Casa desolada

42. El bufete del Sr. Tulkinghorn

42. El bufete del Sr. Tulkinghorn

Desde las verdes ondulaciones y los añosos robles de la finca de los Dedlock, el señor Tulkinghorn se traslada al calor y el polvo rancios de Londres. La manera en que va y viene entre los dos lugares es uno de sus misterios. Llega a Chesney Wold como si estuviera al lado de su bufete y vuelve a su bufete como si nunca hubiera salido de Lincoln’s Inn Fields. No se cambia de ropa antes del viaje ni habla de éste después. Esta mañana se evaporó de su habitación en la torreta, igual que ahora, al oscurecer, se condensa en su propio distrito.

Como un pájaro sucio de Londres entre los pájaros que descansan en estas praderas agradables, donde todas las ovejas se convierten en pergamino, las cabras en pelucas y la hierba en paja, el abogado, secado al humo y desvaído, residente entre los humanos, pero sin relacionarse con ellos, envejecido sin haber experimentado la desenfadada juventud, y habituado desde hace tanto tiempo a formar su nido apretujado entre los huecos y los rincones de la naturaleza humana que ha olvidado que existen otras perspectivas más amplias y generosas, llega tranquilamente a su casa. En el horno que forman los ardientes suelos y los edificios ardientes ha quedado más cocido que de costumbre, y, en su mente sedienta, no piensa más que en su viejo oporto de más de medio siglo.

El farolero sube y baja su escalera del lado de los Fields en que está el señor Tulkinghorn cuando ese noble sacerdote de los misterios de la nobleza llega a su propio y gris patio. Sube las escaleras y va a deslizarse al recibidor en penumbra cuando en el escalón de arriba se encuentra con un hombrecillo que se inclina propiciatorio.

—¿Es Snagsby?

—Sí, señor. Espero que se encuentre usted bien, señor. Estaba a punto de renunciar a ver a usted y de marcharme a casa.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué desea usted de mí?

—Pues, señor —dice el señor Snagsby, que se ha ladeado el sombrero en signo de deferencia para con su mejor cliente—, deseaba decirle una palabra, señor.

—¿Puede usted decírmela aquí?

—Perfectamente, señor.

—Dígala, pues —y el abogado apoya los brazos en la barandilla que hay en la escalera, y contempla cómo el farolero va alumbrando la plazoleta.

—Se refiere —dice el señor Snagsby en voz baja y misteriosa—, se refiere… por no andarnos con circunloquios… a la extranjera, señor.

Al señor Tulkinghorn le brillan los ojos de sorpresa:

—¿Qué extranjera?

—La señora extranjera, caballero. ¿Francesa, si no me equivoco? No es que yo conozca su idioma, pero juzgaría por sus modales y su aspecto que era francesa; en todo caso, extranjera sin lugar a dudas. La que estaba arriba, caballero, cuando el señor Bucket y yo tuvimos el honor de venir a verle a usted con el chico barrendero aquella noche.

—¡Ah! Sí, sí. Mademoiselle Hortense.

—¿Así se llama, caballero? —y el señor Snagsby emite su tosecilla de sumisión tras el sombrero—. Yo, personalmente, no estoy familiarizado con los nombres extranjeros en general, pero no cabe duda de que sería ése. El señor Snagsby parece haberse lanzado a esa respuesta con algún designio desesperado de repetir el nombre, pero, tras pensárselo, vuelve a toser para disculparse.

—¿Y qué tiene usted que decirme con respecto a esa persona, Snagsby? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—Verá, caballero, —responde el papelero, tapándose la boca con el sombrero—, la verdad es que me resulta algo difícil. Mi felicidad doméstica es muy grande, o por lo menos lo máximo que se puede esperar, creo, pero mi mujercita es un poco dada a los celos. Por no andarnos con circunloquios, es muy dada a los celos. Y ya comprenderá usted, cuando aparece en la tienda una mujer extranjero de tan buen aspecto y se cierne (aunque yo sería el último, caballero, en emplear una expresión tan fuerte, pero se cierne) por la plazoleta, pues ya sabe usted que es… ¿cómo le diría yo?… Imagínese usted, caballero.

Tras decir estas palabras con tono compungido, el señor Snagsby añade una tosecilla de sentido general para cubrir todo lo que no ha dicho.

—Pero ¿qué quiere decir usted? —pregunta el señor Tulkinghorn.

