60. Perspectiva
60. Perspectiva
Paso ahora a otros episodios de mi narración. La bondad de todos los que me rodeaban me consoló tanto que nunca puedo recordarlo sin conmoverme. Ya he dicho tanto acerca de mí misma, y queda tanto por decir, que no voy a seguirme refiriendo a mi dolor. Estuve enferma, pero no durante mucho tiempo, e incluso evitaría mencionarlo, si pudiera olvidar la solidaridad que me manifestaron.
Paso ahora a otros episodios de mi narración. Durante mi enfermedad seguimos en Londres, adonde había venido la señora Woodcourt, por indicación de mi Tutor, a pasar una temporada con nosotros. Cuando mi Tutor creyó que yo estaba lo bastante bien para hablar con él como hacíamos en los viejos tiempos, aunque hubiera podido ser antes si él me hubiera creído, volví a mi trabajo y a ocupar mi silla al lado de la suya. El mismo era el que había dicho cuándo podíamos hacerlo, y nos hallábamos a solas.
—Señora Trot —dijo, recibiéndome con un beso—, bienvenida otra vez al Gruñidero, hija mía. Tengo un plan que exponerte, mujercita. Me propongo que sigamos aquí, quizá seis meses, quizá más, según vayan las cosas. En resumen, quedarnos aquí bastante tiempo.
—¿Y entre tanto no volver a Casa Desolada? —pregunté.
—¿Sí, hija mía? Casa Desolada —respondió— tendrá que cuidarse por sí sola.
Me pareció que hablaba en tono apenado, pero al mirarlo vi que su cara, siempre amable, estaba iluminada por la más brillante sonrisa.
—Casa Desolada —repitió, y comprendí que su tono no era de pena— tendrá que aprender a cuidarse por sí sola. Está muy lejos de Ada, hija mía, y Ada te necesita mucho.
—Es típico de usted, Tutor —dije—, haber tenido eso en cuenta, para darnos una sorpresa tan agradable a ambas.
—Y no es nada desinteresado, hija mía, si es que pretendes decir que yo adolezco de esa virtud, pues si estuvieras siempre yendo y viniendo, poco tiempo podrías dedicarme. Y, además, deseo tener todas las noticias de Ada que sea posible, en esta situación de distanciamiento mío con el pobre Rick. No sólo noticias de ella, sino también de él, el pobre.
—¿Ha visto usted al señor Woodcourt esta mañana, Tutor?
—Veo al señor Woodcourt todas las mañanas, señora Durden.
—¿Sigue diciendo lo mismo de Richard?
—Lo mismo. No tiene ninguna enfermedad física que él sepa; por el contrario, parece que no tiene ninguna. Pero no está tranquilo por él. ¿Quién podría estarlo?
Últimamente mi niña bienamada nos había venido a ver todos los días; algunos días dos veces. Pero siempre habíamos previsto que esto sólo duraría hasta que yo me recuperase. Sabíamos perfectamente que su ferviente corazón estaba tan lleno como siempre de afecto y de gratitud para con su primo John, y que Richard no le había dicho que se mantuviera alejada de nosotros. Pero también sabíamos, por otra parte, que ella consideraba tener la obligación para con él de no hacernos muchas visitas. La delicadeza de mi Tutor lo había percibido en seguida, y había tratado de comunicarle que a su juicio tenía razón ella.
—Nuestro pobre, desgraciado, equivocado Richard —dije—. ¿Cuándo se despertará de su engaño?
—No va a hacerlo por ahora, hija mía —replicó mi Tutor—. Cuanto más sufre, menos deseos siente de verme, pues me ha convertido en el principal representante del gran motivo de sus sufrimientos.
Yo no pude evitar añadir:
—¡Qué falta de razón!
—Ay, señora Trot, señora Trot —respondió mi Tutor—, ¡qué habrá de razonable en Jarndyce y Jarndyce! Por arriba sinrazón e injusticia, en el centro sinrazón e injusticia y en el fondo sinrazón e injusticia, desde el principio hasta el final (suponiendo que alguna vez tenga algún final). ¿Cómo va el pobre Rick, que se pasa la vida ocupándose de este asunto, sacar de él algo de razón? Eso sería como cuando en la antigüedad los hombres pedían peras al olmo.
