13. La narración de Esther
13. La narración de Esther
Celebramos muchas consultas acerca de lo que iba a hacer Richard; primero sin el señor Jarndyce, tal como había pedido éste, y después con él, pero pasó mucho tiempo antes de que pareciésemos avanzar algo. Richard decía que estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Cuando el señor Jarndyce dudó si no sería ya demasiado mayor para entrar en la Marina, Richard dijo que ya había pensado en eso y que quizá lo fuera. Cuando el señor Jarndyce le preguntó qué le parecía el Ejército, Richard dijo que también había pensado en eso y que no era mala idea. Cuando el señor Jarndyce le aconsejó que tratara de decidir por sí mismo si su antigua preferencia por el mar no sería un entusiasmo normal en los niños, o si sería un impulso decidido, Richard respondió que, bueno, de verdad que lo había intentado muchas veces y no podía decidirse.
—No pretendo decir —me comentó el señor Jarndyce— qué proporción de esta indecisión de carácter se puede atribuir a ese marasmo incomprensible de incertidumbre y de circunloquios en que se ha visto sumido desde que nació, pero lo que es evidente es que éste es uno más de los pecados de los que se puede acusar a la Cancillería. Ha engendrado o confirmado en él el hábito de dejar las cosas y de confiar en tal o cual coincidencia, sin saber cuál, y de desechar todo lo demás como incierto, indeciso y confuso. Es posible que incluso el carácter de personas mucho más viejas y estables se vea modificado por las circunstancias que las rodean. Sería demasiado esperar que el de un muchacho, en su fase de formación, estuviera sometido a esas influencias y escapara a ellas.
Me pareció que lo que decía era cierto, aunque, si se me permite aventurar lo que pensaba yo además, me parecía muy de lamentar que la educación de Richard no hubiera contrarrestado esas influencias, ni guiado su carácter. Había pasado ocho años en una escuela pública y según entendía yo, había aprendido a hacer diversos tipos de versos en latín de la forma más admirable. Pero, que yo supiera, nadie se había molestado en averiguar cuál era su verdadera vocación, ni cuáles eran sus puntos débiles, ni de adaptarle a él ningún tipo de conocimiento. Lo había adaptado a él a esos versos, y él había aprendido el arte de hacerlos con tal perfección que de haberse quedado en la escuela hasta cumplir la mayoría de edad, supongo que hubiera podido seguir haciéndolos una vez tras otra, salvo que hubiera ampliado su educación olvidando cómo se hacían. Pero, aunque me parecía que sin duda eran muy hermosos, y muy educativos, y muy suficientes para montones de cosas en la vida, y algo que recordar a todo lo largo de la vida, sí que dudaba de que a Richard no le hubiera convenido también que alguien lo estudiara a él un poco, en lugar de que él estudiara tanto aquellos versos en latín.
Claro que yo no sabía nada del tema, y ni siquiera ahora sé si los jóvenes caballeros de la Roma o la Grecia clásicas tenían que hacer tantos versos, ni si los jóvenes caballeros de cualquier otro país jamás hacían tantos versos así.
—No tengo la menor idea —decía Richard, pensativo— de lo que voy a hacer. Salvo que estoy seguro de que no quiero dedicarme a la Iglesia, en el resto estoy indeciso.
—¿No se te ocurre la misma carrera que a Kenge? —sugirió el señor Jarndyce.
—¡No sé, señor! —replicó Richard—. Me gusta navegar. Y no cabe duda de que los abogados se meten en aguas muy turbias. ¡Es una profesión interesantísima!
—La medicina… —sugirió el señor Jarndyce.
—¡Exactamente, señor! —exclamó Richard.
Yo creo que hasta aquel momento ni siquiera había pensado en eso.
—¡Exactamente, señor! —repitió Richard con el mayor entusiasmo—. ¡Ya lo tenemos, miembro del Real Colegio de Médicos!
Aunque rompimos a reír, no lo disuadimos, pese a que él mismo se reía con toda su alma. Dijo que había escogido su profesión, y cuanto más pensaba en ella, más consideraba que su destino era evidente: el arte de la curación era, a su juicio, la más noble de las artes. Yo me preguntaba si no habría llegado a esa conclusión porque, como nunca había tenido muchas ocasiones de averiguar por sí mismo para qué estaba dotado, y como nunca le había orientado nadie para que lo descubriera, se sentía fascinado por la nueva idea, y celebraba terminar con la angustia de la decisión. Me preguntaba si tantos versos en latín no solían terminar en esto o si el caso de Richard era excepcional.
El señor Jarndyce se preocupó mucho de hablar con él en serio, y de apelar a su sentido común para que no se engañara en algo tan importante. Tras aquellas entrevistas Richard se ponía algo más serio, pero indefectiblemente nos decía a Ada y a mí que «todo iba bien» y después se ponía a hablar de otra cosa.
