Casa desolada

1. En Cancillería[3]

1. En Cancillería

Londres. Hace poco que ha terminado la temporada de San Miguel, y el Lord Canciller en su sala de Lincoln’s Inn’s . Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un megalosaurio de unos 40 pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba. Humo que baja de los sombreretes de las chimeneas creando una llovizna negra y blanda con copos de hollín del tamaño de verdaderos copos de nieve, que cabría imaginar de luto por la muerte del sol. Perros, invisibles en el fango. Caballos, poco menos; enfangados hasta las anteojeras. Peatones que entrechocan sus paraguas, en una infección general de mal humor, que se resbalan en las esquinas, donde decenas de miles de otros peatones llevan resbalando y cayéndose desde que amaneció (si cupiera decir que ha amanecido) y añaden nuevos sedimentos a las costras superpuestas de barro, que en esos puntos se pega tenazmente al pavimento y se acumula a interés compuesto.

Niebla por todas partes. Niebla río arriba, por donde corre sucia entre las filas de barcos y las contaminaciones acuáticas de una ciudad enorme (y sucia). Niebla en los pantanos de Essex, niebla en los cerros de Kent. Niebla que se mete en las cabinas de los bergantines carboneros; niebla que cae sobre los astilleros y que se cierne sobre el aparejo de los grandes buques; niebla que cae sobre las bordas de las gabarras y los botes. Niebla en los ojos y las gargantas de ancianos retirados de Greenwich, que carraspean junto a las chimeneas en las salas de los hospitales; niebla en la boquilla y en la cazoleta de la pipa que se fuma por la tarde el patrón malhumorado, metido en su diminuto camarote; niebla que enfría cruelmente los dedos de los pies y de las manos del aprendiz que tirita en cubierta. Gentes que pasan por los puentes y miran por encima del parapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadas de niebla, como si estuvieran metidas en un globo, colgadas en medio de las nubes neblinosas.

Los faroles de gas crean confusas aureolas en medio de la niebla en diversas partes de las calles, como las que parecería crear el sol, visto desde los campos esponjosos, a ojos del pastor y el labrador. Casi todas las tiendas han encendido el alumbrado dos horas antes de lo normal, y el gas parece darse cuenta de ello, pues tiene un aspecto sombrío y renuente.

Donde más hosca está la tarde, y donde más densa está la niebla, y donde más embarradas están las calles, es junto a esa mole antigua y pesada, ornamento idóneo del umbral de una corporación antigua y pesada: Temple Bar. Y junto a Temple Bar, en Lincoln’s Inn Hall, en el centro mismo de la niebla, está sentado el Lord Gran Canciller, en su Alto Tribunal de Cancillería.

Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.