Su amabilidad y su consideración para con Richard, siempre que hablábamos de él, me conmovía tanto que en seguida dejaba yo de hablar del tema.
—Supongo que el Lord Canciller, y los Vicecancilleres, y todos los grandes señores de la Cancillería, se sentirían infinitamente asombrados ante tanta sinrazón y tanta injusticia por parte de uno de sus pleiteantes —siguió diciendo mi Tutor—. ¡Cuando esos eruditos señores empiecen a cultivar rosas de las nieves con el polvo que echan en sus pelucas, yo también empezaré a asombrarme!
Se contuvo con una mirada a la ventana para ver de qué lado soplaba el viento y se apoyó en el respaldo de mi silla.
—¡Bueno, bueno, mujercita! Sigamos adelante, hija mía. Hemos de dejar estos escollos al tiempo, la suerte y un posible cambio favorable de las circunstancias. Que no naufrague Ada en todo esto. Ni ella ni él se pueden permitir la más remota posibilidad de perder a otro amigo. Por eso he pedido especialmente a Woodcourt, y ahora te lo pido especialmente a ti, hija mía, que no planteemos el tema con Rick. Que pase el tiempo. La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, tarde o temprano me juzgará con más lucidez. Yo puedo esperar.
Pero le confesé que yo ya lo había comentado con él y que, según me parecía, también lo había hecho el señor Woodcourt.
—Eso me ha dicho —contestó mi Tutor—. Muy bien. Él ya ha presentado sus protestas, y la señora Durden las suyas, y ya no queda nada más que decir al respecto. Ahora paso a la señora Woodcourt. ¿Qué te parece, hija mía?
En respuesta a aquella pregunta, que era extrañamente abrupta, dije que me agradaba mucho, y que me parecía más simpática que antes.
—A mí también me lo parece —dijo mi Tutor—. ¿Menos aristocracia? ¿No tanto hablar de Morgan-ap… como se llame?
Reconocí que a eso me refería, aunque este último era persona muy inofensiva, incluso cuando no se hacía más que hablar de él.
—Sin embargo, en general, bien está en sus montañas nativas —dijo mi Tutor—. Estoy de acuerdo contigo. Entonces, mujercita, ¿no te importa que retenga aquí a la señora Woodcourt durante algún tiempo?
—No. Pero…
Mi Tutor me miró, en espera de lo que iba yo a decir.
No tenía nada que decir. Al menos, no tenía nada in mente que pudiera decir. Tenía una impresión indefinida de que sería mejor si tuviéramos otra compañía, pero difícilmente podría explicar por qué, ni siquiera a mí misma. O, si me lo podía explicar a mí misma, desde luego a nadie más.
—Ya sabes —siguió mi Tutor— que nuestro barrio está cerca del de Woodcourt, así que puede venir a verla siempre que quiera, lo cual agrada a ambos, y ella ya está acostumbrada a nosotros y te tiene mucho cariño a ti.
Sí. Aquello era innegable. No tenía nada que decir en contra. No se me ocurría mejor sugerencia que hacer, pero no me sentía del todo tranquila. Esther, Esther, ¿por qué no? ¡Piensa, Esther!
—Es un plan muy bueno, de verdad, querido Tutor, y es lo mejor que podemos hacer.
—¿Seguro, mujercita?
Totalmente seguro. Había tenido un momento para pensar desde que me había impuesto aquella obligación, y estaba totalmente segura.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Así lo haremos. Aprobado por unanimidad.
—Aprobado por unanimidad —repetí, y seguí con mis labores.
Lo que estaba bordando era un mantelito para su mesa de lectura. Lo había dejado a un lado la noche antes del triste viaje, y nunca había vuelto a él. Ahora se lo enseñé y lo admiró mucho. Cuando le expliqué el patrón que estaba siguiendo y los bonitos dibujos que irían apareciendo, se me ocurrió volver a nuestro último tema.
—Querido Tutor, cuando hablamos del señor Woodcourt antes de que se nos fuera Ada, dijo usted que le parecía que él iba a pasar una larga temporada en otro país. ¿Lo ha seguido consultando él después?
—Sí, mujercita; muchas veces.
