Casa desolada

32. A la hora exacta

32. A la hora exacta

Ya es de noche en Lincoln’s Inn, valle perplejo e inquieto de la sombra de la ley, donde los pleiteantes no suelen hallar demasiada luz, y en las oficinas se apagan las gruesas velas, y los pasantes ya han bajado las destartaladas escaleras de madera y se han dispersado. La campana que suena a las nueve ha interrumpido su tañido doliente que no significa nada, las puertas están cerradas, y el portero de noche, solemne guardián con una capacidad portentosa para quedarse dormido, mantiene la guardia en su garita. Desde las filas de ventanas de las escaleras, lámparas ciegas como los ojos de la Equidad, como un Argos pitañoso con un bolsillo sin fondo por cada ojo y un ojo para vigilarlo todo, parpadean pálidamente hacia las estrellas. En las buhardillas sucias surgen de vez en cuando parches borrosos de luz de candil donde algún dibujante o algún escribiente astutos siguen trabajando para aumentar las complicaciones de algún pleito por propiedades en resmas de pergamino, a una tasa media de unas 12 ovejas por acre de tierra. En esa industria digna de las abejas se siguen ocupando estos benefactores de la especie, aunque ya han pasado las horas de oficina, a fin de cumplir con su deber de cada día.

En la plazoleta de al lado, donde reside el Lord Canciller de la trapería, se manifiesta una tendencia general a la cerveza y la cena. La señora Piper y la señora Perkins, cuyos respectivos hijos, ocupados con un círculo de sus amistades en jugar al escondite, han pasado varias horas agazapados en las esquinas de Chancery Lane, o correteando por esa misma arteria para gran confusión de los viandantes; la señora Piper y la señora Perkins, decimos, ya se han felicitado mutuamente porque sus hijos se han acostado, y aún se quedan un rato en el umbral de la puerta para la despedida. Como de costumbre, el tema principal de su conversación son el señor Krook y su huésped, y el hecho de que el señor Krook «siempre lleva una copa de más», así como las perspectivas testamentarias del joven. Pero también tienen algo que decir, como siempre, de la Reunión Armónica que se celebra en las Armas del Sol, desde donde el sonido del piano que llega por las ventanas entreabiertas repiquetea en la calle, y donde cabe ahora escuchar a Little Swills que, tras lograr como un auténtico Yorick que los amantes de la armonía rían como locos, se pone a cantar cavernosamente, mientras exhorta a sus amigos y aficionados a «¡Escuchar, escuchar, escuchar, la cascada que cae!». La señora Perkins y la señora Piper comparan opiniones en torno al tema de la damisela de gran reputación profesional que ayuda en las Reuniones Armónicas, y a la que se menciona por su nombre en el anuncio manuscrito colocado en la ventana, de la cual la señora Perkins sabe perfectamente que lleva casado un año y medio, aunque se anuncie con el nombre de señorita M. Melvilleson, el ruiseñor londinense, y que a su hijo pequeño lo meten clandestinamente todas las noches en las Armas del Sol para que reciba su alimento natural durante el espectáculo. «Lo que es yo», dice la señora Perkins, «antes que eso preferiría ponerme a vender fósforos por las calles». La señora Piper, como está obligado, comparte esa opinión, pues sostiene que una vida privada decente es mejor que el aplauso del público, y da gracias al Cielo por su propia respetabilidad (y por alusión a la de la señora Perkins). Como en ese momento aparece el pinche de las Armas del Sol con la pinta de cerveza bien espumosa para la cena de la señora Piper, ésta acepta el recipiente y se retira al interior de su casa, tras desear las buenas noches a la señora Perkins, que tiene su propia pinta en la mano desde que se la trajo del mismo establecimiento el joven Perkins antes de que lo enviaran a la cama. Ahora se oye en la plazoleta el ruido de los cierres que van echando las tiendas, y llega un olor como de humo de pipa, y en las ventanas de arriba se ven estrellas fugaces, indicadoras también de que la gente se va a descansar. Es también el momento en que el policía empieza a comprobar las puertas, verificar las cerraduras, sospechar de los montones de trapos y papeles y administrar su sector, basándose en la hipótesis de que quien no está robando a alguien está siendo víctima de un robo.

