12. En guardia
12. En guardia
Por fin ha dejado de llover en Lincolnshire, y Chesney Wold se ha animado. La señora Rouncewell está llena de preocupaciones hospitalarias, pues Sir Leicester y Milady vuelven de París. Los rumores del gran mundo lo han averiguado y comunican las buenas noticias a una Inglaterra feliz. También ha averiguado que van a invitar a un círculo brillante y distinguido de la élite del beau monde (el rumor de la moda habla muy mal inglés, pero es un prodigio en francés) en la mansión antigua y hospitalaria de la familia, en Lincolnshire.
Para mayor honor del brillante y distinguido círculo, y además de Chesney Wold, se ha reparado el arco roto del puente del parque, y el agua, que ha vuelto a los límites que le corresponden y vuelve a correr graciosa bajo él, crea un bello espectáculo en la perspectiva que se ve desde la casa. El sol claro y frío entra por entre los árboles desnudos y contempla con aprobación cómo el viento cortante esparce las hojas y va secando el musgo. Resbala sobre el parque en pos de las sombras móviles de las nubes y las persigue, sin atraparlas, a todo lo largo del día. Mira por las ventanas y retoca los retratos ancestrales con estrías y manchas de luz, que los pintores nunca habían imaginado. De un lado a otro del retrato de Milady, encima de la gran repisa de la chimenea, arroja una ancha franja de luz en diagonal, de bastardía que baja retorcida hasta el hogar y parece partirlo en dos.
En medio de ese sol frío y de ese mismo viento cortante, Milady y Sir Leicester, en su coche de viaje (con la doncella de Milady y el ayuda de cámara de Sir Leicester prodigándose muestras de afecto en la trasera), inician el camino a casa. Con una cantidad considerable de cascabeleos y de latigazos, y con muchos corcoveos de dos caballos sin ensillar y de dos centauros con sombreros lustrosos, botas de media caña y crines y colas al viento, salen ruidosos del Hotel Bristol de la Place Vendôme y trotan entre las columnatas estriadas de luces y sombras de la Rue de Rivoli y el jardín del palacio malhadado de un rey y una reina decapitados, para salir por la Plaza de la Concordia y los Campos Elíseos y la Puerta de la Estrella, fuera de París.
Es lamentable decirlo, pero no pueden ir demasiado rápido, porque incluso allí Lady Dedlock se ha muerto de aburrimiento. El concierto, la asamblea, la ópera, el teatro, el paseo, no tienen nada nuevo que ofrecer a Milady bajo estos cielos gastados. Nada más que el domingo pasado, cuando el populacho se divertía, intramuros de la ciudad, jugando con sus hijos entre los árboles recortados y las estatuas del Jardín del Palacio; mientras se paseaba de a veinte en fondo por los Campos Elíseos, más Elíseos que nunca gracias a los perros amaestrados y a los caballitos de madera, mientras (unos pocos) se filtraban por la tenebrosa catedral de Nuestra Señora para decir una o dos palabras en la base de una pilastra, adonde llegaba el aroma de una parrilla oxidada llena de velitas ardientes; o fuera de los muros de París cercaban a la ciudad con sus bailes, o hacían el amor, bebían vino, fumaban tabaco o visitaban los cementerios, jugaban al billar y al dominó, practicaban la curandería y hacían todo género de maldades, tanto inmóviles como en movimiento… nada más, decimos, que el domingo pasado Milady, sumida en la desolación del Aburrimiento y en las garras del Gigante llamado Desesperación casi odió a su propia doncella por estar de buen humor.
Por eso no puede irse de París todo lo rápido que quisiera. Ante ella y tras ella se extiende el cansancio del alma: su Ariel ha cinchado con él toda la Tierra, y esa cincha no se puede quitar, pero el remedio, aunque sea imperfecto, es huir siempre del último sitio donde se ha sufrido. Hay que dejar París atrás, pues, y cambiarlo por avenidas interminables y más avenidas de árboles invernales. Y la próxima vez que lo vea, que sea a unas leguas de distancia, con la Puerta de la Estrella como una mota blanca brillante al sol, y la ciudad como un mero cerro en la llanura, de la que surgen dos torres cuadradas y sombrías y sobre la cual caen de sesgo la luz y la sombra, como los ángeles en el sueño de Jacob.