—Y, ¿ha tomado ya esa decisión?
—Me parece más bien que no.
—¿Quizá tiene otras perspectivas? —pregunté.
—Pues… sí… quizá —respondió mi Tutor que inició su contestación con mucha lentitud—. Dentro de medio año más o menos van a designar a un médico de los pobres en un cierto lugar de Yorkshire. Es un lugar próspero, bien situado, con arroyos y calles, medio urbano y medio rural, con fábricas y con páramos, y parece ser un buen puesto para un hombre como él. Quiero decir para un hombre cuyas esperanzas y objetivos se sitúan a veces (aunque oso decir que lo mismo ocurre con la mayor parte de los hombres) por encima del nivel ordinario, pero para quien el nivel ordinario acabará por ser lo bastante alto si resulta constituir un medio de ser útil y de servir a la gente, aunque no lleve a otra cosa. Supongo que todos los espíritus generosos son ambiciosos, pero la ambición que a mí me gusta es la que se confía calmadamente a ese camino, en lugar de tratar espasmódicamente de volar por encima de él. Éste es el tipo de ambición de Woodcourt.
—Y, ¿logrará que lo nombren a él? —pregunté.
—Pues, mujercita —respondió mi Tutor con una sonrisa—, como no soy oráculo no puedo decirlo con seguridad, pero creo que sí. Tiene muy buena reputación; cuando el naufragio había gente de esa parte del país entre las víctimas y, aunque resulte extraño decirlo creo que el mejor candidato será el que tenga más oportunidades. No creas que el puesto esté muy bien dotado. Es algo muy, pero que muy corriente, hija mía; un puesto con mucho trabajo y muy poco sueldo, pero cabe esperar que con el tiempo vayan mejorándole las cosas.
—Los pobres de ese lugar tendrán motivos para bendecir la elección, si el elegido es el señor Woodcourt, Tutor.
—Tienes razón, mujercita; estoy seguro de ello.
No hablamos más del asunto, ni él volvió a comentar una palabra sobre el futuro de Casa Desolada. Pero era la primera vez que yo había ocupado mi silla a su lado, con mi vestido de luto, y consideré que aquello lo explicaba.
Ahora empecé a visitar a mi niña todos los días, en el rincón triste y sombrío en el que vivía. Solía ir por las mañanas, pero siempre que me encontraba una hora libre, me ponía el sombrero y salía corriendo a Chancery Lane. Ambos se alegraban tanto de verme a cualquier hora, y sonreían de tal modo cuando me oían abrir la puerta y entrar (como me sentía en mi propia casa, nunca llamaba), que de momento yo no temía importunarlos.
En muchas de aquellas ocasiones no estaba presente Richard. En otras estaba escribiendo documentos relativos a la Causa, sentado a su mesa, siempre llena de papeles que no se podían tocar. A veces me lo encontraba a la puerta de la oficina del señor Vholes. Otras me lo encontraba por la calle, paseándose y mordiéndose las uñas. Muchas veces me lo encontré en Lincoln’s Inn, cerca del lugar donde lo había conocido yo, y ¡qué diferencia, qué diferencia!
Yo sabía muy bien que el dinero que le había llevado Ada estaba quemándose igual que las velas que veía encendidas tras el oscurecer en la oficina del señor Vholes. No era mucho para empezar; cuando se casaron, él ya estaba endeudado, y para entonces yo no podía dejar de comprender lo que significaba el que el señor Vholes estuviese arrimando el hombro, como me decían que seguía haciendo. Mi niña llevaba la casa lo mejor que podía y trataba con todas sus fuerzas de economizar. Pero yo sabía que cada día eran más pobres.
En aquel rincón miserable ella brillaba como una hermosa estrella. Lo ornaba y lo honraba de tal modo que se convertía en un lugar distinto. Estaba más pálida que cuando vivía en casa y un poco más callada de lo que me parecía natural a mí, cuando siempre había sido animada y tan llena de esperanzas, pero tenía la cara tan alegre que medio me convencí de que su amor por Richard la había hecho ser ciega a la carrera hacia la ruina en que estaba empeñado éste.