Si hay una tarde adecuada para ello, esta es la tarde en que el Lord Gran Canciller debería estar en su sala —como lo está ahora— con un halo de niebla en torno a la cabeza, blandamente enmarcada en paños y cortinas escarlatas, mientras escucha a un abogado corpulento de grandes patillas, escasa voz y un expediente interminable, y él dirige la mirada a la lámpara del techo, donde no ve nada más que niebla. Si hay una tarde adecuada para ello, esta tarde debería haber una veintena de miembros del Alto Tribunal de Cancillería —y los hay— ocupados neblinosamente en una de las 10.000 fases de una causa interminable, echándose zancadillas los unos a los otros con precedentes escurridizos, hundidos hasta las rodillas en tecnicismos, dándose de cabezazos empelucados de pelo de cabra y crin de caballo contra muros de palabras, y presumiendo de equidad con gestos muy serios, como si fueran actores. En una tarde así, los diversos procuradores de la causa, dos o tres de los cuales la han heredado de sus padres, que hicieron una fortuna con ella, deberían estar en fila —¿no lo están?— en un foso alargado y afelpado (en el fondo del cual, sin embargo, sería vano buscar la Verdad), entre la mesa roja del escribano y las togas de seda, con peticiones, demandas, réplicas, dúplicas, citaciones, declaraciones juradas, preguntas, consultas a procuradores, informes de procuradores, montañas de necedades carísimas, todo amontonado ante ellos. ¡Es lógico que el tribunal esté oscuro, con unas velas moribundas acá y acullá; es lógico que sobre él se cierna una niebla densa, como si nunca fuera a desvanecerse; es lógico que las ventanas de vidrieras coloreadas pierdan el color y no dejen entrar ninguna luz; es lógico que los no iniciados, que atisban por los panales de vidrio de la puerta, se vean disuadidos de entrar por el ambiente solemne y por los lentos discursos que retumban lánguidos en el techo, procedentes del estrado donde el Lord Gran Canciller contempla la lámpara que no alumbra y donde están colgadas las pelucas de todos sus ayudantes en medio de un banco de niebla! Es el Alto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casas en ruinas y sus tierras abandonadas en todos los condados; que tiene sus lunáticos esqueléticos en todos los manicomios, y sus muertos en todos los cementerios; que tiene a sus litigantes, con sus tacones gastados y sus ropas gastadas, que viven de los préstamos y las limosnas de sus conocidos; que da a los poderosos y adinerados abundantes medios para desalentar a quienes tienen la razón; que agota hasta tal punto la hacienda, la paciencia, el valor, la esperanza; que hasta tal punto agota las cabezas y destroza los corazones que entre todos sus profesionales no existe un hombre honorable que no esté dispuesto a dar —que no dé con frecuencia— la advertencia: «¡Más vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí!».

¿Y quién está en la Sala del Lord Canciller esta tarde sombría, además del Lord Canciller, el abogado de la causa, dos o tres abogados que nunca tienen una causa y el foso de abogados antes mencionado? Está el escribano, sentado más abajo del magistrado, con su peluca y su toga, y hay dos o tres maceros, o bolseros, o saqueros, o lo que sean, con los uniformes de su oficio. Todos ellos bostezan, porque ya no es posible divertirse con JARNDYCE Y JARNDYCE (que es la causa de la que se trata), que quedó exprimida hasta el tuétano hace años. Los taquígrafos, los secretarios de tribunales y los periodistas de tribunales se marchan siempre que reaparece Jarndyce y Jarndyce. Sus sitios se quedan vacíos. Subida en una silla a un lado de la sala, con objeto de ver mejor el santuario encortinado, hay una ancianita loca tocada con un gorro fruncido, que siempre está en el tribunal, desde que empieza la sesión hasta que se levanta, y que siempre espera que se pronuncie algún fallo incomprensible en su favor. Hay quien dice que efectivamente es, o fue alguna vez, parte en un pleito, pero nadie está seguro, porque a nadie le importa. Lleva en su ridículo cachivaches a los que califica de documentos; se trata fundamentalmente de fósforos, de papel y de lavanda seca. Aparece un preso cetrino, detenido por sexta vez, a fin de presentar una instancia personal «para purgar su desacato», pero como se trata del único superviviente de una familia de albaceas, y ha caído en un estado de confusión de cuentas, de las cuales nadie le acusa de haber sabido nada, no es en absoluto probable que lo vaya a lograr. Entre tanto, no tiene ningún futuro en la vida. Otro pleiteante arruinado, que llega periódicamente desde Shropshire, y se esfuerza por hablar con el Canciller a última hora del día, y al que no hay medio de hacer comprender que el Canciller ignora legalmente su existencia después de habérsela destrozado durante un cuarto de siglo, se planta en un buen sitio y mira atentamente al Magistrado, dispuesto a exclamar «¡Señoría!» con sonora voz de queja en el momento en que Su Señoría se levante. Unos cuantos pasantes de abogados y otros que conocen de vista al pleiteante deambulan por allí, por si hace algo divertido, y anima un poco este día tan triste.

