Galería de Tiro, al cabo de unas vueltas en silencio—, que anoche estabas soñando con el campo?
Phil, efectivamente, había dicho eso mismo con tono de sorpresa al levantarse de la cama.
—Sí, jefe.
—¿Y cómo era?
—Casi ni me doy cuenta de cómo era, jefe —dice Phil, parándose un momento a pensar.
—¿Cómo sabías que era el campo?
—Debe de haber sido por la hierba, creo. Y por los cisnes —dice Phil, reflexionando.
—¿Qué hacían los cisnes en la hierba?
—Supongo que se la estaban comiendo —contesta Phil.
El amo sigue dándose sus paseos, y el criado sigue haciendo sus preparativos para el desayuno. No son necesariamente unos preparativos prolongados, pues se limitan a preparar un desayuno muy sencillo para dos, y a la fritura de dos rajas de bacón en la parrilla ennegrecida, pero como Phil tiene que deslizarse a lo largo de una parte muy considerable de la galería en busca de cada uno de los objetos que necesita, y nunca trae dos de esos objetos a la vez, todo ello lleva un cierto tiempo. Por fin queda preparado el desayuno. Cuando lo anuncia Phil, el señor George saca de un golpe las cenizas de su pipa, coloca ésta en la repisa de la chimenea y se sienta a comer. Una vez que ha terminado, Phil sigue su ejemplo; se sienta a un extremo de la mesita oblonga y se pone el plato en las rodillas. No se sabe si es por humildad, o por esconder las manos ennegrecidas, o porque ésa es su forma natural de comer.
—El campo —dice el señor George mientras maneja cuchillo y tenedor— ¡pero, Phil, si creo que nunca has visto el campo!
—Una vez vi los marjales —dice Phil, satisfecho, mientras se come el desayuno.
—¿Qué marjales?
—Los marjales, jefe —replica Phil.—¿Dónde están?
—No sé dónde están —dice Phil—, pero los he visto, jefe. Eran muy llanos. Mucha niebla.
Los términos de jefe y de Comandante son intercambiables, a juicio de Phil; expresan el mismo respeto y la misma deferencia, y no son aplicables a nadie más que al señor George.
—Yo nací en el campo, Phil.
—¿De verdad, mi comandante?
—Sí. Y allí me crié.
Phil enarca su única ceja, tras contemplar respetuosamente a su jefe para expresar su interés, engulle un gran trago de café mientras sigue contemplándolo.
—No hay un solo trino de pájaro que no sepa yo reconocer —dice el señor George—. No hay muchas hojas ni bayas de Inglaterra que no pueda yo nombrar. Ni tampoco muchos árboles que no pudiera trepar si me lo propusiera. En mis tiempos, yo era un verdadero chico del campo. Mi buena madre vivía en el campo.
—Debe de haber sido una viejecita muy buena, jefe —observa Phil.
—¡Ya! Y no creas que era tan vieja, tampoco, hace treinta y cinco años —dice el señor George—. Pero apuesto a que a los noventa estaría más o menos tan erguida como yo, y que tendría unos hombros casi tan anchos como los míos.
—¿Es que se murió a los noventa, jefe? —pregunta Phil.
—No. ¡Basta! ¡Descanse en paz, Dios la bendiga! —dice el soldado—. ¿Por qué me he puesto a hablar de los chicos del campo y los fugitivos y los inútiles? ¡Seguro que es culpa tuya! Así que nunca has visto el campo, salvo los marjales, y en tus sueños, ¿eh?
Phil niega con la cabeza.
—¿Quieres verlo?
—No, no estoy muy seguro, la verdad —dice Phil.
—¿Te basta con la ciudad, eh?
—Bueno, mire, mi comandante —dice Phil—. La verdá es que es lo único que conozco, y no sé si no me estaré haciendo demasiado viejo para empezar a meterme en novedades.
—¿Cuántos años tienes, Phil? —pregunta el soldado, haciendo una pausa al llevarse el platillo humeante a los labios.
—Sé que hay un ocho de por medio —explica Phil—. No pueden ser ochenta. Pero tampoco dieciocho. Es algo por en medio de esas dos cosas.
