54. Revienta una mina
54. Revienta una mina
Restaurado por el sueño, el señor Bucket se levanta por la mañana y se prepara para pasar un día muy ocupado. Acicalado tras ponerse una camisa limpia y aplicarse al pelo un cepillo húmedo, instrumento con el cual, en las ocasiones de ceremonia, se lubrica los escasos rizos que le quedan tras una vida de intenso estudio, el señor Bucket ingiere un desayuno de dos chuletas de cordero para empezar, junto con té, huevos, tostada y mermelada, en escala correspondiente. Tras disfrutar mucho con esta forma de recuperar sus fuerzas, y tras una conferencia sutil con su demonio familiar, encarga confiado a Mercurio que «se limite a mencionar a Sir Leicester Dedlock, Baronet, que cuando esté dispuesto a verme, yo estoy dispuesto a verlo a él». Cuando le llega el amable mensaje de que Sir Leicester se apresurará a vestirse y se reunirá con el señor Bucket en la biblioteca dentro de diez minutos, el señor Bucket se dirige a ese aposento y se queda ante el fuego, con el índice apoyado en la barbilla, contemplando los carbones ardientes.
Está pensativo el señor Bucket, como corresponde a alguien a quien espera una tarea importante, pero está sereno, seguro y confiado. Por la expresión que tiene en el rostro, podría tratarse de un famoso jugador de whist que apuesta fuerte (digamos que sobre seguro cien guineas) con las cartas en la mano, pero que también tiene la reputación de jugar hasta la última carta y de manera magistral. No se siente nada nervioso ni inquieto el señor Bucket cuando aparece Sir Leicester, pero mira al baronet de lado cuando éste se aproxima lentamente a su butaca, con la misma gravedad atenta de ayer, en la que ayer hubiera podido haber, de no haber sido por la osadía de tamaña idea, un matiz de compasión.
—Lamento haberle hecho esperar, agente, pero esta mañana me he levantado bastante más tarde que de costumbre. No estoy bien. La agitación y la indignación que he sufrido últimamente han sido demasiado para mí. Padezco de… la gota —Sir Leicester iba a decir una indisposición, y es lo qué hubiera dicho a cualquier otra persona, pero es palpable que el señor Bucket está al tanto—, y circunstancias recientes me han provocado un ataque.
Cuando ocupa su asiento con alguna dificultad, y con aire de sufrir, el señor Bucket se le acerca un poco y se queda apoyado con una de sus manazas en la mesa de la biblioteca.
—No sé, agente —observa Sir Leicester, levantando la mirada hacia él—, si desea usted que estemos a solas, pero será lo que usted decida. Si es a solas, perfectamente. Si no, a la señorita Dedlock le interesaría…
—Pero Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket, ladeando persuasivamente la cabeza y con el índice junto a la oreja, como un pendiente—, ahora mismo es imposible exagerar la importancia de estar a solas. En estas circunstancias, la presencia de una dama, y especialmente de la señorita Dedlock, con la elevada posición que ocupa en la sociedad, no podría por menos de resultarme agradable, pero no quiero ser egoísta y me tomo la libertad de asegurarle que estoy seguro de que no es posible exagerar la importancia de estar a solas.
—Basta, pues.
—Tan es así, Sir Leicester Dedlock, Baronet —prosigue el señor Bucket—, que estaba a punto de pedirle permiso para cerrar la puerta con llave.
—Desde luego.
Y el señor Bucket, hábil y silenciosamente, toma esa precaución, y se pone de rodillas un momento, por mera fuerza de la costumbre, para asegurarse de que la llave queda encajada de modo que no pueda mirar nadie desde fuera.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer tarde mencioné que me faltaba muy poco para terminar el caso. Ya lo he terminado y he reunido pruebas contra la persona que cometió el crimen.
—¿Contra el soldado?
—No, Sir Leicester Dedlock, no es contra el soldado.
Sir Leicester parece quedarse asombrado y pregunta:
—¿Ya ha detenido al culpable?
El señor Bucket, tras una pausa, le dice:
—Fue una mujer la culpable.
Sir Leicester se echa atrás en la butaca y exclama sin aliento:
—¡Cielo santo!
—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet —comienza el señor Bucket, en pie ante él con una mano en la mesa de la biblioteca y el índice de la otra en pleno funcionamiento impresionante—, tengo el deber de preparar a usted para una serie de circunstancias que pueden causar, y que oso decir van a causar una grave impresión a usted. Pero, Sir Leicester Dedlock, Baronet, usted es un caballero, y yo sé lo que es un caballero y de todo lo que es capaz un caballero. Un caballero puede soportar un golpe, cuando es necesario, con vigor y calma. Un caballero puede decidir que está dispuesto a aguantar casi cualquier género de golpe. Fíjese en usted mismo, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Si va usted a sufrir un golpe, piensa inmediatamente en su familia. Se pregunta a sí mismo cómo hubieran soportado ese golpe todos sus antepasados, hasta llegar a Julio César (por no llegar de momento más lejos); recuerda usted docenas de ellos que lo habrían soportado bien, y lo soporta bien gracias a ellos, y por mantener el prestigio de la familia. Eso es lo que usted se dice y así es como actúa usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
Sir Leicester está echado hacia atrás en la butaca, asido a los brazos de ésta, y lo contempla con cara impasible.
—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, al preparar así a usted, permítame pedirle que no se agite ni un momento por pensar que yo me he enterado de algo. Sé tantas cosas acerca de tanta gente, de alta y baja condición, que un dato más o menos no significa nada. Creo que no hay ni un movimiento del tablero que pueda sorprenderme a mi, y en cuanto a que se haya realizado tal o cual movimiento, el que yo lo sepa no importa nada, dado que cualquier movimiento posible (con tal de que sea un movimiento equivocado) siempre es probable, según mi experiencia. Por eso lo que le digo a usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, es que no se debe usted preocupar porque yo sepa algo acerca de los asuntos de su familia.
—Le agradezco a usted esta preparación —responde Sir Leicester tras un silencio, sin mover un pie, ni una mano, ni hacer un gesto—, que espero no sea necesario, aunque reconozco que es bien intencionado. Tenga usted la bondad de continuar. Además —y Sir Leicester parece encogerse ante la sombra de su figura—, además, le ruego que tome asiento, si no le importa.
—En absoluto.
El señor Bucket arrima una silla y su sombra se reduce.
—Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, tras este breve prefacio voy al grano. Lady Dedlock…
Sir Leicester se yergue en su butaca y le lanza una mirada feroz. El señor Bucket pone en juego el índice como emoliente.
