55. La huida
55. La huida
El inspector Bucket, de los Detectives, todavía no ha dado su gran golpe que acabamos de relatar, sino que todavía está restaurándose con el sueño en preparación para su gran día, cuando en medio de la noche y por las heladas carreteras invernales sale de Lincolnshire una silla con dos caballos, que avanza hacia Londres.
Todo este territorio estará dentro de poco surcado de caminos de hierro, y con un rugido y un resplandor, la locomotora y el tren recorrerán como un meteoro el amplio paisaje de la noche, haciendo que la luna palidezca, pero por aquí todavía no existen tales cosas, aunque no sean del todo desconocidas. Están haciéndose preparativos, tomándose medidas, se está delimitando el terreno. Se han comenzado los puentes, y sus tramos todavía sin unir se contemplan desolados por encima de caminos y arroyos, como parejas de ladrillo y mortero que tropiezan con un obstáculo a su unión; se están levantando fragmentos de terraplenes, que quedan como precipicios con torrentes de carreteras y carretillas desordenados en su superficie; en las lomas aparecen trípodes de altos palos, donde hay rumores de túneles; todo tiene un aspecto caótico y abandonado en la desesperanza. Por los caminos helados y en medio de la noche, la silla de postas sigue avanzando sin pensar en un ferrocarril.
La señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold desde hace tantos años, está en la silla, y a su lado va sentada la señora Bagnet, con su mantón gris y su paraguas. La viejita preferiría ir en el asiento de arriba, que está expuesto a los elementos y constituye una especie de percha primitiva más acorde con la forma en que está acostumbrada ella a viajar, pero la señora Rouncewell se preocupa demasiado de su comodidad para aceptarlo. La anciana no se cansa de manifestar su aprecio a la viejita. Va sentada con sus modales ceremoniosos agarrándola de la mano, y pese a lo áspera que es ésta, se la lleva a menudo a los labios, diciendo muchas veces:
—Tú eres madre, querida mía, ¡y has encontrado a la madre de mi George!
—Pues es que George siempre ha sido franco conmigo —responde la señora Bagnet—; sí, señora, y cuando dijo a nuestro Woolwich en mi casa que lo principal que habría de saber mi Woolwich cuando se hiciera un hombre mejor era no saber nunca que por su culpa había surgido una arruga de pena en la cara de su madre, ni le había salido a ésta una cana, entonces tuve la seguridad, por la forma de hablar de él, de que hacía poco había pasado algo que le había hecho volver a pensar en su madre. Ya otras veces le había oído decirme que se había portado mal con ella.
—¡Jamás, hija mía! —contesta la señora Rouncewell, rompiendo en lágrimas— ¡Bendito sea, jamás! Siempre me quiso mucho, siempre tan cariñoso, mi George. Pero tenía el alma aventurera, y era un poco loco y se alistó en el ejército. Y yo sé que al principio estuvo esperando antes de darnos noticias, a ver si ascendía a oficial, y cuando no ascendió, sé que consideró que nos había decepcionado, y no quería avergonzarnos. ¡Porque mi George tenía un corazón de león, y siempre lo había tenido, desde que nació!
Las manos de la anciana se mueven como hace años al recordar, siempre temblando, qué chico tan guapo, tan bueno, tan alegre y bienhumorado había sido siempre, cómo lo quería todo el mundo, allá en Chesney Wold; cuánto afecto le tenía Sir Leicester cuando éste era un joven caballero; cómo lo querían los perros; cómo incluso la gente con la que él se peleaba lo perdonaba al cabo de un momento, pobrecito. ¡Y volver a verlo ahora, al cabo de tanto tiempo, y en la cárcel! Y la amplia faja se agita, y la curiosa figura tiesa y anticuada se curva bajo el peso del dolor de su corazón.
La señora Bagnet, con la habilidad instintiva de un corazón cálido y generoso, deja que la anciana ama de llaves se abandone a su pesar durante un momento (no sin pasarse el dorso de la mano por sus propios ojos de madre), y al cabo de él vuelve a comentar con su tono animado de costumbre:
—Así que voy y le digo a George cuando voy a verle para tomar el té (mientras él pretende que está fumando su pipa afuera), voy y le digo: «¿Qué te pasa esta tarde, George, por el amor de Dios? Mira que he visto cosas en esta vida, y que te he visto en los momentos buenos y en los malos, en el extranjero y en Inglaterra, y nunca te he visto de este humor melancólico y penitente». «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, «precisamente porque estoy de humor melancólico y penitente me ve usted así». «¿Qué has hecho, muchacho?», le digo. «Pues mire, señora Bagnet», va y dice George, moviendo la cabeza, «lo que he hecho pasó hace ya muchos años, y más vale no tratar de deshacerlo ahora. Si alguna vez voy al Cielo, no será por haber sido un buen hijo de mi madre viuda, y no quiero decir más». Pero mire, señora, cuando George va y me dice que es mejor no tratar de deshacerlo ahora, se me ocurren cosas que ya he pensado antes, y le saco a George que por qué se le ocurren cosas así esa tarde. Entonces George me dice que por pura casualidad ha visto en el bufete del abogado a una ancianita magnífica que le ha hecho pensar en su madre, y sigue hablando de la ancianita hasta olvidarse de sí mismo y hace un retrato de ella tal como era hace años y años. Y entonces voy y le digo a George cuando ha terminado que quién es esa ancianita a la que ha visto. Y George me dice que es la señora Rouncewell, ama de llaves desde hace más de medio siglo de la familia Dedlock, allá en Chesney Wold, en Lincolnshire. George me ha dicho muchas veces que es de Lincolnshire, y entonces voy yo y le digo a Lignum esa noche: «¡Lignum, te apuesto cuarenta y cinco libras a que es su madre!».