—Exactamente eso, caballero —replica el señor Snagsby—. Estaba seguro de que usted lo comprendería y disculparía mis sentimientos por ser tan razonables cuando a ellos se añade la conocida excitabilidad de mi mujercita. Sabrá usted que la extranjera (cuyo nombre acaba usted de pronunciar, seguro que con la mayor perfección) comprendió aquella noche la palabra Snagsby, pues es muy rápida, e hizo preguntas y se enteró de las señas y llegó a la hora de cenar. Bueno, pues nuestra criadita Guster es tímida y tiene ataques y cuando se asustó al ver el aspecto de la extranjera (que tiene un aire muy bravío) y ante la manera tan rara que tiene de hablar, que puede alarmar a cualquier persona un poco débil, cedió, en vez de aguantar, y bajó cayéndose por las escaleras de la cocina, un escalón tras otro, con unos ataques que yo creo que jamás ha tenido igual, y creo que no han ocurrido en ninguna casa más que en la nuestra. En consecuencia, por fortuna, mi mujercita tuvo muchas cosas de las que ocuparse, y yo era el único que podía ocuparse de la tienda. Cuando ella me dijo que, como su empleado siempre le negaba la posibilidad de ver al señor Tulkinghorn (estoy convencido de que así es como llaman los extranjeros a los pasantes), se iba a dedicar a venir constantemente a mi tienda hasta que la dejaran venir aquí. Desde entonces se pasa el tiempo, como empecé a decir, caballero, cerniéndose…, cerniéndose, caballero —y el señor Snagsby repite el verbo con un énfasis patético—, por la plazoleta. Resulta imposible calcular los efectos de esos desplazamientos. No me extrañaría que ya hubieran sido la causa de errores de lo más doloroso incluso en las mentes de mis vecinos, por no mencionar (si ello fuera posible) a mi mujercita. Cuando sabe Dios —observa el señor Snagsby, meneando la cabeza— que jamás he pensado en ninguna extranjera, salvo las antiguas, que vendían escobas mientras llevaban un bebé en brazos, o las de ahora, que llevan una pandereta y pendientes ¡Le aseguro, señor, que nunca había pensado en ellas!

El señor Tulkinghorn ha escuchado gravemente estas quejas y cuando el papelero termina pregunta:

—¿Y eso es todo, Snagsby?

—Pues sí, señor, eso es todo —dice el señor Snagsby, que termina con una tosecilla que significa claramente: «Y a mí me basta y me sobra».

—No sé lo que puede querer o significar Mademoiselle Hortense, salvo que se haya vuelto loca —dice el abogado.

—Pero sabe usted, caballero, aunque se hubiera vuelto loca no sería ningún consuelo tener una especie de arma, en forma de daga extranjera, clavada en medio de la familia.

—No —dice el otro—. ¡Bien, bien! Habrá que poner fin a todo esto. Lamento que se haya visto usted incomodado. Si vuelve, dígale que venga aquí.

El señor Snagsby se despide, con grandes reverencias y tosecillas de disculpa, con el ánimo aliviado. El señor Tulkinghorn sube las escaleras, diciéndose: «A estas mujeres las han creado para causar problemas vayan donde vayan. ¡Como si no bastara con tratar con la señora, ahora hay que tratar con la doncella! Pero al menos con esta individua voy a terminar pronto!».

Diciéndose estas palabras, abre la puerta, va a tientas hacia sus sombríos aposentos, enciende sus velas y mira a su alrededor. La oscuridad es excesiva para que se pueda ver bien la alegoría del techo, pero se ve con toda claridad a ese inoportuno romano, que se pasa el tiempo mirando por encima de las nubes y señalando algo. El señor Tulkinghorn no le hace demasiado caso, se saca una llavecita del bolsillo, abre un cajón en el cual hay otra llave, que abre una cómoda en la cual hay otra llave, y de ahí sale la llave de la bodega, con la que se dispone a bajar a las zonas donde está el vino añejo. Se está acercando a la puerta con una vela en la mano cuando alguien llama.

—¿Quién es? Ya, ya, señora, es usted, ¿no es verdad? Llega usted en un buen momento. Me estaban hablando de usted. ¡Bueno! ¿Qué quiere usted?

Pone la vela en la repisa de la chimenea del despacho del pasante y se golpea en la seca mejilla con la llave mientras pronuncia esas palabras de bienvenida a Mademoiselle Hortense. Ese personaje felino, con los labios firmemente apretados, y mirándolo de reojo, cierra la puerta silenciosamente antes de responder:

—Me ha costado mucho trabajo encontrarle, monsieur.

—¡No me diga!

—He venido muchas veces aquí, monsieur. Siempre me han dicho que no está en casa, que está ocupado, que lo de aquí y lo de allá, que no está para usted.