—¡Santo cielo! —exclamaba el señor Boythorn, que tomaba un interés muy grande por el tema (claro que huelga decir que nunca se interesaba sólo un poco por nada)— ¡Cuánto me alegra ver a un joven caballero inteligente y valeroso que se dedica a tan noble profesión! Cuantas más personas inteligentes se dediquen a ella, mejor para la humanidad, y peor para esos mercenarios vendidos y viles tramposos que disfrutan al utilizar tan ilustre arte en contra de la humanidad. ¡Juro por todas las maldades y los engaños —exclamaba el señor Boythorn— que el trato que se da a los médicos de la Marina cuando se embarcan es tan infame que yo estaría dispuesto a someter a las piernas (ambas piernas) de todos los miembros del Almirantazgo a una fractura triple, y convertiría en delito punible con deportación el que un médico colegiado que se la curase si no se cambiara todo el sistema en cuarenta y ocho horas!
—¿No les dejarías una semana? —preguntó el señor. Jarndyce.
—¡No! —exclamó decididamente el señor Boythorn—. ¡Por nada del mundo! ¡Cuarenta y ocho horas! Y en cuanto a las Corporaciones, Parroquias, Feligresías y demás reuniones de necios que se reúnen a intercambiar discursos tales que, ¡por el Cielo!, habría que enviarlos a las minas de azogue por el breve resto de sus miserables vidas, aunque sólo fuera para evitar que el detestable inglés que hablan contaminara un idioma que se pronuncia en presencia del Sol; en cuanto a esos individuos que se aprovechan mezquinamente del ardor de los caballeros que van en búsqueda del conocimiento, y recompensan los servicios inestimables de los mejores años de sus vidas, sus largos estudios y su cara educación, con unas pitanzas tan reducidas que no las aceptarían unos auxiliares de oficina, yo haría que les retorcieran el pescuezo a cada uno de ellos y que expusieran sus calaveras en la Sala del Colegio de Médicos para que las pudiera contemplar toda la profesión ¡a fin de que los miembros más jóvenes de ésta comprendieran a partir de mediciones reales, y cuanto antes, lo impenetrables que son algunos cráneos!
Terminó aquella declaración vehemente con una mirada sonriente a todos nosotros, muy agradable, y terminó con un atronador «¡Ja, ja, ja!», repetido una y otra vez, a tal punto que en cualquier otro se hubiera podido temer que quedara agotado del esfuerzo.
Como Richard seguía diciendo que su elección era irrevocable, después de que el señor Jarndyce le recomendara varios plazos de reflexión, y como seguía asegurándonos a Ada y a mí que «estaba bien», con el mismo aire definitivo, se hizo aconsejable solicitar el consejo del señor Kenge. En consecuencia, un día vino a comer el señor Kenge, que, echándose atrás en la silla y dando vueltas a las gafas constantemente, habló con voz sonora e hizo exactamente lo mismo que le había visto hacer cuando era yo una muchachita.
—¡Ah! —dijo el señor Kenge—. Sí. ¡Bien! Una profesión muy buena, señor Jarndyce, muy buena.
—Cuyos estudios y preparación requieren una gran diligencia —observó mi Tutor con una mirada a Richard.
—Sin duda —dijo el señor Kenge—. Diligencia.
—Pero como lo mismo ocurre —continuó diciendo el señor Jarndyce—, más o menos, con todas las ocupaciones que merecen la pena, no es una consideración especial que pudiera eludirse en el caso de que la elección fuese otra.
—Es cierto —dijo el señor Kenge—, y el señor Carstone, que tan meritoriamente ha realizados los, ¿digamos estudios clásicos?, en los que ha pasado su juventud, aplicará sin duda los hábitos, aunque no los principios y la práctica, de la versificación en ese idioma en el cual (si no me equivoco) se decía que un poeta nacía, no se hacía, a la esfera de acción considerablemente más práctica en la que entra.
—Pueden estar seguros de ello —dijo Richard con su aire despreocupado—; de que me pondré a ello con todas mis fuerzas.
—¡Muy bien, señor Jarndyce! —exclamó el señor Kenge con una leve inclinación de cabeza—. Verdaderamente, cuando el señor Richard nos asegura que se propone dedicarse a ello con todas sus fuerzas —siguió diciendo con gestos expresivos y armoniosos mientras manifestaba todo aquello—, yo sugeriría que no tenemos sino que averiguar cuál es el mejor modo de alcanzar el objeto de su ambición. Veamos ahora la posibilidad de poner al señor Richard a estudiar con algún médico eminente. ¿Se les ocurre a ustedes alguien?
—Nadie, ¿no, Rick? —preguntó mi Tutor.
—Nadie, señor —contestó Richard.