La señora Bagnet relata todo esto por vigésima vez, como mínimo, en las últimas cuatro horas. Lo trina, como si fuera una especie de ave, en una nota muy alta, con objeto de que la anciana lo pueda oír por encima del estruendo de las ruedas.
—Bendita seas, hija mía, y gracias —dice la señora Rouncewell—. ¡Bendita seas y gracias, hija mía querida!
—¡Dios mío! —exclama la señora Bagnet con la mayor naturalidad—. Desde luego, no es a mí a quien hay que dar las gracias. Gracias a usted, señora, por querer dármelas. Y recuerde usted una vez más, señora, que lo mejor que puede hacer al ver que George es su hijo es hacer (por usted misma) que esté dispuesto a aceptar la mejor ayuda que pueda para salir adelante y liberarse de una acusación de la que es tan inocente como usted o como yo. No basta con que tenga la verdad y la justicia de su parte; tiene que tener la ley y los abogados —exclama la viejita, aparentemente persuadida de que éstos últimos forman un estamento aparte y han disuelto todo consorcio con la verdad y la justicia para toda la eternidad.
—Contará —dice la señora Rouncewell— con toda la ayuda que se le pueda obtener en este mundo, hija mía. Estoy dispuesta a gastar todo lo que tengo, y sea como sea, para obtenerlo. Sir Leicester hará todo lo posible. Toda la familia hará todo lo posible. Yo…, yo sé algo, hija mía, y haré lo que pueda por mi parte, como madre separada de él durante tantos años y que al final acaba por encontrarlo en la cárcel.
La gran inquietud que revela el comportamiento de la anciana ama de llaves al decir esto, sus tartamudeos y la forma en que se retuerce las manos impresionan mucho a la señora Bagnet, y la asombrarían si no fuera porque lo atribuye a su pena por la situación en la que se halla su hijo. Y, sin embargo, la señora Bagnet se pregunta también por qué la señora Rouncewell murmura con un aire tan ausente: «¡Milady, Milady, Milady!», una vez tras otra.
La noche helada va pasando y llega el alba, y la silla de postas sigue rodando en medio de la niebla de la mañana, como el fantasma de una silla ya muerta. Tiene mucha compañía espectral, en los fantasmas de los árboles y de los arbustos que van desapareciendo gradualmente y dejando su lugar a las realidades del día. Al llegar a Londres se apean los viajeros, la anciana ama de llaves muy atribulada y confusa, la señora Bagnet tan tranquila y compuesta como si su siguiente destino, sin cambio de tripulación ni de equipaje, fuera el Cabo de Nueva Esperanza, la Isla de la Ascensión, Hong Kong o cualquier otro destino militar.
Pero cuando se ponen en marcha hacia la prisión en la que está confinado el soldado, la anciana ha logrado recubrirse, con su vestido de color lavanda, de gran parte de la sólida calma que constituye su habitual presencia. Es como si fuera una figura maravillosamente grave, precisa y hermosa de cerámica antigua, aunque el corazón le late rápido y se le agita la faja, mucho más incluso de lo que ha logrado agitársela el recuerdo de su hijo extraviado en todos estos años.
Al acercarse a la celda ven que se abre la puerta y que está a punto de salir un guardián. La viejita le hace inmediatamente una seña de que no diga nada; él asiente con la cabeza y les permite entrar, después de lo cual cierra la puerta.
De manera que George, que está sentado a la mesa y escribiendo algo, pues supone que se halla a solas, no levanta la mirada, sino que sigue absorto. La anciana ama de llaves lo mira, y esas manos de ella, tan inquietas, bastan para que la señora Bagnet quede confirmada en sus ideas; aunque pudiera ver juntos a la madre y el hijo, sabiendo lo que sabe, y dudar todavía de su parentesco.