La noche es opresiva, aunque también soplan a veces ráfagas frescas y húmedas, y a una cierta altura se advierten jirones de niebla. Es una noche magnífica para los mataderos, los comercios pecaminosos, las alcantarillas, las aguas salobres, los cementerios; para dar que hacer a la Sección de Fallecimientos del Registro Civil. Es posible, que la culpa sea de algo que está suspendido en el aire (que contiene muchas materias en suspensión), o quizá se trate de algo que lleva él en su fuero interno, pero el caso es que el señor Weevle, también llamado Jobling, se siente muy incómodo. En una hora va y viene veinte veces entre su aposento y la puerta abierta de la calle. No para de subir y bajar desde que cayó la tarde. Desde que el Canciller cerró la tienda, cosa que hizo muy temprano esta noche, el señor Weevle ha estado subiendo y bajando, subiendo y bajando, con más frecuencia que nunca, con un bonete barato de terciopelo ajustado en la cabeza, debido a lo cual sus patillas parecen totalmente desproporcionadas.

No es de extrañar que también el señor Snagsby se sienta incómodo, pues siempre se siente así, en mayor o menor medida, bajo la influencia opresiva del secreto que pesa sobre él. Impulsado por el misterio en el que participa, pero que no comparte, el señor Snagsby vuelve siempre a lo que parece ser el origen de todo: la trapería de la plazoleta. Ejerce una atracción irresistible en él. El señor Snagsby se acerca allí incluso ahora, cuando pasa al lado de Las Armas del Sol con la intención de cruzar la plazoleta, salir por Chancery Lane y terminar así su paseo no premeditado de después de cenar que le lleva diez minutos desde que sale de su casa hasta que vuelve a ella.

—Bueno, señor Weevle —dice el papelero, que se detiene a conversar—. ¡Con que es usted!

—¡Pues sí! —responde el señor Weevle—. Yo soy, señor Snagsby.

—¿Está usted tomando el aire, igual que yo, antes de acostarse? —pregunta el papelero.

—Bueno, la verdad es que aquí no hay mucho aire que tomar, y el que hay no resulta muy refrescante —replica Weevle, mirando arriba y abajo de la plazoleta.

—Tiene usted razón, señor mío. ¿No observa usted, caballero —inquiere el señor Snagsby, haciendo una pausa para olisquear y saborear un poco el aire—, no observa usted, señor Weevle, que… para no andarnos con circunloquios… que por aquí huele un tanto a grasa?

—Pues sí; yo también he observado que por aquí hay un olor un tanto raro esta noche —contesta el señor Weevle—. Supongo que serán las chuletas de las Armas del Sol.

—¿Cree usted que son chuletas? ¡Ah! Chuletas, ¿eh? —y el señor Snagsby vuelve a olisquear pensativo— Bueno, señor mío, quizá sea eso. Pues yo diría que habría que vigilar un poco a la cocinera de Las Armas del Sol. ¡Las está quemando, señor mío! Y no creo —el señor Snagsby vuelve a olisquear y a abrir la boca, y después escupe y se limpia los labios—; y no creo… por no hablar con eufemismos… que estuvieran demasiado frescas cuando las puso en la parrilla.

—Es muy probable. Con este tiempo se estropea todo.

—Es verdad que con este tiempo se estropea todo —dice el señor Snagsby— y a mí además me deprime.

—¡Diablo! A mí me horroriza —replica el señor Weevle.

—Claro que usted vive solo, en una sola habitación, sobre la que se cierne una circunstancia siniestra —dice el señor Snagsby, que mira por encima del hombro del otro hacia el pasaje oscuro, y después de un paso atrás para contemplar el edificio—. Yo no podría vivir solo en esa habitación como usted, señor mío. Por las noches me sentiría tan nervioso y tan preocupado que me sentiría impulsado a bajar a la puerta y quedarme aquí, antes que seguir ahí arriba. Pero también es verdad que usted no ha visto en su habitación lo que vi yo. Y eso cuenta.

—Lo sé perfectamente —comenta Tony.

—No es nada agradable, ¿verdad? —continúa diciendo el señor Snagsby, con su tosecilla de blanda persuasión, tapándose la boca con la mano—. El señor Krook debería tenerlo en cuenta al fijar el alquiler. Desde luego, espero que así sea.

