45. Un asunto de confianza
45. Un asunto de confianza
Una mañana, cuando acababa de terminar mi trabajo con mis cestos de llaves, y cuando mi niña y yo estábamos dándonos vueltas por el jardín, volví la mirada por casualidad hacia la casa, y vi una sombra alargada que se parecía a la del señor Vholes. Ada acababa de decirme aquella mañana cuánto esperaba que a Richard se le pasaran sus ardores en la Cancillería, dado lo en serio que se lo tomaba, y, en consecuencia, y con objeto de no bajarle el ánimo a mi pequeña, no dije nada de la sombra del señor Vholes.
En seguida llegó Charley, corriendo ligera entre los arbustos, y tropezándose por los senderos, sonrosada y bonita como si fuera una de las doncellas de Flora, en lugar de ser mi criadita, y exclamando:
—¡Ay, señorita, con su permiso, vaya a hablar con el señor Jarndyce!
Una de las características de Charley era que siempre que se le daba un recado empezaba a transmitirlo en cuanto veía, a la distancia que fuese, a la persona a la que estaba destinado. Así fue cómo vi cómo me pedía Charley, con su forma habitual de expresarse, que «fuera a hablar» con el señor Jarndyce mucho antes de oírla. Y cuando la oí, llevaba gritándolo tanto tiempo que se había quedado sin aliento.
Dije a Ada que me iba corriendo, y pregunté a Charley, al entrar en casa, si el señor Jarndyce estaba con un señor. A lo cual Charley, cuya gramática, debo confesarlo, no decía mucho de mi capacidad pedagógica, respondió:
—Sí, señorita, el mismo que fue y vino al campo con el señor Richard.
Supongo que sería imposible hallar dos personas más distintas que mi Tutor y el señor Vholes. Los encontré sentados a lados opuestos de una mesa y mirándose: el uno tan abierto y el otro tan encerrado en sí mismo; el uno tan corpulento y erguido y el otro tan flaco y encorvado; el uno diciendo lo que tenía que decir en voz muy sonora, y el otro conteniendo sus palabras con unos modales tan fríos, tan jadeantes, como un pez, que me imaginé no haber visto jamás a dos personas tan opuestas.
—Ya conoces al señor Vholes, querida mía —dijo mi Tutor. Y debo señalar que en un tono no demasiado amable. El señor Vholes se levantó, tan abotonado y enguantado como de costumbre, y se volvió a sentar, igual que se había sentado al lado de Richard en el carricoche. Como no estaba Richard para mirarlo, se quedó mirando al frente—. El señor Vholes —dijo mi Tutor, contemplando aquella figura negra como si fuera un pájaro de mal agüero— nos trae malas noticias de nuestro pobre Rick —y subrayó mucho la palabra «pobre», como si fuera la mejor descripción de su relación con el señor Vholes.
Me senté en medio de ellos; el señor Vholes se mantuvo inmóvil, salvo que se llevó la mano furtivamente, con su guante negro, a uno de los granos enrojecidos que tenía en la cara.
—Y como, por fortuna, Rick y tú sois buenos amigos, desearía saber —continuó mi Tutor— qué opinas tú, hija mía. ¿Tendría usted la bondad de… hablar con toda claridad, señor Vholes?
El señor Vholes no hizo nada por el estilo, sino que observó:
—Estaba diciendo, señorita Summerson, que tengo motivos para saber, como asesor profesional del señor C., que en el momento actual las circunstancias del señor C. Son preocupantes. No por lo que respecta a la cantidad como debido al carácter peculiar y urgente de las responsabilidades en que ha incurrido el señor C., y a los medios que tiene de liquidar o satisfacer las mismas. He solucionado muchas cosas de poca monta en nombre del señor C., pero hay un límite a lo que se puede solucionar, y hemos llegado a él. Yo mismo he adelantado algunas cantidades de mi propio bolsillo para atender a estos desagradables asuntos, pero por fuerza he de esperar que se me reembolse, pues no pretendo ser persona con capital, y tengo un padre al que mantener en el Valle de Taunton, además de tratar de realizar una cierta independencia para mis tres queridas hijas. Lo que temo es que, dadas las circunstancias del señor C., acabe por obtener autorización para vender su despacho de oficial, lo cual en todo caso debe darse a conocer a sus parientes.