El ama de llaves no se traiciona con un roce de su vestido, con un gesto ni con una palabra. Se queda mirándolo mientras él sigue escribiendo, totalmente inconsciente, y lo único que revela sus emociones es la forma en que se le agitan las manos. Pero éstas son muy elocuentes, muy, muy elocuentes. La señora Bagnet las comprende. Expresan gratitud, alegría, pesar, esperanza, un afecto inagotable, mantenido sin esperanza alguna desde que este hombretón era un bebé, de un hijo mejor pero menos querido, y de este hijo tan querido y tan orgulloso, y hablan en un lenguaje tan conmovedor que a la señora Bagnet se le llenan los ojos de lágrimas que le bajan relucientes por la cara atezada.
—¡George Rouncewell! ¡Ay, hijo mío querido, date la vuelta a mirarme!
El soldado se vuelve de golpe, se lanza al cuello de su madre y cae de rodillas ante ella. Sea por un arrepentimiento tardío, sea porque es lo primero que se le ocurre, el hecho es que junta las manos como un niño al decir sus oraciones y las levanta hacia el seno de ella, baja la cabeza y se echa a llorar.
—¡George mío, hijo mío querido! Siempre fuiste mi favorito y lo sigues siendo, y, ¿dónde has estado todos estos años tan terribles? Y te has hecho un hombre, todo un hombre, y magnífico. ¡Eras igual que hubiera sido él, como yo sabia que iba a ser él, si Dios le hubiera guardado la vida!
Ella pregunta y el responde, sin que durante un momento nada guarde relación con lo otro. Durante todo este tiempo, la viejita, que se ha vuelto a un lado, se apoya con un brazo en la pared encalada, apoya en ella su honesta frente, se enjuga las lágrimas con su mantón gris de siempre y disfruta con todo, como viejita útil para todo que es.
—Madre —dice el soldado cuando ya se han calmado—, ante todo perdóneme, pues sé que lo necesito.
¡Perdonarlo! Lo hace de todo corazón y con toda el alma. Siempre lo ha perdonado. Le dice que ha dejado escrito en su testamento, desde hace tantos años, que él es su bienamado hijo George. Nunca jamás ha creído nada malo de él. Aunque hubiera muerto sin este instante de dicha —y ya es una anciana que no puede esperar muchos años de vida—, le hubiera dado su bendición con su último aliento, si tuviera consciencia para ello, por tratarse de su bienamado hijo George.
—Madre, he causado a usted excesivos problemas, y ahora tengo mi recompensa, pero últimamente también he tenido una visión de un cierto objetivo. Cuando me fui de casa no me preocupé demasiado, madre, me temo que no me preocupé mucho, y fui y me alisté a lo loco, haciendo como que nada me preocupaba, a mí no, y que yo no le preocupaba a nadie.
El soldado se ha secado los ojos y se ha guardado el pañuelo, pero existe un contraste extraordinario entre su forma habitual de expresarse y de comportarse y el tono más blando con el que habla ahora, interrumpido de vez en cuando por un sollozo ahogado.
—De manera que escribí una línea a casa, madre, como bien sabe usted, para decir que me había alistado con nombre falso, y me embarqué. Cuando llegué al extranjero pensé que escribiría a casa al cabo de un año, cuando quizá hubiera ascendido, y cuando pasó aquel año, quizá ya no pensaba tanto en escribir. Y así fueron pasando los años, a lo largo de diez años de servicio, hasta que empecé a envejecer y a preguntarme para qué iba a escribir.
—No veo de qué acusarte, hijo mío, pero, ¡sin acusarte de nada, George! ¿Por qué no escribiste una carta a tu amante madre, que también estaba envejeciendo?
Esas palabras casi vuelven a derribar al soldado, pero éste se yergue con un carraspeo fuerte, duro y sonoro.
—Que el Cielo me perdone, madre, pero pensé que de poco le valdría el tener noticias mías. Ahí estaba usted, respetada y estimada. Estaba también mi hermano, que según veía de vez en cuando en los periódicos del Norte que nos llegaban, empezaba a prosperar y a hacerse famoso. Y de la otra parte estaba un dragón de caballería que vagabundeaba, no se asentaba nunca, que no era un hombre hecho por sí mismo, sino deshecho por sí mismo, que había tirado por la borda todo lo que le había dado su familia al nacer, que había desaprendido todo lo que había aprendido, que no sabía nada que le pudiera valer para nada útil. ¿Por qué iba yo a dar noticias mías? Al cabo de tanto tiempo, ¿de qué valía hacerlo? Para usted, madre, ya había pasado lo peor. Para entonces (porque ya era un hombre) ya sabía yo cómo había llorado por mí, y cuánto me había echado de menos, y que ya se le había pasado el dolor, o había disminuido, y era mejor que mantuviese usted la imagen que tenía de mí.