—Exacto, le han dicho la verdad.

—No la verdad. ¡Mentiras!

Hay ocasiones en las que los humores de Mademoiselle Hortense son tan repentinos, sus modales se parecen tanto a un salto sobre la persona a la que se dirige, que esa persona involuntariamente se sobresalta y retrocede. Eso es lo que le ocurre ahora al señor Tulkinghorn, aunque Mademoiselle Hortense, con los ojos casi cerrados (si bien sigue mirando de reojo), no hace más que sonreír despectivamente y menear la cabeza.

—Bueno, señora —dice el abogado, poniendo apresuradamente la llave en la repisa—, si tiene usted algo que decirme, dígamelo, dígamelo.

—Señor, usted no me ha bien tratado. Ha sido usted mezquino y sucio.

—Mezquino y sucio, ¿eh? —replica el abogado, frotándose la nariz con la llave.

—Sí. ¿Qué es lo que le digo? Usted lo sabe bien. Usted me ha atrapado (me ha cogido) para darle información; usted me ha pedido que le enseñe el vestido de mi que Milady debe de haber llevado aquella noche, usted me ha pedido que le venga aquí para ver a aquel chico… ¡Diga! ¿No es así? —y Mademoiselle Hortense da otro salto.

—¡Es usted una bruja, una bruja! —y el señor Tulkinghorn parece meditar mientras la contempla desconfiado, después de lo cual replica:—. Bien, moza, bien. Pero ya le he pagado.

—¡Que me ha pagado! —replica ella con feroz desdén—. ¡Dos soberanos! No los he cambiado. Los desprecio. Los rechazo, los tiro —lo cual procede a hacer literalmente, sacándoselos del seno al hablar y tirándolos al suelo con tal violencia que rebotan a la luz antes de salir disparados hacia los rincones e irse parando allí lentamente tras girar mucho en torno a su propio eje.

—¡Eso! —dice Mademoiselle Hortense, que vuelve a entrecerrar los ojos—. ¿Con que me ha pagado? ¡Mi Dios, que sí!

El señor Tulkinghorn se frota la cabeza con la llave mientras ella lo sigue contemplando con una risa sarcástica.

—Debe de ser usted rica, mi bella amiga —observa él imperturbable—, cuando tira usted el dinero de esta manera.

—Soy rica —responde ella—. Soy riquísima en odio. Odio a Milady con todo mi corazón. Ya lo sabe usted.

—¿Que lo sé? ¿Y cómo voy a saberlo?

—Porque lo sabe usted perfectamente, desde antes que me pidiera que le diera esa información. Porque sabe usted perfectamente que yo estaba ggggggabiosísima —es como si fuera imposible que a Mademoiselle Hortense le saliera bien la letra «r» en esta palabra, pese a la energía con la que la pronuncia, para lo cual aprieta las manos y los dientes.

—¡Ah! Con que yo lo sabía, ¿eh? —comenta el señor Tulkinghorn, que examina las guardas de la llave.

—Sí, sin duda. No estoy ciega. Usted se aseguró de mí porque lo sabía. ¡Y tenía razón! La de-tes-to —y Mademoiselle Hortense se cruza de brazos y le lanza esta observación por encima de un hombro.

—Una vez dicho esto, ¿tiene usted algo más que decir, Mademoiselle?

—Sigo sin empleo. Búsqueme uno bueno. Búsqueme un buen sitio. Si no puede, o no quiere, empléeme usted para seguirla, para perseguirla, para desgraciarla y deshonrarla. Le ayudaré a usted bien y de gana buena. Eso es lo que hace usted. ¿Es que no lo sé yo?

—Según parece, sabe usted muchas cosas —replica el señor Tulkinghorn.

—¿No es así? ¿Es que yo soy tonta bastante para creer que yo vengo aquí con ese vestido puesto a recibir a ese muchacho sólo para decidir una pequeña apuesta, una broma? ¡Eh, mi Dios! ¡Ah, sí! —En su réplica, hasta la palabra «broma» inclusive, Mademoiselle ha estado irónicamente cortés y blanda; después, de forma igualmente repentina, se ha lanzado a hablar con el tono más amargo y desafiante de desprecio, y sus ojos negros pasan en un instante de estar casi cerrados a abrirse del todo con una mirada intensa.

—Bueno, vamos a ver —dice el señor Tulkinghorn, dándose golpecitos en la barbilla con la llave y mirándola impasible— cuál es el estado de la cuestión.