—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge—. Pasemos a ver la especialidad. ¿Existe alguna opinión concreta al respecto?
—No… no —dijo Richard.
—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge otra vez.
—Me gustaría que hubiera un poco de variedad —observó Richard— … Es decir, una gama amplia de experiencia.
—Muy necesario, sin duda —replicó el señor Kenge—. Creo que será muy fácil organizarlo, ¿verdad, señor Jarndyce? Tenemos, en primer lugar, que descubrir a un médico bien situado, y en cuanto demos a conocer lo que necesitamos, ¿debo añadirlo?, y establezcamos además nuestra capacidad para pagar una prima por estudios, nuestro único problema será el seleccionar a uno entre muchos. En segundo lugar, no tenemos más que respetar los pequeños trámites que requieren estos tiempos, y recordar que estamos bajo la tutela del Tribunal. Pronto estaremos, si se me permite emplear el término que tan gráficamente utiliza el señor Richard, puestos a ello. Es una casualidad —añadió el señor Kenge con una huella de melancolía en su sonrisa—, una de esas casualidades que pueden o no requerir una explicación más allá de nuestras actuales y limitadas facultades, que yo tengo un primo en la profesión médica. Quizá lo consideren ustedes idóneo, y quizá esté él dispuesto a responder a esta propuesta. No puedo responder en su nombre ni en el de ustedes, pero, ¡es posible!
Como aquello abría una perspectiva, se dispuso que el señor Kenge fuera a ver a su primo. Y como el señor Jarndyce nos había propuesto anteriormente llevarnos unas semanas a Londres, al día siguiente se decidió que hiciéramos aquella visita inmediatamente, y aprovecharla para ocuparnos de los asuntos de Richard.
Cuando el señor Boythorn se marchó de nuestra casa al cabo de una semana, fuimos a alojarnos en un lugar muy bonito en Oxford Street, encima de la tienda de un tapicero. Londres nos pareció maravilloso, y nos pasábamos fuera horas y horas, viendo todo lo que había que ver, de modo que parecía más fácil que nos agotáramos nosotros que no todo aquello. También recorrimos los principales teatros, para gran delicia nuestra, y vimos todas las obras que merecían la pena. Lo menciono porque fue en el teatro donde el señor Guppy empezó a causarme molestias otra vez.
Estaba yo una noche sentada con Ada en la delantera del palco, y Richard estaba donde más le gustaba, detrás de Ada, cuando miré por casualidad al patio de butacas y vi al señor Guppy, con el pelo aplastado y el pesar pintado en la cara, que miraba hacia mí. Creo que durante toda la representación no miró para nada a los actores, sino que me estuvo mirando a mí constantemente, y siempre con una expresión, cuidadosamente preparada, del mayor dolor y el pesar más profundo.
Destruyó totalmente el placer que me causaba la velada, porque resultaba muy embarazoso y de lo más ridículo. Pero a partir de aquel momento nunca íbamos al teatro sin que yo viera al señor Guppy, siempre con el pelo peinado bien aplastado, con el cuello de la camisa vuelto hacia abajo y un aspecto general de debilidad. Si no estaba cuando llegábamos nosotros, y yo empezaba a esperar que no llegara, y me dejaba llevar durante un rato por el interés de la escena, estaba segura de encontrarme con su mirada lánguida cuando menos lo esperaba, y a partir de aquel momento estaba segura de que la tendría fija en mí durante toda la velada.
Verdaderamente, no sé expresar lo incómoda que me ponía todo aquello. Si se hubiera cepillado el pelo, o hubiera levantado el cuello de la camisa, aquello seguiría siendo desagradable, pero el saber que aquella figura absurda me estaba siempre contemplando, y siempre en aquel estado ostensible de desazón, me sometía a tal tensión que no me gustaba reírme con la obra, ni llorar con ella, ni moverme, ni hablar. Me parecía imposible hacer nada con naturalidad. En cuanto a huir del señor Guppy mediante una retirada a la trasera del palco, no podía soportar la idea, pues sabía que Richard y Ada contaban con tenerme a su lado, y que nunca hubieran podido hablar entre sí de manera tan alegre si otra persona hubiera ocupado mi lugar. De manera que aquí me quedaba, sin saber a dónde mirar, pues dondequiera que mirase, sabía que me seguía la mirada del señor Guppy, y pensaba en el enorme gasto que estaba realizando aquel joven sólo por mí.