—Lady Dedlock, como usted sabe, goza de la admiración universal. Eso es de lo que goza Milady, de la admiración universal.
—Preferiría con mucho, agente —contesta rígidamente Sir Leicester—, que el nombre de Milady no figurase para nada en esta conversación.
—Y yo también, Sir Leicester Dedlock, Baronet, pero… es imposible.
—¿Imposible?
El señor Bucket niega con su implacable cabeza.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, es totalmente imposible. Lo que tengo que decir se refiere a Milady. Es el punto en torno al cual gira todo.
—Agente —replica Sir Leicester, con mirada feroz y labio tembloroso—, usted sabe cuál es su deber. Cumpla con su deber, pero mucho cuidado con sobrepasarse. Yo no lo toleraría. No lo soportaría. Introduce usted el nombre de Milady en esta comunicación únicamente bajo su responsabilidad…, bajo su responsabilidad. ¡El nombre de Milady no es un nombre para que juegue con él la gente del común!
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, digo lo que he de decir, y nada más.
—Espero que sea cierto. Muy bien. Adelante. ¡Adelante, señor mío!
El señor Bucket mira a los ojos airados que ahora eluden y la figura colérica que tiembla de los pies a la cabeza, pero trata de mantenerse en calma, explora el camino con el índice y continúa diciendo en voz baja:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, tengo el deber de decirle que el difunto señor Tulkinghorn abrigaba desde hacía tiempo desconfianzas y sospechas respecto de Lady Dedlock.
—Si hubiera osado insinuármelo, señor mío (cosa que nunca hizo), ¡lo hubiera matado yo mismo! —exclama Sir Leicester, dando un manotazo en la mesa. Pero en medio del calor y la furia del acto se interrumpe, frenado por la mirada sabia del señor Bucket, cuyo índice se mantiene lentamente en marcha, y que, con una mezcla de confianza y de paciencia, niega con la cabeza.
—Sir Leicester Dedlock, el difunto señor Tulkinghorn era muy astuto y muy reservado, y yo no puedo decir exactamente qué era lo que pensaba al principio de todo. Pero sé por su propia boca que desde hacía mucho tiempo sospechaba que Lady Dedlock había descubierto, al ver algo escrito a mano (en esta misma casa y en presencia de usted mismo, Sir Leicester Dedlock), la existencia, en condiciones de extrema pobreza, de cierta persona que había sido su enamorado antes de que usted la pretendiera, y que hubiera debido convertirse en su marido. —El señor Bucket se detiene y repite lentamente:—. Que hubiera debido convertirse en su marido; no cabe la menor duda. Sé por él mismo que cuando poco después murió esa persona él sospechaba que Lady Dedlock había visitado su miserable alojamiento y su miserable tumba, sola y en secreto. Sé por mis propias investigaciones y por mis propios ojos y oídos que Lady Dedlock hizo, efectivamente, esa visita, vestida como si fuera su doncella: pues el señor Tulkinghorn me empleó para investigar a Lady Dedlock (si me permite usted el uso del término que solemos emplear nosotros), y la investigué tanto, hasta tal punto, que lo vi todo. Me enfrenté con la doncella en el bufete de Lincoln’s Inn Fields y no cabía duda de que Milady había llevado la vestimenta de aquella joven sin que ésta lo supiera. Sir Leicester Dedlock, Baronet, ayer traté de preparar el terreno un poco antes de hacer estas desagradables revelaciones, al decir que incluso en las grandes familias a veces pasaban cosas muy extrañas. Todo eso, y más, ha pasado en su propia familia y a su propia señora y por conducto de ella. Creo que el finado señor Tulkinghorn siguió adelante con sus investigaciones hasta la hora de su muerte, y que incluso hubo hostilidades entre él y Lady Dedlock, por este mismo asunto, en la noche de autos. Ahora bien, basta con que usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, se lo diga a Lady Dedlock, y pregunte a Milady si cuando él se fue de aquí no fue ella a su bufete con la intención de decirle algo más, vestida con una capa suelta negra de flecos largos.
Sir Leicester está sentado como una estatua, contemplando el cruel índice que le está sacando la sangre a chorros del corazón.
—Dígaselo usted a Milady, Sir Leicester Dedlock, Baronet, de parte mía, del Inspector Bucket, el Detective. Y si a Milady le resulta difícil reconocerlo, dígale que no vale de nada, que el Inspector Bucket lo sabe, y sabe que pasó junto al soldado, como lo llama usted (aunque ya no está en el ejército), y sabe que ella sabe que pasó a su lado, en la escalera. Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿por qué le cuento a usted todo esto?
Sir Leicester, que se ha tapado la cara con las manos y ha exhalado un solo gemido, le pide que se detenga un momento. Al cabo de un rato se aparta las manos de la cara, y hasta tal punto mantiene su dignidad y su aire de calma, aunque ya tiene la cara del mismo color que el pelo, que el señor Bucket se siente impresionado. Su actitud es como helada e inmóvil, lo que se añade a su coraza habitual de altivez, y el señor Bucket pronto detecta que habla con una lentitud desusada, y que de vez en cuando experimenta una curiosa dificultad para empezar las frases, que comienzan con sonidos inarticulados. Así es como rompe ahora el silencio; pero poco después se controla y dice que no puede comprender cómo un caballero tan fiel y celoso como el difunto señor Tulkinghorn podía no comunicarle nada de esa información tan dolorosa, inquietante, imprevista, abrumadora, increíble.
—Repito, Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket—, que le pida a Milady que lo aclare. Dígaselo a Milady, si le parece bien, de parte del Inspector Bucket, el Detective. Averiguará, o mucho me equivoco, que el difunto señor Tulkinghorn tenía la intención de comunicárselo todo a usted en cuanto considerase llegado el momento, y además que así lo había dado a entender a Milady. ¡Pero si quizá fuera a revelarlo la misma mañana en que yo examiné el cadáver! Usted no sabe lo que voy a hacer y a decir yo dentro de sólo cinco minutos, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y de suponer que alguien me matase ahora, se podría usted preguntar por qué no le había dicho lo que fuera, ¿no es así?