Sir Leicester suele estar de buen humor, y raras veces se aburre. Cuando no tiene otra cosa que hacer, siempre puede contemplar su propia grandeza. Es una gran ventaja disponer de un tema tan inagotable. Tras leer sus cartas, se recuesta en un rincón del coche y considera, en general, su propia importancia para la sociedad.
—Tienes una cantidad desusada de correspondencia esta mañana, ¿no? —comenta Milady al cabo de un largo rato. Está cansada de leer. Casi ha leído una página en veinte millas.
—Pero no me dice nada. Nada en absoluto.
—¿Me equivoco al pensar que he visto una de las largas efusiones del señor Tulkinghorn?
—Lo ves todo —dice, admirado, Sir Leicester.
—¡Ja! —suspira Milady—. ¡Qué hombre tan aburrido!
—Te envía, te lo digo con mil perdones, pero te envía —dice Sir Leicester seleccionando una carta y desdoblándola— un mensaje. Cuando nos detuvimos a cambiar de caballos, justo cuando llegaba yo a su postdata, se me fue de la memoria. Te ruego me excuses. Dice —Sir Leicester tarda tanto en sacar el monóculo y ajustárselo que Milady parece irritarse un poco—. Dice: «por lo que respecta a la servidumbre de paso…» Perdón, perdón, no es aquí. Dice… ¡Sí! ¡Aquí lo tengo! Dice: «Le ruego salude respetuosamente de mi parte a Milady, a quien espero haya sentado bien el cambio de aires. ¿Tendría usted la bondad de mencionarle (pues puede resultarle interesante) que, a su regreso, tengo algo que decirle con referencia a la persona que copió la declaración jurada en el pleito ante Cancillería, que tanto estimuló su curiosidad? La he visto».
Milady se inclina hacia adelante y mira por la ventanilla.
—Ése es el mensaje —dice Sir Leicester.
—Me gustaría pasearme un rato —dice Milady, que sigue mirando por la ventanilla.
—¿Pasearte? —exclama Sir Leicester en tono sorprendido.
—Me gustaría pasearme un rato —repite Milady con una claridad inconfundible—. Te ruego que hagas detener el coche.
Se detiene el coche, el criado, afectuoso, baja de la trasera, abre la portezuela y saca la escalerilla, obediente a un gesto de impaciencia que hace Milady con la mano. Ella baja con tanta rapidez, y se aleja con tanta rapidez, que Sir Leicester, pese a su escrupulosa cortesía, no puede ayudarla y se queda atrás. Transcurre un lapso de uno o dos minutos antes de que pueda alcanzarla. Ella le sonríe, con gesto muy atractivo, lo toma del brazo y se pasea con él un cuarto de milla, se aburre muchísimo y vuelve a su asiento en el coche.
El traqueteo y el ruido continúan durante casi tres días, con más o menos cascabeleos y latigazos, y más o menos saltos de los centauros y los caballos sin ensillar. La cortesía exquisita de que se dan muestras el uno al otro en los hoteles en que se detienen es tema de general admiración. Si bien es cierto que el Lord es un poco mayor para Milady, dice Madame la dueña del Mono Dorado, y aunque podría ser un padre afectuoso, se ve inmediatamente que se quieren. Se ve a Milord con su pelo blanco mientras se queda, sombrero en mano, junto al coche para ayudar a Milady. No hay más que ver a Milady cómo reconoce la cortesía de Milord con una inclinación de esa cabeza tan distinguida, y cómo le concede los dedos de forma tan aristocrática. ¡Es fascinante!
El mar no reconoce a los grandes hombres, y les hace dar tumbos igual que a los pequeños. Siempre se porta mal con Sir Leicester, cuyo rostro se llena de manchas verdosas como el queso fermentado, y en cuyo aristocrático sistema digestivo efectúa una revolución horrible. Para él, el mar es el Radical de la Naturaleza. Sin embargo, su dignidad lo supera todo cuando se detiene a repostar, y sigue viaje con Milady hacia Chesney Wold, sin descansar más que una noche en Londres, camino de Lincolnshire.