La anciana sacude pesarosa la cabeza, y tomándole una de sus manazas, se la lleva cariñosa al hombro.
—No, si no digo que fuera así, madre, sino que yo pensaba que era así. Como acabo de decir, ¿de qué iba a valer? Bueno, madre querida, de algo me hubiera valido a mí… y eso era lo malo. Me hubiera buscado usted, hubiera usted tratado de que me licenciara, me hubiera llevado usted a Chesney Wold, nos hubiera usted reunido a mí y a mi hermano y a la familia de mi hermano, hubieran pensado todos ustedes muy preocupados qué era lo mejor que se podía hacer conmigo, y me habrían asentado en plan de paisano respetable, Pero, ¿cómo podía ninguno de ustedes estar seguro de mí, cuando yo no podía estar seguro de mí mismo? ¿Cómo podían ustedes no considerarme como un estorbo y un descrédito para ustedes, salvo que me disciplinara? ¿Cómo podía yo mirar a la cara a los hijos de mi hermano y pretender que era un ejemplo para ellos… yo, el vagabundo que se había escapado de casa y que había causado tanto dolor y tanta pena a mi madre? «No, George», ésas eran las palabras que se me venían a la mente cada vez que pensaba en todo eso: «A lo hecho, pecho».
La señora Rouncewell yergue su figura majestuosa y hace un gesto con la cabeza a la viejita, como indicando: «¡Ya se lo había dicho!». La viejita da rienda a sus sentimientos y atestigua su interés en la conversación con un gran golpetazo que asesta al soldado entre los omoplatos, acto que repite después, a intervalos, con una especie de demencia afectuosa, y después de administrar cada una de estas amonestaciones no deja de volverse hacia la pared blanqueada y el mantón gris.
—Así fue como llegué a pensar, madre, que lo mejor que podía hacer era echarle pecho a lo hecho, hasta la muerte. Y ésa es la resolución que habría mantenido (aunque he ido a verla a usted más de una vez en Chesney Wold, cuando usted no pensaba que yo pudiera andar merodeando por allí), de no haber sido por aquí la mujer de mi camarada, que según veo ha sido demasiado lista para mí. Pero se lo agradezco. Se lo agradezco, señora Bagnet, de todo corazón y con todas mis fuerzas.
A lo que la señora Bagnet responde con dos paraguazos.
Y ahora la anciana convence a su hijo George, a su queridísimo hijo recién recuperado, a su orgullo y su alegría, a la luz de su vida, al desenlace feliz de su vida y todos los demás apelativos cariñosos que se le ocurren, que debe regirse conforme a los mejores consejos que se puedan conseguir con dinero e influencia; que en esta grave situación debe actuar según se le aconseje, y que no debe ser voluntarioso, por mucha razón que tenga, sino que debe pensar en la ansiedad y los sufrimientos de su pobre madre hasta salir en libertad, pues de otro modo le destrozará el corazón.
—Madre, no es mucho pedir —dice el soldado, que detiene su verborrea con un beso—; dígame lo que he de hacer y aunque sea tarde para empezar a obedecer, lo haré. Señora Bagnet, estoy seguro de que cuidará usted de mi madre, ¿verdad?
Un paraguazo muy fuerte de la viejita.
—Si se la presenta usted al señor Jarndyce y a la señorita Summerson, verá que éstos opinan lo mismo que ella y que le darán los mejores consejos y toda su ayuda.
—Y, George —dice la anciana—, hay que mandar a buscar a tu hermano a toda prisa. Según me dicen, es un hombre muy sensato y de mucho criterio en el mundo fuera de Chesney Wold, hijo mío, aunque yo no sé mucho de ese mundo, y nos servirá de gran ayuda.
—Madre —responde el soldado—, ¿es demasiado pronto para pedirle un favor?
—Desde luego que no, hijo mío.
—Entonces, concédame usted este gran favor: no deje que se entere mi hermano.
—¿Que no se entere de qué, hijo mío?
—Que no se entere de mí. De hecho, madre, yo no podría soportarlo, no puedo consentirlo. Ha demostrado ser tan diferente de mí, y ha hecho tanto por progresar mientras yo he andado por ahí de soldado, que en mi situación actual no tengo cara suficiente para verlo aquí y sometido a esta acusación. ¿Cómo puede agradar a un hombre como él descubrir tal cosa? Es imposible. No, madre, mantenga mi secreto ante él; hágame un favor mayor de lo que yo merezco y haga que mi secreto se mantenga, ante todo, respecto de mi hermano.
—Pero, ¿no eternamente, querido George?
—Pues, madre, quizá no para siempre (aunque a lo mejor haya de pedirle eso también), pero sí por ahora. Si jamás se entera de que el sinvergüenza de su hermano ha aparecido, desearía —dice el soldado con un gesto muy dubitativo de la cabeza— ser yo quien se lo revelara y regirme, tanto en mis avances como en mis retiradas, por la forma en que parezca tomarlo él.