El señor George baja lentamente el platillo sin probar su contenido y empieza a decir, sonriente:
—¡Qué diablo, Phil…! —cuando se detiene al ver que Phil está contando con sus sucios dedos.
—Tenía justo ocho años —dice Phil—, según el cálculo del párroco, cuando me fui con el lañador. Me mandaron a un recado y lo veo sentado debajo de una casa vieja con un fuego para él solo, bien cómodo, y va y me dice: «Hombre, ¿quieres venirte conmigo?». Y yo voy y digo: «Sí», y entonces él y yo y el fuego nos fuimos todos a Clerkenwell. Eso fue un uno de abril, me digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un uno más». Al siguiente uno de abril, voy y digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un dos más». Y así va pasando el tiempo hasta que tengo ocho con un diez más; ocho y dos dieces más. Cuando fue haciéndose más, perdí la cuenta, pero por eso sé qué siempre hay ocho con algo más.
—¡Ah! —dice el señor George, volviendo a su desayuno—. ¿Y dónde está el lañador?
—La bebida lo llevó al hospital, jefe, y el hospital le puso… en una caja de cristal, me han dicho —replica Phil misteriosamente.
—Y entonces ascendiste. ¿Te quedaste con el negocio, Phil?
—Sí, mi comandante. Me quedé con el negocio. Con lo que quedaba. No era mucho: la ronda de Saffron Hill a Hatton Garden, Clerkenwell, Smiffeld y vuelta; zona pobre; guardan los pucheros hasta que ya no se pueden componer. Casi todos los lañadores que pasaban se alojaban con nosotros, y así era cómo ganaba mi amo más dinero. Pero conmigo no se venían a alojar. Yo no era como él. Él les cantaba canciones muy bonitas. ¡Yo no sabía! El les tocaba músicas con cualquier cosa, con tal que fuera un cacharro de hierro o de estaño. Yo no sabía hacer nada con los cacharros, sólo arreglarlos o cocinar en ellos… Nunca aprendí ná de música. Además, era demasiado feo, y las mujeres se quejaban de mí.
—Eran demasiado aspaventeras. Tampoco es que llames la atención —dice el soldado, con una sonrisa agradable.
—No, jefe —dice Phil, negando con la cabeza—. Sí que la llamo. Yo era pasable cuando me fui con el lañador, aunque tampoco era una belleza, pero entre atizar el fuego con la boca cuando era pequeño, que me fastidió la cara y me quemó el pelo, además de tragarme todo el humo, y además con ser tan torpe que me pasaba la vida tropezando con el metal caliente y haciéndome quemaduras, y con pelearme con el lañador cuando fui creciendo, casi siempre que él había bebido demasiado (que era casi siempre), la verdad es que si antes no era una belleza, me fui haciendo peor, incluso entonces. Y después, con pasarme una docena de años en una forja, donde a los hombres les gustaba gastarme bromas, y con quemarme en un accidente en una fábrica del gas, y con salir volando por una ventana, cuando estaba empleado en una casa de fuegos artificiales, la verdad es que me he quedado como un monstruo de feria.
Y Phil, que se resigna a esa condición con un aire perfectamente satisfecho, pide por favor otra taza de café. Mientras se la bebe, dice:
—Fue después de la explosión de los fuegos artificiales cuando nos conocimos, jefe.
—Lo recuerdo, Phil. Estabas paseándote al sol.
—Iba pegado a una pared, jefe…
—Es cierto, Phil…, ibas arrimado a una…
—¡Con un gorro de dormir! —exclama Phil, excitado.
—Con un gorro de dormir.
—¡Y cojeando con un par de muletas! —exclama Phil, todavía más excitado.
