Casa desolada

47. El testamento de Jo

47. El testamento de Jo

Mientras Allan Woodcourt y Jo siguen por las calles en las que las altas torres de las iglesias y las distancias parecen tan próximas y tan nítidas a la luz matutina que la misma ciudad parece renovada por el descanso, Allan decide mentalmente cómo y a dónde va a llevar a su compañero. «Desde luego, es asombroso» —considera— «que en el centro del mundo civilizado este ser con forma humana tenga más dificultades para encontrar acomodo que un perro sin dueño». Pero por asombroso que resulte, así es, y las dificultades continúan.

Al principio mira a sus espaldas muchas veces, para asegurarse de que Jo efectivamente lo sigue. Pero, mire donde mire, ahí sigue, bien cerca de las paredes del otro lado, avanzando, tocando con la mano un ladrillo tras otro y una puerta tras otra, también él mira hacia él, atentamente, mientras lo sigue. Al cabo de un rato, convencido de que lo último que se le ocurrirá es escapar de él, Allan continúa, pensando ya sin esa otra preocupación, en lo que va a hacer.

Al ver un kiosco que sirve desayunos en una esquina, se le ocurre lo primero que ha de hacer. Se detiene en él, mira atrás y llama a Jo. Jo cruza la calle y llega a trompicones titubeantes, frotándose lentamente los nudillos de la mano derecha en la palma ahuecada de la izquierda, como si estuviera machacando polvo con una mano y un mortero naturales. Entonces ponen ante Jo lo que a éste le parece un yantar muy delicado, y empieza a tragarse el café y a roer el pan con mantequilla, mirando preocupado en todas las direcciones al mismo tiempo que come y bebe, como un animal asustado.

Pero está tan enfermo y se siente tan mal que incluso le ha abandonado el hambre.

—Creía que me estaba muriendo de hambre, caballero —dice Jo, que aparta en seguida los platos—, pero es que no sé … ni siquiera de eso. No me apetece comer ni beber . —Y Jo se pone en pie y contempla el desayuno, asombrado.

Allan Woodcourt le toma el pulso y después le lleva la manó al pecho.

—¡Respira, Jo, respira hondo!

—Más hondo que un pozo —dice Jo, y podría añadir: «y me estoy ahogando», pero se limita a susurrar—: Ya circulo, caballero.

Allan busca una botica con la mirada. No hay ninguna cerca, pero igual o mejor vale una taberna. Obtiene una pequeña cantidad de vino y le da un poco al chico, con gran cuidado. El muchacho empieza a revivir en cuanto le pasa de los labios.

—Quizá repitamos la dosis, Jo —dice Allan tras observarlo con su expresión atenta—. ¡Bueno! Vamos a descansar cinco minutos y después seguimos adelante.

Allan Woodcourt deja al muchacho sentado en el banco del kiosco, con la espalda apoyada en una barra de hierro y se da un paseo al sol de la mañana, mirándolo de vez en cuando pero sin dar la impresión de vigilarlo. No hace falta gran discernimiento para percibir que ya no tiene frío y se siente descansado. Si cabe decir de una cara tan sombría que se haya iluminado, es cierto que algo se le ha iluminado la carita, y poco a poco va comiendo la rebanada de pan que había dejado tan desesperado. Al ver todos esos indicios de mejoría, Allan empieza a hablar con él, y se entera con gran asombro de las aventuras de la dama del velo, con todas sus consecuencias. Jo mastica lentamente y las va contando lentamente. Cuando terminan su historia y el pan, los dos siguen su camino.

Allan se propone hablar de sus dificultades para encontrarle un refugio temporal al muchacho con su vieja paciente, la activa señorita Flite, y se dirige hacia el patio donde por primera vez se vieron él y Jo. Pero en la tienda del trapero ha cambiado todo; la señorita Flite ya no vive allí; está cerrado, y una hembra de facciones duras y muy oscurecidas por el polvo, de edad difícil de adivinar —pero que, de hecho, es nada menos que la interesante Judy— da unas respuestas concisas y lacónicas. Como, sin embargo, éstas bastan para comunicar al visitante que la señorita Flite y sus pájaros están alojados con una tal señora Blinder, en Bell Yard, allá van los dos, y la señorita Flite (que se levanta temprano para llegar puntualmente al Diván de la justicia que preside su excelente amigo el Canciller) baja corriendo con lágrimas de bienvenida y los brazos abiertos.

