Casa desolada

62. Otro descubrimiento

62. Otro descubrimiento

Aquella noche no tuve el valor de ver a nadie. Ni siquiera tuve el valor de verme a mí misma, pues temía que mis lágrimas pudieran constituir un pequeño reproche. Subí a mi dormitorio en la oscuridad, dije mis oraciones en la oscuridad, y me acosté en la oscuridad. No necesitaba ninguna luz para leer la carta de mi Tutor, pues la sabía de memoria. La saqué del sitio donde la guardaba y repetí su contenido a la luz brillante de su integridad y de su amor, y me dormí con ella encima de la almohada.

Por la mañana me levanté muy temprano y llamé a Charley para ir a darnos un paseo. Compramos flores para la mesa del desayuno, volvimos, las arreglamos y nos ocupamos de todo lo posible. Nos habíamos levantado tan temprano que todavía tuve tiempo para darle a Charley su lección antes del desayuno; Charley (que no había mejorado en lo más mínimo en cuanto a su mal uso de la gramática) se la había aprendido muy bien esta vez, de modo que ambas estábamos estupendamente. Cuando apareció mi Tutor, exclamó:

—¡Mujercita, tienes un aire más fresco que todas tus flores! —Y la señora Woodcourt repitió y tradujo un pasaje del Mewlinwillinwodd, en el sentido de que yo era como una montaña bañada por el sol.

Todo resultó tan agradable que espero me hiciera parecerme aún más a aquella montaña que antes. Después del desayuno esperé una oportunidad y estuve atenta hasta que vi que mi Tutor se hallaba a solas en su propia habitación: en la habitación de ayer. Entonces me inventé una excusa para entrar en ella con mis llaves de la casa y cerrar la puerta detrás de mí.

—Bien, ¿señora Durden? —dijo mi Tutor, a quien habían llegado varias cartas y estaba escribiendo—. ¿Necesitas dinero?

—No, nada de eso, me queda mucho.

—Nunca ha habido nadie como la señora Durden —observó mi Tutor— para hacer que dure el dinero.

Dejó la pluma y se reclinó en la silla a mirarme. He hablado muchas veces de lo luminosa que era su expresión, pero creo que nunca la había visto tan luminosa y tan bondadosa. Estaba tan llena de felicidad que pensé: «Debe de haber hecho algún acto de gran bondad esta mañana».

—Nunca ha habido —repitió mi Tutor, sonriéndome con aire pensativo— nadie como la señora Durden para hacer que dure el dinero.

Nunca había modificado sus modales de siempre. Me encantaban, y lo quería tanto que cuando ahora me acerqué y ocupé mi asiento de costumbre, que siempre estaba al lado del suyo (porque a veces le leía en voz alta, otras hablaba con él y otras bordaba en silencio a su lado), titubeé en modificar su actitud al ponerle la mano al pecho, pero vi que no la modificaba en absoluto.

—Tutor querido —le dije—, quiero hablar con usted. ¿Tiene usted algo que reprocharme?

—¿Reprocharte algo, querida mía?

—¿No he sido lo que he pretendido ser desde que… le traje la respuesta a su carta, Tutor?

—Has sido todo lo que yo pudiera desear, amor mío.

—Me alegro mucho de saberlo —repliqué—. ¿Recuerda usted que me dijo si quería ser la señora de Casa Desolada, y yo dije que sí?

—Sí —dijo mi Tutor, asintiendo con la cabeza. Me había pasado el brazo por el hombro, como si hubiera algo de lo que protegerme, y me miraba sonriente a la cara.

—Desde entonces —dije— no hemos hablado más que una vez del tema.

—Y entonces dije que Casa Desolada se estaba despoblando a toda rapidez, y la verdad es que así era, hija mía.

—Y yo dije —le recordé tímidamente— que quedaba la señora de la casa.

Siguió tomándome del hombro con el mismo gesto protector y con la misma bondad luminosa en su rostro.

—Querido Tutor —dije—, yo sé cómo ha sentido usted todo lo ocurrido y lo considerado que ha sido. Como ha pasado tanto tiempo y nada más que esta mañana mencionó usted que yo volvía a estar tan bien, quizá espere usted de mí que vuelva al tema. Y quizá debiera yo hacerlo. Quiero ser la señora de Casa Desolada cuando usted quiera.

—Fíjate —me respondió, en tono alegre— qué coincidencias existen entre nosotros. No he estado pensando en otra cosa, con la excepción (y es una gran excepción) del pobre Rick. Cuando entraste, era eso en lo que estaba pensando. ¿Cuándo vamos a dar una señora a Casa Desolada, muchachita?