Es cierto. Sir Leicester evita con alguna dificultad emitir esos raros sonidos y dice: «Es cierto». En ese momento se oye en el vestíbulo un gran clamor de voces. El señor Bucket, después de escuchar, va a la puerta de la biblioteca, la abre silenciosamente y vuelve a escuchar. Después vuelve atrás la cabeza y susurra, velozmente, pero con calma:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, este triste problema de familia ha empezado a extenderse, como temía yo que ocurriese, debido a la muerte tan repentina del señor Tulkinghorn. La única oportunidad de silenciarlo es dejar que esa gente que ha venido se enfrente ahora con sus lacayos. ¿Le importaría a usted quedarse sentado en silencio (por la familia) mientras yo observo? ¿Y querría usted limitarse a hacer un gesto de asentimiento cuando yo se lo pida?
Sir Leicester responde con voz torturada:
—Agente. Lo mejor que pueda. ¡Lo mejor que pueda! —y el señor Bucket asiente con la cabeza, y con un gesto sagaz del índice, sale silenciosamente al vestíbulo, donde rápidamente se apagan las voces. No tarda mucho en volver, unos pasos por delante de Mercurio y una deidad gemela, también empolvada y con calzones cortos de color melocotón, que transportan entre los dos una silla en la que se sienta un anciano inválido. Detrás vienen otro hombre y dos mujeres. El señor Bucket dirige el transporte de la silla con modales afables y reposados, despide a los mercurios y vuelve a cerrar la puerta con llave. Sir Leicester contempla esta invasión de los lugares sagrados con una mirada helada.
—Bueno, señoras y caballeros, es posible que ya me conozcan ustedes —dice el señor Bucket con voz llena de confianza—. Soy el Inspector Bucket de los Detectives. Y éstos —dice sacándose del bolsillo del pecho el bastoncillo que siempre lleva a mano— son mis poderes. Bien, deseaban ustedes ver a Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Muy bien! Ya lo ven, y observen ustedes que no todo el mundo puede presumir de tal honor. Usted, anciano, se llama Smallweed, así se llama usted; lo conozco bien.
—¡Sí, y nunca habrá oído usted decir nada malo de mí! —grita el señor Smallweed con voz alta y chillona.
—¿No sabrá usted por qué matan a los cerdos, verdad? —replica el señor Bucket con mirada firme, pero sin perder la calma.
—¡No!
—Pues los matan —dice el señor Bucket— porque tienen mucha jeta. No se vaya a poner usted en la misma situación, porque no es digno de usted. ¿No estará usted acostumbrado a hablar con sordos, verdad?
—Sí —gruñe el señor Smallweed—, mi mujer es sorda.
—Eso explica que hable usted en voz tan alta. Pero como ahora no está ella aquí, bájela usted una octava o dos, por favor, y no sólo se lo agradeceré yo, sino que le vendrá mejor a usted —dice el señor Bucket—. Este otro caballero se dedica a la prédica, ¿no es así?
—Se llama Chadband —interviene el señor Smallweed, que a partir de entonces habla en voz mucho más baja.
—Una vez tuve un amigo y sargento, ascendido al mismo tiempo que yo, que también se llamaba así —dice el señor Bucket, ofreciendo su mano—, y en consecuencia es un nombre que me agrada. ¿La señora Chadband, sin duda?
—Y la señora Snagsby —presenta el señor Smallweed.
—Marido papelero y amigo mío —señala el señor Bucket—. ¡Lo quiero como a un hermano! Bueno, ¿qué pasa?
—¿Se refiere usted a por qué hemos venido? —pregunta el señor Smallweed, un tanto sorprendido ante este repentino giro de las cosas.
—¡Ah! Me entiende usted perfectamente. Oigamos de qué se trata en presencia de Sir Leicester Dedlock, Baronet. Vamos.
El señor Smallweed llama con un gesto al señor Chadband y consulta con él durante un momento. El señor Chadband, que exuda grandes cantidades de aceite por los poros de la frente y de las manos, dice en voz alta:
—Sí. ¡Usted primero! —y vuelve a ocupar su sitio de antes.
—Yo era cliente y amigo del señor Tulkinghorn —chirría entonces el Abuelo Smallweed—; tenía negocios con él. Le era útil y él me era útil a mí. Krook, el difunto, era cuñado mío. Era el hermano de una arpía horrorosa, es decir, de la señora Smallweed. Me corresponden los bienes de Krook. Examino todos sus papeles y sus efectos. Todos se sacaron ante mis ojos. Había un fajo de cartas pertenecientes a un pensionista ya muerto, que estaba escondido en la trasera de un cajón al lado de la cama de Lady Jane, de la cama de su gata. Lo escondía todo y por todas partes. El señor Tulkinghorn quería esas cartas y se quedó con ellas, pero primero las leí yo. Soy hombre de negocios y les eché un vistazo. Eran cartas de la novia del pensionista, y se firmaba Honoria. Dios mío, qué nombre tan raro, Honoria. ¿No habrá una dama en esta casa que se firme Honoria? ¡Ah, no, creo que no! Ni tampoco con la misma letra, ¿verdad? ¡Ah, no, creo que no!
Al señor Smallweed le da un ataque de tos en medio de su triunfo y se interrumpe para exclamar: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Señor! ¡Estoy hecho pedazos!».
—Bueno, cuando esté usted dispuesto —dice el señor Bucket, tras esperar a que así ocurra— a referirse a algo que tenga que ver con Sir Leicester Dedlock, Baronet, ya sabe que aquí está sentado ese caballero.
—Pero ¿no me he referido ya a ello, señor Bucket? —grita el Abuelo Smallweed—. ¿Todavía no tiene que ver con el caballero? ¿Ni con el Capitán Hawdon y su siempre amante Honoria, y encima con su progenie? Bueno, pues entonces querría saber de quién son esas cartas. Eso tiene que ver conmigo, si es que no tiene que ver con Sir Leicester Dedlock. Quiero saber dónde están. No estoy dispuesto a permitir que desaparezcan en silencio. Se las entregué a mi amigo y abogado, el señor Tulkinghorn, y a nadie más.
—Pero se las pagó, como bien sabe, y muy bien además —dice el señor Bucket.
—A mí eso no me importa. Quiero saber quién las tiene. Y le voy a decir lo que queremos…, lo que queremos todos nosotros aquí presentes, señor Bucket. Queremos que la investigación de este asesinato sea más minuciosa y más a fondo. Sabemos cuál es el motivo y a quién beneficia, y usted no ha hecho lo suficiente. Si ese vagabundo de dragón de caballería de George tuvo algo que ver con él, no fue más que un cómplice, y alguien le guió. Y usted sabe mejor que nadie a quién me refiero.