—¡Mi querido médico! —grita la señorita Flite—. ¡Mi meritorio, distinguido y honorable oficial! —Utiliza algunas expresiones raras, pero es tan cordial y tan acogedora como pueda ser la persona más cuerda, y más de lo que suelen serlo éstas. Allan, muy paciente con ella, espera hasta que se le acaben sus expresiones de cariño, señala hacia Jo, que tiembla en un portal, y le dice por qué ha ido allí.

—¿Dónde puedo alojarlo de momento? Usted conoce a mucha gente y tiene muy buen sentido, de manera que quizá pueda aconsejarme.

La señorita Flite, orgullosísima ante tamaño cumplido, se pone a pensar, pero tarda mucho en tener una idea brillante. La casa de la señora Blinder está llena, y ella misma está ocupando la habitación del pobre Gridley.

—¡Gridley! —exclama la señorita Flite batiendo palmas tras repetir esta observación por vigésima vez—. ¡Gridley! ¡Claro, claro! ¡Mi querido médico! El General George va a ayudarnos.

Es inútil pedir información alguna acerca del General George, y lo sería aunque la señorita Flite no se hubiera echado ya a correr por las escaleras en busca de su sombrerito arrugado y su pobre chal y a armarse con su ridículo lleno de documentos. Pero como informa a su médico, a su aire desordenado, cuando baja con todo listo, que el General George, a quien visita a menudo, conoce a su querida Fitz-Jarndyce, y se interesa mucho por todo lo relacionado con ella, Allan se siente inducido a pensar que quizá vayan a buen puerto. En consecuencia, dice a Jo, para confortarlo, que dentro de poco acabarán sus vagabundeos, y se dirigen a casa del General. Por fortuna, no está lejos.

Por el exterior de la Galería de Tiro de George, su larga entrada y la perspectiva despejada que hay más allá. Allan Woodcourt piensa que va a ir bien. También considera prometedora la figura del propio señor George, que avanza hacia ellos en medio de su ejercicio matutino, con la pipa en la boca, sin corbata y con los brazos musculosos, desarrollados por el uso del sable y de las pesas, claramente visibles bajo las mangas de una delgada camisa.

—A su servicio, caballero —dice el señor George con un saludo militar. Tiene una sonrisa bienhumorada que le sube hasta la ancha frente y el pelo bien cortado, y después saluda a la señorita Flite que con gran cortesía, y sin ninguna prisa efectúa ceremoniosamente el rito de las presentaciones. El, por su parte, termina con otro—: ¡A su servicio, caballero! —y otro saludo.

—Con su permiso, caballero. ¿Es usted marino? —pregunta el señor George.

—Me complace mucho saber que lo parezco —responde Allan—, pero sólo soy médico de la marina.

—¡Vaya, caballero! Hubiera jurado que era usted un lobo de mar.

Allan espera que eso sirva para que el señor George perdone su intrusión, y especialmente que no apague la pipa, como ha manifestado intención de hacer por cortesía.

—Es usted muy amable, caballero —responde el soldado—. Como sé por experiencia que a la señorita Flite no le molesta, y como a usted tampoco… —y termina la frase volviendo a llevársela a la boca. Allan procede a contarle todo lo que sabe de Jo, mientras el soldado escucha con gesto grave.

—Y, entonces, ¿éste es el muchacho, caballero? —pregunta con una mirada hacia la entrada, donde está Jo contemplando el gran letrero dé la fachada encalada, que a sus ojos no significa nada.

—Éste es —dice Allan—. Y, señor George, tengo esta dificultad con él. No quiero llevarlo a un hospital, incluso de suponer que pudiera conseguir que lo ingresaran de inmediato, porque preveo que no se quedaría mucho tiempo allí, si es que lográsemos convencerlo para que fuera allí. La misma objeción cabe aplicar a un asilo, de suponer que tuviera yo la paciencia para soportar que me dieran excusas y evasiones, y que me pasaran de una ventanilla a otra para tratar de ingresarlo, sistema que no me agrada demasiado.

—No le agrada a nadie, caballero —responde el señor George.

—Estoy convencido de que no se quedaría mucho tiempo en ninguno de esos sitios, pues está dominado por un terror extraordinario de la persona que le ordenó que se mantuviera lejos de aquí; en su ignorancia, cree que esa persona está en todas partes y que lo sabe todo.