Como evidentemente tiene una opinión muy firme a este respecto, tan firme que la expresión de la señora Bagnet manifiesta reconocerlo, su madre asiente implícitamente a lo que le pide él. Y él se lo agradece mucho.
—En todo lo demás, madrecita querida, seré todo lo dócil y obediente que desee usted; sólo me mantengo firme en lo que le he dicho. De manera que ahora estoy dispuesto incluso a tratar con abogados. He estado preparando —con una mirada a lo que estaba escribiendo a la mesa— un relato exacto de lo que sé del difunto, y de cómo me vi implicado en este lamentable asunto. Ahí está escrito, bien claro y bien sencillo, como el parte de una unidad; no contiene ni una palabra que no se refiera a hechos concretos. Pretendía leerlo del principio al fin cuando me llamaran para declarar en mi defensa. Espero que todavía se me permita hacerlo, pero ya no tengo una voluntad propia en este caso, y pase lo que pase en un sentido u otro, prometo seguir sin tener voluntad propia.
Como las cosas han llegado a esta situación tan satisfactoria, y como empieza a caer la noche, la señora Bagnet propone que se vayan. La anciana se cuelga una vez tras otra del cuello de su hijo, y una vez tras otra el soldado la aprieta contra su recio pecho.
—¿Dónde va usted a llevar a mi madre, señora Bagnet?
—Voy a la casa que tienen en la ciudad, hijo mío, a la casa de la familia. Tengo algo que hacer allí y he de hacerlo inmediatamente —responde la señora Rouncewell.
—¿Querrá usted encargarse que llegue allí a salvo, en un coche, señora Bagnet? Pero, qué bobada, ya lo sé. ¡Qué preguntas hago!
—Desde luego, ¡qué preguntas! —responde la señora Bagnet a paraguazos.
—Llévesela, vieja amiga, y llévese con usted mi agradecimiento. Muchos besos a Quebec y Malta, todo mi cariño a mi ahijado, un apretón de manos para Lignum, y a usted esto, ¡y ojalá fueran 10.000 libras en monedas de oro, querida amiga! —y con estas palabras el soldado lleva los labios a la frente bronceada de la viejita, y se cierra la puerta de su celda.
Por mucho que insista la buena ama de llaves, la señora Bagnet no quiere seguir en coche hasta su casa. Salta de él animosa al llegar a la puerta de los Dedlock y tras ayudar a la señora Rouncewell a subir las escaleras, la señora Bagnet le da la mano, se va a pie, y poco después llega a la mansión de los Bagnet y se pone a lavar las verduras como si no hubiera pasado nada.
Milady está en el mismo aposento en el que tuvo su última conferencia con el asesinado, y está sentada en el mismo sitio que aquella noche, mirando al mismo sitio en que estuvo él ante la chimenea, mientras la estudiaba tan atentamente, cuando suena una llamada a la puerta. ¿Quién es? La señora Rouncewell. ¿Cómo es que la señora Rouncewell ha venido a la capital de forma tan imprevista?
—Problemas, Milady. Problemas muy graves. Ay, Milady, ¿podría hablar con usted a solas?
¿Qué novedad es ésta que hace temblar así a esta anciana siempre tan calmada? Si es mucho más feliz que Milady, como tantas veces ha pensado Milady, ¿por qué tartamudea así y la mira con una desconfianza tan extraña?
—¿Qué pasa? Siéntese y recupere el aliento.
—Ay, Milady, Milady. He encontrado a mi hijo, al más joven, al que se fue de soldado hace tantos años. Y está en la cárcel.
—¿Por deudas?
—Ay, no; no, Milady. Yo hubiera pagado cualquier deuda, y con mucho gusto.
—Entonces, ¿por qué está en la cárcel?
—Está acusado de asesinato, Milady, y él es tan inocente como… como yo. Acusado del asesinato del señor Tulkinghorn.
¿Qué quiere decir esta mujer con esa mirada y ese gesto de imploración? ¿Por qué se acerca tanto? ¿Qué es esa carta que lleva en la mano?
—¡Lady Dedlock, mi querida señora, mi buena señora, mi amable señora! Tiene usted que tener un corazón para compadecerse de mí, tiene usted que tener un corazón que me perdone. Yo estoy en esta familia desde antes de que naciera usted. Me he consagrado a ella. Pero piense en que a mi hijo se le acusa injustamente.
—Yo no lo acuso.
—No, Milady, no. Pero otros sí, y está en la cárcel y en peligro. ¡Ay, Milady, si puede usted decir una sola palabra para ayudar a liberarlo, dígala!