—Cuando usted quiera.

—¿El mes que viene?

—El mes que viene, Tutor querido.

—Entonces, el día en que voy a adoptar la medida más feliz y mejor de mi vida: el día en que seré un hombre más exultante y envidiable que ningún hombre del mundo, el día en que daré su señora a Casa Desolada, será el mes que viene —dijo mi Tutor.

Le eché los brazos al cuello para besarlo, igual que había hecho el día en que le llevé mi respuesta.

Llegó a la puerta una criada para anunciar al señor Bucket, lo cual era totalmente innecesario, pues el señor Bucket ya estaba mirando por encima del hombro de la criada y diciendo, casi sin aliento:

—Señor Jarndyce y señorita Summerson, con todas mis excusas por interrumpir, ¿querrían usted permitirme que ordene subir a una persona que está en la escalera y que no quiere quedarse ahí, por si es objeto de observaciones durante su ausencia? Gracias. ¿Tendrían la bondad de subir en su silla a ese Diputado por este camino? —exclamó el señor Bucket, llamando por encima de la barandilla.

Tan singular petición hizo que llegara un anciano que llevaba en la cabeza un bonete negro y no podía andar, al que subió un par de porteadores, que lo dejaron en la habitación, cerca de la puerta. El señor Bucket se deshizo inmediatamente de los porteadores, cerró la puerta con aire de misterio y le echó el cerrojo.

—Pues mire usted, señor Jarndyce —empezó a decir después, sacándose el sombrero e iniciando el tema con un gesto de su memorable índice—, usted me conoce, y la señorita Summerson me conoce. Este señor también me conoce, y se llama Smallweed. Trabaja sobre todo en la cuestión de los préstamos, y podrían ustedes decir que se ha especializado en los pagarés. Eso es lo suyo, ¿no? —preguntó el señor Bucket, deteniéndose un momento para dirigirse a aquel señor, que lo miraba con gran suspicacia.

Parecía estar a punto de discutir aquella descripción de sí mismo cuando lo sacudió un acceso violento de tos.

—¡Ahí está la moraleja, ya lo ve! —exclamó el señor Bucket, aprovechando el incidente—. No me contradiga sin motivo y no le pasarán estas cosas. Bueno, señor Jarndyce, me dirijo a usted. Estoy negociando con este señor en nombre de Sir Leicester Dedlock, Baronet, y entre unas cosas y otras he estado yendo y viniendo a su casa. Su casa es la que ocupaba anteriormente Krook, proveedor de la Marina; es pariente de aquel caballero a quien usted conoció en vida, si no me equivoco, ¿verdad?

Mi Tutor replicó:

—Sí.

—¡Bien! Debe usted comprender —dijo el señor Bucket— que este señor ha heredado los bienes de Krook, que es como decir la cueva de una urraca. Entre otras cosas, había montones de papel viejo. ¡Papeles que no le valían a nadie, se lo aseguro!

La mirada astuta que brillaba en los ojos del señor Bucket, y la manera magistral en la que lograba, sin una mirada ni una palabra contra las que pudiera protestar su alerta oyente, comunicarnos que expresaba el caso conforme a un acuerdo anterior y que podría decir mucho más acerca del señor Smallweed si lo considerase aconsejable, hacían que no tuviera ningún mérito por nuestra parte el comprender su significado. Sus dificultades se veían intensificadas porque a la suspicacia del señor Smallweed se sumaba su sordera, de modo que lo contemplaba con la mayor atención.

—Entre esos montones de papeles viejos, cuando este caballero hereda los bienes, naturalmente empieza a registrar, ¿entienden ustedes? —dijo el señor Bucket.

—¿Cómo? Repita eso —gritó el señor Smallweed, con voz chillona y aguda.

—A registrar —repitió el señor Bucket—. Como usted es hombre prudente y está acostumbrado a cuidar bien sus asuntos, empezó a registrar entre los papeles que había heredado, ¿no es verdad?

—Naturalmente que sí —gritó el señor Smallweed.

—Naturalmente que sí —comentó el señor Bucket, en tono festivo.

—Y lo raro sería que no lo hubiera usted hecho. Y así fue cómo se encontró —siguió diciendo el señor Bucket, inclinándose sobre él con un aire jovial que el señor Smallweed no reciprocó en absoluto—, y así es como encontró usted, naturalmente, un papel que llevaba la firma de Jarndyce. ¿No es verdad?