—Pues le hoy a decir a usted una cosa —dice el señor Bucket, cuyos modales cambian instantáneamente cuando se acerca al viejo y comunica una fascinación extraordinaria a su dedo índice—: que me ahorquen si voy a permitir que ni un solo ser humano en el mundo me reviente el caso ni se meta en él ni se me adelante aunque sea en medio segundo, sea quien sea. ¿Quiere usted una investigación más minuciosa y más a fondo? ¿La quiere usted? ¿Ve usted esta mano y cree que yo no sé a qué hora exactamente alargarla para ponerla en el brazo que efectuó el disparo?
Tal es la fuerza terrible de este hombre, y tan terriblemente evidente es que no está jactándose de nada que no sea cierto, que el señor Smallweed empieza a presentar sus excusas. El señor Bucket se deshace de su repentina ira y lo interrumpe:
—Lo que le aconsejo es que no se ande usted preocupando por el asesinato. Eso es asunto mío. No tiene usted más que estar atento a la prensa, y no me extrañaría que leyera usted algo al respecto dentro de poco, si de verdad está atento. Yo conozco mi oficio, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. Y ahora pasemos a las cartas. Usted quiere saber quién las tiene. No me importa decírselo. Las tengo yo. ¿Es éste el fajo?
El señor Smallweed mira con ojos codiciosos el paquetito que se saca el señor Bucket de una parte misteriosa de su levita y confirma que se trata del mismo.
—Y ahora, ¿qué tiene usted que decir? —pregunta el señor Bucket—. Y no abra demasiado la boca, porque no está usted demasiado guapo cuando hace eso.
—Quiero 500 libras.
—No, no es verdad; quiere usted decir 50 —dice el señor Bucket, bienhumorado.
Sin embargo, parece que el señor Smallweed quiere 500.
—He de decirle que tengo órdenes de Sir Leicester Dedlock, Baronet, de estudiar (sin reconocer nada ni comprometernos a nada) todo este asunto —prosigue el señor Bucket; Sir Leicester asiente mecánicamente con la cabeza—, y usted me pide que considere una propuesta de 500 libras. ¡Pues no es una propuesta razonable! Todavía 250 ya estaría mal, pero menos mal. ¿No prefiere usted decir 250?
El señor Smallweed está convencido de que no lo preferiría.
—Entonces —dice el señor Bucket—, vamos a ver lo que dice el señor Chadband. ¡Dios mío, cuántas veces he hablado con el sargento que era compañero mío y que llevaba el mismo nombre, y que era la persona más moderada en todos los respectos que jamás haya conocido yo!
Ante tal invitación, el señor Chadband da un paso adelante, y tras unas sonrisas oleaginosas y un oleaginoso frotar de las palmas de las manos pronuncia lo siguiente:
—Amigos míos, nos encontramos en este momento (Rachael, mi esposa, y yo) en las mansiones de los ricos y los grandes. ¿Por qué nos encontramos ahora en las mansiones de los ricos y los grandes, amigos míos? ¿Es porque nos han invitado? ¿Porque nos han invitado a celebrar un festín con ellos, porque nos han dicho que nos regocijemos con ellos, porque nos han rogado que vengamos a tocar el laúd con ellos, porque nos han rogado que vengamos a danzar con ellos? No. Entonces, ¿por qué estamos aquí, amigos míos? ¿Estamos en posesión de un secreto vergonzoso y exigimos, en consecuencia, cereales y vinos y aceites, o, lo que es lo mismo, dinero con objeto de guardar ese secreto? Probablemente sea así, amigos míos.
—Usted es un hombre de negocios, usted sí —replica el señor Bucket, muy atento—, y en consecuencia va usted a mencionar cuál es el carácter de su secreto. Tiene usted razón. Imposible expresarse mejor.
—Entonces, hermano mío, con el espíritu del amor —dice el señor Chadband con mirada astuta—, sigamos adelante. ¡Avanza, Rachael, esposa mía, avanza!
La señora Chadband, más que dispuesta, avanza hasta tal punto que da un empujón a su marido para dejarlo tras ella y se enfrenta al señor Bucket con su sonrisa ceñuda.
—Como quiere usted saber qué es lo que sabemos nosotros —dice ella—, se lo voy a decir. Yo ayudé a criar a la señorita Hawdon, la hija de Milady. Estaba yo al servicio de la hermana de Milady, que era muy sensible a la vergüenza que la había causado Milady y que hizo creer, incluso a Milady, que la niña había muerto (y casi había muerto) al nacer. Pero está viva y yo sé quién es. —Con esas palabras, una risa mordaz y un énfasis amargo en la palabra «Milady», la señora Chadband se cruza de brazos y mira implacable al señor Bucket.
—Supongo, pues —responde el agente—, que deseará usted un billete de 20 libras o un regalo que equivalga más o menos a lo mismo.
La señora Chadband se limita a reírse y le dice despectiva que igual podría «ofrecerle» 20 peniques.
—Y mi amiga, la esposa del papelero de los tribunales que está ahí —dice el señor Bucket, convocando a la señora Snagsby con el índice—. ¿Qué reclama usted, señora?
Al principio, la señora Snagsby no puede, debido a sus lágrimas y sus lamentos, establecer cuál es su reclamación, pero gradualmente sale a la luz que es una persona abrumada por las ofensas y las injurias, engañada muchas veces por el señor Snagsby, que la ha abandonado y obligado a mantenerse en la oscuridad, y cuya principal fuente de consuelo, en medio de estas circunstancias, ha sido la solidaridad del finado señor Tulkinghorn, quien mostró gran conmiseración por ella cuando vino a la plazoleta de Cook en ausencia del perjuro de su marido, y que últimamente le llevaba a él todos sus problemas. Según parece, con excepción de los presentes, todo el mundo ha estado conspirando en contra de la felicidad de la señora Snagsby. Por una parte, el señor Guppy, pasante de Kenge y Carboy, que al principio era más claro que el sol del mediodía, pero que de pronto se puso más cerrado que el cielo de la medianoche, bajo la influencia (sin duda) de los sobornos y las injerencias del señor Snagsby. Después, el señor Weevle, amigo del señor Guppy, que vivía misteriosamente encima de un callejón, debido a las mismas causas coherentes. Y después el difunto señor Krook, el difunto Nimrod y el difunto Jo, y todos ellos «estaban en el ajo». La señora Snagsby no dice explícitamente en qué ajo, pero sabe que Jo era hijo del señor Snagsby, con tanta claridad como si se hubiera anunciado a trompetazos, y siguió al señor Snagsby la última vez que fue a visitar al muchacho, y si no era su hijo, ¿por qué había ido a verlo? Desde hace algún tiempo, lo único que ha hecho en la vida ha sido seguir al señor Snagsby a todas partes, fuera donde fuera, e ir sumando las circunstancias sospechosas, y todas las circunstancias con las que ha tropezado han sido sospechosas, sospechosísimas, y así es cómo ha perseguido su objetivo de detectar y confundir al falso de su marido, noche y día. Así fue como hizo que los Chadband y el señor Tulkinghorn llegaran a conocerse, y como habló con el señor Tulkinghorn acerca del cambio producido en el señor Guppy y ayudó a crear las circunstancias que interesan actualmente a este grupo, sin darse cuenta de pasada, pues lo que más le sigue interesando es acabar con la denuncia de todo lo que le ha hecho el señor Snagsby y con una separación matrimonial. Todo ello es algo que la señora Snagsby, como esposa ofendida, como amiga de la señora Chadband, como seguidora del señor Chadband y como plañidera del señor Tulkinghorn, ha venido a certificar en la más estricta confianza, con todas las posibles confusiones e implicaciones posibles e imposibles, pues no tiene el más mínimo motivo pecuniario, ni más plan ni proyecto que el mencionado; y lleva consigo acá y acullá su propio clima denso de polvo, que surge del molino en constante funcionamiento de sus celos.