Y después el señor Vholes, que me había estado mirando mientras hablaba, volvió a caer en el silencio que apenas si cabía decir que hubiera roto, dado el tono tan sofocado en el que hablaba, y volvió a mirar frente a sí.
—Imagínate al pobre muchacho sin disponer siquiera de sus recursos actuales —me dijo mi Tutor—. Pero ¿qué le puedo hacer yo? Ya lo conoces, Esther. Hoy día no aceptaría ninguna ayuda que viniera de mí. El ofrecerla, e incluso el sugerirla, lo llevaría a una actitud más extrema que ninguna otra cosa imaginable.
Al oír lo cual el señor Vholes volvió a dirigirse a mí.
—Lo que dice el señor Jarndyce, señorita, es indudable, y ahí está la dificultad. No sé qué se puede hacer. Yo no digo que se deba hacer nada. Ni mucho menos. Meramente he venido en plan totalmente confidencial, y lo menciono, para que todo se pueda hacer abiertamente, y para que después no se pueda decir que las cosas no se han hecho abiertamente. Lo que yo deseo es que todo se haga abiertamente. Quiero dejar una buena reputación cuando desaparezca. Si me limitara a pensar en mis propios intereses acerca del señor C., no estaría aquí. Como bien sabe usted, sus objeciones serían insuperables. No estoy aquí profesionalmente. Por mi venida no le puedo cobrar a nadie. No tengo ningún interés más que el de miembro de la sociedad, y el de padre y el de hijo —dijo el señor Vholes, que casi había olvidado el último aspecto.
Nosotros consideramos que el señor Vholes no decía ni más ni menos que la verdad al sugerir que aspiraba a dividir la responsabilidad, si ésta existía, de estar al tanto de la situación de Richard. Yo no podía más que sugerir que podía ir a Deal, donde estaba ahora destinado Richard, para verlo y tratar de impedir lo peor, si era posible. Sin consultar al señor Vholes a este respecto, me llevé a mi Tutor a un lado para proponérselo, mientras el señor Vholes se iba, sombrío, a la chimenea y se calentaba sus fúnebres guantes.
Lo cansado que sería aquel viaje hizo que mi Tutor formulase una objeción inmediata, pero como vi que no tenía otras objeciones y yo iría muy contenta, obtuve su consentimiento. Ya no nos quedaba más que deshacernos del señor Vholes.
—Bien, señor mío —dijo el señor Jarndyce—, la señorita Summerson va a comunicarse con el señor Carstone, y no nos queda sino esperar que la situación no sea desesperada. Permítame que le haga servir algo de comer tras su viaje, caballero.
—Muchas gracias, señor Jarndyce —replicó el señor Vholes, alargando su manga negra para impedir que llamara a la campanilla—, pero no quiero nada. Gracias, pero ni un bocado. Soy de digestión difícil, y nunca he sido de buen apetito. Si tomara algo sólido a estas horas, no sé qué consecuencias podría tener. Como todo se ha hecho abiertamente, señor mío, me voy a despedir, con su permiso.
—Y ojalá se despidiera usted, y pudiéramos todos despedirnos, señor Vholes —replicó mi Tutor, en tono amargo—, de cierta Causa que usted conoce.
El señor Vholes, que estaba tan impregnado de tinte negro de la cabeza a los pies que se había puesto a echar vapor ante la chimenea, lo cual dejaba un olor muy desagradable, hizo una breve inclinación lateral de la cabeza y negó lentamente con ella.
—Quienes no tenemos más ambición que la de que se nos considere como profesionales respetables, señor mío, no podemos hacer más que arrimar el hombro. Es lo que hacemos, caballero. Por lo menos, es lo que hago yo, y prefiero pensar que todos y cada uno de mis colegas hacen lo mismo. ¿Comprende usted, señorita, la necesidad de no mencionarme cuando se comunique con el señor C.?