—Perdóneme usted, caballero —dice el señor George—, pero no ha mencionado usted cómo se llama esa persona. ¿Es algún secreto, caballero?

—El chico dice que sí. Pero se llama Bucket.

—¿Bucket el detective, caballero?

—Exactamente.

—Pues yo lo conozco, caballero —replica el soldado tras exhalar una columna de humo y abombar el pecho—, y el chico no se equivoca en el sentido de que sin duda se trata de… un tipo extraño —y el señor George tras decir esto, fuma profundamente y contempla en silencio a la señorita Flite.

—Bien, pues lo que yo desearía es que por lo menos el señor Jarndyce y la señorita Summerson supieran que éste Jo, que cuenta una historia tan rara, ha vuelto a reaparecer, y que pudieran hablar con él, si es que lo desean. Por eso quiero que, de momento, se encuentre alojado en algún lugar modesto mantenido por personas decentes que quisieran recibirlo. Como ve usted, señor George —dice Allan, siguiendo la mirada del soldado hacia la entrada—, Jo no ha tenido mucho trato con personas decentes. De ahí la dificultad. ¿Conoce usted por causalidad a alguien de por aquí que estuviera dispuesto a acogerlo durante un tiempo si yo pago por adelantado?

Al mismo tiempo que lo pregunta se da cuenta de que hay un hombrecillo de cara sucia al lado del soldado, que mira hacia arriba, con cara y gesto enrevesados, a la cara del soldado. Tras unas cuantas chupadas a la pipa, el soldado mira de lado al hombrecillo, y éste le hace un guiño al soldado.

—Pues bien, señor mío —dice el soldado—, le puedo asegurar que estoy dispuesto a darme con un canto en los dientes si ello puede agradar a la señorita Summerson, y en consecuencia considero un privilegio hacer un favor a esa señorita, por pequeño que sea. Claro está, señor mío, que aquí Phil y yo somos un tanto bohemios. Ya ve usted este lugar. Si quiere usted, el chico puede ocupar un rincón tranquilo. No se cobra nada, más que el rancho. La verdad señor mío, es que no andamos muy prósperos. Nos pueden desahuciar en cualquier momento. Sin embargo, caballero, dentro de las limitaciones del lugar, y mientras esté a nuestra disposición, también lo está a la suya.

Con un gesto amplio de su pipa, el señor George pone todo el edificio a disposición de su visitante.

—Doy por seguro, caballero —añade—, que como pertenece usted a la profesión médica, está usted seguro de este pobre sujeto no es víctima de ninguna infección. Allan está totalmente seguro de ello.

—Porque, caballero —dice el señor George con un gesto pesaroso de la cabeza—, de eso ya hemos tenido más que demasiado.

Su nuevo conocido le hace eco con un gesto no menos pesaroso.

—Sin embargo, estoy obligado a decir a usted —observa Allan, tras repetir su anterior garantía—, que el muchacho está deplorablemente debilitado y desnutrido, y que quizá (aunque no puedo asegurarlo) esté demasiado mal como para que pueda recuperarse.

—¿Cree usted que corre peligro, caballero? —pregunta el soldado.

—Sí, mucho me lo temo.

—Entonces, caballero —responde el soldado con gesto decisivo—, me parece (dado que yo también soy muy dado al vagabundeo) que cuanto antes entre de la calle, mejor. ¡Eh, Phil! ¡Haz que entre!

El señor Squod zarpa oblicuamente a cumplir la orden, y el soldado, que ha terminado la pipa, la deja a un lado. Entra Jo. No es uno de los indios tockahupo de la señora Pardiggle; no es una de las ovejas de la señora Jellyby, pues no tiene nada que ver con Borriobula-Gha; no es alguien que enternezca gracias a la distancia y a la ignorancia [no puede tranquilizar ni ablandar a nadie, como pretexto distante para no intervenir en lo que anda mal a la vuelta de la esquina]; no es un auténtico salvaje exótico: es un producto auténticamente nacional. Está sucio, es feo, desagrada desde todos los puntos de vistas; es físicamente un ser vulgar de las más vulgares calles; no es un pagano más que de alma. La suciedad que lo recubre es local, los parásitos que lo consumen son locales; las llagas que tiene son locales; la ignorancia nativa, el producto del suelo y del clima ingleses hacen que su naturaleza inmortal sea inferior a la de las bestias que perecen . ¡Muéstrate, Jo, tal y como eres! Desde la planta de los pies hasta la coronilla no tienes nada de interesante.