Un día, mientras me hallaba bajo aquella impresión, fui a cenar con ellos. Al entrar en Symond's Inn me encontré con la pequeña señorita Flite que salía. Había ido a hacer una de sus solemnes visitas a los pupilos de Jarndyce, como los seguía llamando, y aquella ceremonia le había causado el mayor placer. Ada ya me había dicho que venía a verlos todos los lunes a las cinco, con un lacito blanco adicional en el sombrero, lacito que nunca aparecía en ningún otro momento, y llevando al brazo el mayor de sus ridículos llenos de documentos.
—¡Hija mía! —empezó diciendo—. ¡Qué alegría! ¿Cómo está usted? Me alegro mucho de verla. Y, ¿va a usted a visitar a nuestros interesantes pupilos de Jarndyce? ¡Pues claro! Nuestra preciosidad está en casa, hija mía, y estará encantada de verla.
—Entonces, ¿todavía no ha vuelto Richard? —pregunté—. Me alegro, pues temía llegar un poco tarde.
—No, no ha llegado —respondió la señorita Flite. Ha tenido un día muy ocupado en el Tribunal. Allí lo dejé con Vholes. Espero que a usted no le guste Vholes, ¿verdad? Que no le guste Vholes. ¡Hombre Pe-li-gro-so!
—Me temo que usted ve a Richard más a menudo que de costumbre ¿no? —dije.
—Hija mía —contestó la señorita Flite—, todos los días y a todas las horas. Jovencita, después de mí es el pleiteante más constante que hay en el Tribunal. Empieza a divertir un tanto a nuestro grupito. Somos un grupito muy agradable, ¿no?
Era tristísimo oír aquello de su pobre boca de loca, aunque no era ninguna sorpresa.
—En resumen, mi estimada amiga —continuó la señorita Flite, llevándome los labios al oído con un aire mezcla de maternalismo y de misterio—, debo decirle un secreto. Lo he convertido en mi albacea. Lo he designado, constituido y nombrado. En mi testamento. Sí, señora.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí, señora —repitió la señorita Flite con su tono más distinguido—: albacea, administrador y derechohabiente (como decimos en la Cancillería, jovencita). He pensado que si me voy, podrá asistir al fallo. Por lo regularmente que asiste.
Suspiré al pensar en él.
—Hubo un tiempo en que pensé —continuó la señorita Flite haciéndose eco del suspiro— en designar, constituir y nombrar al pobre Gridley. También muy regular, querida mía. ¡Le aseguro que era ejemplar!, pero se fue, el pobre, de modo que he designado a su sucesor. No se lo diga a nadie. Se lo comento en confianza.
Abrió cuidadosamente su ridículo un poco y me mostró una hoja de papel que había dentro, doblada y con el nombramiento del que hablaba.
—Y otro secreto, hija mía. He aumentado mi colección de pájaros.
—¿De verdad, señorita Flite? —dije, sabiendo cómo le agradaba que se recibieran sus confidencias con aire de interés.
Asintió varias veces y después adoptó un gesto sombrío y triste:
—Dos más. Los llamo los pupilos de Jarndyce. Están enjaulados con todos los demás. Con Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Reposo, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesidad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos, Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedad y Absurdo.
La pobrecilla me dio un beso con la expresión más turbada que había visto yo jamás en ella y siguió adelante. La forma en que había recitado a toda prisa los nombres de sus pájaros, como si le diera miedo escucharlos incluso de sus propios labios, me dejó helada.
Aquél no era un preparativo muy alegre para mi visita y podría haberme privado de la compañía del señor Vholes cuando Richard (que llegó un minuto o dos después que yo) lo trajo para que compartiese nuestra cena. Aunque ésta era muy sencilla, Ada y Richard salieron juntos unos minutos de la habitación para ir preparando lo que íbamos a comer y beber. El señor Vholes aprovechó aquella oportunidad para celebrar conmigo una pequeña conversación en voz baja. Se acercó a la ventana ante la que estaba sentada yo y empezó a hablar de Symond's Inn.
—Un lugar aburrido, señorita Summerson, para quien no lleve vida oficial —dijo el señor Vholes, manchando el vidrio con su guante negro en lugar de limpiarlo.
—Aquí no hay mucho que ver —comenté.