Le dije que lo tendría muy presente.
—Precisamente, señorita. Adiós, señor Jarndyce, buenos días, caballero. —Y el señor Vholes me puso en los dedos su guante muerto, que casi parecía no contener una mano dentro, después tocó con él los dedos de mi Tutor y se llevó lejos de allí su larga sombra flaca. Pensé que cuando aquella sombra saliera del coche y fuera cruzando el paisaje soleado que se hallaba entre nosotros y Londres, iría helando las semillas de la tierra al pasar sobre ellas.
Naturalmente, hubo que decir a Ada dónde iba a ir y por qué, y naturalmente ella se sintió preocupada y triste. Pero era demasiado fiel a Richard para decir nada que no fueran palabras de compasión y de excusa, y con ánimo todavía más amante —¡mi querida niña, tan leal!— le escribió una larga carta, que entregó a mi cuidado.
En mi viaje tendría a Charley como acompañante, aunque yo no quería compañía, y de buena gana la hubiera dejado en casa. Aquella tarde nos fuimos todos a Londres, y cuando vimos que quedaban dos plazas en la diligencia, las reservamos. A la hora en que normalmente nos acostábamos, Charley y yo estábamos rodando hacia el mar, con el correo de Kent.
En aquellos tiempos, el viaje llevaba toda la noche, pero como teníamos el coche para nosotras solas, no nos pareció tediosa la noche. Se me pasó igual que me imagino se le pasaría a la mayor parte de la gente en las mismas circunstancias. A veces, mi viaje me parecía esperanzador y otras desesperado. A ratos me parecía que podría servir de algo, y a ratos me preguntaba cómo podía haberme imaginado tal cosa. En ocasiones me parecía de lo más razonable del mundo el ir a verlo, y en otras de lo más irracional. Pensaba por turno en qué estado iba a encontrar a Richard, qué iba a decirle y qué me diría él a mí, según el estado de ánimo en que me encontrase en cada momento, y las ruedas parecían marcar un ritmo (que se acompasaba al de las frases de la carta de mi Tutor) que se repetía incesante durante toda la noche.
Por fin llegamos a las callejuelas de Deal, que estaban muy sombrías en la mañana desapacible y neblinosa. La playa larga y llana, con sus casitas irregulares de madera y de ladrillo, y su confusión de cabrestantes, barcas y hangares, y sus postes erguidos y desnudos con sus poleas y sus espacios vacíos, donde la arena pedregosa estaba invadida por las hierbas y los hierbajos, tenía uno de los aspectos más lóbregos que jamás haya visto yo. El mar ondulaba bajo una niebla densa y blanca, y era lo único que se movía en el entorno, salvo unos cuantos cordeleros que, con las fibras atadas al cuerpo, parecía ir girando hasta convertirse en cuerdas, de puro cansancio de su forma de existencia.
Pero cuando entramos en una habitación cálida en un excelente hotel y nos sentamos cómodamente, ya bien lavadas y vestidas; a consumir un desayuno tempranero (porque era demasiado tarde para pensar en irnos a la cama), Deal empezó a parecer más acogedor. Nuestra habitacioncita era como un camarote de barco, lo cual encantó a Charley. Después, la niebla empezó a levantarse como un telón, y aparecieron montones de barcos, que no teníamos ni idea de que estuvieran tan cerca. No sé cuántas velas nos dijo el camarero que estaban entonces fondeadas en los Downs de Kent. Algunos de aquellos navíos eran de gran tamaño; uno muy grande era del comercio de las Indias, que acababa de llegar, y cuando apareció el sol entre las nubes, proyectando zonas plateadas en el mar oscuro, la forma en que aquellos barcos se iluminaron, se llenaron de sombras y fueron cambiando, en medio de un gran zafarrancho de botes que iban y venían de la costa hacia ellos y de ellos hacia la costa, y la vitalidad y el movimiento generales en su derredor y en ellos mismos, constituían un espectáculo de lo más hermoso.