—Eso espero yo también —concurre Tony—. Pero lo dudo.

—Encuentra usted el alquiler demasiado alto, ¿verdad, señor mío? —pregunta el papelero—. Es verdad que en esta zona los alquileres son altos. No sé exactamente a qué se debe, pero parece como si la presencia de abogados hiciera subir los precios. Y conste que no es que yo quiera decir nada en contra de la profesión gracias a la cual me gano la vida.

El señor Weevle vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta, y después mira al papelero. El señor Snagsby recibe inexpresivo su mirada y vuelve la suya hacia arriba, a ver si encuentra alguna estrella, tras lo cual tose de una forma que indica que no sabe exactamente cómo terminar esta conversación.

—Verdaderamente, señor mío —observa, frotándose lentamente las manos— resulta de lo más curioso que el pobre se viniera…

—¿Quién? —interrumpe el señor Weevle.

—El difunto, ya sabe —dice el señor Snagsby, volviendo la cabeza y enarcando la ceja derecha hacia la escalera y dándole al otro un golpecito en un botón.

—¡Ah, claro! —replica su interlocutor, como si no le agradara el tema—. Creí que ya habíamos acabado de hablar de él.

—Lo que iba a decir era que resulta de lo más curioso que el pobre se viniera a vivir aquí, y que fuera uno de mis copistas, y que después haya venido usted a vivir aquí y sea también uno de mis copistas. ¡Conste que ese título no tiene nada de derogatorio, ni mucho menos! —señala el señor Snagsby, para disipar cualquier malentendido de que haya afirmado descortésmente ningún género de autoridad sobre el señor Weevle—, porque sé de copistas que han entrado después en las grandes fábricas de cerveza y les ha ido muy bien. Pero que muy bien —añade el señor Snagsby, que teme no haber mejorado mucho las cosas.

—Efectivamente, es una coincidencia extraña —responde Weevle, que vuelve a mirar arriba y abajo de la plazoleta.

—Parece cosa del Destino, ¿verdad? —sugiere el papelero.

—Pues sí.

—Exactamente —observa el papelero con su tosecilla de asentimiento—. Cosa del Destino. Completamente del Destino. Bueno, señor Weevle, me temo que debo despedirme de usted, porque si no saldrá mi mujercita a buscarme. ¡Buenas noches! —dice el señor Snagsby como si le apenara marcharse, aunque desde que se detuvo a charlar está buscando algún medio de escaparse.

Si el señor Snagsby se va corriendo a casa para ahorrar a su mujercita la molestia de salir a buscarlo, puede estar tranquilo al respecto. Su mujercita ha estado todo el tiempo vigilando por las inmediaciones de Las Armas del Sol, y ahora se desliza tras él con un pañuelo liado a la cabeza, y hace al señor Weevle y a su puerta el honor de echarles una ojeada al pasar a su lado.

«No cabe duda de que me reconocerá usted, señora», —dice el señor Weevle—, «y no puedo decir que sea usted una belleza, con ese trapo que lleva a la cabeza. ¿No llegará nunca este hombre?».

Mientras él habla a solas se acerca este hombre. El señor Weevle levanta un dedo en silencio, le hace entrar en el pasaje y cierra la puerta de la calle. Después suben las escaleras; el señor Weevle pesadamente, y el señor Guppy (pues de él se trata) con gran ligereza. Tras encerrarse en el cuarto de atrás hablan en voz baja:

—Creí que te habías ido por lo menos a Jericó, en lugar de aquí —dice Tony.

—Pero si te dije que hacia la diez.

—Dijiste que hacia la diez —repite Tony—. Sí, claro que sí. Pero por mis cuentas son diez veces las diez: son las cien. ¡En mi vida había pasado una noche así!

—¿Qué ha pasado?

—¡De esa se trata! —dice Tony—. No ha pasado nada. Pero a fuerza de aguantar esperando en este cuchitril siniestro, me ha entrado una depresión espantosa. Fíjate qué vela —continúa Tony, señalando el pabilo que chisporrotea en la mesa, rodeado de un montón de cera derretida.

—Eso se arregla en un momento —observa el señor Guppy, apoderándose del despabilador.