A veces pensaba en decírselo al señor Jarndyce. Pero entonces temía que el joven perdiera su empleo, y que cayera en la ruina. A veces pensaba en confiárselo a Richard, pero me disuadía la posibilidad de que se peleara con el señor Guppy y le hinchara un ojo. A veces pensaba que debía fruncirle el ceño, o hacer un gesto negativo de la cabeza. Después pensaba que no podía hacer eso. A veces pensaba que debía escribir a su madre, pero aquello acababa conmigo convencida de que el iniciar una correspondencia sería empeorar las cosas. Al final siempre llegaba a la conclusión de que no podía hacer nada. Durante todo aquel tiempo la perseverancia del señor Guppy no sólo le hacía estar presente en todos los teatros a los que íbamos, sino que lo hacía aparecer entre la multitud cuando salíamos, e incluso subirse a la trasera de nuestro coche, donde estoy segura de haberlo visto, debatiéndose entre los pinchos terribles que había puestos allí. Cuando llegábamos a casa, se quedaba apoyado en una parte iluminada que había frente a ella. Como la casa del tapicero en la que estábamos alojados se hallaba en la esquina de dos calles, y la ventana de mi dormitorio estaba frente a aquel poste, cuando yo subía las escaleras sentía miedo de acercarme a la ventana, no fuera a verlo (como me ocurrió una noche de luna) apoyado en el poste, y evidentemente enfriándose. Si, afortunadamente para mí, el señor Guppy no hubiera tenido sus ocupaciones durante el día, verdaderamente no hubiera podido escapar a él en ningún momento.
Mientras nos dedicábamos a aquella serie de diversiones, en las que participaba de manera tan extraordinaria el señor Guppy, no descuidábamos el asunto que había servido para traernos a la ciudad. El primo del señor Kenge era un tal señor Bayham Badger, que tenía una buena consulta en Chelsea, y además prestaba sus servicios en una gran institución pública. Estaba perfectamente dispuesto a recibir a Richard en su casa y a supervisar sus estudios, y como parecía que éstos se podían seguir provechosamente bajo el techo del señor Badger, y al señor Badger le agradó Richard, y Richard dijo que a él le «parecía aceptable» el señor Badger, se llegó a un acuerdo, se obtuvo el consentimiento del Lord Canciller y quedó todo convenido.
El día en que quedaron concertados los asuntos entre Richard y el señor Badger estábamos todos invitados a cenar en casa de este último. Sería «una comida puramente en familia», según decía la nota de la señora Badger, y vimos que la única dama era la propia señora Badger. Se hallaba en su salón rodeada de objetos que indicaban que pintaba algo, tocaba algo el piano, tocaba algo la guitarra, tocaba algo el arpa, cantaba algo, trabajaba algo, leía algo, escribía algo de poesía y se dedicaba algo a la botánica. Era una dama de unos cincuenta años, según me pareció, vestida con estilo juvenil y con un cutis muy fino. Si añado a la lista de sus virtudes que se maquillaba un poco, no quiero con ello criticarle en absoluto.
El propio señor Bayham Badger era un caballero sonrosado, de cara jovial, vivaz, de voz débil, dientes blancos, pelo claro y la mirada sorprendida, algo más joven, me pareció, que la señora Badger. Admiraba mucho a su esposa, y sobre todo y para empezar, por el curioso motivo (según nos pareció) de que se había casado tres veces. Acabábamos de sentarnos cuando dijo al señor Jarndyce con tono triunfal:
—¡Seguro que no sería usted capaz de suponer que soy el tercer marido de la señora Badger!
—¿Es cierto? —replicó el señor Jarndyce.
—¡El tercero! —exclamó el señor Badger—. ¿Verdad, señorita Summerson, que la señora Badger no tiene el aspecto de una dama que ha estado casada dos veces antes?
—¡En absoluto! —repliqué.
—¡Y con hombres notabilísimos! —continuó diciendo el señor Badger en tono confidencial—. El Capitán Swosser de la Marina Real, que fue el primer marido de la señora Badger, era un oficial de gran distinción. El nombre del Profesor Dingo , mi predecesor inmediato, goza de reputación europea.
La señora Badger oyó lo que decía y sonrió.
—¡Sí, cariño mío! —replicó el señor Badger a aquella sonrisa—. Observaba al señor Jarndyce y a la señorita Summerson que ya habías estado casada dos veces, y ambas con personas muy distinguidas. Y a ellos, como suele ocurrir, les resulta difícil creerlo.
—Yo tenía apenas veinte años —dijo la señora Badger— cuando me casé con el Capitán Swosser, de la Marina Real. Estuve con él en el Mediterráneo; soy muy marinera. El día del duodécimo aniversario de mi boda me casé con el Profesor Dingo.
—De reputación europea —añadió el señor Badger en voz baja.
«Y cuando nos casamos el señor Badger y yo», siguió relatando la señora Badger, «lo hicimos el mismo día del año. Yo le había tomado cariño a esa fecha».
—De modo que la señora Badger ha tenido tres maridos, dos de ellos personas muy distinguidas —dijo el señor Badger, resumiendo los datos—, ¡y cada una de las bodas se ha celebrado el veintiuno de marzo a las once de la mañana!