Lo que más nos atraía era el gran buque de las Indias, porque había llegado aquella misma noche a los Downs. Estaba rodeado de lanchas, y comentamos cómo se debía de alegrar la gente de a bordo de llegar a tierra. Charley también sentía curiosidad acerca del viaje y del calor de la India, y las serpientes y los tigres, y como absorbía toda la información al respecto mucho mejor que la gramática, le dije todo lo que sabía sobre aquellos temas. También le conté cómo a veces la gente que hacía esos viajes naufragaba y se quedaba en una isla, donde los salvaba la intrepidez y la humanidad de un hombre. Y cuando Charley me preguntó cómo podía ocurrir eso, le expliqué cómo habíamos sabido de un caso así en nuestra propia casa.
Había yo pensado en enviar a Richard una nota para decirle que había llegado, pero ahora parecía mejor ir a verlo sin ningún preparativo. Como él vivía en el cuartel, dudé un poco si sería viable, pero salimos de reconocimiento. Al atisbar por la puerta del cuartel, vimos que a aquella hora de la mañana todo estaba tranquilo, y pregunté dónde vivía Richard a un sargento que estaba en los escalones del cuerpo de guardia. Envió a uno de sus hombres a que me enseñara, y éste subió unas escaleras austeras, llamó a la puerta con los nudillos y se fue.
—¿Qué pasa? —gritó Richard desde dentro.
Entonces dejé a Charley en el pasillo, avancé hacia la puerta entreabierta y dije:
—¿Puedo entrar, Richard? No es más que la señora Durden.
Él estaba sentado a una mesa, escribiendo, en medio de una gran confusión de ropa, cajas de hojalata, libros, botas, cepillos y portamantas, todo tirado por el suelo. Estaba a medio vestir —y observé que de paisano, no de uniforme—, con el pelo despeinado, y tenía un aspecto tan desordenado como su alojamiento. Todo aquello lo vi después de que él me diera una bienvenida cariñosa y me hiciera sentarme a su lado, porque al oír mi voz levantó la cabeza y me dio un rápido abrazo. ¡Mi querido Richard! Conmigo era igual que siempre. Hasta el final —¡ay, pobre muchacho!— siempre me recibió con algo de su vieja actitud alegre y juvenil.
—Cielo santo, mujercita —exclamó—, ¿cómo es que has venido aquí? ¡Quién se iba a imaginar que ibas a venir! ¿No pasa nada? ¿Ada está bien?
—Perfectamente. ¡Más guapa que nunca, Richard!
—¡Ah! —dijo, reclinándose en la silla—. ¡Pobre primita mía! Te estaba escribiendo, Esther.
¡Qué fatigado y preocupado parecía, incluso en toda la plenitud de su juventud agraciada, reclinándose en la silla y arrugando en la mano aquella página escrita con líneas apretadas!
—Y después de haberte tomado la molestia de escribir todo eso, ¿no voy a leerlo después de todo? —pregunté.
—Ay, querida mía —me respondió con un gesto sin esperanza—, lo puedes leer en toda esta habitación. Está escrito por todas partes.
Lo amonesté blandamente para que no se pusiera tan desanimado. Le dije que me había enterado por casualidad de que tenía problemas y había venido a consultarle qué era lo que más convenía hacer.
—Es muy propio de ti, Esther, pero inútil, así que es impropio de ti —me dijo, con una sonrisa melancólica—. Hoy salgo de permiso, tendría que marcharme dentro de una hora, y todo es para disimular que voy a vender mi despacho de oficial. ¡Bueno! Lo pasado, pasado está. De manera que esta vocación mía sigue el ejemplo de todas las demás. Ya sólo me falta haberme hecho clérigo para haber recorrido todas las profesiones.
—Richard —invoqué—, ¡no estarán tan desesperadas las cosas!