El señor Smallweed nos echó una mirada inquieta y asintió de mala gana.

—Y al ver ese documento, con toda calma y a su aire, sin prisas, porque usted no siente ninguna curiosidad al respecto, ¿y por qué iba a sentirla? Pues va y se encuentra usted con un Testamento, ¿no? Eso es lo divertido —siguió el señor Bucket, con el mismo aire animado de recordar un chiste para divertir al señor Smallweed, que seguía teniendo el mismo aspecto triste de no disfrutar en absoluto con todo aquello—, ¡que va y se encuentra usted más que un Testamento!

—Yo no sé si tiene validez como Testamento o como lo que sea —gruñó el señor Smallweed.

El señor Bucket se quedó mirando un momento al anciano (que había ido resbalando y hundiéndose en su silla hasta convertirse en un espantapájaros) como si estuviera dispuesto a darle de golpes; sin embargo, siguió inclinándose sobre él con el mismo aire agradable, mientras nos miraba por el rabillo del ojo.

—Sin embargo de lo cual —observó el señor Bucket—, a usted le entran unas ciertas dudas e inquietudes, dada la amabilidad de su corazón.

—¿Eh? ¿De qué corazón habla usted? —preguntó el señor Smallweed, llevándose una mano a la oreja.

—De su tierno corazón.

—¡Ah!, bueno, siga —dijo el señor Smallweed.

—Y como ha oído usted hablar mucho de un caso famoso de Testamentaría que está ante la Cancillería, y que lleva el mismo nombre, y como sabe usted lo listo que era Krook en cuanto a comprar todo género de muebles, libros, documentos, etcétera, viejos, y que no le agradaba separarse de ellos, y que siempre decía que iba a aprender a leer él solo, empezó usted a pensar (y fue la mejor idea que ha tenido usted en su vida): «Diablos, si no me ando con cuidado, puedo meterme en líos con este Testamento».

—Cuidado con lo que dice usted, Bucket —exclamó preocupado el anciano, llevándose la mano a la oreja—. Hable usted más alto; nada de trucos diabólicos. Levánteme usted; quiero escuchar mejor. ¡Dios mío, me están haciendo pedazos!

Desde luego, el señor Bucket lo levantó inmediatamente. Sin embargo, en cuanto pudimos entender lo que decía en medio de las toses y las exclamaciones furiosas del señor Smallweed de: «¡Pobre de mí! ¡Dios mío! ¡Estoy sin aliento! ¡Estoy peor que esa cerda charlatana, murmuradora y diabólica que hay en casa!», el señor Bucket siguió diciendo en el mismo tono bienhumorado de antes:

—De manera que, como tengo la costumbre de ir a casa de usted, usted me hace una confidencia, ¿no es verdad? Creo que sería imposible reconocer nada con peor voluntad y malos modales que los exhibidos por el señor Smallweed, con lo cual quedó en perfecta evidencia que el señor Bucket era la última persona del mundo a quien se le hubiera ocurrido hacer una confidencia, si hubiera tenido la menor posibilidad de evitarlo.

—Y yo estudio el asunto con usted, estamos muy de acuerdo al respecto y le confirmo en sus bien fundados temores de que se va usted a meter en un buen lío si no saca el famoso Testamento —dijo el señor Bucket, enfáticamente—, y por eso va usted y se las arregla conmigo para que se entregue aquí al señor Jarndyce, sin condiciones. Si tiene algún valor, usted confía en que él lo recompense, eso fue en lo que quedamos, ¿no es verdad?

—En eso quedamos —asintió el señor Smallweed, con igual de mala gana.

—Como consecuencia de lo cual —continuó diciendo el señor Bucket, deshaciéndose inmediatamente de sus modales placenteros y poniéndose en un tono muy profesional— usted tiene en estos momentos ese Testamento encima, y lo único que tiene usted que hacer es ¡sacarlo!