—Con un par de muletas. Cuando…
—Cuando usted se para, ya sabe —grita Phil, que pone en el suelo la taza y el platillo y se quita de las rodillas la bandeja—, y me dice: «¡Vaya, compañero, se ve que has estado en la guerra!» Entonces no le dije gran cosa, mi comandante, porque me tomó por sorpresa que alguien tan fuerte y tan sano y tan valiente como usted se parase a hablar con un saco de huesos como yo. Pero entonces va usted y me dice, con una voz de lo más fuerte, como si fuera un vaso de algo caliente: «¿Qué clase de accidente has tenido? Desde luego, ha sido algo grave. ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Ánimo, cuéntamelo! ¡Ánimo!». ¡Ya con eso me sentí animado! Le digo eso, usted me dice otras cosas, ¡y aquí estoy, mi comandante! ¡Aquí estoy, mi comandante! —exclama Phil, que ha saltado de su silla e inexplicablemente ha empezado a andar pegado a la pared—. Si hace falta un blanco, o si vale para animar el negocio, que me disparen los clientes a mí. A mí no me van a dejar más feo. A mí no me importa. ¡Vamos! Si quieren pegar a alguien, que me peguen a mí. Que me den en la cabeza. A mí no me importa. Si quieren un peso ligero con el que pegarse para entrenarse, conforme al reglamento de Cornualles, el de Devonshire o el de Lancashire, que me peguen a mí. A mí no me van a hacer daño. ¡Ya me han pegado bastante en la vida, con reglamento o sin ellos!
Tras este discurso inesperado, pronunciado con energía y acompañado de gestos para ilustrar los diversos ejercicios a los que se ha referido, Phil Squod recorre tres lados de la galería pegado a la pared, y se lanza abruptamente hacia su comandante y le da un cabezazo, como muestra de su total lealtad a él. Después empieza a llevarse los trastos del desayuno.
El señor George, tras reír animadamente y darle un golpecillo en el hombro, le ayuda en su trabajo y coopera en la tarea de poner en orden la galería. Una vez hecho esto, pasa a entrenarse con las pesas, y después se pesa él y opina que está «poniéndose gordo», tras lo cual se dedica con gran solemnidad a la esgrima solitaria con el sable. Entre tanto, Phil se ha puesto a trabajar a su mesa de siempre, donde atornilla y desatornilla, limpia, lima y sopla en pequeñas aperturas, y se va poniendo cada vez más negro, mientras parece montar y desmontar todo lo que hay de montable y desmontable en un arma de fuego.
El amo y el criado se ven interrumpidos al cabo de un rato por unos pasos en el corredor, pasos que suenan de forma rara y denotan la llegada de visitantes desusa dos. Esos pasos, que van acercándose cada vez más a la galería, introducen en ella a un grupo que a primera vista lo hacen irreconciliable con cualquier fecha que no sea la del 5 de noviembre .
Está formado por una figura fláccida y fea transportada en una silla por dos personas, acompañada de una mujer flaca con una cara de máscara afilada, de la cual cabría esperar que se pusiera inmediatamente a recitar los versos populares conmemorativos de la época en que ayudaron a crear la explosión que haría despertar a la Vieja Inglaterra, salvo que mantiene la boca firme y desafiantemente cerrada cuando la silla queda en tierra, en cuyo momento la figura contenida en la silla jadea:
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay de mí! —y añade:— ¿Cómo está usted, amigo mío? ¿Cómo está usted?
El señor George discierne entonces, en la procesión, al venerable señor Smallweed, que ha salido a tomar el aire, asistido por su nieta Judy como guardaespaldas.
—Señor George, mi querido amigo —aceza el Abuelo Smallweed, apartando el brazo derecho del cuello de uno de sus porteadores, a quien casi ha estrangulado por el camino—, ¿cómo estamos? Veo que le sorprende verme, mi querido amigo.
—No me hubiera sorprendido más ver a su amigo de la City —replica el señor George.
—Salgo muy poco —jadea el señor Smallweed—. Hace meses que no salía. Me resulta incómodo… y sale caro. Pero tenía muchas ganas de verle, mi querido señor George. ¿Cómo está usted, señor mío?
—Bastante bien —dice el señor George—. Espero que usted también.
—Nunca podrá usted estar demasiado bien, querido amigo —dice el señor Smallweed, tomándolo de ambas manos—. He traído a mi nieta Judy. Era imposible dejarla en casa, de ganas que tenía de verle a usted.
—¡Jem! Pues parece disimularlas bastante —murmura el señor George.