—Ni qué oír, señorita —respondió el señor Vholes—. A veces llega algo de música, pero la gente de leyes no somos aficionados a la música, y pronto la rechazamos. Espero que el señor Jarndyce esté tan bien de salud como desean todos sus amigos.
Di las gracias al señor Vholes y le dije que estaba perfectamente.
—No tengo el placer de que me admita entre sus amigos —dijo el señor Vholes— y sé que en ese círculo a veces se mira a la gente de nuestra profesión con malos ojos. Sin embargo, nuestro último objetivo, tanto si se habla bien como si se habla mal de nosotros, y pese a todo género de prejuicios (porque somos víctimas de prejuicios) es que todo se lleve a cabo abiertamente. ¿Qué tal aspecto encuentra usted al señor C, señorita Summerson?
—Parece estar muy enfermo. Terriblemente preocupado.
—Exactamente —dijo el señor Vholes.
Estaba detrás de mí, con su larga figura negra que llegaba casi hasta el techo de aquellas habitaciones bajas, tocándose los granos de la cara como si fueran adornos y hablando para sus adentros y con calma, como si en su naturaleza no cupiera una pasión ni una emoción humanas.
—Creo que el señor Woodcourt viene a visitar al señor C, ¿no? —continuó.
—El señor Woodcourt es un amigo desinteresado —respondí.
—Pero yo me refiero que viene a visitarlo profesionalmente, como médico.
—Es poco lo que puede servir eso para quien se siente desgraciado —dije.
—Exactamente —contestó el señor Vholes.
Era tan lento, tan árido, de sangre tan fría y tan delgado, que me pareció que Richard estuviera perdiendo la vida bajo los ojos de este asesor, que tenía algo del Vampiro.
—Señorita Summerson —dijo el señor Vholes, frotándose muy lentamente las manos enguantadas, como si a su frío sentido del tacto fuera lo mismo que estuvieran cubiertas de cabritilla como si no—, el matrimonio del señor C no ha sido nada acertado.
Le rogué que me excusara si no quería comentarlo. Le dije (un poco indignada) que se habían comprometido cuando ambos eran muy jóvenes y cuando las perspectivas que tenían ante sí eran mucho más claras y brillantes. Cuando Richard todavía no había cedido a la lamentable influencia que ahora oscurecía su vida.
—Exactamente —volvió a asentir el señor Vholes—. Sin embargo, y con miras a que todo se haga abiertamente, observaré, con su permiso, señorita Summerson, que considero este matrimonio muy desacertado. Debo manifestar esta opinión no sólo por los parientes del señor C, ante los que naturalmente deseo protegerme, sino también por mi propia reputación, que me es muy cara, como profesional que desea ser respetable; cara para mis tres hijas en casa, para quien trato de lograr una pequeña independencia; cara, diré incluso, para mi anciano padre, a quien tengo el privilegio de mantener.
—Sería un matrimonio muy diferente, mucho más feliz y mejor, completamente distinto, señor Vholes —dije si se persuadiera a Richard para que volviera la espalda a la fatal actividad a la que se dedica usted con él.
El señor Vholes, con una tos callada (casi un jadeo), sofocada con uno de sus guantes negros, inclinó la cabeza como si no quisiera poner totalmente en duda ni siquiera eso.
—Señorita Summerson —dijo—, es posible; y reconozco libremente que la joven dama que ha tomado el nombre del señor C de manera tan desacertada (estoy seguro que no se va a pelear usted conmigo por volver a decir esto, como obligación que tengo para con los parientes del señor C) es una dama muy distinguida. Mi trabajo me ha impedido relacionarme mucho con la sociedad en general, salvo en mi carácter profesional; pero creo tener la competencia para percibir que es una dama muy distinguida. En cuanto a su belleza, no soy juez de ese aspecto, y nunca le he prestado gran atención desde que era un muchacho, pero oso decir que la dama también es muy apta desde ese punto de vista. Así la consideran, según he oído, los pasantes del Inn, y es un aspecto en el cual ellos son mejores jueces que yo. En cuanto a la actividad del señor C en materia de sus intereses…
—¡Ah! ¡Sus intereses, señor Vholes!