Todos nosotros manifestamos nuestra admiración.
—De no ser por la modestia del Señor Badger —dijo el señor Jarndyce—, me permitiría corregirle y decir que ha tenido tres maridos de gran distinción.
—¡Gracias, señor Jarndyce! ¡Eso es lo que le digo yo siempre! —observó la señora Badger.
—Pero, cariño mío —interpuso el señor Badger—, ¿qué es lo que te digo siempre yo? Que sin afectación alguna, ni menospreciar la distinción profesional que pueda haber alcanzado yo (y que nuestro amigo Carstone tendrá muchas oportunidades de juzgar), no tendré yo la debilidad… No, de verdad —nos dijo a todos en general el señor Badger—, ni seré tan poco razonable como para atribuirme una reputación comparable a la de personas de la categoría del Capitán Swosser y el Profesor Dingo. Quizá le interese a usted, señor Jarndyce —continuó el señor Bayham Badger, llevándonos al salón de al lado—, este retrato del Capitán Swosser. Se lo hicieron cuando volvió de la flota de África, donde había padecido las fiebres propias de la región. La señora Badger considera que está demasiado amarillo. Pero es una cabeza magnífica. ¡Magnífica!
—¡Magnífica cabeza! —asentimos todos.
—Cuando la contemplo —prosiguió el señor Badger—, pienso que se trata de un hombre al que hubiera deseado conocer. Revela notablemente la clase de hombre que era sin duda el Capitán Swosser. Al otro lado está el Profesor Dingo. Lo conocí bien: lo cuidé en su última enfermedad. ¡Sólo le falta hablar! Encima del piano está la señora Swosser. Encima del sofá, la señora Badger cuando era la señora Dingo. De la señora Badger in esse, ya poseo el original, y no tengo copia.
Anunciaron la cena y bajamos al primer piso. Fue una cena muy agradable y bien servida. Pero el señor Badger seguía pensando en el Capitán y el Profesor, y como Ada y yo estábamos confiadas a sus cuidados personales, no nos dejó olvidarlos.
—¿Agua, señorita Summerson? ¡Permítame! Pero en esa copa no, se lo ruego. ¡James, tráeme la copa del Profesor!
Ada admiró mucho unas flores artificiales que había bajo un farol.
—¡Es asombroso lo bien que se conservan! —exclamó el señor Badger—. Se las regalaron a la señora Bayham Badger cuando estuvo en el Mediterráneo.
Invitó al señor Jarndyce a tomar un vaso de clarete.
—¡Ese clarete no! —dijo—. ¡Perdón! Esta es toda una ocasión, y para las ocasiones tengo un clarete muy especial (¡James, el vino del Capitán Swosser!). Señor Jarndyce, éste es un vino que importó el Capitán, no le voy a decir hace cuántos años. Lo encontrará usted muy interesante. Cariño mío, celebraré tomar un poco de este vino contigo (¡James, el clarete del Capitán Swosser para la Señora!). ¡A tu salud, amor mío!
Después de la cena, cuando nos retiramos las damas, nos llevamos con nosotras al primero y segundo maridos de la señora Badger. En el salón, la señora Badger nos hizo un esbozo biográfico de la vida y el servicio del Capitán Swosser antes de su boda, y un relato más minucioso de su vida desde que se enamoró de ella, en un baile dado a bordo del Crippler a los oficiales de aquel navío cuando éste se hallaba amarrado en el puerto de Plymouth.
—¡Qué barco aquel Crippler! —dijo la señora Badger meneando la cabeza—. Era una noble nave. Limpia, bien aparejada, de velas tensas, como decía el Capitán Swosser. Perdónenme si de vez en cuando introduzco una expresión náutica; tuve una época muy marinera. El Capitán Swosser amaba aquel barco por causa mía. Cuando lo desguazaron, decía muchas veces que si hubiera sido lo bastante rico para haberse comprado el casco, hubiera hecho poner una placa en las planchas del alcázar donde estuvimos bailando, para señalar el punto donde cayó de una andanada a lo largo de toda la amurada (decía el Capitán Swosser) disparada por mis culebrinas. Utilizaba ese término naval para hablar de mis ojos.
La señora Badger meneó la cabeza, suspiro y contempló su copa.
—El Profesor Dingo era muy distinto del Capitán Swosser —continuó, con una sonrisa triste—. Al principio lo noté mucho. ¡Qué revolución en mi forma de vivir! Pero la costumbre, combinada con la ciencia (sobre todo la ciencia) me habituaron a ella. Como era la única acompañante del Profesor en sus excursiones botánicas, casi olvidé mis navegaciones y me hice toda una erudita. ¡Qué singular es que el Profesor fuera las Antípodas del Capitán Swosser y que el señor Badger no se parezca a ninguno de los dos!