—Esther —me replicó—, sí que lo están. Estoy tan al borde del deshonor, que quienes son mis superiores en edad, saber y gobierno (como dice el catecismo) prefieren mucho más que me vaya a que me quede. Y tienen razón. Además de las deudas y de los acreedores y demás problemas, no valgo ni siquiera para este trabajo. No me importa, no me interesa, no me atrae, no me llama la atención más que una sola cosa. Si no hubiera estallado este asunto ahora —siguió diciendo, mientras rompía en pedazos la carta recién escrita y dejaba caer los papeles al suelo—, ¿cómo hubiera podido salir de Inglaterra? Me habrían destinado al extranjero, pero ¿cómo podría haberme ido? ¿Cómo podría, con mi experiencia de todo el asunto, confiar ni siquiera en Vholes, si no estaba yo encima de él?
Supongo que advirtió en mi gesto lo que iba a decir yo, pero me tomó la mano que le había puesto en el brazo y me la llevó a mi propia boca para impedirme hablar.
—¡No, señora Durden! Hay dos temas que prohibo, que estoy obligado a prohibir. El primero es John Jarndyce. El segundo, ya lo sabes. Dime que estoy loco, y te digo que ya no puedo impedirlo, que no puedo estar cuerdo. Pero no es eso; es lo único a lo que puedo dedicarme. Es una pena que se me convenciera para salirme de mi camino y tomar otro. ¡Sería más lógico abandonarlo ahora, al cabo de todo el tiempo, las preocupaciones y los dolores que le he consagrado! ¡Ah, sí, sería más lógico! Y además sería lo que desearía más de una persona, ¡pero no voy a hacerlo!
Estaba de tal humor que consideré mejor no aumentar su determinación (si es que algo podía aumentarla) oponiéndome a él. Saqué la carta de Ada y se la puse en la mano.
—¿Tengo que leerla ahora mismo? —preguntó.
Cuando le dije que sí, la puso en la mesa y, apoyándose la cabeza en una mano, empezó a leerla. No llevaba mucho tiempo de lectura cuando se llevó ambas manos a la cabeza, para que no le pudiera yo ver la cara. Al cabo de un rato se levantó, como si tuviera mala luz, y se acercó a la ventana. Allí terminó de leerla, dándome la espalda, y cuando la terminó y la volvió a doblar, se quedó un momento allí con la carta en la mano. Cuando volvió a su silla, vi que tenía lágrimas en los ojos.
—Naturalmente, Esther, ¿sabrás lo que dice aquí? —me preguntó con voz más tranquila, y al preguntármelo besó la carta.
—Sí, Richard.
—Me ofrece —continuó, golpeando el suelo con el pie— la pequeña herencia que tiene asegurada dentro de poco (tanto y tan poco como lo que he despilfarrado yo), y me pide y me ruega que la acepte, que ponga mis asuntos en orden con eso y que permanezca en el servicio.
—Yo sé que su mayor deseo es tu bienestar —le dije—, y, Richard, querido mío, Ada es una persona de corazón nobilísimo.
—De eso estoy seguro. Yo…, ¡ojalá me hubiera muerto!
Volvió a la ventana, descansó un brazo en ella y apoyó en él la cabeza. Me afectó mucho verlo así, pero como esperaba que se fuera relajando, permanecí en silencio. Mi experiencia era muy limitada; no estaba preparada en absoluto para que saliera de aquel estado de ánimo con nuevas manifestaciones de ser él el ofendido.
—Y ése es el corazón ante el cual el mismo John Jarndyce, al que de otro modo no se debe mencionar entre nosotros, intervino para separarlo de mí —dijo, indignado—. Y esta muchacha encantadora me hace este mismo ofrecimiento bajo el techo del mismo John Jarndyce, y con el consentimiento y la benévola connivencia del mismo John Jarndyce, estoy seguro, como nuevo truco para comprarme.
—¡Richard! —exclamé, levantándome de golpe—. ¡No estoy dispuesta a escuchar palabras tan lamentables! —La verdad era que me sentía muy enfadada con él, por primera vez en mi vida, pero no me duró más que un momento. Cuando vi que me miraba, tan joven, como pidiendo excusas, le llevé la mano al hombro y le dije—: Por favor, querido Richard, no me hables en ese tono. ¡Piénsalo!
Se hizo enormes reproches, y me dijo con gran generosidad que había actuado muy mal, y que me pedía perdón mil veces. Al oírlo me eché a reír, pero también a temblar un poco, pues me sentía bastante agitada tras mi cólera inicial.