Entran en el parque bajo el mismo sol frío —más frío a medida que cae el día— y en medio del mismo viento cortante —más cortante a medida que las sombras separadas de los árboles desnudos se van agrupando en el bosquecillo y que el Paseo del Fantasma, rozado en su esquina occidental por un haz de fuego que llega del cielo, se resigna a la llegada de la noche—. Los grajos, que se balancean en sus altas residencias de la alameda, parecen debatir la cuestión de quiénes ocupan el coche cuando éste pasa por debajo de ellos; algunos están de acuerdo en que han llegado Sir Leicester y Milady; otros discuten con los descontentos que no quieren reconocerlo; ora todos consienten en considerar que el debate ha terminado; ora vuelven a estallar en un debate violento, incitados por un ave obstinada y soñolienta que persiste en decir el último graznido de contradicción. El coche de viaje deja que sigan balanceándose y graznando, y sigue rodando hacia la casa, donde hay fuegos que brillan cálidos por las ventanas, aunque no en tantas como para dar la impresión en la masa oscura de la fachada de que la mansión está habitada. Pero de eso se encargará pronto el brillante y distinguido círculo.
Está esperando la señora Rouncewell, que recibe el apretón de manos acostumbrado de Sir Leicester con una gran reverencia.
—¿Cómo está usted, señora Rouncewell? Me alegro de verla.
—Espero tener el honor de recibir a usted con buena salud, Sir Leicester.
—Excelente salud, señora Rouncewell.
—Milady tiene un aspecto encantador —dice la señora Rouncewell con otra reverencia.
Milady expresa, sin malgastar demasiadas palabras, que está tan fatigadamente bien como cabe esperar, dadas las circunstancias.
Pero a lo lejos se ve a Rosa, detrás del ama de llaves, y Milady, que quizá haya perdido muchas cosas, pero no su capacidad de observación, pregunta:
—¿Quién es esa chica?
—Una joven discípula mía, Milady. Rosa.
—¡Ven aquí, Rosa! —llama Lady Dedlock, que se digna incluso adoptar un gesto de interés—. Vaya, ¿sabes que eres muy guapa? —pregunta, tocándola en el hombro con dos dedos.
Rosa, muy tímida, dice:
—¡No, Milady, con perdón! —y mira arriba y abajo, y no sabe dónde mirar, pero está cada vez más guapa.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve, Milady.
—Diecinueve —repite Milady, pensativa—. Ten cuidado; no dejes que los halagos te lo hagan creer demasiado. —Sí, Milady.
Milady le toca en los hoyuelos de las mejillas con los mismos dedos delicados y enguantados, y va al pie de la escalera de roble, donde Sir Leicester la espera para escoltarla como un caballero. Los contempla un viejo Dedlock de tamaño y aburrimiento naturales, como si no supiera qué pensar, lo cual sería probablemente su estado de ánimo general en la época de la Reina Isabel.
Ese atardecer, en la habitación del ama de llaves, Rosa no hace más que murmurar sus elogios de Lady Dedlock. ¡Es tan afable, tan cortés, tan bella, tan elegante, tiene una voz tan dulce y un tacto tan maravilloso, que Rosa todavía lo siente! La señora Rouncewell lo confirma todo, no sin un cierto orgullo personal, y sólo manifiesta una reserva en cuanto a la afabilidad. La señora Rouncewell no está tan segura de eso. Dios no permita que vaya ella a decir jamás una sílaba en contra de cualquier miembro de esa excelente familia; y sobre todo de Milady, a quien todo el mundo admira; pero si Milady no fuera más que «un poquitín más flexible», no tan fría y tan distante, la señora Rouncewell cree que sería más afable.
—Casi es una pena —añade la señora Rouncewell; sólo «casi», porque sería casi blasfemo suponer que algo pudiera ser mejor de lo que es; tomarse una libertad tan explícita con las cosas de los Dedlock— que Milady no tenga familia. Si tuviera una hija, una señorita ya crecida, en la que interesarse, creo que llegaría al único aspecto de la excelencia que le falta.
—Pero ¿no haría eso que fuera todavía más orgullosa, abuela? —pregunta Watt, que se ha ido a su casa y ha vuelto, de buen nieto que es.
—Eso de más o muy, hijo mío —replica dignamente el ama de llaves—, son palabras que no me corresponde a mí usar, y ni siquiera escuchar, en relación con los problemas que pueda tener Milady.
—Perdone, abuela. Pero es verdad que es orgullosa, ¿no?
—Si lo es, tiene sus motivos. La familia Dedlock siempre tiene motivos para serlo.
—¡Bueno! —dice Watt—. Es de esperar que tengan marcados en sus libros de oraciones un cierto pasaje destinado a la gente común, que habla del orgullo y la vanagloria ¡Perdóneme, abuela! ¡No era más que una broma!