Pasamos después a una narración de las muertes del Capitán Swosser y del Profesor Dingo, ambos de los cuales parecían haber padecido crueles enfermedades. En aquella narración, la señora Badger nos reveló que no había amado locamente más que una vez, y que el objeto de aquella obsesión, cuyo entusiasmo jamás se podría igualar, había sido el Capitán Swosser. El Profesor estaba muriéndose cachito a cachito de la manera más horrible, y la señora Badger nos estaba imitando cómo decía con grandes dificultades: «¿Dónde está Laura? ¡Que me dé Laura la tostada y el agua!», cuando la entrada de los caballeros lo envió de golpe a la tumba.
Aquella tarde observé, como venía observando desde hacía unos días, que Ada y Richard cada vez se aficionaban más a la compañía el uno del otro, lo cual era natural, dado que iban a separarse tan pronto. Por eso no me sentí demasiado sorprendida cuando, al volver a casa y retirarnos Ada y yo al piso de arriba, vi que ella estaba más callada que de costumbre, aunque para lo que no estaba yo preparada era para que se lanzara a mis brazos y empezara a hablar, apartando la mirada.
—¡Querida Esther! —murmuró Ada—. ¡Tengo que contarte un gran secreto!
¡Secretísimo, pequeña mía, pensé yo!
—¿De qué se trata, Ada?
—¡Ay, Esther, no te lo puedes imaginar!
—¿Quieres que lo intente? —pregunté.
—¡Ay, no! ¡No! ¡Te ruego que no! —exclamó Ada, alarmadísima ante la idea de que yo lo adivinara.
—Y ¿qué podrá ser, me preguntó? —dije yo, haciendo como que lo estaba pensando.
—Se trata —dijo Ada, en un susurro— … se trata… ¡de mi primo Richard!
—¡Bueno, guapa mía! —exclamé, dándole un beso en la rubia cabellera, que era lo único que le podía ver—. ¿Qué pasa con él?
—¡Ay, Esther, no te lo puedes ni imaginar!
Era algo tan dulce el tenerla así aferrada a mí, con la cara oculta, y el saber que no lloraba de pena, sino con una explosión de alegría, de orgullo y de esperanza, que no quise ayudarla todavía.
—Dice (ya sé que es una locura, que somos los dos muy jóvenes), pero dice —rompiendo en lágrimas— que me ama, Esther.
—¿Eso dice? ¡Nunca he oído cosa igual! ¡Pero, querida mía, eso ya lo sabía yo desde hace semanas enteras!
¡Qué agradable era ver cómo levantaba Ada, sorprendida, el rostro ruborizado, me asía del cuello y se reía, se sonrojaba y se reía!
—¡Pero, preciosa mía, debes de tomarme por tonta! —le dije—. ¡Es evidente que tu primo Richard te quiere desde hace no sé cuanto tiempo, cariño!
—¡Y sin embargo, nunca has dicho ni una sola palabra! —exclamó Ada, dándome un beso.
—No, amor mío —le contesté—. Esperé a que me lo dijerais.
—Pero ahora que te lo he dicho, no te parece mal, ¿verdad? —replicó Ada.
Aunque hubiera sido la «carabina» con el corazón más duro del mundo, habría conseguido que le dijera que no. Como todavía no lo era, le dije que no sin el menor rebozo.
—Y ahora —le dije—, ya estoy al tanto de la peor noticia.
—¡Ay, no, Esther mía, no es eso lo peor! —gritó Ada, abrazándome más fuerte y volviendo a ponerme la cabeza en el seno.
—¿No? —pregunté—. ¿Ni siquiera eso?
—¡No, ni siquiera eso! —exclamó Ada, negando con la cabeza.
—Pero, ¿es que me vas a decir que…? —empecé a decir en tono de broma.
Pero Ada levantó la cabeza y, sonriendo entre sus lágrimas, exclamó:
—¡Sí, yo también! ¡Tú sabes que yo también! —y después gimió—: ¡Con toda mi alma! ¡Con toda mi alma, Esther!
Le dije, riéndome, que también sabía eso, igual que sabía lo otro. Y nos quedamos sentadas ante la chimenea y durante un rato (aunque no mucho) seguí hablando sólo yo, y Ada se tranquilizó en seguida, feliz.
—¿Crees que mi primo John está enterado, mi querida señora Durden? —me preguntó.
—Salvo que mi primo John esté ciego, encanto mío —le dije—, creo que mi primo John está tan enterado como nosotras.
—Queremos hablar con él antes de que se vaya Richard —dijo Ada tímidamente—, y querríamos que nos aconsejaras y que se lo dijeras. ¿No te importaría que entrase Richard, señora Durden?
—¡Ah! ¿De manera que Richard está ahí fuera? —pregunté.