Entra, arrastrando los pies, en la galería del señor George y se queda ahí acurrucado, mirando el suelo. Parece comprender que los otros tienen una tendencia a rehuirlo, en parte por lo que es y en parte por lo que ha causado. También él los rehuye. No pertenece al mismo orden de cosas ni al mismo lugar de la creación. No pertenece a ningún orden ni a ningún lugar; no pertenece a los animales ni a la humanidad.

—¡Vamos, Jo! —dice Allan—. Éste es el señor George.

Jo sigue mirando un rato al suelo, después levanta la vista y vuelve a bajarla.

—Es un buen amigo tuyo, porque te va a dar alojamiento aquí.

Jo hace un gesto con la mano, como esbozando una reverencia. Tras un rato de reflexión, unos tropezones atrás y adelante, y un cambio del pie en el que está apoyado, susurra que «muchas gracias».

—Aquí estarás bien y a salvo. Por ahora no tienes más que obedecer lo que te digan e irte recuperando. Y no te olvides de decirnos la verdad en todo, Jo, pase lo que pase.

—Que me muera si no, caballero —dice Jo, que vuelve a su expresión favorita—. No he hecho más que lo que usté sabe, meterme en líos. Yo nunca me he metido en líos, señor, menos que no sé y lo del hambre que paso.

—Te creo. Ahora, escucha al señor George. Ya veo que te va a decir algo.

—Caballero, lo único que pretendía yo —observa el señor George, notablemente robusto y tieso— era señalarle dónde puede acostarse y dormir todo lo que quiera. Bueno, mira aquí —y mientras el soldado va hablando los lleva al otro extremo de la galería, y abre uno de los pequeños cubículos—, ¡ya ves! Aquí tienes un colchón y aquí puedes quedarte mientras te portes bien, mientras el señor…, con su permiso, caballero —dice en tono de excusa mientras lee la tarjeta que acaba de pasarle Allan—, mientras quiera el señor Woodcourt. No te asustes si oyes tiros; van al blanco, y no a ti. Bueno, hay otra cosa que quiero recomendar, caballero —dice el soldado, volviéndose hacia su visitante—. ¡Phil, ven!

Phil se acerca conforme a su táctica habitual.

—Éste, caballero, es un hombre al que encontraron en el arroyo cuando era niño. Por lo tanto, es de prever que se interese naturalmente por esta pobre criatura. Así es, ¿no, Phil?

—Desde luego que sí, no faltaba más, jefe —responde Phil.

—Pues estaba yo pensando, caballero —continúa el señor George, con una especie de confianza marcial, como si estuviera dando su opinión en un consejo de guerra en plena campaña—, que si este hombre lo llevara a darse un baño, y se gastara unos chelines en comprarle algo de ropa barata…

—Señor George, mi amable amigo —le interrumpe Allan, que se saca la cartera—, ése es precisamente el favor que quería pedirle a usted.

Inmediatamente se envía a Phil Squod y a Jo en busca de atavíos. La señorita Flite, totalmente encantada con su éxito, se apresura a dirigirse a los Tribunales, pues teme mucho que, si no lo hace, su gran amigo el Canciller se sienta inquieto por ella, o que pronuncie el fallo tanto tiempo esperado mientras ella está ausente, y observa que: «¡Y ya saben mis queridos médico y general, que al cabo de tantos años sería absurdamente lamentable!». Allan aprovecha la oportunidad para ir a buscar unos reconstituyentes, y cuando los consigue cerca, vuelve en seguida y se encuentra con que el soldado se está paseando por la galería, y se pone a su paso.

—Entiendo, caballero —dice el señor George—, que la señorita Summerson está bastante bien, ¿no?

Eso parece.

—Pero, usted no es pariente suyo, ¿verdad, caballero?

Parece que no.

—Excuse mi aparente curiosidad —dice el señor George—. Me pareció probable que se interesara usted por este pobre chico más de lo corriente porque por desgracia la señorita Summerson se interesó tanto por él. Eso es lo que me pasa a mí, caballero, se lo asegura.

—Y a mí, señor George.