—Así que tomamos un simón y le metimos una silla, y al llegar a la esquina me sacaron del coche a la silla y me trajeron hasta aquí para que pudiera ver a mi querido amigo en su propio establecimiento. Éste —dice el señor Smallweed, aludiendo al porteador que ha estado en peligro de estrangulamiento y que se retira, llevándose la mano a la garganta— es el conductor del simón. No tiene que cobrar nada más. Llegamos al acuerdo de que estaría incluido en la carrera. Esta persona —el otro porteador— la contratamos en la calle de afuera por una pinta de cerveza. O sea, dos peniques. Judy, dale dos peniques a esa persona. No estaba seguro de si tenía usted un criado, mi querido amigo, pues de saberlo no habríamos empleado a esta persona.
El Abuelo Smallweed se refiere a Phil con una mirada de considerable terror y medio tragándose la exclamación de: «¡Ay de mí! ¡Dios mío!». Y tampoco carece de alguna razón esa aprensión a primera vista, pues Phil, que nunca había visto antes a la aparición con la gorra de terciopelo negro, se ha quedado inmóvil con un fusil en la mano, cual un tirador de primero que aspire a matar al señor Smallweed como si fuera un viejo pájaro de la especie de los córvidos.
—Judy, hija mía —dice el señor Smallweed—, dale sus dos peniques a la persona. Ya es mucho para lo que ha hecho.
La persona, que es uno de esos especímenes extraordinarios de hongo humano que aparece espontáneamente en las calles del Lado Oeste de Londres, siempre vestidos con una chaqueta vieja y roja y con la «misión» de sostener los caballos y llamar los simones, recibe los dos peniques sin ninguna manifestación de sentir entusiasmo alguno, tira la moneda al aire, la recoge en el dorso de la mano y se retira.
—Mi querido señor George —dice el Abuelo Smallweed—, ¿tendría usted la amabilidad de ayudar a llevarme junto a la chimenea? Estoy acostumbrado a estar junto a una chimenea, y como soy viejo, en seguida me enfrío. ¡Ay de mí!
Esta última exclamación se la arranca al venerable caballero la celeridad con que el señor Squod, como un genio oriental, lo agarra, silla y todo, y lo deposita junto a la chimenea.
—¡Ay de mí! —repite el señor Smallweed, jadeante—. ¡Dios mío! ¡Cielo santo! Mi querido amigo, su empleado es muy fuerte y muy brusco. ¡Dios mío, qué brusco! Judy, apártame un poquito; se me están chamuscando las piernas —como en efecto pueden advertir los olfatos de todos los presentes por el olor que emiten sus medias de estambre.
La dulce Judy, tras apartar un poco del fuego a su abuelo y darle la sacudida de costumbre, le destapa el ojo que tenía tapado por su despabilador de terciopelo negro, y el señor Smallweed vuelve a repetir: «¡Ay de mí! ¡Ay, Señor!», y tras mirar otra vez al señor George, vuelve a acercar las manos al fuego.
—¡Mi querido amigo! ¡Qué alegría de verle! ¿Y éste es su establecimiento? Es un lugar encantador. ¡Toda una estampa! ¿No se disparará nada por accidente, verdad, amigo mío? —añade el Abuelo Smallweed, muy intranquilo.
—No, no. No tema usted.
—Y su empleado… ¡Ay de mí! Nunca dejará que se dispare nada por accidente, ¿verdad, mi querido amigo?
—Nunca ha hecho daño a nadie, salvo a sí mismo —dice el señor George con una sonrisa.
—Pero existe la posibilidad, ya sabe. Parece haberse herido muchas veces y podría herir a otro —replica el anciano caballero—. Quizá sin querer… o quizá queriendo. Señor George, ¿querría usted ordenarle que deje en paz sus infernales armas de fuego y que se vaya?
Phil obedece a un gesto del soldado y se retira con las manos vacías al otro extremo de la galería. El señor Smallweed, tranquilizado, se pone a frotarse las piernas.
—Y ¿qué tal le va, señor George? —pregunta al soldado, que está en posición de firmes frente a él, con el sable en la mano—. ¿Prospera usted, con la gracia de Dios?
El señor George responde con un gesto frío de asentimiento y añade:
—Siga. No cabe duda de que habrá venido usted para decirme algo.
—Es usted tan ocurrente, señor George —replica el venerable abuelo—. Es usted muy buena compañía.