—El aceptar este ofrecimiento, mi querida Esther —me dijo, sentándose a mi lado y reanudando nuestra conversación— (y una vez más, te lo ruego, perdóname, lo siento muchísimo), el aceptar el ofrecimiento de mi querida prima es imposible, huelga decirlo. Además, tengo cartas y documentos que podría mostrarte y que te convencerían de que aquí estoy acabado. Créeme que he acabado con la casaca roja. Pero sí es una cierta satisfacción que en medio de mis problemas y mis perplejidades pueda saber que al defender mis intereses, también estoy defendiendo los de Ada. Vholes está arrimando el hombro, y no puede evitar arrimarlo tanto por ella como por mí, ¡gracias a Dios!
Surgían en él esperanzas optimistas que le iluminaban el rostro, pero para mí aquello imprimía en su cara un tono más triste que antes.
—¡No, no! —exclamó Richard, exultante—. Aunque el último penique de la fortuna de Ada fuera mío, no se debería gastar ni una fracción en retenerme en algo para lo que no valgo, que no me puede interesar y de lo que estoy harto. Yo tengo que consagrarme a lo que promete un mejor rendimiento, y dedicarme a algo que le interesa más a ella. ¡No te inquietes por mí! Ahora no voy a ocuparme más que de una cosa, y Vholes y yo vamos a triunfar. No me faltarán los medios. Una vez liberado de mi despacho de oficial, podré arreglármelas con algunos pequeños usureros a los que no les interesa más que cobrar sus intereses, según me dice Vholes. En todo caso, debe de quedar un saldo a mi favor, pero así tendría algo más. ¡Vamos, vamos! Esther, tienes que llevarle una carta mía a Ada, y ambas debéis tener más confianza en mí, y no creer que soy ya un caso desesperado, querida mía.
No voy a repetir lo que le dije a Richard. Sé que fue algo pesado y nadie ha de suponer ni por un momento que fuera lo más prudente. Sólo le dije lo que me dictaba el corazón. Me escuchó con paciencia y sentimiento, pero advertí que era inútil decirle nada acerca de los dos temas que había proscrito. También advertí, y ya lo había experimentado antes en aquella misma entrevista, el sentido que tenía la observación de mi Tutor de que era todavía más perjudicial el utilizar la persuasión con Richard que el dejarlo con sus ideas.
En consecuencia, al final me vi obligada a preguntar a Richard si le importaría convencerme de que efectivamente él había terminado con todo aquello, como me había dicho, y si no sería más que una impresión. Me enseñó sin titubear una correspondencia en la cual quedaba perfectamente en claro que su retiro estaba organizado. Averigüé, por lo que me dijo, que el señor Vholes tenía copias de aquellos documentos y que había estado en consulta con él todo el tiempo. Salvo averiguar aquello y llevarle la carta de Ada, y ser (como iba a ser) la acompañante de Richard en su viaje de vuelta a Londres, no había logrado nada con mi desplazamiento. Lo reconocí ante mí misma de mala gana; le dije que me iría a mi hotel a esperarlo hasta que él viniera a buscarme, de manera que se puso una capa sobre los hombros y me acompañó a la puerta, y Charley y yo volvimos por la playa.
En un punto de ésta había un grupo de gente en torno a unos oficiales de la marina que estaban desembarcando de una lancha y que los rodeaban con grandes muestras de interés. Dije a Charley que debía de ser uno de los botes del gran buque de las Indias, y nos detuvimos a mirar. Los caballeros fueron llegando lentamente desde la orilla, hablándose en tono bienhumorado entre sí y con la gente que los rodeaba, y mirando en su derredor como si celebrasen estar otra vez en Inglaterra.
—¡Charley, Charley! —dije—. ¡Vámonos! —y me eché a correr a tal velocidad, que mi doncellita se quedó sorprendida.