Tras echarnos otra mirada de reojo y frotarse triunfalmente la nariz con el índice, el señor Bucket se quedó con la mirada fija en su confiado amigo y con la mano alargada para tomar el documento y dárselo a mi Tutor. No lo sacó sin grandes renuncias y muchas declaraciones por parte del señor Smallweed en el sentido de que él era un pobre hombre industrioso y que confiaba al honor del señor Jarndyce el no hacer que su honradez le significara una pérdida. Poco a poco se sacó lentamente del bolsillo del pecho un papel descolorido y manchado, chamuscado por fuera y un poco quemado por los bordes, como si mucho tiempo atrás lo hubieran echado a un fuego y lo hubieran sacado a toda prisa. El señor Bucket no perdió el tiempo en llevar el papel, con la destreza de un prestidigitador, del señor Smallweed al señor Jarndyce. Al dárselo a mi Tutor, murmuró, tapándose la boca con una mano:

—No sabían cómo lucrarse con esto. Se pelearon y se sugirieron montones de cosas. He invertido veinte libras. Primero, los nietos avariciosos se pelearon con él porque están hartos de que siga vivo a pesar de sus años, y después se pelearon el uno con el otro. ¡Dios mío! En esa familia no hay ni uno que no fuera capaz de vender al otro por una libra o dos, salvo la vieja, y si ella no está metida en el asunto es porque no tiene cabeza suficiente para hacer un negocio.

—Señor Bucket —dijo mi Tutor—, cualquiera sea el valor de este documento para alguien, le estoy muy reconocido, y si vale de algo, me comprometo a que el señor Smallweed reciba una remuneración congrua.

—No es porque usted se la merezca, ya sabe —dijo el señor Bucket en amistosa explicación al señor Smallweed—. No es por eso. Será conforme a su valor.

—A eso me refiero —dijo mi Tutor—. Observará usted, señor Bucket, que me abstengo de examinar yo el documento. La verdad es que he renunciado a este asunto hace muchos años y abjurado de él, y estoy harto de él, pero la señorita Summerson y yo pondremos inmediatamente el documento en manos de mi abogado en la causa y comunicaremos su existencia a todas las demás partes interesadas.

—Ya comprenderá usted que el señor Jarndyce no puede prometer más que eso —observó el señor Bucket al otro visitante—. Y como ahora ya comprenderá usted que no se va a engañar a nadie (lo cual debe de resultar a usted de gran alivio), podemos proceder a la ceremonia de llevar a usted a su casa en la silla otra vez.

Quitó el cerrojo de la puerta, llamó a los porteadores, se despidió de nosotros, y con una mirada llena de significado y un gesto del índice al marcharse, se fue.

También nosotros nos fuimos hacia Lincoln’s Inn a toda la velocidad posible. El señor Kenge no estaba ocupado, y lo encontramos a su escritorio, en su polvoriento despacho, con sus libros de aspecto inexpresivo y los montones de documentos. Cuando el señor Guppy nos trajo sillas, el señor Kenge expresó la sorpresa y la alegría que le producía la desusada presencia del señor Jarndyce en su bufete. Después se puso los impertinentes mientras hablaba, y se convirtió en el perfecto Kenge el Conservador.

—Espero —dijo el señor Kenge— que la benévola influencia de la señorita Summerson —con una inclinación hacia mí— haya inducido al señor Jarndyce —con una inclinación hacia él— a renunciar a parte de su animosidad contra una causa y contra un Tribunal que son…, si se me permite decirlo, que ocupan un lugar en el panorama majestuoso de los pilares de nuestra profesión.

—Yo me siento inclinado a pensar —replicó mi Tutor— que la señorita Summerson ha visto ya demasiado de los efectos del Tribunal y de la causa como para que ejerza ninguna influencia en su favor. Sin embargo, eso es parte del motivo por el cual estoy aquí. Señor Kenge, antes de depositar este documento en su escritorio y de terminar con él, permítame decirle cómo ha llegado a mis manos.

Así lo hizo, con brevedad y claridad.

—Señor mío, no podría —dijo el señor Kenge— explicarse de manera más clara y más al grano, aunque hubiera sido ante un Tribunal.

—¿Sabe usted de algún Tribunal o alguna instancia en Derecho ingleses que hayan sido jamás claros o hayan ido al grano? —preguntó mi Tutor.

—¡Hombre! —exclamó el señor Kenge.

Al principio no había parecido conceder mucha importancia al documento, pero al verlo pareció interesarse más, y cuando lo abrió y leyó un poco con sus impertinentes, se puso verdaderamente sorprendido, y dijo, levantando la vista de él:

—Señor Jarndyce, ¿lo ha visto usted?

—¡Yo, ni hablar! —replicó mi Tutor.

—Pero, señor mío —dijo el señor Kenge—, es un Testamento de fecha más tardía que todos los demás que hay en el pleito. Parece ser todo él ológrafo. Está escrito correctamente y tiene firmas de testigos. Y aunque existiera el objetivo de anularlo, como cabría suponer que denotan estas señales de llamas, no está anulado. ¡Aquí tenemos un instrumento perfecto!