—¡Ya, ya! ¡Siga! —dice el señor George.
—¡Mi querido amigo!… Pero esa espada parece tan brillante y tan afilada… Podría cortarse alguien por accidente. Me da miedo, señor George… ¡Maldito sea! —dice el excelente anciano en un aparte a Judy cuando el soldado da unos pasos para dejar la espada a un lado— Me debe dinero y podría ocurrírsele quedar en paz en este antro. Ojalá estuviera aquí tu infernal abuela para que le cortara la cabeza a ella.
El señor George vuelve, se cruza de brazos y, mirando desde su altura al anciano, que cada vez se va hundiendo más en su silla, dice calmosamente:
—¡Vamos a ver!
—¡Ya! —exclama el señor Smallweed, frotándose las manos con una risita—. Vamos a ver. Sí. ¿Ver qué?
Una pipa —dice el señor George, que con gran compostura pone su silla junto al rincón de la chimenea, saca la pipa de la parrilla, la ataca y la enciende y se pone a fumar pacíficamente.
Eso tiende a desconcertar al señor Smallweed, a quien le resulta tan difícil entrar en su tema, sea éste el que sea, que se exaspera y hace gestos misteriosos de rascar el aire con una vengatividad impotente que expresa el deseo de arañar la cara al señor George y desfigurarlo. Como el excelente anciano tiene las uñas largas y duras, y las manos largas y finas, y los ojos verdes y lacrimosos, y además de todo eso, a medida que continúa, mientras sigue echando manotazos, hundiéndose en su silla y deshaciéndose en un montón informe, se convierte en un espectáculo tan horrible, incluso a los ojos expertos de Judy, esa joven vestal se lanza hacia él con algo que es más que el ardor del afecto y tanto lo sacude, lo palmotea y lo achucha en diversas partes del cuerpo, pero especialmente en los que la ciencia de la defensa propia califica de aparato respiratorio, que en su apuro atormentado lanza estertores como un solador en plena faena.
Cuando, por esos medios, Judy lo ha vuelto a erguir en su silla, con la cara pálida y la nariz helada (aunque sigue manoteando), la propia Judy extiende su índice descarnado y le da un toque en la espalda al señor George. El soldado levanta la cabeza y ella señala con el dedo a su estimable abuelo, y una vez que los ha puesto en contacto de este modo se queda contemplando rígidamente el fuego.
—¡Ay, ay, ay! ¡Aaaghhh! —tirita el Abuelo Smallweed, tragándose la rabia—. ¡Mi querido amigo! (mientras sigue manoteando).
—Voy a decirle una cosa —comenta el señor George—. Si quiere usted conversar conmigo, tiene que hablar en voz alta. Yo no soy demasiado fino y no puedo andar me con rodeos. No tengo la educación necesaria. No soy lo bastante listo. No me va. Cuando se dedica usted a andarme con historias y rodeos —continúa el soldado, llevándose la pipa a los labios—, ¡que me cuelguen si no me siento sofocar!
Y llena de aire su ancho tórax como para asegurarse a sí mismo que todavía no está sofocado.
—Si ha venido usted en plan de visita amistosa —continúa diciendo el señor George—, se lo agradezco. ¿Cómo está usted? Si ha venido usted para ver si hay objetos de valor en el local, no tiene más que mirar; haga lo que usted quiera. Y si quiere decirme algo, ¡dígalo de una vez!
La lozana Judy, sin apartar los ojos del fuego, le da a su abuelo un empujón fantasmal.
—¡Ya ve usted! Ella opina lo mismo. Y ¿por qué diablo no se sienta esa muchacha como una cristiana? —comenta el señor George, mirando curioso a Judy—. No puedo comprenderlo.
—Se mantiene a mí lado para atenderme, señor —dice el Abuelo Smallweed—. Soy muy viejo, señor George, y necesito ciertos cuidados. Llevo bien la edad; no soy una cotorra infernal —mientras gruñe y busca inconscientemente el cojín—, pero necesito cuidados, amigo mío.
—¡Bueno! —contesta el soldado, que gira su silla para hacer frente al viejo—. ¿Y qué más?
—Señor George, mi amigo de la City ha hecho un pequeño negocio con un alumno de usted.