—¿Tú crees? —replica su amigo—. No es tan fácil. Lleva ardiendo así desde que la encendí.

—Pero, ¿qué te pasa Tony? —pregunta el señor Guppy, mirándolo despabilador en mano y sentándose con un codo apoyado en la mesa.

—William Guppy —responde el otro—, estoy muy desanimado. Es esta habitación tan insoportablemente triste, que impulsa al suicidio…, y el espectro de ahí abajo —y el señor Weevle aparta malhumorado el despabilador de un codazo, apoya la cabeza en una mano, pone los pies en el guardafuegos y contempla la chimenea. El señor Guppy lo observa, hace un gesto con la cabeza y se sienta al otro lado de la mesa con actitud despreocupada.

—¿No estabas hablando con Snagsby, Tony?

—Sí, y… Sí, era Snagsby —dice el señor Weevle sin terminar su frase inicial.

—¿De negocios?

—No. Nada de negocios. Pasaba por aquí y se paró a charlar.

—Ya me parecía que era Snagsby —dijo el señor Guppy—, y también me pareció mejor que no me viera, ¡por eso esperé hasta que se marchó!

—¡Ya empezamos otra vez William G.! —exclamó Tony, levantando la vista un instante—. ¡Siempre con tus misterios! ¡Te juro que si fuéramos a cometer un asesinato no podrías estar más misterioso!

El señor Guppy finge una sonrisa, y con ánimo de cambiar de tema contempla con admiración, real o fingida, la Galería de la Galaxia de las Bellezas Británicas, estudio que termina con el retrato de Lady Dedlock, puesto encima de la repisa de la chimenea, en el cual está representada en una terraza, en la que hay un pedestal, en el que hay un jarrón, con el chal de ella sobre el jarrón y una piel prodigiosa sobre el chal, y sobre la prodigiosa piel apoya el brazo, en el cual lleva una pulsera.

—Se parece mucho a Lady Dedlock —observa el señor Guppy—. Sólo le falta hablar.

—Ojalá pudiera —gruñe Tony sin cambiar de postura—. Así podríamos hablar de cosas del gran mundo. Como el señor Guppy ya ha advertido que no hay forma de poner a su amigo de humor más sociable, rectifica el rumbo y le hace un reproche:

—Tony —dice—, comprendo que estés desanimado, porque nadie sabe mejor que yo lo que son estas cosas, y quizá nadie tenga más derecho a saberlo que quien lleva grabado en el corazón la imagen de alguien que no le corresponde. Pero estas cosas tienen un límite con quien no tiene la culpa de nada, y te he de decir, Tony, que tu actitud en estos momentos no es ni hospitalaria ni propia de un caballero.

—Eso que me dices es muy fuerte, William Guppy —responde el señor Weevle.

—Es posible, señor mío —replica el señor William Guppy—, pero es porque así lo siento.

El señor Weevle reconoce que se ha conducido mal y pide al señor William Guppy que lo dé por olvidado. Pero como el señor William Guppy advierte que ha adquirido una ventaja, no puede renunciar del todo a ella sin un pequeño reproche más.

—¡No! De verdad, Tony —dice el caballero—, de verdad que deberías tratar de no herir los sentimientos de quien lleva grabada en su corazón la imagen de alguien que no le corresponde, y que no se siente del todo feliz con los acordes que vibran con las más tiernas emociones. Tú, Tony, posees en ti mismo todo lo que puede cautivar la vista y atraer el gusto. No entra en tu carácter (quizá por suerte para ti, y ojalá pudiera yo decir lo mismo del mío) volar en torno a una sola flor. Todo el jardín se abre ante ti, y tus leves alas te llevan por él; ¡y sin embargo Tony, lejos de mí, te aseguro herir en lo más mínimo tus sentimientos sin causa!

Tony vuelve a suplicar que se abandone el tema, y repite enfáticamente:

—¡Déjalo ya, William Guppy!

A lo que el señor Guppy accede con la siguiente respuesta:

—Por mí no se hubiera mencionado nunca el asunto.

—Y ahora —dice Tony, atizando la chimenea—, cuéntame lo de ese célebre paquete de cartas. ¿No te parece extraordinario que Krook me haya citado a medianoche de hoy para dármelas?