Jarndyce y Jarndyce se arrastra. Este pleito de espantapájaros se ha ido complicando tanto con el tiempo que ya nadie recuerda de qué se trata. Quienes menos lo comprenden son las partes en él, pero se ha observado que es imposible que dos abogados de la Cancillería lo comenten durante cinco minutos sin llegar a un total desacuerdo acerca de todas las premisas. Durante la causa han nacido innumerables niños; innumerables jóvenes se han casado; innumerables ancianos han muerto. Docenas de personas se han encontrado delirantemente convertidas en partes en Jarndyce y Jarndyce, sin saber cómo ni por qué; familias enteras han heredado odios legendarios junto con el pleito. El pequeño demandante, o demandado, al que prometieron un caballito de madera cuando se fallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caballo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo. Las jovencitas pupilas del tribunal han ido marchitándose al hacerse madres y abuelas; se ha ido sucediendo una larga procesión de Cancilleres que han ido desapareciendo a su vez; la legión de certificados para el pleito se ha transformado en meros certificados de defunción; quizá ya no queden en el mundo más de tres Jarndyce desde que el viejo Tom Jarndyce, desesperado, se voló la tapa de los sesos en un café de Chancery Lane, pero Jarndyce y Jarndyce sigue arrastrándose monótono ante el Tribunal, eternamente un caso desesperado.

Jarndyce y Jarndyce se ha convertido en un tema de broma. Es lo único bueno que ha producido. Ha acarreado la muerte a mucha gente, pero en la profesión es motivo de risa. Todos los procuradores en Cancillería tienen algo que contar a su respecto. Todos los Cancilleres han «estado en él» en nombre de unos o de otros, cuando eran meros abogados. Han hablado bien del caso viejos magistrados de narices rojas y gruesos zapatos en comités selectos mientras tomaban su oporto después de cenar en sus oficinas. Los abogadillos que están haciendo sus pasantías han profundizado en él sus conocimientos jurídicos. El último Lord Canciller lo manejó muy bien cuando, al corregir al señor Blowers, el eminente Abogado de la Corona, que había dicho de algo que no pasaría hasta que las ranas criaran pelo, le señaló: «O hasta que hayamos terminado con Jarndyce y Jarndyce, señor Blowers», broma que hizo particular gracia a los maceros los bolseros y los saqueros.

Sería muy difícil saber a cuántas de las personas implicadas en el pleito ha tocado Jarndyce y Jarndyce con su mano enferma para deformarlas y corromperlas. Desde el procurador, en cuyos archivos las resmas polvorientas de atestado para Jarndyce y Jarndyce han ido arrugándose en sombrías y múltiples formas, hasta el copista de la Oficina de los Seis Secretarios , que ha copiado docenas de miles de páginas de folios oficiales de la Cancillería bajo ese epígrafe eterno, nadie ha llegado a ser una persona mejor gracias al pleito. El engaño, la evasión, los aplazamientos, el saqueo, el hostigamiento, las falsedades de todo tipo, no contienen influencia alguna que pueda jamás llevar a nada bueno. Es posible que hasta los meritorios de los procuradores, que han mantenido a distancia a los sufridos pleiteantes, con sus permanentes protestas de que el señor Chizzle, Mizzle , o lo que fuera, estaba muy ocupado y tenía visitas hasta la hora de cenar, se hayan visto moralmente influidos por Jarndyce y Jarndyce. El administrador judicial de la causa ha adquirido una buena suma de dinero gracias a ella, pero también ha llegado a desconfiar hasta de su propia madre y a despreciar a sus propios colegas. Chizzle, Mizzle, o quienes sean, han caído en el hábito de prometerse a sí mismos que van a estudiar ese asuntillo pendiente y ver lo que se puede hacer por Drizzle —al que no se le ha tratado demasiado bien— cuando el bufete pueda terminar con Jarndyce y Jarndyce. La malhadada causa ha esparcido por todas partes la pereza y la codicia, en todas sus múltiples formas, e incluso quienes han contemplado su historia desde el círculo más remoto de tanta perversión se han visto insensiblemente tentados a dejar que la maldad siguiera su mal camino y a opinar vagamente que si el mundo va mal era porque, quizá por distracción, nadie pretendió nunca que fuera bien.