—Ah, ¿sí? —dice el señor George—. Lamento saberlo.
—Sí, señor. —El Abuelo Smallweed se frota las piernas—. Ahora es un soldadito excelente, señor George, y se llama Carstone. Unos amigos suyos lo ayudaron y ahora todo está saldado honorablemente.
—Ah, ¿sí? —repite el señor George—. ¿Cree usted que su amigo de la City agradecería un buen consejo?
—Creo que sí, mi querido amigo. Si viniera de usted.
—Entonces le aconsejo que no siga haciendo negocios en ese sector. Ya no puede sacarles nada. Que yo sepa, ese joven caballero ha tenido que frenar en seco.
—No, no, mi querido amigo. No, no, señor George. No, no, señor —reprocha el Abuelo Smallweed, que se frota astutamente las piernas flacas—. Nada de frenado en seco, creo. Tiene buenos amigos y tiene un sueldo, y siempre puede vender su despacho de oficial, y siempre puede vender su participación en un pleito, y sus posibilidades de compromiso matrimonial, y…, vamos, ya sabe usted, señor George. ¿Cree usted que mi amigo podría todavía opinar que el joven caballero está bien avalado? —pregunta el Abuelo Smallweed, dándole la vuelta a la gorra de terciopelo y rascándose una oreja como si fuera un mono.
El señor George, que ha dejado a un lado la pipa y está sentado con un brazo en el respaldo de la silla, traza un zapateado en el suelo con el pie derecho, como si no le agradara especialmente el giro de la conversación.
—Pero, por pasar de un tema a otro —continúa diciendo el señor Smallweed—. Por animar la conversación, como diría un chistoso. Por pasar, señor George, del guardiamarina al capitán.
—¿De qué está usted hablando? —pregunta el señor George, que deja con un fruncimiento de ceño de acariciarse el recuerdo de su bigote—. ¿De qué capitán?
—De nuestro capitán. Del capitán que sabemos. Del Capitán Hawdon.
—¡Ah! De eso se trataba, ¿verdad? —exclama el señor George con un pequeño silbido, mientras observa que tanto el abuelo como la nieta lo están mirando—. ¡Ya hemos llegado! Bueno, ¿y qué pasa? Vamos, no estoy dispuesto a que me sigan sofocando! ¡Hable!
—Mi querido amigo —replica el viejo—. Me han preguntado (¡Judy, dame una sacudida!), ayer me han preguntado por el capitán, y yo sigo creyendo que el capitán no ha muerto.
—¡Bobadas! —observa el señor George.
—¿Qué ha dicho usted, amigo mío? —pregunta el viejo, llevándose la mano a la oreja.
—¡Bobadas!
—¡Ja! —dice el Abuelo Smallweed—. Señor George, ya puede usted juzgar cuál es mi opinión por las preguntas que me han hecho y los motivos que me han dado para hacerlas. Y ahora, ¿qué cree usted que quiere el abogado que está haciendo esas preguntas?
—Un negocio —dice el señor George.
—¡Nada de eso!
—Entonces no puede ser un abogado —dice el señor George, cruzándose de brazos con aire de total convencimiento.
—Mi querido amigo, es un abogado, y de los famosos. Quiere ver algún papel escrito por el Capitán Hawdon por su propia mano. No quiere quedárselo. No quiere más que verlo y compararlo con un papel que tiene en su posesión.
—Muy bien, ¿y qué?
—Muy bien, señor George. Como dio la casualidad de que recordó el anuncio relativo al Capitán Hawdon y a toda la información que pudiera darse a su respecto, lo consultó y vino a verme… exactamente igual que hizo usted, mi querido amigo. ¿Quiere usted darme la mano? ¡Cuánto me alegré de que viniera usted aquel día! ¡De no haber venido, no hubiéramos podido trabar esta amistad!
—¿Y qué más, señor Smallweed? —vuelve a decir el señor George, tras realizar la ceremonia con una cierta rigidez.