—Hijo mío, Sir Leicester y Lady Dedlock no pueden ser tema de bromas.
—Desde luego, Sir Leicester no es tema de bromas —dice Watt—, y le pido humildemente perdón. Supongo, abuela, que aunque abajo estén la, familia y sus invitados, no hay nada que objetar a que prolongue mi estancia un día o dos en las Armas de Dedlock, como cualquier viajero.
—Pues claro que no, hijo mío.
—Me alegro —responde Watt—, porque tengo unos deseos inexpresables de ampliar mis conocimientos de este vecindario tan maravilloso.
Mira por casualidad a Rosa, que baja la mirada y se siente verdaderamente tímida. Pero, según la vieja superstición, a Rosa deberían zumbarle las orejas, en lugar de arder le las frescas mejillas, porque en esos momentos la doncella de Milady está hablando de ella, y con gran energía.
La doncella de Milady es una francesa de treinta y dos años, procedente de algún punto del sur, entre Avignon y Marsella, una mujer morena de ojos grandes y pelo negro, que podría ser guapa de no ser por una boca felina y una cierta tensión facial, que hace que sus mandíbulas resulten demasiado ansiosas y su cráneo demasiado prominente. Su anatomía tiene algo indefiniblemente ansioso y ausente, y tiene una forma de mirar atentamente por el rabillo del ojo, sin volver la cabeza, que resulta bastante desagradable, sobre todo cuando está de mal humor y tiene cerca algún cuchillo. Esas objeciones se expresan de tal modo, pese a su buen gusto en el vestir y a su ausencia de adornos, que parece desplazarse como una loba hermosa, pero no domesticada del todo. Además de estar muy bien preparada para todo lo que tiene que ver con su trabajo, habla el inglés casi como una nativa, y, en consecuencia, no le faltan palabras que pronunciar contra Rosa por haber atraído la atención de Milady, y las profiere con tal ironía cuando se sienta a comer con su compañero, el afectuoso ayuda de cámara, que éste se siente bastante aliviado cuando la comida llega a la fase de la cuchara.
¡Ja, ja, ja! Ella, Hortense, llevaba cinco años al servicio de Milady, y ésta siempre la había mantenido a distancia, y ahora esta muñeca, esta marioneta, recibe caricias, eso es, caricias, de Milady en el momento de llegar a la casa. ¡Ja, ja, ja! «¿Y sabes que eres muy guapa, niña?»… «No, Milady». ¡Ahí no te equivocas! «¿Y cuántos años tienes, hija? Y ten cuidado, no dejes que los halagos te lo hagan creer demasiado». ¡Qué divertido. Eso es lo mejor de todo!
En resumen, se trata de algo tan admirable que Mademoiselle Hortense no sólo no puede olvidarlo, sino que en las comidas de los días siguientes, incluso entre sus conciudadanas y otras personas de condición afín llegadas con la multitud de visitantes, vuelve a disfrutar silenciosamente de la gracia, un disfrute expresado, a su propio estilo bienhumorado, con una tensión facial mayor, un alargamiento comprimido de la boca y una mirada lateral, con una apreciación intensa del humor que se refleja con frecuencia en los espejos de Milady cuando no está Milady allí.
Ahora entran en acción todos los espejos de la casa: muchos de ellos, al cabo de una larga inactividad. Reflejan caras hermosas, caras quejumbrosas, caras juveniles, caras de ancianos de setenta años que no aceptan la vejez y que vienen a pasar una o dos semanas de enero en Chesney Wold y que los rumores del gran mundo, vigoroso cazador delante de Jehová persiguen con olfato agudo, desde que salen de sus madrigueras en la Corte de St. James hasta que por fin les llega la Muerte. La casa de Lincolnshire está animadísima. De día se oyen armas de fuego y voces que resuenan en el bosque, los jinetes y los carruajes adornan los caminos del parque, los sirvientes y los parásitos llenan el pueblo y las Armas de Dedlock. Vista de noche, desde lejanos claros entre los árboles, la hilera de ventanas del salón largo, donde está colgado el retrato de Milady sobre la gran chimenea, es como una hilera de joyas montadas en un marco negro. El domingo, la iglesita fría casi se calienta con tanta y tan buena compañía, y el aroma generalmente ceniciento de Dedlock queda sofocado por perfumes delicados.