—No estoy segura del todo —respondió Ada con una sencillez ruborizada que me hubiera conquistado el corazón de no haberlo conquistado ya mucho antes—, pero creo que está esperando a la puerta.
Claro que estaba allí. Tomaron cada uno una silla y me colocaron entre los dos, y parecía que en realidad se hubieran enamorado de mí, en lugar del uno del otro, por la confianza, el cariño y las confidencias que fueron depositando en mí. Continuaron un rato a su propio aire exuberante; yo no les puse freno; aquello me hacía disfrutar demasiado, y después pasamos a considerar gradualmente lo jóvenes que eran, y que habían de pasar varios años antes de que aquel amor juvenil pudiera materializarse, y que no podía desembocar en la felicidad más que si era real y duradero, y los imbuía de una firme resolución de cumplir con sus deberes recíprocos, con constancia, decisión y perseverancia, con una abnegación mutua para siempre. ¡Bien! Richard dijo que estaba dispuesto a matarse a trabajar por Ada, y Ada dijo que estaba dispuesta a matarse a trabajar por Richard, y a mí me dijeron todo género de cosas cariñosas y encantadoras, y allí nos quedamos consultando y charlando hasta tardísimo. Por fin nos separamos. Les prometí que al día siguiente hablaría con su primo John.
Así que cuando llegó el día siguiente, después de desayunar fui a ver a mi tutor, en la habitación que era la sucesora londinense del Gruñidero, y le dije que me habían encargado que le dijera una cosa.
—Bueno, mujercita —dijo, cerrando el libro que estaba leyendo—, si has aceptado el encargo, no puede ser nada malo.
—Espero que no, Tutor —contesté—. Y puedo garantizar que no es ningún secreto. Porque no ocurrió hasta ayer.
—¿Sí? ¿Y que es, Esther?
—Tutor —repliqué—, ¿recuerda usted aquella noche tan feliz en que llegamos a la Casa Desolada? ¿Cuándo Ada cantó en la habitación a oscuras?
Deseaba yo que recordase cómo los había mirado él entonces. Si no me equivoco, vi que lo había conseguido.
—Porque… —continué con un pequeño titubeo.
—¡Sí, hija mía! —dijo—. No te apresures.
—Porque… —seguí diciendo— Ada y Richard se han enamorado. Y se lo han dicho el uno al otro.
—¡Tan pronto! —exclamó mi tutor, muy asombrado.
—¡Sí! —dije—. Y a decir verdad, Tutor, ya me lo esperaba yo.
—¡No me digas!
Se quedó pensándolo unos instantes, sonriendo de aquella manera tan suya, tan hermosa y tan amable al mismo tiempo, mientras iba cambiando de gesto, y después me pidió que les comunicara que quería verlos. Cuando vinieron pasó un brazo paternalmente por los hombros de Ada y se dirigió a Richard con animada seriedad:
—Rick —dijo el señor Jarndyce—: celebro haber merecido tu confianza. Espero conservarla. Cuando contemplé estas relaciones entre nosotros cuatro, que tanto han iluminado mi vida y que la han llenado de tantos intereses y placeres nuevos, la verdad es que también contemplé, para un futuro distante, la posibilidad de que tú y tu bella prima (¡no seas tan tímida, Ada, no seas tan tímida hija mía!) tuvierais la idea de recorrer juntos el camino de la vida. Percibí entonces, como sigo percibiendo ahora, muchos motivos por lo que eso era de desear. ¡Pero era para dentro de mucho tiempo, Rick, mucho tiempo!
—Nosotros pensamos en dentro de mucho tiempo, señor —respondió Richard.
—¡Bien! —dijo el señor Jarndyce—. Eso es racional. ¡Y ahora escuchadme, hijos míos! Podría deciros que todavía no sabéis lo que queréis, que pueden pasar mil cosas que os separen, que hay muchas posibilidades de que esta cadena de flores que habéis hecho se llegue a romper, o a convertir en una cadena de plomo. Pero no voy a decíroslo. Estoy seguro de que eso es algo que comprenderéis pronto, si es que alguna vez lo comprendéis. Quiero suponer que dentro de unos años seguiréis sintiendo en vuestros corazones lo mismo que sentís hoy. Lo único que os pediré antes de hablaros a partir de ese supuesto es que si efectivamente cambiáis, si efectivamente llegáis a la conclusión de que al convertiros en hombre adulto y mujer adulta os queréis más como primos vulgares y corrientes que ahora, que sois unos muchachos (¡y perdóname Rick, pues sé que ya eres un hombre!), sigáis confiando en mí sin avergonzaros, pues no tendría nada de raro ni de monstruoso. Yo no soy más que un amigo y un pariente lejano. No tengo ningún poder sobre vosotros. Pero deseo y espero que sigáis confiando en mí, si es que no hago nada para dejar de merecerlo.