Hasta que llegamos a nuestra habitación-camarote y tuve tiempo de recuperar el aliento, no empecé a pensar en por qué me había echado a correr así. Había reconocido que una de aquellas caras tostadas por el sol era la del señor Allan Woodcourt, y había temido que me reconociera. No quería que viese cómo había cambiado yo de aspecto. Me había visto tomada por sorpresa y me había fallado el valor.
Pero comprendía que eso no estaba bien, y me dije: «Hija mía, no hay motivo (no hay ni puede haber motivo) para que esto te resulte peor ahora que en otras ocasiones. Hoy eres la misma que hace un mes; no eres ni peor ni mejor. Esto no es digno de tus resoluciones; ¡recuérdalas, Esther, recuérdalas!». Me sentía muy temblorosa con tanta carrera, y al principio no logré calmarme, pero fui poniéndome mejor, y celebré comprenderlo.
El grupo llegó al hotel. Los oí hablar en la escalera. Estaba segura de que eran los mismos caballeros, porque reconocí sus voces… Es decir, reconocí la del señor Woodcourt. Yo seguía prefiriendo, con mucho, marcharme sin darme a conocer, pero estaba decidida a no hacerlo. «¡No, hija mía, no! ¡No, no, no!».
Me desaté las cintas del sombrero y me levanté el velo a medias (creo que quiero decir que lo dejé medio bajado, pero poco importa), y escribí en una de mis tarjetas que me hallaba allí, por casualidad, con el señor Richard Carstone, y se la hice llegar al señor Woodcourt. Éste subió inmediatamente. Le dije que celebraba encontrarme por casualidad entre las primeras personas que le daban la bienvenida a su regreso a Inglaterra. Y vi que me compadecía mucho.
—Desde que nos dejó usted, señor Woodcourt, ha tenido usted un naufragio y sufrido muchos peligros —le dije—, pero no podemos calificar todo eso de desgracia cuando le ha permitido ser tan útil y tan valiente. Lo hemos leído todo con gran interés. La primera noticia me llegó por su vieja paciente, la pobre señorita Flite, cuando me estaba recuperando de mi grave enfermedad.
—¡Ah, la pequeña señorita Flite! —comentó él—. ¿Sigue igual?
—Exactamente igual.
Ahora me sentía tan confiada, que no me importaba el velo, y lo dejé a un lado.
—Es maravilloso lo agradecida que le está, señor Woodcourt. Es una persona de lo más afectuoso, y le aseguro que tengo motivos para saberlo.
—¿Ya…, ya lo ha advertido usted? —me contestó—. Pues…, pues me alegro de saberlo. —Me tenía tanta lástima que apenas sí podía hablar.
—Le aseguro —respondí— que me sentí muy afectada por su solidaridad y su amabilidad en los momentos a los que me refiero.
—He lamentado mucho saber que había estado usted muy enferma.
—Estuve muy enferma.
—Pero ¿está usted totalmente recuperada?
—He recuperado totalmente la salud y el ánimo —dije—. Ya sabe usted lo bueno que es mi Tutor y qué vida tan feliz tenemos, y tengo todos los motivos del mundo para sentirme agradecida, sin tener nada más que desear.
Sentí como si él tuviera más compasión de mí de la que jamás había tenido yo misma. Aquello me imbuyó de más fortaleza y de una nueva calma, al ver que era yo quien se hallaba en la necesidad de darle seguridad. Le hablé de sus viajes de ida y de vuelta, y de sus planes futuros, y de su probable regreso a la India. Dijo que aquello era muy dudoso. No se había considerado más favorecido por la fortuna allí que aquí. Se había ido como un humilde médico de barco y había vuelto igual que se había ido. Mientras hablábamos, y yo me sentía contenta de haber aliviado (si puedo utilizar ese término) la impresión que había tenido al verme, entró Richard. Se había enterado abajo de quién estaba conmigo, Y ambos se saludaron con auténtica cordialidad.
Advertí, cuando terminaron los primeros saludos y hablaron de la carrera de Richard, que el señor Woodcourt comprendía que las cosas no iban bien. Lo miraba a menudo a la cara, como si viese en ella algo que le causaba dolor, y más de una vez se volvió a mirarme, como si tratase de averiguar si yo sabía cuál era la verdad. Pero Richard estaba en uno de sus momentos optimistas y de buen humor, y muy contento de volver a ver al señor Woodcourt, que siempre le había agradado.