—Mucho. ¿Por qué a esa hora?

—¿Por qué razón hace ése lo que sea? El mismo no lo sabe. Dijo que hoy era su cumpleaños y que me las daría hoy a medianoche. Para entonces estará borracho como una cuba. Lleva bebiendo todo el día.

—¿No habrá olvidado la cita contigo, espero?

—¿Olvidado? No, eso no. Nunca se olvida de nada. Lo he visto esta tarde hacia las ocho, cuando le ayudé a cerrar la tienda, y tenía las cartas metidas en esa gorra peluda suya. Se la quitó para enseñármelas. Después de cerrar la tienda se las sacó de la gorra, la colgó del respaldo de la silla y se puso a darles vueltas delante de la chimenea. Después le oí por las rendijas del piso y estaba canturreando la única canción que conoce: la de Bibo y el viejo Caronte, y que Bibo estaba borracho cuando murió, o algo por el estilo.

—¿Y tienes que bajar a las doce?

—A las doce. Y ya te digo que cuando llegaste tú me parecía que fueran las cien.

—Tony —dice el señor Guppy, tras reflexionar un rato con las piernas cruzadas—, todavía no ha aprendido a leer, ¿verdad?

—¡A leer! No va a aprender nunca. Sabe hacer todas las letras una por una, y las reconoce casi todas por separado si las ve; hasta ahí ha llegado gracias a mí, pero no sabe juntarlas. Y ya es demasiado viejo para aprender… y está demasiado borracho.

—Tony —dice el señor Guppy, que descruza las piernas y vuelve a cruzarlas—, ¿cómo crees que escribió el nombre de Hawdon?

—No lo escribió. Ya sabes que tiene una curiosa facultad de imitación, y que se ha dedicado a copiar cosas sólo con mirarlas. Lo imitó, evidentemente, de las señas de una carta, y me preguntó qué significaba.

—Tony —insiste Guppy, que vuelve a descruzar y cruzar las piernas—, ¿tú dirías que el original era letra de hombre o de mujer?

—De mujer. Apuesto 50 a 1 a que era de una señora: una letra muy inclinada y el final de la letra «n» largo y apresurado.

Durante este diálogo el señor Guppy ha estado mordiéndose la uña del pulgar, y generalmente cambiando de pulgar al cambiar la pierna que tiene cruzada. Al volver a hacer ese gesto se mira por casualidad la manga de la levita. Le llama la atención. La contempla asombrado.

—Pero, Tony, ¿qué diablo pasa en esta casa esta noche? ¿Se ha incendiado alguna chimenea?

—¡Incendiado una chimenea!

—¡Ah! —responde el señor Guppy—. Mira cómo cae el hollín. ¡Mírame el brazo! ¡Mira aquí, en la mesa! ¡Pero qué porquería, no se va! ¡Deja unas manchas, como si fuera sebo negro!

Se miran el uno al otro y Tony va a escuchar a la puerta, y después sube unos escalones y baja otros. Vuelve y dice que no pasa nada, que todo está tranquilo, y cita lo que le dijo hace poco al señor Snagsby acerca de las chuletas que estaban guisando en Las Armas del Sol.

—¿Y fue entonces —continúa el señor Guppy, que sigue mirando con notable aversión la manga de su levita, mientras prosigue su conversación frente a la chimenea cuando te dijo que había cogido las cartas del portamantas de su inquilino?

—Entonces fue, sí señor —contesta Tony, que se atusa las patillas—. Y entonces fue cuando escribí unas líneas a mi querido amigo el Honorable William Guppy, para comunicarle la cita que tenía esta noche y decirle que no viniera antes, porque el viejo es un Zorro.

El tono vivaz y alegre de la vida del gran mundo que suele asumir el señor Weevle le resulta tan poco apropiado esta noche que lo abandona junto con las patillas, y tras mirar por encima del hombro, parece rendirse una vez más al horror.

—Tienes que traerte las cartas a la habitación para leerlas y compararlas y después decírselo todo a él. ¿No es eso lo convenido, Tony? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose nervioso la uña del pulgar.

—Habla más bajo. Sí, eso es lo convenido.