El brillante y distinguido círculo comprende en su seno una cantidad ilimitada de educación, buen sentido, valor, honor, belleza y virtud. Pero hay algo que está mal, pese a sus inmensas ventajas. ¿Qué podrá ser?
¿El dandysmo? Ya no hay un Rey Jorge IV (¡y es de lamentar!) que establezca la moda de los dandies; ya no hay corbatines de felpa almidonados, ni chaquetas ajustadas, ni pantorrillas falsas, ni ballenas. Ya no hay caricaturas de Exquisitos afeminados así ataviados, desmayándose de delicia en los palcos de la ópera, cuando los reciben otros seres delicados que se llevan frasquitos de perfume de largos cuellos a las narices. Ya no hay elegantes que necesiten de cuatro hombres para ayudarlos a embutirse en sus ropas de ante, ni que vayan a presenciar todas las ejecuciones, ni que se sientan perturbados por el remordimiento de haber consumido un guisante una vez. Pero ¿existe un dandysmo en el brillante y distinguido círculo, pese a todo, un dandysmo de tipo más maligno que ha salido de debajo de la superficie y que hace cosas menos inofensivas que el ponerse corbatines de felpa e interrumpir su propia digestión, cosas a las que ningún ser racional puede objetar nada en especial?
Pues sí. No cabe disimularlo. Esta semana de enero hay en Chesney Wold algunas damas y caballeros a la última moda que han creado un nuevo dandysmo, por ejemplo en materia de Religión. Que, por una mera falta caprichosa de emociones, han convenido en conversaciones dandies que la gente Vulgar carece de fe en las cosas en general, es decir, en las cosas que se han intentado y se ha visto que estaban en falta, ¡como si un plebeyo perdiera inexplicablemente la fe en una moneda falsa de chelín después de comprobar su falsedad! Que querrían dar a la gente Vulgar más pintoresquismo y fidelidad, y para ello retrasar las agujas del reloj del Tiempo y borrar cien años de historia.
También hay damas y caballeros que siguen otro tipo de moda, no tan nueva, pero muy elegantes, que han convenido en dar un barniz suave al mundo y tener a raya todas las realidades. Para quienes todo ha de ser lánguido y bonito. Que han descubierto la inmovilidad continua. Que no se alegran con nada y no se entristecen con nada. Que no se dejan molestar por las Ideas. Para quienes incluso las Bellas Artes que esperan empolvadas y caminan de espaldas igual que el Lord Chambelán, deben ataviarse con los modelos de los sombrereros y los sastres de las generaciones pasadas, y tener especial cuidado de no actuar con seriedad, ni dejarse afectar en absoluto por la marcha de los tiempos en movimiento.
Y está Lord Boodle de gran consideración en su partido, que sabe lo que es ocupar altos cargos, y que dice a Sir Leicester Dedlock con enorme gravedad, después de la comida, que verdaderamente no sabe dónde van a llegar los tiempos. Los debates no son lo que eran; la Cámara no es lo que era; ni siquiera el Gabinete es lo que era. Percibe con asombro que, de suponer que cayera el actual Gobierno, la opción de la Corona para formar un ministerio se limitaría a Lord Coodle y Sir Thomas Doodle, de suponer que el Duque de Foodle no pudiera coaligarse con Doodle, lo que cabe suponer ocurriría como consecuencia de la ruptura debida al asunto de Hoodle. Después, si se da el Departamento del Interior y la Jefatura de la Cámara de los Comunes a Joodle, el Exchequer a Koodle, las Colonias a Loodle y el. Foreign Office a Moodle, ¿qué hace con Noodle? No se le puede ofrecer la Presidencia del Consejo Privado, que está reservada para Poodle. No se le puede poner en Campos y Bosques, porque eso apenas si vale para Quoodle. ¿Qué hacer? ¿Qué deducir? ¡Que el país naufraga, se hunde, está perdido y se deshace (como debe ser manifiesto para un patriota como Sir Leicester Dedlock), porque no hay un puesto que dar a Noodle!
Por otra parte, el Honorable William Buffy, miembro del Parlamento, debate con su vecino de mesa que el naufragio del país —del que no cabe duda; lo único dudoso es cómo se producirá— es atribuible a Cuffy. Si se hubiera hecho con Cuffy lo que se debía cuando ingresó en el Parlamento, y se le hubiera impedido aliarse con Duffy, entonces se habría aliado con Fuffy, con lo que se hubiera contado con el peso de un gran polemista como Guffy, y al llevar a las elecciones las riquezas de Huffy, se habría conseguido que tres condados estuvieran representados por Juffy, Kuffy y Luffy, y se hubiera reforzado la administración con los conocimientos oficiales y el sentido de los negocios de Muffy. ¡Todo eso, en lugar de depender, como ahora, del mero capricho de Puffy!