Mientras está en marcha este exordio (que lleva un cierto tiempo), el señor Bucket, que ha penetrado de un vistazo la transparencia del vinagre de la señora Snagsby, celebra una conferencia con su demonio familiar y centra su penetrante atención en los Chadband y en el señor Smallweed. Sir Leicester Dedlock se mantiene inmutable, con el mismo aire glacial, salvo que de vez en cuando mira al señor Bucket como si fuera el único ser humano en el que confiara.
—Muy bien —dice el señor Bucket—. Ahora ya los comprendo, vean ustedes, y como estoy delegado por Sir Leicester Dedlock, Baronet, para investigar este asuntillo —y Sir Leicester vuelve a asentir mecánicamente en confirmación de ese aserto—, puedo prestarle mi plena y cabal atención. No voy a aludir a una conspiración para practicar la extorsión, ni nada por el estilo, porque aquí somos todos hombres y mujeres de mundo, y nuestro objetivo es que las cosas no sean demasiado desagradables. Pero les voy a decir lo que a mí me preocupa: me sorprende que se les haya ocurrido armar un jaleo en el vestíbulo. Es algo que iba en contra de sus propios intereses. Eso es lo que me parece.
—Queríamos que nos dejaran entrar —aduce el señor Smallweed.
—Claro que querían que les dejaran entrar —afirma animado el señor Bucket—, pero el que un señor anciano de su edad (¡que yo calificaría de venerable!), de mente aguzada, como no me cabe duda, por la pérdida del uso de sus extremidades inferiores, lo cual hace que toda la animación se le suba a la cabeza, no pueda reflexionar que si un asunto como éste no se mantiene con plena discreción no le vale ni medio penique, me parece a mí, resulta muy curioso. Ya ve usted, se ha dejado perder por su mal carácter, y ahí es donde ha perdido usted terreno —dice el señor Bucket en tono elocuente y amistoso.
—Lo único que dije yo era que no estaba dispuesto a irme si no subía uno de los criados a ver a Sir Leicester Dedlock —responde el señor Smallweed.
—¡Eso es! Ahí es donde su mal carácter le ha vencido. Domínelo la próxima vez y ganará algún dinero. ¿Llamo para que vuelvan a bajarlo a usted?
—¿Cuándo vamos a tener más noticias? —pregunta severamente la señora Chadband.
—¡Eso es una mujer de verdad! ¡Qué curioso es siempre su bellísimo sexo! —replica el señor Bucket con gran galantería—. Ya tendré el placer de hacerles a ustedes una visita mañana o pasado…, sin olvidar al señor Smallweed y su propuesta de dos cincuenta.
—¡Quinientas! —exclama el señor Smallweed.
—¡Muy bien! Digamos nominalmente quinientas —y el señor Bucket lleva la mano al cordón de la campanilla—. ¿He de desear a ustedes buenos días por el momento, de mi propia parte y de la del señor de la casa? —pregunta en tono insinuante.
Como nadie se atreve a objetar a que lo haga, lo hace, y el grupo se retira en el mismo orden en que subió. El señor Bucket los sigue hasta la puerta, y al volver dice con aire de gran seriedad:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, incumbe a usted considerar si compra usted a esa gente o no la compra. Yo, en general, recomendaría comprarla, y creo que se puede comprar muy barata. Mire usted: ese pepinillo en vinagre de la señora Snagsby ha sido utilizada por todas las partes en esta especulación, y ha hecho mucho más daño al ir reuniendo pizcas de información aquí y allá que si se hubiera hecho adrede. El difunto señor Tulkinghorn tenía a todos esos caballos de las riendas y podía llevarlos como quería, no me cabe duda, pero tuvo que salir del establo con los pies por delante y ahora ellos están trotando cada uno a su aire y tirando cada uno por su lado. Así están las cosas, y así es la vida. Cuando el gato sale de casa los ratones se ponen a retozar, y cuando se funde el hielo vienen las inundaciones. Pasemos ahora a la parte a la que hay que detener.
Sir Leicester parece despertar de algo, aunque ha estado todo el rato con los ojos abiertos, y mira muy atento al señor Bucket, mientras éste consulta su reloj.
—La parte a la que hay que detener se halla ahora en esta casa —continúa diciendo el señor Bucket, que se guarda el reloj con mano firme y buen ánimo—, y estoy a punto de detenerla en presencia de usted. Sir Leicester Dedlock, Baronet, no diga una palabra ni haga un gesto. No va a haber ruidos ni jaleos. Volveré por la tarde, si a usted le parece bien, y trataré de satisfacer sus deseos en cuanto a este lamentable asunto de familia y a la forma mejor de mantenerlo en silencio. Ahora, Sir Leicester Dedlock, Baronet, no se ponga usted nervioso por el hecho de que vaya a practicar la detención. Ya verá usted cómo todo el asunto se aclara desde el principio hasta el fin.
El señor Bucket llama, va a la puerta, susurra algo brevemente a Mercurio, cierra la puerta y se queda tras ella con los brazos cruzados. Tras una espera de un minuto o dos, se abre lentamente la puerta y entra una francesa. Mademoiselle Hortense.
En cuanto entra ésta en el aposento, el señor Bucket vuelve a cerrar la puerta y se apoya con la espalda contra ella. Lo repentino del ruido hace que ella se dé la vuelta, y entonces es cuando ve por primera vez a Sir Leicester Dedlock sentado en su butaca.