—¡Ah! Vamos a ver —asiente Mademoiselle con muchos movimientos airados y tensos de la cabeza.

—Usted ha venido a hacer una petición notablemente modesta, que acaba usted de exponer, y si no se atiende a ella volverá otra vez.

—Y otra —dice Mademoiselle, con más gestos airados y tensos—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!

—Y no sólo aquí, sino que quizá también vaya a casa de Snagsby, ¿verdad? Si esa visita tampoco tiene éxito, ¿verdad que volverá otra vez allí?

—Y otra —repite Mademoiselle, con una determinación cataléptica—. Y otra. Y otra. Y muchas veces más. De hecho, ¡todos los días!

—Muy bien. Ahora, Mademoiselle Hortense, permítame recomendarle que tome la vela y recoja su dinero. Creo que lo encontrará usted detrás de la mampara del pasante, en aquella esquina.

Ella se limita a reírse por encima del hombro y se queda inmóvil con los brazos cruzados.

—No quiere, ¿eh?

—¡No, no quiero!

—¡Eso que pierde usted y que gano yo! Mire, señorita, ésta es la llave de mi bodega. Es una llave grande, pero las llaves de las cárceles son más grandes. En esta ciudad hay cárceles (con regímenes de disciplina para determinadas mujeres) cuyas puertas son muy resistentes y pesadas, y sin duda las llaves también. Me temo mucho que una dama de su talante y su energía consideraría molesto que la encerrasen con una de esas llaves durante algún tiempo. ¿Qué opina usted?

—Opino —replica Mademoiselle sin moverse, y con voz claramente ablandada— que es usted un miserable.

—Probablemente —responde el señor Tulkinghorn, que se suena la nariz discretamente—. Pero no le he preguntado qué opina usted de mí, sino qué opina usted de la cárcel.

—Nada. ¿Qué me importa a mí?

—Pues le importa mucho, señorita —dice el abogado, que se guarda lentamente el pañuelo y se ajusta la pechera—; en este país la ley es tan despótica que impide que ninguno de nuestros buenos ciudadanos ingleses se vea molestado, ni siquiera por las visitas de una dama, si él no lo desea. Y cuando denuncia ser víctima de esas molestias, la ley se lleva a la molesta dama y la encierra en una cárcel con una disciplina muy dura. La encierra con llave, señorita —y hace un gesto con la llave de la bodega.

—¿Verdaderamente? —pregunta Mademoiselle con el mismo tono agradable—. ¡Qué divertido! Pero ¡mi fe! Vuelvo a preguntarle: ¿a mí qué me importa?

—Mi buena amiga —dice el señor Tulkinghorn—, vuelva usted aquí o a casa del señor Snagsby y se enterará.

—¿En ese caso me enviará usted a la cárcel quizá?

—Quizá.

Sería contradictorio que alguien en, el estado de agradable jocosidad en que se halla Mademoiselle echase espumarajos por la boca, pues si no bastaría con un gesto levemente más parecido al de una tigresa para que pareciese que le faltaba muy poco.

—En una palabra, señorita —continúa el señor Tulkinghorn—, lamento mucho ser descortés, pero si alguna vez se presenta usted aquí sin que la haya llamado, o donde sea, la entregaré a la policía. Son muy galantes, pero arrastran a la gente molesta por la calle de la forma más ignominiosa, atada a una tabla, jovencita.

—¡Le voy a enseñar! —susurra Mademoiselle alargando una mano—. ¡Voy a ver si osa usted!

—Y —continúa diciendo el abogado, sin hacerle caso— si la coloco a usted en la excelente posición de ir a la cárcel, verá usted que tarda algún tiempo en volver a salir.

—¡Le voy a enseñar! —repite Mademoiselle en el mismo susurro.

—Y ahora —continúa el abogado, que sigue sin hacerle caso— más le vale irse. Piénseselo dos veces antes de volver.

—Piénselo usted —responde ella—. ¡Piénselo dos veces doscientas veces!

—Usted sabe que su señora la despidió —observa el señor Tulkinghorn mientras la sigue por la escalera por ser la más implacable e intratable de las mujeres. Ahora cambie usted de actitud y tenga en cuenta lo que le he dicho. Porque cuando digo una cosa voy en serio, y hago lo que amenazo con hacer, señorita.

Ella baja sin responder ni mirar a su espalda. Cuando se marcha baja él también, y al volver con su botella cubierta de telas de araña se dedica a disfrutarla reposadamente; de vez en cuando, al apoyar la cabeza en el respaldo de la silla, ve al pertinaz romano que señala desde el techo.

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