—¡Bien! —dijo mi Tutor—. ¿A mí qué me importa?

—¡Señor Guppy! —exclamó el señor Kenge, elevando la voz—. Con su permiso, señor Jarndyce.

—Señor mío.

—Al señor Vholes, de Symond's Inn. Con mis saludos. Jarndyce y Jarndyce. Celebraría hablar con él.

Desapareció el señor Guppy.

—Me pregunta usted que qué le importa, señor Jarndyce. Si hubiera usted echado un vistazo a este documento, habría visto que reduce mucho su interés, aunque éste sigue siendo muy considerable, muy considerable —dijo el señor Kenge, moviendo la mano en gesto persuasivo y suave—. Habría usted visto, además, que los intereses del señor Richard Carstone y de la señorita Ada Clare, actualmente señora de Richard Cartone, se ven muy avanzados.

—Kenge —respondió mi Tutor—, si la mayor riqueza que el pleito ha traído a este repulsivo Tribunal de Cancillería pudiera corresponder a mis dos jóvenes primos, yo me quedaría muy contento. Pero ¿me pide usted a mí que crea que de Jarndyce y Jarndyce va a salir algo bueno?

—¡Vamos, vamos, señor Jarndyce! Prejuicios, prejuicios. Señor mío, éste es un gran país, un, gran país. Su sistema jurídico es un gran sistema, un gran sistema. ¡Vamos, vamos!

Mi Tutor no dijo nada más, y llegó el señor Vholes. Estaba modestamente impresionado por la eminencia profesional del señor Kenge.

—¿Cómo está usted, señor Vholes? ¿Tendría usted la bondad de tomar asiento a mi lado y mirar este documento?

El señor Vholes hizo lo que le pedían, y pareció que lo leía palabra por palabra. No pareció impresionarle, pero es que nada lo impresionaba. Una vez lo hubo examinado bien, se apartó a una ventana junto con el señor Kenge y, tapándose la boca con su guante negro, habló un rato con él. No me sorprendió observar que el señor Kenge se sentía inclinado a discutir lo que decía antes de que dijera mucho, pues sabía que —nunca había dos personas que estuvieran de acuerdo en nada de lo relativo a Jarndyce y Jarndyce. Pero también pareció vencer al señor Kenge, en una conversación que parecía como si estuviera integrada por los términos de «Ejecutor de Hacienda», «Contable del Estado», «Contabilidad», «Testamentaría» y «Costas». Cuando terminaron, volvieron al escritorio del señor Kenge y hablaron en voz más alta.

—¡Bien! ¡Pues es un documento muy notable, señor Vholes! —dijo el señor Kenge.

—Muchísimo —asintió el señor Vholes.

—¿Y un documento muy importante, señor Vholes? —preguntó el señor Kenge.

—Importantísimo —volvió a asentir el señor Vholes.

—Y como dice usted, señor Vholes, cuando en el próximo curso vuelva a verse la causa, este documento constituirá un elemento imprevisto e interesante —dijo el señor Kenge, con una mirada altanera a mi Tutor.

El señor Vholes celebraba mucho, como profesional de menor categoría, ver confirmada aquella opinión, que era la suya, por tal autoridad.

—¿Y cuándo —preguntó mi Tutor, levantándose tras una pausa durante la cual el señor Kenge había hecho tintinear sus monedas y el señor Vholes se había rascado los granos— es el próximo curso?

—El próximo curso, señor Jarndyce, será el mes que viene —dijo el señor Kenge—. Naturalmente, procederemos a hacer de inmediato todo lo necesario con este documento, y a recoger las pruebas necesarias en relación con él, y, naturalmente, recibirá usted la habitual notificación nuestra acerca de la vista de la causa.

—A la cual, naturalmente, haré mi habitual caso.

—¿Sigue usted empeñado, señor mío —dijo el señor Kenge, acompañándonos por el antedespacho hacia la puerta—, sigue usted empeñado, pese a ser persona ilustrada, en hacerse eco de ese prejuicio del populacho? Somos una comunidad próspera, señor Jarndyce, una comunidad muy próspera. Somos un gran país, señor Jarndyce, un gran país. Éste es un gran sistema, señor Jarndyce, ¿y desearía usted que un gran país tuviera un sistema pequeño? ¡Vamos, vamos, vamos!

Mientras decía aquellas palabras, movía suavemente la mano derecha, como si fuera una espátula de plata con la que repartir el cemento de sus frases sobre la estructura del sistema, a fin de consolidarlo para mil siglos.

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