—Usted perdone —respondió el señor Vholes que seguía hablando igual que antes para sus adentros y de forma totalmente desapasionada—. El señor C persigue determinados intereses conforme a determinados testamentos que están en disputa en el pleito. Es la expresión que empleamos nosotros. En cuanto a la forma en que el señor C defiende sus intereses, ya mencioné a usted, señorita Summerson, la primera vez que tuve el placer de conocerla, y llevado por mi deseo de que todo se haga abiertamente (y éstas fueron las palabras que utilicé, pues dio la casualidad de que después las anoté en mi diario, que puedo presentar en todo momento), ya le mencioné a usted que el señor C había establecido el principio de atender a sus propios intereses, y que cuando un cliente mío establecía un principio que no fuera de carácter inmoral (es decir, ilegal), me correspondiera a mí aplicarlo. Lo he aplicado; lo sigo aplicando. Pero por ningún motivo quiero disimular las cosas ante los parientes del señor C. Soy tan abierto con usted como lo fui con el señor Jarndyce. Considero que es mi obligación profesional, aunque no se la voy a cobrar a nadie. Digo abiertamente, por desagradable que resulte, que considero que los asuntos del señor C van muy mal, que considero que el propio señor C está muy mal, y que considero que este matrimonio es sumamente desacertado… ¿Qué si he llegado, señor mío? Sí, gracias; ya he llegado señor C, y estoy disfrutando del placer de una conversación muy agradable con la señorita Summerson, por cuya oportunidad le doy muchas gracias, señor mío.
Se había interrumpido en respuesta a Richard, que lo saludaba al entrar en la habitación. Para entonces, yo comprendía demasiado bien la forma minuciosa con que el señor Vholes se ponía a salvo a sí mismo y a su reputación, como para no sentir que nuestros peores temores estaban justificados por la marcha de los asuntos de su cliente.
Nos sentamos a cenar y tuve una oportunidad de observar preocupada a Richard. El señor Vholes (que se quitó los guantes para cenar) no me molestó, aunque se sentó frente a mí a la mesita, pues dudo que cuando alguna vez levantaba la vista, la apartara del rostro de su anfitrión. Encontré a Richard delgado y lánguido, mal vestido, distraído, forzándose de vez en cuando a animarse, aunque en otros intervalos recaía en actitudes tristemente pensativas. En torno a aquellos ojos grandes y brillantes que antes eran tan alegres,se percibía un desánimo y una inquietud que los cambiaban totalmente. No puedo decir que pareciese viejo. Existe una ruina de la juventud que no es como la de la edad. Y en esa ruina habían caído la juventud y la belleza juvenil de Richard.
Comía poco y parecía sentirse indiferente a lo que comía; se mostraba mucho más impaciente que antes, y estaba irritable, incluso con Ada. Al principio me pareció que había perdido totalmente sus antiguos modales despreocupados, pero a veces seguían brillando en él, igual que yo a veces veía retazos de mi antigua cara contemplándome desde el espejo. Tampoco su risa lo había abandonado, pero era como el eco de un ruido alegre, y eso es algo que siempre da pena.
Sin embargo, estaba tan contento como de costumbre de tenerme en su casa, y lo mostraba con su afecto de siempre, y hablamos agradablemente de los viejos tiempos. No pareció que éstos interesaran al señor Vholes, aunque de vez en cuando daba un jadeo que creo era su forma de sonreír. Se levantó poco después de cenar y dijo que con permiso de las damas, iba a retirarse a su bufete.
—¡Siempre consagrado al trabajo, Vholes! —exclamó Richard.
—Sí, señor C —respondió—, los intereses de los clientes no pueden descuidarse nunca, señor mío. Ocupan el lugar supremo en los pensamientos de un profesional como yo que desea mantener un buen nombre entre sus colegas y la sociedad en general. Si me niego el placer de esta conversación tan agradable, quizá no sea por algo del todo ajeno a sus propios intereses, señor C.
Richard dijo estar seguro de ello, y tomando una vela acompañó a la puerta al señor Vholes. A su regreso nos dijo, más de una vez, que Vholes era un buen tipo, un tipo seguro, un hombre que hacía lo que decía hacer, un tipo muy bueno, ¡de verdad! Lo decía de manera tan desafiante que me dio la impresión que había empezado a dudar del señor Vholes.