El soldado mira de lado a las mejillas tostadas de Allan y a sus ojos oscuros y brillantes, mide rápidamente su peso y su estatura y parece darle su aprobación.

—Desde que salió usted, caballero, he estado pensando en que sin duda conozco el despacho de Lincoln’s Inn Fields al que llevó Bucket al muchacho, según el relato de éste. Aunque él no sabe de quién se trata, le puedo decir quién es. Es Tulkinghorn. Ése es.

Allan lo mira con gesto interrogante y repite el nombre.

—Tulkinghorn. Así se llama, sí, señor. Lo conozco y sé que ha estado en contacto con Bucket antes, en relación con una persona fallecida que le había ofendido en algo. Sé quién es, sí, señor. Para desgracia mía.

Allan, naturalmente, pregunta qué género de persona es.

—¡Qué género de persona! ¿Quiere usted decir qué aspecto tiene?

—No, eso creo que ya lo entiendo. Quiero decir para tratar con él. ¿Qué género de persona, en general?

—Bueno, caballero, pues le diré —contesta el soldado, que se detiene y se cruza los brazos encima del ancho pecho, tan airado que la cara se le enrojece y enciende entera— que es un género endemoniadamente malo de persona. Es el género de persona al qué le gusta la tortura lenta. No tiene más sentimientos que un pedazo de carbón. Es un género de persona (¡por Jove!) que me ha causado más preocupaciones y más intranquilidad y más descontento conmigo mismo que todas las demás personas que conozco juntas. ¡Ése es el género de persona que es el señor Tulkinghorn!

—Lamento mucho —dice Allan— haberme referido a algo tan doloroso.

—¿Doloroso? —El soldado separa todavía más las piernas, se humedece la palma de la mano con la lengua y se la lleva a un bigote imaginario—. No es culpa suya, caballero, pero júzguelo. Tiene un poder sobre mí. Es precisamente la persona que mencioné hace un momento en el sentido de que podía desahuciarnos de un momento al otro. Me tiene sometido a una incertidumbre constante. Ni me ataca ni me deja en paz. Si tengo que hacerle un pago, o pedirle un plazo, no me ve ni me oye: me pasa a Melchisedech de Clifford's Inn, y Melchisedech de Clifford's Inn vuelve a pasarme a él, y así me tiene siempre pendiente de él, como si yo estuviera hecho de la misma madera que él. Pero, fíjese, ¡me paso prácticamente la mitad de la vida esperando y llamando a su puerta! ¿Qué le importa a él? Nada. Para él soy como el pedazo de carbón con el que lo he comparado alguna vez. Me pincha y me irrita hasta que… ¡Bah! ¡Bobadas! Estoy divagando, señor Woodcourt —y el soldado vuelve a echarse a andar—; lo único que digo es que es un viejo, pero yo celebro no tener ya una oportunidad de meterle las espuelas a mi caballo y combatir con él en campo abierto. Porque si tuviera esa oportunidad cuando me pone como me pone, ¡le juro que lo atravesaría, caballero!

El señor George se ha excitado tanto que considera necesario limpiarse la frente con la manga de la camisa. Incluso cuando aventa su ira silbando el Himno Nacional, todavía sigue haciendo involuntariamente sacudidas de cabeza, y el pecho le palpita; por no mencionar algunos ajustes apresurados del cuello de la camisa con ambas manos, como si no estuviera lo bastante abierto para impedir que se sofoque. En resumen, Allan Woodcourt no abriga ninguna duda acerca de la probabilidad de que el señor Tulkinghorn quedara atravesado en el campo abierto mencionado.

Poco después llegan Jo y su guía, y Phil lleva cuidadosamente a Jo a su colchón; Allan, tras administrar minuciosamente los medicamentos por su propia mano, confía a Phil todos los medios y las instrucciones que hacen falta. La mañana ya está bien entrada. Allan va a su alojamiento y a desayunar, y después, sin tratar de descansar, va a ver al señor Jarndyce para comunicarle su descubrimiento.

El señor Jarndyce vuelve solo con él y le dice confidencialmente que hay motivos para mantener en el margen secreto este asunto, por el que manifiesta gran interés. Jo repite al señor Jarndyce básicamente lo mismo que ha dicho por la mañana, sin ninguna variación material. Lo único que ocurre es que ese pozo suyo es más hondo, y le resulta más difícil salir de él.