¿De qué ilusión puede tratarse? ¿De qué facultades supone que está dotada esta persona a la que se dirige para desviar esa sospecha injusta, si es que es injusta? Los bellos ojos de Milady la contemplan asombrados, casi asustados.
—Milady, llegué anoche de Chesney Wold para ver con mis ojos de anciana a mi hijo, y los pasos en el Paseo del Fantasma eran tan constantes y tan solemnes que jamás he oído nada parecido en todos estos años. Noche tras noche, al caer la oscuridad, el ruido ha recorrido sus aposentos, pero lo peor de todo fue anoche. Y al caer la noche de ayer, Milady, recibí esta carta.
—¿Qué carta?
—¡Chist, chist! —el ama de llaves mira en su derredor y responde con un susurro asustado—: Milady, no le he dicho una palabra a nadie. No me creo lo que dice. Sé que no puede ser verdad, estoy segura y convencida de que no puede ser verdad. Pero mi hijo está en peligro, y tiene usted que apiadarse de mí en su corazón. Si sabe usted algo que no sepan los demás, si tiene usted alguna sospecha, si tiene usted alguna clave del género que sea, y algún motivo para guardársela, ¡ay, Milady, piense en mí y supere ese motivo, y haga que se sepa! Eso es lo más que considero posible. Ya sé que no es usted una señora de corazón duro, pero usted siempre hace lo preciso sin necesidad de ninguna ayuda, y usted no da confianzas a sus amigos, y todos los que la admiran a usted (o sea, todo el mundo) por lo guapa y lo elegante que es, saben que es usted una persona muy distante, que no es posible acercarse a usted. Milady, es posible que tenga usted motivos de orgullo o de cólera para desdeñar cualquier expresión de algo que usted sabe; en tal caso, ¡ay, le ruego que piense usted en una sirviente fiel que se ha pasado toda la vida con la familia, y apiádese, y ayúdeme a liberar a mi hijo! —Y la anciana ama de llaves ruega con una sencillez totalmente auténtica—. ¡Milady, mi buena señora, yo ocupo un lugar tan humilde, y usted un lugar tan elevado y remoto, que quizá considere usted que mis sentimientos por mi hijo no valen nada, pero para mí valen tanto que he venido aquí osando rogarle e implorarle que no nos desprecie, si es que puede usted hacernos favor o justicia en estos momentos terribles!
Lady Dedlock la hace levantarse sin decir una palabra, hasta que toma la carta de su mano.
—¿He de leer esto?
—Cuando me vaya yo, Milady, se lo ruego, y recordar entonces qué es lo que considero yo lo máximo posible.
—No sé qué puedo hacer yo. No recuerdo haberme reservado nada que pueda afectar a su hijo. Yo nunca lo he acusado.
—Milady, quizá se apiade tanto más de él, acusado en falso, cuando haya usted leído la carta.
La anciana ama de llaves se marcha, dejándola con la carta en la mano. La verdad es que no es una mujer dura por naturaleza, y hubo tiempos en los que la visión de la venerable figura que le ha hecho sus súplicas con tal ansiedad podría haberla movido a una gran compasión. Pero lleva tanto tiempo acostumbrada a reprimir sus emociones y a distanciarse de la realidad, tanto tiempo educándose, para sus propios fines, en esa escuela destructora que encierra los sentimientos naturales del corazón, como si fueran moscas atrapadas en ámbar, y que difunde una capa uniforme y monótona sobre lo que es bueno y lo que es malo, los sentimientos y la falta de sentimientos, lo que es sensato y lo que es insensato, que ha reprimido hasta ahora mismo incluso su capacidad de sorpresa.
Abre la carta. En el papel está escrito con letras de imprenta un relato del descubrimiento del cadáver tal como yacía boca abajo, con un disparo en el corazón, y debajo está escrito su propio nombre, al que se ha añadido la palabra. «Asesina».
Se le cae de la mano. No sabe cuánto tiempo llevará caído en el suelo, pero ahí sigue cuando llega un criado a anunciarle al joven llamado Guppy. Probablemente haya tenido que repetirle las palabras varias veces, pues aún le resuenan en los oídos antes de que llegue a comprenderlas.
—¡Que pase!
Y pasa. Ella tiene en la mano la carta que ha levantado del suelo y trata de componer sus ideas. A ojos del señor Guppy es la misma Lady Dedlock, que tiene la misma actitud estudiada, orgullosa, fría.
—Es posible que Milady no esté dispuesta en un principio a excusar la visita de alguien que nunca ha gozado de la bienvenida de Milady, de lo cual uno no se queja, pues está obligado a confesar que nunca ha habido ningún motivo aparente a primera vista para que la gozara; pero espero que cuando mencione mis motivos a Milady no le parezcan mal —dice el señor Guppy.
—Hágalo.