—Te voy a decir una cosa, Tony…

—Habla más bajo —repite Tony. El señor Guppy asiente sagazmente con la cabeza, la adelanta un poco más y habla en susurros:

—Te voy a decir una cosa. Lo primero que tenemos que hacer es otro paquete como el de verdad, para que si quiere verlo, mientras lo tengo yo, se lo puedas enseñar.

—Y, ¿qué pasa si se da cuenta de que es falso en cuanto lo vea, que con esa vista que tiene es infinitamente más probable que no? —sugiere Tony.

—Entonces habrá que echarle cara. No son suyas y nunca lo han sido. Lo averiguaste y las pusiste en mis manos, en manos de un amigo tuyo que trabaja en los Tribunales, para que estuvieran a salvo. Y si nos obliga, siempre podemos devolvérselas, ¿no?

—Sí …í —reconoce de mala gana el señor Weevle.

—Pero Tony —reprocha su amigo—, ¡qué cara pones! ¿No dudarás de William Guppy? ¿No sospecharás que vaya a pasar nada malo?

—Nunca sospecho más que lo que sé, William —responde el otro gravemente.

—Y, ¿qué es lo que sabes? —pregunta el señor Guppy, elevando un poco la voz (aunque cuando su amigo vuelve a advertirle: «Te digo que hables más bajo», repite la pregunta sin hacer más que mover los labios: «¿Qué es lo que sabe?».).

—Sé tres cosas. La primera es que estamos hablando en secreto, como un par de conspiradores.

—Bueno —dice el señor Guppy—, más vale que seamos eso que no un par de idiotas, que es lo que seríamos si hiciéramos otra cosa, porque es la única forma de hacer lo que queremos. ¿La segunda?

—La segunda es que no veo claro cómo nos vamos a beneficiar, después de todo.

El señor Guppy levanta la mirada hacia el retrato de Lady Dedlock que hay encima de la repisa y responde:

—Tony, en esto lo único que se te pide es que confíes en la honorabilidad de tu amigo. Aparte de lo cual, todo está ideado en beneficio de tu amigo, de esos acordes del corazón humano… que… que no hace falta movilizar a una agónica vibración ahora mismo… tu amigo no es ningún tonto. ¿Qué es eso?

—Es la campana de San Pablo que da las 11. Si escuchas, oirás como suenan todas las campanas de la ciudad. Ambos se quedan en silencio, escuchando las voces metálicas, cercanas o distantes, que resuenan desde campanarios de diversas alturas, en tonos aún más diversos que sus situaciones. Cuando por fin cesan, todo parece ser más misterioso y estar más silencioso que antes. Un resultado desagradable de hablar en susurros es que parece evocar un clima de silencio, sobre el que se ciernen los fantasmas del ruido: crujidos y restallidos extraños, el roce de prendas sin sustancia, el paso de unos pies terribles que no dejarían huellas en la arena de la playa ni en la nieve del invierno. Los dos amigos están tan sensibilizados que el aire les parece lleno de fantasmas, y ambos, de común acuerdo, miran por encima del hombro para comprobar que la puerta está cerrada.

—Bueno, Tony —dice el señor Guppy, acercándose a la chimenea, y mordiéndose la uña de un pulgar tembloroso—. ¿Qué era lo que ibas a decir en tercer lugar?

—No resulta nada agradable conspirar contra alguien en la misma habitación en que murió, sobre todo cuando está uno viviendo en ella.

—Pero, Tony, no estamos conspirando en contra de él.

—Puede que no, pero a mí sigue sin gustarme. Quédate a vivir tú aquí y ya verás si te gusta.

—En cuanto a eso de que haya muerto aquí, Tony —continúa diciendo el señor Guppy, eludiendo la propuesta—, hay muchos cuartos en los que ha muerto gente.

—Ya lo sé, pero en casi todos ellos uno les deja en paz, y… ellos le dejan en paz a uno —responde Tony.

Los dos vuelven a mirarse. El señor Guppy formula una observación apresurada, en el sentido de que quizá le estén haciendo un favor al muerto, y que eso es lo que espera él. Se produce un silencio opresivo hasta que el señor Weevle atiza el fuego de forma repentina, y da al señor Guppy un susto como si en lugar del fuego le hubieran atizado en el corazón.