—Estoy seguro, señor —replicó Richard—, de que hablo también en nombre de Ada si digo que tiene usted el mayor poder posible sobre nosotros: un poder basado en un respeto, una gratitud y un afecto, que van en aumento de día en día.
—Querido primo John —dijo Ada, apoyándose en su hombro—, el lugar que dejó mi padre ya no está vacío. Todo el honor y la obediencia que le debía a él le corresponden ahora a usted.
—¡Vamos, vamos! —dijo el señor Jarndyce—. Volvamos a nuestra hipótesis. ¡Levantemos la vista y contemplemos esperanzados el futuro! Rick, tiene todo el mundo por delante, y lo más probable es que la forma en que lo abordes determinará la forma en que te reciba. No confíes en nada más que en la Providencia y en tus propios esfuerzos. Ya sabes, a Dios rogando y con el mazo dando. La constancia en el amor está muy bien, pero no significa nada, no es nada, si no existe la constancia en todos tus esfuerzos. Aunque tuvieras toda la sabiduría de todos los grandes hombres del pasado y del presente, jamás podrías hacer nada a derechas si no lo pretendes sinceramente y no te decides a hacerlo. Si te imaginas que jamás se puede, se ha podido o se podrá arrancar a la Fortuna algún verdadero éxito, sea en lo grande o en lo pequeño, a base de improvisaciones, abandona esa idea, o abandona aquí a tu prima Ada.
—Abandonaría la idea, señor —replicó Richard con una sonrisa—, si es que hubiera llegado aquí con ella (aunque espero que no haya sido así), y trabajaré hasta merecer a mi prima Ada en un lejano futuro lleno de esperanza.
—¡Perfecto! —dijo el señor Jarndyce—. Si no vas a hacerla feliz, ¿para qué cortejarla?
—Nunca querría hacerla infeliz…, ni siquiera por su amor —contestó Richard en tono orgulloso.
—¡Bien dicho! —exclamó el señor Jarndyce—. ¡Muy bien dicho! Ada se queda aquí, que es su casa, conmigo. Síguela queriendo, Rick, en tu vida activa, igual que en su casa cuando vuelvas a visitarla, y todo irá bien. De lo contrario, todo irá mal. Y aquí termina mi sermón. Creo que lo mejor es que tú y Ada vayáis a daros un paseo.
Ada le dio un abrazo cariñoso y Richard un efusivo apretón de manos, y después los dos primos salieron de la habitación, aunque en seguida reaparecieron para decir que me esperarían.
La puerta seguía abierta, y ambos los seguimos con la mirada, mientras ellos cruzaban la habitación de al lado, en la que daba el sol, y salían por el otro extremo. Richard, que llevaba la cabeza baja y la había tomado del brazo, hablaba con gestos expresivos, y ella le miraba a la cara, lo escuchaba y no parecía ver nada más. Jóvenes, hermosos, llenos de esperanzas y de promesas, cruzaron levemente el espacio soleado, igual que sus ideas de felicidad estarían cruzando entonces los años venideros, todos ellos convertidos en años de felicidad. Y así fueron pasando hacia la sombra y desaparecieron. No era más que un momento de luz lo que les había dado un aspecto tan radiante. Al irse ellos se oscureció la habitación y las nubes taparon el sol.
—¿Tengo razón, Esther? —preguntó mi Tutor cuando se fueron.
¡Él, que era tan bueno y tan sabio, me preguntaba a mí si había actuado bien!
—Es posible que todo esto le aporte a Rick esa cualidad que le falta. Que le falta pese a tener tantas buenas cualidades —dijo el señor Jarndyce, sacudiendo la cabeza—. Ada, a Esther no le he dicho nada. Siempre tiene a su lado a una amiga y una consejera —y me puso cariñosamente una mano en la cabeza.
No pude por menos de mostrar que me sentía algo conmovida, aunque hice todo lo posible por disimularlo.
—¡Vamos, vamos! —me dijo el señor Jarndyce—. También hemos de encargarnos de que la vida de nuestra mujercita no quede totalmente absorbida por su preocupación por los demás.
—¿Preocupación? Mi querido Tutor, ¡pero si creo que soy el ser más feliz del mundo!
—También yo lo creo —me contestó—. Pero quizá alguien llegue a averiguar lo que jamás sabrá Esther: ¡que nuestra mujercita es en la que más debemos pensar de todos!
Se me olvidaba mencionar cuando hubiera debido hacerlo que en aquella cena de familia había participado otra persona. No era una dama. Era un caballero. Un caballero moreno: un joven médico. Era bastante reservado, pero me había parecido muy sensato y agradable. Por lo menos, Ada me había preguntado si no me lo parecía y yo le había dicho que sí.