A este respecto, así como en torno a temas de menor importancia, hay diferencias de opinión, pero está perfectamente claro para el brillante y distinguido círculo, unánimemente, que en el fondo lo único que importa son Boodle y su séquito y Buffy y su séquito. Ésos son los grandes actores a los que está reservado el escenario. Sin duda que hay un Pueblo: un cierto número de supernumerarios a los que hablar de vez en cuando y a los que recurrir para que griten y hagan coro, igual que en el escenario del teatro, pero Boodle y Buffy, sus seguidores y sus familias, sus herederos, albaceas, administradores y derechohabientes, son los primeros actores natos, los administradores y los líderes, y nadie más que ellos podrá aparecer en escena jamás de los jamases.
También es posible que en esto haya más dandysmo en Chesney Wold de lo que le convendría a la larga al brillante y distinguido círculo. Pues parece que, incluso en los círculos más discretos y corteses, al igual que en el círculo que dibuja alrededor de sí mismo el nigromante, fuera de él se advierten en movimiento seres muy extraños. Con esta diferencia: que al tratarse de realidades y no de fantasmas, sea mayor el peligro de que irrumpan en ese círculo.
En todo caso, Chesney Wold está completamente lleno; tan lleno, que en los pechos de las doncellas de las grandes damas que están mal alojadas surge una sensación ardiente de furia, que no se puede apagar. No hay vacío más que un aposento. Es una habitación de tercera categoría en una torreta, amueblada con sencillez, pero cómodamente, y con un aire serio y anticuado. Es el aposento del señor Tulkinghorn, y nunca se le asigna a nadie más, pues puede presentarse en cualquier momento. Todavía no ha llegado. Tiene la discreta costumbre de llegar desde el pueblo al parque cuando hace buen tiempo, aposentarse en su cuarto como si nunca hubiera salido de él desde la última vez que lo ocupó, pedir a alguien del servicio que comunique a Sir Leicester que ha llegado, por si quiere verlo, y aparecer diez minutos antes de la cena, a la sombra de la puerta de la biblioteca. Duerme en la torreta, y encima de su cabeza hay un mástil de bandera que chirría toda la noche, y fuera tiene un pequeño camino de ronda por el que se le puede ver paseándose cuando está allí y hace buen tiempo, antes del desayuno, como una especie de grajo gigante.
Todos los días, antes de la cena, Milady mira a ver si está entre las sombras de la biblioteca, pero no está. Todos los días, a la hora de la cena, Milady mira hacia el otro extremo de la mesa en busca del lugar vacío, que estaría esperándolo si acabara de llegar, pero no hay ningún lugar vacío. Todas las noches, Milady pregunta a su doncella, sin darle importancia:
—¿Ha llegado el señor Tulkinghorn?
Todas las noches la respuesta es:
—No, Milady, todavía no.
Una noche, mientras le están deshaciendo el peinado, Milady se hunde en profundos pensamientos tras esta respuesta, hasta que se ve su propia faz melancólica en el espejo frente a ella, y un par de ojos negros que la estudian atentamente.
—Te ruego —dice Milady entonces, dirigiéndose a Hortense— que te ocupes de tus cosas. Ya podrás contemplar tu belleza en otro momento.
—¡Perdón! Era la belleza de Milady.
—Eso —dice Milady— es algo que no necesitas contemplar en absoluto.
Por fin, una tarde, poco antes del anochecer, cuando se han dispersado todos los grupos de figuras que desde hace una o dos horas vienen animando el Paseo del Fantasma, y sólo quedan en la terraza Sir Leicester y Milady, aparece el señor Tulkinghorn. Se les acerca con su habitual paso metódico, que nunca es más ni menos rápido. Lleva su habitual máscara inexpresiva (de suponer que se trate de una máscara) y porta secretos de familia en cada uno de los miembros de su cuerpo, en cada una de las arrugas de su atavío. Si toda su alma está consagrada a los grandes o si no rinde a éstos más que los servicios que vende, ése es su secreto personal. Lo mantiene igual que mantiene los secretos de sus clientes; a ese respecto es su propio cliente, y jamás se traicionará.