—¡Puah! Ha vuelto a caer más de ese hollín asqueroso —dice—. Vamos a abrir un poco la ventana para que entre algo de aire. Esto huele a cerrado.

Levanta la parte de abajo de la ventana y los dos se quedan apoyados en el alféizar, con el cuerpo medio afuera. Las casas de enfrente están demasiado próximas para que puedan ver el cielo sin retorcer el cuello para mirar hacia arriba, pero consideran reconfortantes las luces de las ventanas sucias que se ven acá y acullá, así como el ruido de los coches que pasan a lo lejos, y la expresión nueva que se ve en los gestos de la gente. El señor Guppy tabalea sin hacer ruido en el alféizar de la ventana y sigue susurrando como un actor de comedia cómica:

—A propósito, Tony, no te olvides del viejo Smallweed —aunque se refiere al individuo más joven del mismo apellido—. Ya sabes que no le he dicho de qué se trata todo esto. Ese abuelo suyo es demasiado listo. Lo llevan en la sangre.

—Ya recuerdo —dice Tony—. Me doy perfecta cuenta.

—Y en cuanto a Krook —continúa el señor Guppy—, ¿crees que de verdad tiene más papeles importantes, como ha presumido contigo desde que os hicisteis amigos?

Tony niega con la cabeza:

—No sé. No me lo puedo imaginar. Si sacamos esto adelante sin que sospeche de nosotros, estoy seguro de que tendré más datos. ¿Cómo voy a saberlo sin verlas, cuando no lo sabe ni él mismo? Se pasa el tiempo copiando palabras de las cartas y escribiéndolas con tiza en la mesa y en la pared de la tienda, y preguntando qué significa tal cosa o cuál otra, pero que yo sepa es muy posible que todo —lo que tiene sea papel viejo, que es lo que dijo al vendedor. Tiene como la monomanía de pensar que posee documentos valiosos. Lleva un cuarto de siglo diciendo que va a aprender a leerlos.

—Pero, ¿cómo se le ocurrió esa idea? Ésa es la cuestión —sugiere el señor Guppy, cerrando un ojo, tras una breve meditación, como si fuera un investigador—. Quizá encontrase documentos en algo que ha comprado, donde nadie creía que hubiera documentos, y quizá se le metiera en esa astuta cabeza, por la forma y el lugar donde estaban escondidos, que tuvieran algún valor.

—O quizá le hayan engañado con el cuento de que podía hacer negocio. O quizá esté completamente enredado, a fuerza de pasarse tanto tiempo contemplando lo que sea que tiene, y de la bebida, y de pasarse tanto tiempo en el Tribunal de Cancillería y de pasarse la vida oyendo hablar de documentos —responde el señor Weevle.

El señor Guppy, sentado en el alféizar de la ventana, asiente con la cabeza mientras sopesa mentalmente todas esas posibilidades, y golpea, toca y mide el marco con la mano, hasta que la retira a toda prisa.

—¿Qué diablos es esto? —exclama—. ¡Mírame los dedos!

Los tiene manchados de un líquido espeso y amarillento, ofensivo al tacto y la vista y todavía más al olfato. Un líquido pegajoso y asqueroso, del cual emana algo instintivamente repulsivo que hace temblar a los dos amigos.

—¿Qué has estado haciendo aquí? ¿Qué has tirado por la ventana?

—¡Tirar yo por la ventana! ¡Nada, te lo juro! ¡No he tirado nada desde que llegué! —exclama el inquilino. ¡Pero basta con mirar por aquí… o por allá! Cuando acerca la vela aquí, al rincón del alféizar, aquélla sigue goteando y dejando caer goterones entre los baldosines; en otras partes se acumula la cera en un charco nauseabundo.

—Esta casa es horrible —dice el Señor Guppy, cerrando la ventana—. Dame algo de agua, o me tendré que cortar la mano.

Tanto se lava, se frota, se rasca, se olfatea y se vuelve a lavar que no hace mucho rato desde que se ha restaurado con una copa de aguardiente y se ha plantado solemne ante la chimenea cuando la campana de San Pablo da las 12 y todas las demás campanas dan las 12 desde sus torres de diversas alturas en la noche tenebrosa y con sus múltiples tonos. Cuando todo vuelve a quedar en silencio, el inquilino dice:

—Ya es la hora de la cita. ¿Voy?