—Déjenme quedarme aquí y que no me persigan más —tartamudea Jo—, y me hagan el favor de si alguien pasa por donde yo barría antes, na más que dicirle al señor Snagsby que Jo, que ya conoce él, va y circula como está mandado, y se lo agradeceré mucho más entoavía que lo estoy ya, si es que los probes podemos estar agradecidos.

En el día o los dos días siguientes se refiere tantas veces al papelero de los tribunales que Allan, tras consultar al señor Jarndyce, decide, llevado de su buen corazón, ir a la plazoleta de Cook, y cuanto antes, porque el pozo está cada vez más hondo.

A la plazoleta de Cook, pues, encamina sus pasos. El señor Snagsby está tras el mostrador, con su guardapolvos gris y sus manguitos, inspeccionando un contrato en varias hojas que le acaba de llegar del copista: una meseta inmensa de letra cancilleresca sobre pergamino, con un alto de vez en cuando de letra gruesa para romper esa terrible monotonía e impedir que el viajero se desespere. El señor Snagsby se detiene en uno de esos oasis de tinta y saluda al recién llegado con su tos de preparación general para el negocio.

—¿No me recuerda, señor Snagsby?

Al papelero le empiezan a dar palpitaciones, pues nunca ha olvidado sus viejas aprensiones. Lo único que puede hacer es responder:

—No, señor, no puedo decir que lo recuerde. Yo diría, por no andarme con circunloquios que nunca le he visto a usted hasta ahora, señor mío.

—Dos veces —responde Allan Woodcourt—. Una vez ante el lecho de muerto de un pobre hombre y otra… «¡Por fin ha llegado!», piensa el pobre papelero al recordar. «¡Ahora la nube se ha cargado y va a romper!». Pero tiene la suficiente presencia de ánimo para llevar a su visitante a la trastienda y cerrar la puerta.

—¿Es usted casado, caballero?

—No.

—Aunque sea usted soltero —dice el señor Snagsby—, ¿querría usted tratar de hablar lo más bajo posible? ¡Porque apuesto este negocio y quinientas libras a que mi mujercita está escuchando por alguna parte!

El señor Snagsby, profundamente acongojado, se sienta en su taburete, con la espalda al escritorio y protesta:

—Jamás he tenido un secreto propio, señor mío. No puedo hallar un solo recuerdo en mi memoria de haber tratado ni una sola vez de engañar voluntariamente a mi mujercita desde el día en que me dio el sí. No lo hubiera hecho, señor mío. Por no andarme con circunloquios, no podría haberlo hecho, no habría osado. Y pese a todo, sin embargo, me encuentro rodeado de secretos y misterios, y la vida se me ha convertido en una pesada carga.

Su visitante manifiesta su pesar al oírlo y le pregunta si se acuerda de Jo. El señor Snagsby responde con un gemido ahogado. ¡Y tanto!

—No podría usted hablar de un solo ser humano (salvo yo mismo) en contra del cual esté más determinada mi mujercita que en contra de Jo.

Allan pregunta por qué.

—¿Por qué? —repite el señor Snagsby, que en su desesperación se lleva una mano al mechón de pelo que tiene en la nuca de su calva cabeza—. ¿Cómo voy a saber yo por qué? Pero usted es soltero, señor mío, y ¡ojalá pase mucho tiempo sin que le tengan que hacer a usted esa pregunta como persona casada!

Con este benévolo deseo, el señor Snagsby emite su tosecilla de total resignación y se prepara a escuchar lo que ha de comunicarle el visitante.

—¡Otra vez! —dice el señor Snagsby, que entre la gravedad de sus sentimientos y la obligación de hablar en voz baja se está quedando sin color en la cara—. ¡Otra vez, pero en sentido opuesto! Una cierta persona me conmina, con la mayor solemnidad, a no hablar de Jo con nadie, ni siquiera con mi mujercita. Después viene otra persona, en la persona de usted, y me conmina, con igual solemnidad a no mencionar a Jo a esa otra persona, menos que a ninguna otra persona. ¡Pero si esto es un asilo privado! ¡Pero si esto, por no andar con circunloquios es un verdadero manicomio, señor mío!