—¿Cómo está usted, señor Tulkinghorn? —dice Sir Leicester al darle la mano.
El señor Tulkinghorn está muy bien. Sir Leicester está muy bien. Milady está muy bien. Todo resulta muy satisfactorio. El abogado, con las manos a la espalda, pasea al lado de Sir Leicester por la terraza. Milady va del otro lado.
—Lo esperábamos antes —dice Sir Leicester. Es una observación muy atenta. Es como si hubiera dicho: «Señor Tulkinghorn, recordamos que usted existe incluso cuando no está usted aquí para recordárnoslo con su presencia. ¡Ya ve usted, caballero, que le dedicamos una parte de nuestros pensamientos!».
El señor Tulkinghorn lo comprende, inclina la cabeza y dice que lo agradece mucho.
—Debería haber llegado antes —explica—, de no haber sido por estar ocupadísimo con los temas de esos diversos pleitos entre usted y Boythorn.
—Hombre de mentalidad muy desordenada —observa Sir Leicester severamente—. Persona peligrosísima para cualquier comunidad. Un hombre de carácter muy vil.
—Es terco —dice el señor Tulkinghorn.
—Como es lógico que lo sea una persona así —dice Sir Leicester, que tiene todo el aspecto de ser terquísimo él también—. No me sorprende nada lo que usted dice.
—Lo único que queda en duda —continúa el abogado— es si está usted dispuesto a ceder en algo.
—No, señor —replica Sir Leicester—. En nada. ¿Ceder yo?
—No me refiero a nada de importancia. Ya sé que en eso no querrá usted abandonar nada. Me refiero a algo intranscendente.
—Señor Tulkinghorn —replicó Sir Leicester—, no puede haber cosas intranscendentes entre yo y el señor Boythorn. Si voy más allá, si observo que no me resulta fácil concebir cómo cabe calificar de intranscendente a cualquier derecho mío, no me refiero tanto a mí mismo, individualmente, sino a la posición de mi familia, que me incumbe a mí mantener.
El señor Tulkinghorn vuelve a bajar la cabeza y dice:
—Ya tengo mis instrucciones. El señor Boythorn va a crearnos muchos problemas…
—Señor Tulkinghorn, es típico de ese género de personas —interrumpe Sir Leicester— el crear problemas. Es un personaje que probablemente, hace cincuenta años, se hubiera visto juzgado en el Old Bailey por algún acto demagógico, y bien castigado… por no decir —añade Sir Leicester tras detenerse un momento—, por no decir colgado, descuartizado y despedazado.
Sir Leicester parece descargar su alma de estadista de un gran peso al pronunciar esta sentencia capital, como si fuera lo más satisfactorio del mundo, con la excepción de la ejecución efectiva de la sentencia.
—Pero se acerca la noche —continúa— y Milady va a enfriarse. Entremos, querida mía.
Al volverse hacia la puerta del vestíbulo, Lady Dedlock se dirige al señor Tulkinghorn por primera vez.
—Me ha enviado usted un mensaje acerca de la persona por cuya letra le pregunté. Ha sido muy propio de usted recordar esa circunstancia; yo ya la había olvidado. Su mensaje me la ha vuelto a recordar. No logro imaginar qué relación tenía yo con esa letra, pero sin duda que era con algo.
—¿Con algo? —repite el señor Tulkinghorn.
—¡Sin duda! —repite despreocupadamente Milady—. Tiene que haber sido algo. Y, ¿de verdad que se molestó usted en buscar a quien escribió aquella… como se llame… declaración jurada?
—Sí.
—¡Qué extraño!
Pasan a un sombrío cuarto del desayuno en el piso bajo, iluminado durante el día por dos ventanas abiertas en un grueso muro. Es el atardecer. El fuego se refleja brillante en las paredes de madera, y pálido en los cristales de las ventanas, donde, por en medio del reflejo frío de la hoguera, el paisaje más frío tiembla en el viento, y se desliza una niebla gris: única viajera aparte de la masa de nubes.
—Sí —dice—. Pregunté por él y lo encontré. Y lo que es más extraño, lo encontr…
—¡Que no era nada extraordinario, me temo! —se le adelanta láguidamente Lady Dedlock.
—Lo encontré ya muerto.