—Gracias, Milady. Debo primero explicar a Milady —el señor Guppy se ha sentado al borde de una silla y pone el sombrero sobre la alfombra que hay a sus pies que la señorita Summerson, cuya imagen como mencioné hace un tiempo a Milady, estuvo grabada en mi corazón durante un período de mi vida hasta que la borraron circunstancias ajenas a mi voluntad, me comunicó, después de la última vez en que tuve el honor de ver a Milady, que deseaba especialmente que yo no hiciera en ningún momento nada que tuviera que ver con ella. Y como los deseos de la señorita Summerson son ley para mí (salvo en relación con circunstancias ajenas a mi voluntad), en consecuencia no esperaba tener nunca el honor de volver a ver a Milady.
Y, sin embargo, ahí está, le recuerda desmayadamente Lady Dedlock.
—Y, sin embargo, aquí estoy —reconoce el señor Guppy—. Y mi objeto es comunicar a Milady, bajo el sello de la confidencialidad, por qué estoy aquí.
Imposible decírselo demasiado pronto o demasiado brevemente, le comunica ella.
—Ni puedo yo —responde el señor Guppy, que se siente ofendido— insistir demasiado ante Milady en que observe muy en particular que si vengo aquí no es por ningún asunto personal mío. No tengo intereses propios al venir aquí. Si no fuera por mi promesa a la señorita Summerson y porque la considero sagrada… De hecho no hubiera vuelto a traspasar estas puertas, de las que hubiera preferido mantenerme alejado.
El señor Guppy considera que éste es un buen momento para alisarse el pelo con ambas manos.
—Milady recordará cuando se lo mencione, que la última vez que estuve aquí me tropecé con una persona muy eminente en nuestra profesión y cuya pérdida todos deploramos. Esa persona se dedicó desde aquel momento a perjudicarme de un modo que yo calificaría de muy astuto, e hizo que en todo momento y en toda circunstancia me resultara dificilísimo estar seguro de que no había hecho algo en contra de los deseos de la señorita Summerson. No es bueno elogiarse uno mismo, pero puedo decir de mí mismo que tampoco yo soy mal hombre de negocios.
Lady Dedlock lo contempla con un gesto de interrogación grave. El señor Guppy aparta inmediatamente la vista de la de ella y mira a cualquier parte que no sean esos ojos.
—De hecho, me ha resultado tan difícil —continúa— tener una idea de lo que estaba tramando esa persona junto con otras que hasta la pérdida que todos deploramos, me sentía a punto del K. O. (expresión que, como Su Señoría se mueve en círculos más elevados que los míos, debe comprender que equivale a fuera de combate). También Small (nombre por el que me refiero a otra persona, a un amigo mío que Milady no conoce) se puso tan reservado y tan doble que a veces me costaba trabajo no echarle las manos al cuello. Sin embargo, gracias al ejercicio de mi humilde capacidad y con la ayuda de un amigo mutuo llamado señor Tony Weevle (que tiene gustos muy aristocráticos y que siempre cuelga en su habitación el retrato de Milady), he percibido ya motivos de aprensión que son por lo que vengo a poner en guardia a Milady. Primero, ¿me permite Milady preguntarle si ha tenido algún visitante extraño esta mañana? No me refiero a visitantes del gran mundo, sino, por ejemplo, a visitantes como la antigua criada de la señorita Barbary o a una persona incapacitada de sus miembros inferiores a quien tienen que llevar en brazos para subir las escaleras, como un muñeco.
—¡No!
—Entonces, aseguro a Milady que esos visitantes han venido aquí y han sido recibidos aquí. Porque los he visto a la puerta y he esperado en la esquina de la plaza hasta que salieron, y después me he dado una vuelta de media hora para no tropezarme con ellos.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo, o qué tiene que ver usted? No le comprendo. ¿A qué se refiere?
—Milady, he venido a ponerla en guardia. Quizá no sea necesario. Muy bien. Entonces me habré limitado a hacerlo todo por cumplir mi promesa a la señorita Summerson. Sospecho mucho (por lo que ha dejado traslucir Small y por lo que le hemos sacado) que las cartas que iba yo a traer a Milady no quedaron destruidas cuando lo supuse yo. Que si había algo que descubrir, ya está descubierto. Que los visitantes a los que he aludido han estado aquí esta mañana para sacar dinero con eso. Y que el dinero lo han sacado o lo van a sacar.
El señor Guppy recoge el sombrero y se levanta.
—Milady sabrá si tiene sentido lo que le digo o si no lo tiene. Lo tenga o no lo tenga, he actuado conforme a los deseos de la señorita Summerson en cuanto a dejar las cosas en paz y deshacer lo que había empezado yo a hacer, en la medida de lo posible, y a mí me basta con eso. Si me he tomado demasiadas libertades al alertar a Milady cuando no era necesario, espero que trate usted de perdonar mi osadía y yo trataré de superar su desaprobación. Con éstas me despido de Milady y le aseguro que no hay peligro de que jamás vuelva aquí a verla.