—Perdóneme usted —murmura apresuradamente—. Me han dicho que no era nadie aquí.
Al avanzar hacia la puerta se tropieza con el señor Bucket. De pronto tiene un espasmo en la cara y se pone mortalmente blanca.
—Ésta es mi pensionista, Sir Leicester Dedlock —dice el señor Bucket con un gesto hacia ella—. Esta joven extranjera ha estado alojada conmigo desde hace unas semanas.
—¿Y qué le puedo interesar eso a Sir Leicester, ángel mío? —pregunta Mademoiselle en tono jocoso.
—Pues vamos a ver, ángel mío —responde el señor Bucket.
Mademoiselle Hortense lo contempla con una mueca en la cara tensa, que va convirtiéndose gradualmente en una sonrisa de desprecio.
—Está usted muy misterioso. ¿Es usted borracho?
—Tolerablemente sereno, ángel mío —replica el señor Bucket.
—Acabo de llegar de esa casa detestable de con su esposa. Su esposa me dejó hace sólo unos pocos minutos. Ellos me dicen de abajo que su esposa es aquí. Yo vengo aquí y su esposa no es aquí. ¿Cuál es el propósito de esta comedia de tontos, dígame pues? —exige Mademoiselle con los brazos cruzados en aparente calma, pero con algo en la cara cetrina que pulsa como un reloj.
El señor Bucket se limita a ponerle el índice ante la cara.
—¡Ah, mí Dios, es usted un idiota desgraciado! —exclama Mademoiselle, con un gesto de la cabeza y una risa—. Déjeme a pasar abajo, gran cerdo. —Con una patada en el suelo y una amenaza.
—Vamos, Mademoiselle —dice el señor Bucket con voz fría y calmada—, vaya a sentarse en ese sofá.
—No voyme a sentar en nada —replica ella con una serie de gestos.
—Vamos, Mademoiselle —repite el señor Bucket, sin mover nada más que el índice—, váyase a sentar en ese sofá.
—¿Por qué?
—Porque voy a detenerla a usted acusada de asesinato, y no hace falta que le diga de quién. Ahora bien, quiero ser cortés con una persona de su sexo y además extranjera, si es que puedo. Si no puedo, tendré que ser descortés, y afuera hay gente más descortés que yo. Depende de usted cómo me porte. Así que le recomiendo, como amigo, que deje de pensárselo y vaya a sentarse en ese sofá.
Mademoiselle obedece y dice en voz concentrada, mientras en la mejilla sigue latiéndole cada vez más rápido:
—Es usted el Diablo.
—Bueno, vamos a ver —sigue diciendo en tono aprobador el señor Bucket—, está usted cómoda y se comporta como esperaría yo de una joven extranjera con tan buen sentido como usted. Así que le voy a dar un consejo y es éste: No se ponga a hablar demasiado. No tiene usted que decir nada aquí, y cuanto más calladita se quede, mejor. En resumen, cuanto menos parle usted, mejor —termina el señor Bucket, muy satisfecho con su dominio del francés.
Mademoiselle, con ese gesto de tigresa suyo en la boca, y lanzándole llamaradas con los ojos, se sienta muy erguida en el sofá, rígida, con las manos apretadas (y cabría suponer que también los pies), murmurando:
—¡Oh, Bucket, es usted un Diablo!
—Veamos, Sir Leicester Dedlock, Baronet —dice el señor Bucket, y a partir de este momento el índice no cesa de actuar—, esta joven, mi pensionista, era la doncella de Milady en la época que he mencionado, y esta joven, además de ponerse extraordinariamente vehemente y apasionada contra Milady cuando ésta le despidió…
—¡Mentiras! —exclama Mademoiselle—. Yo me despido.
—¿Por qué no sigue mi consejo? —responde el señor Bucket, en tono impresionante, casi implorante— Me sorprende su indiscreción. Mire usted que va a decir algo que puede ser utilizado en contra suya. Seguro que lo dice. No se preocupe de lo que digo hasta que declare en el juicio. No me dirijo a usted.
—¡Encima despedida! —grita furiosa Mademoiselle—. ¡Por Milady! ¡Qué es que una Milady muy fina! ¡Pero si yo arruino mi reputación si me quedo con una Milady tan infame!
—¡De verdad que me asombras! —replica el señor Bucket—. Y yo que creía que los franceses eran un pueblo muy fino. De verdad. Y ver a una hembra que se comporta así, y delante de Sir Leicester Dedlock, Baronet…
—¡Es un pobre abusado! —exclama Mademoiselle—. Y escupo sobre su casa, sobre su nombre, sobre su imbecilidad —y hace que la alfombra represente todas esas cosas—. ¡Oh, que él es un gran hombre! ¡Oh, sí, soberbio! ¡Oh, cielo! ¡Bah!
—Pues bien, Sir Leicester Dedlock —continúa diciendo el señor Bucket—, a esta colérica hembra también se le metió en la cabeza que tenía derechos sobre el difunto señor Tulkinghorn por haber asistido en aquella ocasión que le mencioné a su bufete, aunque la pagó liberalmente por su tiempo y sus molestias.
—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. Yo rehuso su dinero totalmente.
—(Sí se empeña usted en parlar, ya sabe —dice el señor Bucket entre paréntesis— que ha de aceptar las consecuencias.) Pues bien, no voy a expresar una opinión acerca de si vino a alojarse en mi casa con la intención deliberada de hacer lo que hizo y taparme los ojos, pero el hecho es que vino a alojarse en mi casa en la época en que se cernía en torno al bufete del finado señor Tulkinghorn, en busca de pelea, al mismo tiempo que perseguía y medio mataba a sustos a un pobre papelero.
—¡Mentira! —grita Mademoiselle—. ¡Todas mentira!
—El asesinato se cometió, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y ya sabe usted en qué circunstancias. Ahora le ruego que me siga atentamente un minuto o dos. Me enviaron a buscar y se me confió el caso. Examiné el lugar, el cadáver, los documentos y todo. Conforme a información recibida (de un pasante de la misma casa) fui a detener a George, porque lo habían visto por allí, la noche, y más o menos a la hora, del crimen, y además porque se le había oído pelearse con el finado en otras ocasiones, e incluso amenazarlo, según dijo el testigo. Si me pregunta usted, Sir Leicester Dedlock, si creí desde un principio que George era el asesino, le diré sinceramente que no, pero también podía serlo, y había suficientes indicios contra él como para que fuera mi deber detenerlo y hacer que lo procesaran. ¡Pero observe!