—¡Dios mío! —exclama Sir Leicester, no tan escandalizado por el hecho en sí sino por el hecho de que se mencione el hecho.
—Me indicaron dónde se alojaba, un lugar pobre, miserable, y lo encontré muerto.
—Perdone usted, señor Tulkinghorn —observa Sir Leicester—, pero creo que cuanto menos se hable…
—Por favor, Sir Leicester, desearía saber toda la historia —dice Milady—. Es toda una historia para el atardecer. ¡Qué horrible! ¿Muerto?
El señor Tulkinghorn vuelve a afirmarlo con un gesto de la cabeza:
—Que fuera por su propia mano…
—¡Por mi honor! —exclama Sir Leicester—. ¡Realmente!
—¡Deseo oír la historia! —exclama Milady.
—Como quieras, querida mía. Pero he de decir…
—¡No tienes nada que decir! Continúe, señor Tulkinghorn.
Sir Leicester cede galantemente, aunque sigue opinando que el hablar de sordideces así a las clases altas es verdaderamente… verdaderamente…
—Estaba a punto de decir —continúa el abogado con una calma imperturbable— que si se había dado la muerte por su propia mano o no es algo que no puedo decirles. Sin embargo, debo modificar esa frase al decir que sin duda había muerto por su propia mano; después, que ello fuera por intención propia y deliberada o por casualidad, es algo que nunca se podrá saber. El jurado del Coroner concluyó que había él tomado el veneno accidentalmente.
—Y, ¿qué género de persona —pregunta Milady— era ese ser deplorable?
—Resulta difícil decirlo —replica el abogado con una sacudida de la cabeza—. Había vivido tan pobremente, y estaba tan desaseado, con su tez de gitano y aquel pelo y aquella barba tan desordenados, que yo hubiera juzgado que se trataba de alguien lo más vulgar posible. El médico tenía la idea de que en otros tiempos había pertenecido a una clase mejor, tanto en aspecto como en condición.
—¿Cómo se llamaba el pobre individuo?
—Le daban el nombre que él mismo se daba, pero nadie sabía cómo se llamaba.
—¿Ni siquiera quiénes lo trataban?
—Nadie lo trataba. Lo encontraron muerto. De hecho, yo lo encontré muerto.
—¿Sin ninguna pista acerca de nada más?
—Ninguna; aunque había —añade pensativo el abogado— un viejo portamantas, pero… No, no había documentos.
Mientras se han ido pronunciando las palabras de este breve diálogo Lady Dedlock y el señor Tulkinghorn, sin otra modificación de su porte habitual, se han estado mirando fijamente, como quizá sea natural en una conversación acerca de tema tan desusado. Sir Leicester ha estado contemplando la chimenea, con la misma expresión general de los Dedlock de la escalera. Una vez contada la historia, renueva su protesta solemne y comenta que es evidente que la relación establecida mentalmente por Milady no puede en absoluto referirse a ese miserable (salvo que se tratara de un pedigüeño que pidiera limosna por carta); espera no oír más acerca de un tema tan impropio de la condición de Milady.
—Desde luego, es una serie de horrores —dice Milady recogiendo sus mantos y sus pieles—, pero para pasar un rato resulta interesante. Señor Tulkinghorn, tenga la bondad de abrirme la puerta.
El señor Tulkinghorn se la abre con deferencia y se la mantiene abierta mientras sale ella. Pasa a su lado, con su aire fatigado de costumbre y su elegancia insolente. Vuelven a verse a la hora de comer, y otra vez al día siguiente, y así durante muchos días seguidos. Lady Dedlock es siempre la misma deidad agotada, rodeada de sus adoradores, se siente terriblemente inclinada a morirse de aburrimiento, al mismo tiempo que preside su propio culto. El señor Tulkinghorn es siempre el mismo depósito mudo de nobles confidencias, tan extrañamente fuera de lugar y sin embargo tan perfectamente en casa. Parece que se dieran tan poca cuenta el uno de la existencia del otro como pueda ser posible entre dos personas encerradas entre las mismas paredes. Pero cada uno de ellos está cada vez más en guardia contra el otro y sospecha de él que se reserva algo importante; el que cada uno de ellos esté cada vez más dispuesto en todos los respectos en contra del otro, para que nunca lo pesque descuidado; lo que daría cada uno de ellos por saber cuánto sabe el otro: todo eso yace escondido, por el momento, en los corazones de ambos.