Pero, después de todo, es mejor de lo que se temía, pues no ha estallado la mina bajo sus pies, ni se ha ahondado el pozo en el que ha caído. Y como tiene buen corazón y está afectado por lo que ha oído, acepta en seguida «pasarse por allí» esa tarde en cuanto pueda organizarlo discretamente. Y por allí pasa muy discretamente cuando llega la tarde, pero es posible que la señora Snagsby se organice con tanta discreción como él.

Jo se alegre mucho de ver a su viejo amigo, y cuando se quedan solos le dice que le parece muy amable por parte del señor Snagsby que se aleje tanto de su casa sólo por él. El señor Snagsby, conmovido por el espectáculo que tiene ante sí, pone inmediatamente media corona encima de la mesa: bálsamo mágico que, a su juicio, cura todas las heridas.

—Y, ¿cómo te encuentras, pobrecito? —pregunta el papelero con su tosecilla de solidaridad.

—Tengo suerte, señor Snagsby, de verdá —responde Jo—, y no me falta . Me tratan como naide, señor Snagsby. Siento mucho lo que hice, pero la verdá es que no quería hacer .

El papelero deposita silenciosamente otra media corona en la mesa y le pregunta qué es lo que lamenta haber hecho.

—Señor Snagsby —dice Jo—, fui y puse mala a la señorita que era como la otra señora, pero que no era la señora, y naide me dice por eso, porque ella es güena y yo soy probe. La señora me viene a ver ayer y va y me dice: «¡Ay, Jo!», me dice. «¡Creíamos que te habíamos perdido, Jo!», me dice. Y se queda ahí sentá y echándome una sonrisa y no me dice una palabra ni me echa una mirá por lo que hice, de verdá, y yo me güelvo a la paré, de verdá, señor Snagsby. Y el señor Jandis va y veo que también se vuelve a la paré. Y el señor Woodcot va y viene a darme algo curarme, que viene tós los días y las noches y cuando se baja a darme eso habla en voz muy alta, pero yo veo que está llorando, señor Snagsby.

El papelero, enternecido, deposita otra media corona en la mesa. La repetición de ese remedio infalible es lo único que puede aliviar sus sentimientos.

—Lo que yo pensaba, señor Snagsby —continúa Jo—, es que a lo mejor usté sabe escribir con esas letras tan grandes, ¿no?

—Sí, Jo, gracias a Dios —replica el papelero.

grandes y bonitas, ¿verdá? —pregunta Jo, interesadísimo.

—Sí, chiquillo.

Jo ríe encantado.

—Lo que yo pensaba, entonces, señor Snagsby, es que cuando ya haya circulao tó lo que puedo y ya no pueda circular más, a lo mejor usté tendría la bondá de escribir muy grande que el mundo lo entienda en toas partes, que de verdá siento mucho lo que hice y que no quería hacerlo, y que aunque no sabía de , ya sé que el señor Woodcot ha llorao por eso y que lo siento mucho y que espero que me pueda perdonar. Y si lo escribe usté con letras grandes, a lo mejor me perdona.

—Así lo haré, Jo. Con letras muy grandes.

Jo vuelve a reír:

—Gracias, señor Snagsby. Es usté güeno y estoy entoavía mejor tratao que antes.

El manso papelero, con una tosecilla rota e incompleta, saca su cuarta media corona (nunca se ha encontrado con un caso que requiera tantas) y está a punto de marcharse. Y Jo y él ya no se verán nunca más en este pequeño mundo. Nunca más.

Porque el pozo tan hondo está a punto de colmarse y sus aguas están agitadas. Se llena y se llena, y sus aguas están cada vez más agitadas. El sol no va a levantarse ni a ponerse muchas veces más sobre su agitada superficie.

Phil Squod, con su cara marcada por la pólvora, actúa simultáneamente de enfermero y de armero en su mesita del rincón; levanta muchas veces la cabeza y dice con un movimiento de su gorra de fieltro verde y un gesto animoso de una ceja: «¡Aguanta, muchacho, aguanta!». También viene mucho el señor Jarndyce, y casi siempre está allí Allan Woodcourt; y ambos piensan mucho en la extraña forma en que el Destino ha enredado a este pobre de las calles en la trama de vidas muy diferentes. También viene a visitarlo a menudo el soldado, que llena la puerta con su cuerpo atlético y su exuberante vitalidad y su fuerza, de tal modo que parece traspasar algo de su vigor a Jo, que nunca deja de responder con algo más de fuerza a sus palabras de ánimo.