El señor Guppy asiente y le da un golpecito de «buena suerte» en la espalda, pero no con la mano que se acaba de lavar, aunque es la derecha.

Baja las escaleras y el señor Guppy trata de calmarse ante el fuego, en previsión de una larga espera. Pero no han pasado ni dos minutos cuando chirrían las escaleras y vuelve Tony corriendo.

—¿Ya las tienes?

—¡Tener qué! No. No está el viejo.

En el breve intervalo transcurrido se ha llevado tal susto que contagia su temor al otro, el cual se le echa encima y le pregunta en voz alta:

—¿Qué ha pasado?

—No logré que me oyera y abrí la puerta despacito para mirar. Y el olor a quemado viene de allí, y el hollín viene de allí, y el líquido viene de allí, ¡pero él no está allí! —termina de decir Tony con un gemido.

El señor Guppy toma la vela. Bajan, más muertos que vivos, y apoyándose el uno en el otro, abren de un empujón la puerta de la trastienda. La gata está al lado de la puerta y enseña los dientes, pero no a ellos, sino a algo que hay en el suelo, frente a la chimenea. En la rejilla no quedan sino unas brasas, pero en la habitación flota un vapor sofocante y maloliente, y las paredes y el techo están recubiertos de una capa grasienta de color oscuro. Las sillas y la mesa, y la botella que suele haber encima de la mesa, están como de costumbre. Del respaldo de una de las sillas cuelgan la gorra de pelo y la levita del viejo.

—¡Mira! —exclama el inquilino, señalando todo eso a la atención de su amigo con un dedo tembloroso—. Ya te lo dije. La última vez que le vi se quitó la gorra, sacó el atado de cartas viejas, dejó la gorra en el respaldo de la silla (donde ya tenía la levita, porque se la había quitado antes de ir a correr las contraventanas) y cuando me fui estaba dándoles vueltas a las cartas, justo ahí donde está esa cosa negra tirada en el suelo.

¿Se habrá ahorcado en algún rincón? Miran por todas partes. No.

—¡Mira! —susurra Tony—. Al pie de esa misma silla hay un trocito de esa cuerda roja que se utiliza para atarla las plumas. Era con lo que tenía atadas las cartas. Él las había desatado con toda calma, mientras me hacía muecas y se reía de mí, antes de empezar a darles vueltas, y lo dejó caer ahí. Yo mismo lo vi caer.

—¿Qué le pasa a la gata? —pregunta el señor Guppy—. ¡Mírala!

—Debe de haberse vuelto loca, y no me extraña en esta casa endemoniada.

Avanzan lentamente, escudriñándolo todo. La gata sigue en el mismo sitio en que la encontraron, y sigue enseñándole los dientes a algo que hay en el suelo, delante de la chimenea y entre las dos sillas. ¿Qué es? Hay que levantar la palmatoria.

Hay un trocito del suelo que ha ardido, quedan las cenizas de unos papeles quemados, pero que no parecen tan frágiles como es habitual, pues parecen estar empapadas de algo, y aquí está eso: ¿se trata de los restos de un tronco quemado y roto de madera, lleno de cenizas blancas, o de algo de carbón? ¡Qué horror, es él! Es eso de lo que echamos a correr, de forma que se nos apaga la vela y salimos a trompicones a la calle; eso es todo lo que lo representa a él.

¡Socorro, socorro, socorro! ¡Vengan aquí, por el amor del Cielo!

Vendrán muchos, pero nadie puede aportar socorro. El Lord Canciller de la plazoleta, fiel a su título hasta el final, ha muerto como mueren todos los Lords Cancilleres de todos los Tribunales, y todas las autoridades de todas las partes, se llamen como se llamen, en las que se actúa con falsedad y se cometen injusticias. Dad a la muerte el nombre que Vuestra Alteza quiera, atribuidla a quién queráis, o decid que hubiera podido impedirse de un modo u otro, pero seguirá siendo eternamente la misma muerte: congénita, innata, engendrada en los humores corruptos del propio cuerpo viciado, y nada más… La Combustión espontánea, y ninguna otra de las muertes por las que se puede perecer.

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