Richard propuso que nos fuéramos todos juntos a Londres, pero como el señor Woodcourt tenía que quedarse algún tiempo más con su barco, no podía sumársenos. Sin embargo, cenó temprano con nosotros, y volvió tan pronto a recuperar su comportamiento habitual, que yo me sentí mucho más tranquila al pensar que había logrado aliviar su pena. Pero él no dejaba de preocuparse por Richard. Cuando la diligencia estaba casi lista y Richard bajó corriendo a ver su equipaje, me habló de él.
Yo no estaba segura de si tenía derecho a contar todo lo que había ocurrido, pero me referí en pocas palabras a su distanciamiento del señor Jarndyce y a cómo se había visto complicado en el malhadado pleito en Cancillería. El señor Woodcourt escuchó interesado y manifestó su pesar.
—He visto que lo observaba usted atentamente —dije—. ¿Cree usted que ha cambiado mucho?
—Ha cambiado —me contestó con un gesto de la cabeza.
Sentí que se me subía la sangre a la cara por primera vez, pero no fue más que una emoción momentánea. Volví la cabeza a un lado, y todo desapareció.
—No se trata —dijo el señor Woodcourt— de que esté más joven o más viejo, de que esté más delgado o más grueso, más pálido o más tostado, sino de que tiene una expresión muy singular en el rostro. Nunca he visto una expresión tan notable en una persona tan joven. No se puede decir que sea sólo de ansiedad o sólo de preocupación, pues se trata de ambas cosas al mismo tiempo, como una desesperación en agraz.
—¿No creerá usted que está enfermo? —pregunté.
—No. Tenía un aspecto muy sano.
—Tenemos motivos de sobra para saber que no puede estar muy tranquilo —continué diciendo—. Señor Woodcourt, ¿va usted a Londres?
—Mañana o pasado.
—Lo que más necesita Richard es un amigo. Usted siempre le ha agradado. Le ruego que cuando llegue vaya a verlo. Le ruego que lo ayude a veces con su compañía, si puede. No sabe usted el favor que le haría. No sabe usted cómo se lo agradeceríamos Ada, el señor Jarndyce e…, ¡incluso yo, señor Woodcourt!
—Señorita Summerson —me dijo, más conmovido ahora que al principio—, le juro en nombre del Cielo que seré buen amigo suyo. ¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!
—¡Que Dios lo bendiga a usted! —exclamé, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas, pero me pareció que no importaba, porque no era por mí misma—. Ada lo quiere… Todos lo queremos, pero Ada lo quiere como no podemos quererlo los demás. Ya le contaré lo que ha dicho usted. ¡Gracias, y que Dios lo bendiga, en nombre de ella!
Richard volvió cuando acabábamos de intercambiar aquellas palabras apresuradas, y me dio el brazo para llevarme al coche.
—Woodcourt —dijo, sin darse cuenta de cuán a propósito venían sus palabras—, tenemos que vernos en Londres.
—¿Vernos? —replicó el otro—. Hoy día apenas si me queda algún amigo allí, salvo usted. ¿Dónde podemos vernos?
—Bueno, ahora tengo que buscar alojamiento —dijo Richard, pensativo—. Digamos en el bufete de Vholes, Symond's Inn.
—¡Muy bien! Sin falta.
Se dieron un apretón de manos. Cuando me senté en el coche, mientras Richard seguía en pie en la calle, el señor Woodcourt puso una mano, en gesto amistoso, en el hombro de Richard y miró hacia mí. Lo comprendí, e hice un gesto de agradecimiento con la mano.
Y en su última mirada, cuando nos marchamos, vi que estaba muy triste por mí. Celebré verlo. Tuve por mi antiguo yo los mismos sentimientos que tendrían los muertos si jamás volvieran a este mundo. Celebré que se me recordara amablemente y se me tuviera una compasión bondadosa, que no se me olvidara del todo.