Cuando el señor Bucket se inclina hacia adelante, muy excitado —en la medida en que pueda excitarse él— y comienza lo que va a decir con un golpe fantasmal del índice en el aire, Mademoiselle Hortense fija en él sus negros ojos con un ceño oscuro y sombrío, y aprieta mucho los labios.
—Aquella noche, Sir Leicester Dedlock, Baronet, me fui a casa y vi a esta joven cenando con mi mujer, la señora Bucket. Desde que llegó a solicitar alojamiento con nosotros había dado grandes muestras de sentir afecto por señora Bucket, pero aquella noche las dio más que nunca, y de hecho las exageró. Igual que exageró su respeto, y todo eso, por la memoria del finado señor Tulkinghorn. ¡Por Dios que al sentarme frente a ella a la mesa con un cuchillo en la mano, se me ocurrió que lo había hecho ella!
Apenas se puede oír a Mademoiselle que dice entre dientes y con los labios apretados:
—Es usted un Diablo.
—Y —continúa exponiendo el señor Bucket—, ¿dónde había estado ella la noche del crimen? Había ido al teatro (y después he averiguado que efectivamente había estado allí, tanto antes del crimen como después). Yo sabía que tenía que enfrentarme con una persona muy astuta, y que me sería muy difícil conseguir pruebas, así que le puse una trampa, una trampa como nunca había tendido, y me aventuré como nunca me había aventurado. Lo fui pensando mientras hablaba con ella durante la cena. Cuando subí a acostarme, como nuestra casa es muy pequeña y esta joven tiene muy buen oído, le metí la sábana en la boca a la señora Bucket para que no dijera una palabra de sorpresa y se lo conté todo. Mira, hija, no se te vuelva a ocurrir, o te ato los pies por los tobillos. —El señor Bucket se ha interrumpido y desciende en silencio sobre Mademoiselle y le echa una manaza al hombro.
—¿Qué le pasa a usted ahora? —le pregunta ella.
—No se te vuelva a ocurrir —responde el señor Bucket, que mueve el índice admonitoriamente— eso de tirarte por la ventana. Eso es lo que me pasa. ¡Vamos! Tómame del brazo. No hace falta que te levantes; me sentaré yo a tu lado. Te he dicho que me tomes del brazo, ¿oyes? Ya sabes que estoy casado: ya conoces a mi mujer. Limítate a tomarme del brazo.
Ella trata en vano de humedecerse los labios resecos, con un ruido de dolor, pero lucha consigo misma y obedece.
—Ya está todo bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet. Este caso no hubiera podido llegar a su forma actual de no haber sido por la señora Bucket, ¡que es de las que no hay una en 50.000, en 150.000! A fin de engañar a esta joven, desde entonces no he vuelto a poner el pie en mi casa, aunque me he comunicado con la señora Bucket por medio de hogazas de pan y en frascos de leche todo lo que ha sido necesario. Las palabras que susurré a la señora Bucket cuando le puse la sábana en la boca fueron: «Querida mía, ¿podrás engañarla hablándole constantemente de mis sospechas contra George y tal y cual y lo de más allá? ¿Puedes pasarte sin dormir y vigilarla noche y día? ¿Puedes comprometerte a decir: «no hará nada sin que me entere yo, será mi prisionera sin sospecharlo, no se me podrá escapar, y su vida será mi vida y su alma mi alma», hasta que yo demuestre que fue ella quien cometió el crimen?». Y la señora Bucket va y me dice, con toda la claridad que le permite la sábana: «¡Bucket, te lo prometo!». ¡Y ha cumplido magníficamente!
—¡Mentiras! —interviene Mademoiselle—. ¡Todo mentiras, mi amigo!
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿cómo salieron mis cálculos en estas circunstancias? Cuando calculé que esta impetuosa joven iba a cometer nuevas exageraciones, ¿me equivoqué o acerté? Acerté. ¿Qué intenta hacer? ¿No le sorprende? Atribuir el asesinato a Milady.
Sir Leicester se levanta de la butaca y vuelve a hundirse en ella.
—Y se sintió alentada para hacerlo al enterarse de que me pasaba la vida aquí, cosa que hice adrede. Abra usted ahora este cuaderno, Sir Leicester Dedlock, si me permite la libertad de tirárselo a usted, y mire las cartas que me han ido llegando, cada una de las cuales contiene dos palabras: «LADY DEDLOCK». Abra la dirigida a usted, que retuve esta misma mañana, y lea las tres palabras: «LADY DEDLOCK, ASESINA». Estas cartas han ido llegando como un enjambre de langostas. ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket, desde su torre vigía, vio que todas ellas las escribía esta joven? ¿Qué me dice usted si le digo que hace media hora la señora Bucket consiguió la tinta y el papel correspondientes, las medias hojas que faltan y todo lo demás? ¿Qué me dice usted si le digo que la señora Bucket vio cómo esta joven ponía todas y cada una de ellas en el correo, Sir Leicester Dedlock, Baronet? —pregunta el señor Bucket, triunfante en su admiración del genio de su cara mitad.
Hay dos cosas fácilmente perceptibles cuando el señor Bucket llega a su conclusión. La primera es que parece establecer imperceptiblemente un terrible derecho de propiedad sobre Mademoiselle. La segunda es que la misma atmósfera que respira ella parece estrecharse y contraerse en torno a ella, como si en torno a su cuerpo se fuera estrechando una red tupida, o una mortaja.
—No cabe duda de que Milady estuvo en el lugar del crimen en el preciso momento en que se cometía —dice el señor Bucket—, y aquí mi amiga extranjera la vio, según creo, desde el piso de arriba. Milady y George y mi amiga extranjera estuvieron muy cerca los unos de los otros. Pero eso ya no tiene importancia, de manera que no voy a seguir con ello. Encontré el taco de la pistola que sirvió para asesinar al difunto señor Tulkinghorn. El papel era un trozo de la descripción impresa de su casa de Chesney Wold. Dirá usted, Sir Leicester Dedlock, Baronet, que eso no significa mucho. No. Pero cuando aquí mi amiga extranjera está completamente desprevenida como para creer que ya puede hacer pedazos el resto de esa hoja, y cuando la señora Bucket reconstruye las piezas y resulta que falta el trozo exacto, parece que está todo bien claro.
—Son muy largas mentiras —interviene Mademoiselle—. Supone usted mucho. ¿Es que ya ha acabado o es que va a hablar siempre?