Hoy Jo está sumido en el sueño o en un estupor, y Allan Woodcourt, que acaba de llegar, está a su lado contemplándole el rostro demacrado. Al cabo de un rato se sienta en silencio junto a la cama, y sigue mirándolo de frente, igual que se sentó en la trastienda del papelero, y le toca el pecho y el corazón. El pozo ya está casi lleno, pero el agua deja de subir por unos momentos.

En la puerta está el soldado, inmóvil y silencioso. Phil se ha detenido en sus actividades tintineantes, con el martillito en una mano. El señor Woodcourt mira a su alrededor con gesto de grave atención e interés profesional en la cara y, con una mirada significativa al soldado, indica a Phil que se lleve su mesa fuera. Cuando se vuelva a usar el martillito, tendrá una gota de agua en la superficie.

—¡Vamos, Jo! ¿Qué pasa? ¡No tengas miedo!

—Creí —dice Jo, que ha dado un respingo y mira a su alrededor—, creí que estaba otra vez en Tomsolo. ¿No hay por ahí naide más que usté, señor Woodcot?

—Nadie.

—Y no estoy otra vez en Tomsolo, ¿verdá, señor?

—No.

Jo cierra los ojos y murmura:

—Menos mal.

Tras contemplarlo de cerca un momento, Allan le lleva la boca junto a la oreja y le dice en voz baja, pero clara:

—Jo, ¿sabes alguna oración?

—Yo no sé , señor.

—¿Ni siquiera una oración cortita?

—No, señor. de . El señor Charbán estaba rezando una vez en casa del señor Snagsby y le oí, pero parecía que estuviera hablando solo, y no conmigo. Rezaba mucho, pero yo no entendía . Otras veces había otros señores que venían a rezar a Tomsolo, pero tós decían que los otros rezaban mal y tós parecían que hablaban solos o que les echaban la culpa de algo a los otros, y que no nos hablaban a nosotros. Nosotros no, sabíamos . Yo nunca he sabido de qué iba eso.

Tarda mucho en decirlo, y poca gente, salvo alguien que escuchara con gran atención y estuviera cargado de experiencia, podría entender lo que ha dicho. Tras sumirse otra vez en el sueño o en el estupor, hace de repente un esfuerzo decidido por salir de la cama.

—¡Quieto, Jo! ¿Qué pasa?

—Es hora de me vaya al cementerio, señor —dice con una mirada nerviosa.

—Échate y cuéntame. ¿Qué cementerio, Jo?

—Donde enterraron a aquel que era tan güeno conmigo, de verdá que era güeno. Es hora de me vaya a ese cementerio, señor, que me pongan a su lao. Quiero ir allí a que me entierren. Me decía muchas veces «Ahora soy tan probe como tú, Jo», me decía. Quiero decirle que ahora yo soy tan probe como él y que quiero ir a acostarme a su lao.

—Ya llegará, Jo. Ya llegará.

—¡Ah! A lo mejor, si se lo digo yo, no me hacen caso. Pero si usté me promete llevarme allí, me pondrán a su lao, ¿verdá?

—Te lo prometo.

—Gracias. Gracias, señor. Tendrán que buscar la llave de la puerta, porque siempre está cerrao. Y hay una escalera que yo barría antes. Está muy oscuro, señor… ¿Van a traer una luz?

—En seguida, Jo.

Rápido. El pozo se está llenando y el agua está a punto de desbordarse.

—¡Jo, pobrecito!

—Le oigo señor, aunque está oscuro. Pero estoy buscando… buscando… déjeme que me coja de su mano.

—Jo, ¿puedes repetir lo que te diga?

—Yo digo lo que usté me diga, señor, porque sé que será algo güeno.

—PADRE NUESTRO.

—¡Padre nuestro! Sí que es mú güeno, señor.

—QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.

—Estás en los cielos… ¿Llega ya la luz, señor?

—En seguida. ¡SANTIFICADO SEA TU NOMBRE!

Santificao sea… tu…

Ha llegado la luz al profundo pozo. ¡Ha muerto! Ha muerto, Majestad. Muerto, señoras y caballeros. Muerto, reverendísimos, y nada reverendísimos, señores de todas las órdenes. Muerto, hombres y mujeres. Muerto con la compasión celestial en vuestros corazones. Y así siguen muriendo en torno a nosotros todos los días.

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