—Yo no tenía nada. No tengo más que su firma. Que caigan sobre él la plaga, la pestilencia y el hambre, la muerte en la batalla y la muerte repentina —dice el viejo, que convierte en maldición una de las pocas oraciones que recuerda , y aprieta su gorra de terciopelo con manos indignadas—. Tengo un millón de sus firmas, ¡diría yo! Pero usted —recuperando repentinamente su tono dulce, mientras Judy le vuelve a colocar la gorra en la cabeza de bola de billar—, usted, mi querido señor George, probablemente tendrá alguna carta o algún documento que podría valer. Bastaría con cualquier cosa escrita por su mano.
—Quizá podría tener algo escrito por su mano —dice pensativo el soldado.
—¡Mi querido amigo!
—Quizá podría y quizá no.
—Ja! —dice el Abuelo Smallweed, alicaído.
—Pero aunque tuviera montones, no enseñaría a nadie ni lo suficiente para envolver un cartucho sin saber para qué.
—Señor mío, ya le he dicho para qué. Mi querido señor George, ya le he dicho para qué.
—No lo suficiente —dice el soldado, negando con la cabeza—. Tendría que saber algo más y estar de acuerdo.
—Entonces, ¿quiere usted venir a ver al abogado? Mi querido amigo, ¿querrá usted venir a ver a ese caballero? —exhorta el Abuelo Smallweed, que saca un viejo reloj de plata muy plano con unas manos flacas como las piernas de un esqueleto—. Le dije que era probable que pudiera ir a visitarle entre las diez y las once de la mañana, y ya son las diez y media. ¿Querrá usted venir a ver a ese caballero, señor George?
—¡Ejem! —es la grave respuesta—. No me importaría. Aunque no entiendo por qué le importan tanto a usted.
—A mí me importa todo, si tengo una oportunidad de sacar algo a la luz en relación con él. ¿No nos ha engañado a todos? ¿No nos debía a todos sumas inmensas? ¿Por qué me importa? ¿A quién le puede importar más que a mí todo lo que se refiera a él? No es, amigo mío —dice el Abuelo Smallweed bajando la voz—, que pretenda yo que vaya usted a traicionar nada. Lejos de mí. ¿Querrá usted venir, mi querido amigo?
—¡Sí! Iré dentro de un minuto. Pero desde luego no prometo nada.
—No, mi querido señor George, no.
—¿Y pretende usted decirme que me va usted a llevar a su casa, dondequiera que esté, sin cobrarme el coche? —pregunta el señor George, mientras saca el sombrero y sus gruesos guantes de cuero.
Esa broma le resulta tan divertida al señor Smallweed que se queda riendo en voz baja y durante mucho tiempo ante el fuego. Pero mientras se ríe echa una mirada por encima de su hombro paralítico al señor George, y lo contempla ansiosamente mientras este último abre el candado de una alacena al otro extremo de la galería, escudriña acá y allá, lo dobla y se lo mete en el bolsillo del pecho. Entonces Judy da un golpecito al señor Smallweed y el señor Smallweed da un golpecito a Judy.
—Estoy listo —dice el soldado al volver—. Phil, puedes llevar a este anciano caballero a su coche, no te costará trabajo.
—¡Cielo santo! ¡Dios mío! ¡Un momento, por favor! —exclama el señor Smallweed—. ¡Es tan brusco! ¿Está seguro de que puede usted cargar conmigo, señor mío?
Phil no replica, sino que levanta la silla con su carga, se desliza de lado, abrazado fervientemente por el señor Smallweed, que ahora no dice nada, y recorre rápido el pasillo como si le hubieran dado la agradable orden de llevar al venerable caballero al volcán más cercano. Sin embargo, como a plazo más corto sólo ha de llevarlo al Simón, allí es donde lo deposita, y la bella Judy se sienta a su lado, y la silla pasa a embellecer el techo del coche, mientras el señor George pasa a ocupar la plaza vacía en el pescante.
El señor George queda totalmente confuso ante el espectáculo que se extiende a su vista periódicamente cuando contempla el interior del coche por la ventanilla que tiene a sus espaldas, al ver que la sombría Judy permanece todo el tiempo inmóvil y que el anciano caballero, con la gorra tapándole un ojo, no hace más que resbalar de su asiento hacia el montón de paja, y con el otro ojo no cesa de mirarlo, con la expresión impotente de alguien a quien hacen sufrir todos los baches.