Así, en medio del barro y en el centro de la niebla está el Lord Gran Canciller sentado en su Alto Tribunal de Cancillería.

—Señor Tangle —dice el Lord Gran Canciller, que últimamente se está cansando un tanto de la elocuencia del erudito jurista.

—Señoría —dice el señor Tangle. El señor Tangle sabe más que nadie del caso Jarndyce y Jarndyce. Esa fama tiene; se dice que desde que salió de la Facultad no se ha ocupado más que de él.

—¿Le queda mucho por exponer?

—No, señoría…, varios aspectos…, me siento obligado a señalar… señoría —es la respuesta que susurra el señor Tangle.

—Creo que todavía han de intervenir varios letrados, ¿no? —dice el Canciller con una leve sonrisa. Dieciocho distinguidos colegas del señor Tangle, cada uno de ellos armados con un breve resumen de 1800 folios, asienten subiendo y bajando las cabezas como 18 teclas de un piano, hacen 18 reverencias y vuelven a ocupar sus 18 asientos anónimos.

—Continuaremos la audiencia del miércoles en quince días —anuncia el Canciller. Pues el tema en estudio no es más que una cuestión de costas, una mera gota en el océano del pleito principal, y ésta sí que se va a resolver en cuestión de días.

El Canciller se pone en pie; llevan al preso a toda prisa al frente; el hombre de Shropshire exclama:: «¡Señoría!». Maceros, bolseros y saqueros exigen silencio, indignados, y miran ceñudos al hombre de Shropshire.

—Por lo que hace —continúa el Canciller, que sigue refiriéndose a Jarndyce y Jarndyce— a la jovencita…

—Con la venia de Su Señoría…, el joven —dice el señor Tangle prematuramente.

—Por lo que hace —continúa el Canciller, vocalizando exageradamente— a la jovencita y al joven, los dos menores —el señor Tangle queda aplastado—, que ordené estuvieran presentes hoy, y que se hallan en estos momentos en mi despacho, voy a verlos para ver si procede que ordene que pasen a residir con su tío.

El señor Tangle vuelve a ponerse en pie:

—Con la venia de Su Señoría…, fallecido.

—Con su… —y el Canciller contempla los papeles que tiene en la mesa a través de los anteojos—, su abuelo.

—Con la venia de Su Señoría…, víctima de acto temerario…, tapa de los sesos.

De pronto, un abogado muy bajito, con tremenda voz tonante, se levanta, todo inflado, en medio de los bancos traseros de niebla, y dice:

—¿Permite Su Señoría? Actúo yo en su nombre. Se trata de un primo lejano. De momento no puedo informar al Tribunal de cuál es el grado de parentesco, pero es su primo.

Tras dejar que este discurso (pronunciado como un mensaje de ultratumba) resuene hasta las vigas del techo, el abogado bajito se deja caer en el asiento y desaparece en la niebla. Todo el mundo lo busca. Nadie lo ve.

—Voy a hablar con los dos jóvenes —vuelve a hablar el Canciller— para ver si procede que pasen a residir con su primo. Hablaré del asunto cuando vuelva a la Sala, mañana por la mañana.

El Canciller está a punto de hacer una inclinación a los abogados cuando comparece el preso. Imposible hacer nada respecto del confuso estado de sus asuntos, salvo volverlo a enviar a la cárcel, y eso es lo que se hace inmediatamente. El hombre de Shropshire aventura otro «¡Señoría!» de reproche, pero el Canciller ya ha advertido su presencia y ha desaparecido hábilmente. Todo el mundo desaparece a gran velocidad. Se llena una batería de sacas azules con grandes cargas de papeles que se llevan los secretarios; la viejecita loca se marcha con sus documentos; la sala vacía se cierra con siete llaves. ¡Si todas las injusticias que se han cometido en ella y todos los pesares que ella ha causado pudieran encerrarse con ella y quemarlo todo en una enorme pira funeraria, tanto mejor para otras partes, además de las partes en Jarndyce y Jarndyce!

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