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —sigue diciendo el señor Bucket, a quien le encantan los títulos completos y que se siente violento cuando elimina cualquier fragmento de ellos—, el último aspecto de mi caso que voy a mencionar por ahora revela la necesidad de tener paciencia en nuestro oficio, y de no hacer nunca las cosas con prisas. Ayer observé a esta joven, sin que ella lo notara, mientras ella contemplaba el funeral, en compañía de mi mujer, que había proyectado llevarla a él, y observé tal expresión en su rostro y yo tenía tantas pruebas contra ella, que me indigné por su malicia contra Milady, y tan bueno era el momento para que cayera sobre ella lo que podría usted calificar de venganza, que de haber sido yo más joven y tenido menos experiencia, estoy seguro de que la hubiera detenido. Asimismo anoche, cuando llegó a casa Milady, que estoy seguro goza de la admiración universal, con un aspecto que, por Dios cabría casi decir que era Venus surgiendo del océano, me resultó tan desagradable y tan absurdo pensar que se la acusara de un asesinato del cual era inocente, que sentí grandes deseos de poner fin al trabajo. ¿Qué podía yo perder? Sir Leicester Dedlock, Baronet, hubiera perdido el arma. Aquí mi prisionera propuso a la señora Bucket después del funeral que fueran en autobús al campo para tomar el té en un lugar público, pero muy decente. Ahora bien, cerca de ese lugar público corren unas aguas. A la hora del té aquí mi prisionera se levantó para ir a buscar un pañuelo de bolsillo al dormitorio donde se guardaban los sombreros. Estuvo ausente mucho tiempo, y cuando reapareció venía sin aliento. En cuanto llegaron a casa me lo comunicó la señora Bucket, junto con sus observaciones y sus sospechas. Hice que dragaran el río a la luz de la luna, en presencia de un par de nuestros hombres, y antes de que la pistola de bolsillo llevara allí seis horas, salió del fondo. Ahora, querida mía, pásame más el brazo por encima del mío, pásalo firme y no te haré daño.
En un instante el señor Bucket le pone una de las esposas en una muñeca.
—Va una —dice el señor Bucket—. Ahora la otra, guapa. ¡Dos y nada más!
Se levanta, y también ella.
—¿Dónde —pregunta ella, bajando los párpados hasta que casi no se le pueden ver los ojos—, dónde está la falsa, traicionera y maldita de su mujer?
—Ha ido a la Jefatura de Policía —responde el señor Bucket—. Ya la verás allí, linda.
—¡Me gustaría darle un beso! —exclama Mademoiselle Hortense, jadeando como una tigresa.
—Sospecho que la ibas a morder —dice el señor Bucket.
—¡Pero sí! —abriendo mucho los ojos—. Me encantaría hacerla pedazos, miembro a miembro.
—Claro, hija —dice el señor Bucket con la mayor compostura—. Estoy totalmente dispuesto a creérmelo. Las de tu sexo tenéis una animosidad tan sorprendente las unas contra las otras cuando estáis en desacuerdo… ¿A que a mí no me odias tanto?
—No. Aunque es usted un Diablo siempre.
—Ángel y diablo por turnos, ¿eh? —exclama el señor Bucket—. Pero tienes que considerar que éste es mi trabajo. Permíteme que te arregle el chal. Ya he hecho de doncella de muchas más señoras. ¿Te falta algo: el sombrero? Hay un coche a la puerta.
Mademoiselle Hortense lanza una mirada indignada al espejo, se sacude hasta quedar perfectamente arreglada y, por hacerle justicia, tiene un aire especialmente refinado.
—Escuche entonces, ángel mío —dice tras varios gestos sarcásticos—. Es usted muy espiritual. Pero, ¿puede usted devolverle la vida?
El señor Bucket responde:
—No exactamente.
—Qué divertido. Escuche todavía más una vez. Es usted muy espiritual. ¿Puede usted hacer de ella una señora honesta?
—No seas tan maliciosa.
—¿O hacer de él un señor altivo? —grita Mademoiselle, refiriéndose a Sir Leicester con un desdén inefable—. ¡Eh! ¡Oh, entonces mírele! ¡Pobre niño! ¡Ja, ja, ja!
—Vamos, vamos, estás parlando peor que antes —dice el señor Bucket—. ¡Vámonos!
—¿Usted no puede hacer eso? Entonces puede usted hacer conmigo lo que le plazca. Es como la muerte, es todo la misma cosa. Vámonos, ángel mío. Adieu, anciano, gris. ¡Le compadezco y le desprecio!
Con estas últimas palabras cierra los dientes de un golpe, como movidos por un muelle. Es imposible describir cómo la saca el señor Bucket, pero realiza esa hazaña de manera peculiar en él: la rodea y la circunda como una nube y se marcha flotando en torno a ella, como si él fuera un Júpiter feo y ella el objeto de sus afectos.
Sir Leicester se queda a solas en la misma actitud, como si siguiera escuchando y siguiera teniendo la atención ocupada. Por fin mira en torno al aposento vacío, y al ver que está desierto, se pone inseguro en pie, echa atrás la butaca y da unos pasos, apoyándose como puede en la mesa. Después se detiene, y con unos cuantos sonidos inarticulados más, levanta la vista y parece contemplar algo.
El Cielo sabe qué verá. Los verdes, verdes bosques de Chesney Wold, la mansión familiar, los cuadros de sus antepasados, desconocidos que los desfiguran, agentes de policía que manipulan groseramente sus objetos más preciados, miles de dedos que lo señalan a él, miles de caras que lo contemplan burlonas. Pero si esas sombras desfilan ante él en su confusión, hay otra sombra a la que todavía puede nombrar con una cierta claridad, y a la que se dirige mientras mesa sus blancos cabellos y abre los brazos.
Es ella, en relación con la cual, salvo en el sentido de haber sido desde hace años una fibra básica de las raíces de la dignidad y el orgullo de él, jamás ha tenido un pensamiento egoísta. Es ella, a quien ha admirado, honrado, amado y erigido un pedestal para que la respete el mundo entero. Es ella, quien en medio de todas las formalidades y los convencionalismos rígidos de su vida, ha sido una reserva de ternura y de amor, susceptible como ninguna otra cosa en el mundo de padecer la agonía que sufre él. La ve, hasta casi borrarse él mismo, y no puede soportar el verla caída del pedestal que tan bien adornaba.
E incluso en el momento en que cae al suelo, inconsciente ya de su sufrimiento, puede seguir pronunciando su nombre de manera casi clara en medio de esos ruidos incoherentes, y en un tono de dolor y de compasión, y no de reproche.