Ella apenas si reconoce esas palabras de despedida con una mirada, pero unos momentos después llama a la campanilla.
—¿Dónde está Sir Leicester?
Mercurio le comunica que en estos momentos está encerrado en la biblioteca, y a solas.
—¿Ha tenido visitantes Sir Leicester esta mañana?
Varios, por motivos de negocios. Mercurio procede a describirlos, y repite lo que ya le ha adelantado el señor Guppy. Basta; puede irse.
¡Ya! Todo se ha derrumbado. Su nombre corre por todas esas bocas, su marido conoce sus culpas, su vergüenza será pública (quizá lo sea ya mientras ella lo piensa), y además del desastre previsto por ella desde hace tanto tiempo, está denunciada por un acusador invisible como asesina de su enemigo.
Era su enemigo, y ella le ha deseado la muerte muchas, muchísimas veces. Sigue siendo su enemigo incluso en la tumba. Este terrible acusación cae sobre ella como un nuevo tormento que le inflige su mano sin vida. Y cuando recuerda cómo llegó ella en secreto a su puerta aquella noche, y cómo es posible que se interprete el que haya despedido a su doncella favorita, muy poco antes, meramente para que no la pudiera observar, se pone a temblar como si ya tuviera al cuello las manos del verdugo.
Se ha tirado al suelo y yace con el pelo desordenado en torno a la cabeza, con la cara hundida en los cojines del sofá. Se levanta, anda de un lado para otro, vuelve a dejarse caer, tiembla y gime. El horror que experimenta es inexpresable. Si realmente fuera la asesina, no podría ser más intenso en estos momentos.
Pues, al igual que la perspectiva del asesinato, antes de que éste se cometiera, por sutiles que hubieran sido las precauciones para cometerlo, se habría visto negada por una ampliación gigantesca de la figura odiada, que no le permitiría ver las consecuencias después; y al igual que esas consecuencias le habrían llovido encima como un diluvio de dimensiones inconcebibles, en el momento del entierro de la figura, como ocurre siempre que se comete un asesinato, igual ve ahora que cuando él la vigilaba y ella pensaba: «¡Ojalá cayera un golpe mortal sobre este viejo y lo quitara de mi camino!», no hacía sino desear que todo lo que él tenía contra ella se lo llevara el viento y cayera hecho pedazos en muchos sitios distintos. Lo mismo ocurre con el alivio culpable que experimentó ante la muerte de él. ¿Qué fue su muerte, sino la eliminación de la piedra clave de un arco sombrío? ¡Y ahora el arco empieza a caerse en mil fragmentos, cada uno de los cuales la aplasta y la lacera!
Así una impresión terrible se le va imponiendo, la va invadiendo, y es la de que contra este perseguidor, vivo o muerto (obstinado e imperturbable ante ella con su figura que tan bien recuerda, y no menos obstinado e imperturbable en su ataúd), no existe más escapatoria que la muerte. Si la persiguen, huye. La combinación de su vergüenza, su temor, su remordimiento y su horror la abruma totalmente, e incluso la fuerza de su confianza en sí misma se ve trastocada y aventada, como una hoja ante un fuerte viento. Dirige apresuradamente unas líneas a su marido, las cierra y las deja encima de la mesa:
Si se me busca o se me acusa por este asesinato, cree que soy totalmente inocente. No creas ninguna otra cosa buena de mí, pues no soy inocente de ninguna otra cosa que te hayan contado o te vayan a contar en contra mía. Él me preparó aquella noche fatal para la revelación que iba a hacerte. Cuando se marchó, fui, so pretexto de darme un paseo, al jardín donde suelo hacerlo, pero en realidad se trataba de seguirlo a él y hacerle una última petición de que no prolongase más la horrible angustia a la que me había sometido, no sabes durante cuánto tiempo, sino que tuviera la compasión de asestar el golpe a la mañana siguiente.
Encontré su casa sumida en la oscuridad y el silencio. Llamé dos veces a su puerta, pero no obtuve respuesta y volví a casa.
Ya no tengo casa. No te voy a abrumar más. Ojalá puedas, en tu justo resentimiento, olvidar a esta mujer indigna en la que has desperdiciado un cariño generosísimo, y que al evitarte sólo experimenta una vergüenza más profunda que la que le hace huir de sí misma, y que te escribe este último adiós.
Se pone a toda prisa un velo y un vestido, abandona todas sus joyas y su dinero, escucha, baja las escaleras en un momento en que vestíbulo está vacío, abre y cierra la enorme puerta y se pierde en medio del viento frío y cortante.