Después se tendió en el sofá, agotado, y Ada y yo recogimos las cosas, pues no tenían más servicio que la mujer que también limpiaba el bufete. Mi niña tenía allí un piano pequeño y se sentó en él para entonar en voz baja alguna de las canciones favoritas de Richard, pero primero se llevó la lámpara a la habitación de al lado, pues él se quejaba de que le hacía daño en los ojos.
Me senté entre ellos, al lado de mi niña, y sentí gran melancolía al escuchar su dulce voz. Creo que Richard también; creo que por eso quería que la habitación se quedara a oscuras. Llevaba algún tiempo cantando ella, e interrumpiéndose a veces para inclinarse él y hablarle, cuando llegó el señor Woodcourt. Éste se sentó junto a Richard y medio en broma, medio en serio, con toda naturalidad y facilidad, averiguó cómo se sentía y dónde había pasado el día. Después le propuso que le acompañara a dar un breve paseo por uno de los puentes, pues era una noche de luna y fresca, y Richard se manifestó muy dispuesto y salieron juntos.
Nos dejaron a mi niña todavía sentada al piano y a mí todavía sentada a su lado. Cuando salieron, le pasé el brazo por la cintura. Ella me puso la mano izquierda en la mía (pues yo estaba sentada de aquel lado) pero mantuvo la derecha sobre el teclado y lo recorrió una vez tras otra, sin tocar una nota.
—Esther, querida mía —dijo, rompiendo el silencio—, Richard nunca está tan bien y yo jamás me siento tan tranquila por él como cuando está con Allan Woodcourt. Eso te lo tenemos que agradecer a ti.
Señalé a mi niña que difícilmente podía ser así, pues el señor Woodcourt había ido a la casa de su primo John y allí nos había conocido a todos, y siempre le había gustado Richard y a Richard siempre le había gustado él,
—Todo eso es cierto —dijo Ada—, pero si es tan legal amigo nuestro, te lo debemos a ti.
Me pareció mejor dejar que mi niña pensara lo que quisiera y no decir más del asunto. Así se lo observé. Lo dije con voz despreocupada, pues sentí que temblaba.
—Esther, querida mía, quiero ser una buena esposa, una esposa buena, buenísima. Me tienes que enseñar a serlo.
¡Enseñárselo yo! No dije nada más, pues advertí que le temblaba la mano sobre las teclas y comprendí que no era yo quien debía hablar, que era ella quien tenía algo que decirme.
—Cuando me casé con Richard, no ignoraba lo que le esperaba. Yo llevaba mucho tiempo siendo perfectamente feliz con vosotros, y nunca había conocido problemas ni preocupaciones, pues me sentía muy querida y protegida, pero comprendía el peligro en que estaba él, mi querida Esther.
—Ya lo sé, ya lo sé, cariño mío.
—Cuando nos casamos, yo abrigaba algunas esperanzas de que podría convencerlo de su error, de que podría mirar las cosas de un modo nuevo como marido mío y no seguir de manera todavía más desesperada con el caso, cosa que hace por mí, pero es lo que está haciendo. Pero aunque no hubiera tenido esa esperanza, me hubiera casado igual con él, Esther. ¡Igual!
En la momentánea firmeza de la mano que no se detenía nunca, una firmeza inspirada por la expresión de estas últimas palabras y que murió con ellas, vi la confirmación de la seriedad de su tono.
—No debes creer, mi querida Esther, que no veo lo mismo que tú y que no temo lo mismo que tú. Nadie puede comprenderlo mejor que yo. La persona más sabia que jamás haya vivido en el mundo no podría conocer a Richard mejor de lo que lo conocía mi amor.
¡Con qué voz tan moderada y suave hablaba, y qué agitación expresaba su mano temblorosa al recorrer las teclas silenciosas! ¡Mi querida, mi queridísima niña!
—Lo veo todos los días cuando peor está. Lo contemplo en su sueño. Conozco cada uno de sus gestos. Pero cuando me casé con Richard estaba decidida, Esther, a con la ayuda del cielo no mostrarle nunca desaprobación por lo que hiciera, pues eso sólo serviría para hacerlo más desgraciado. Quiero que cuando llegue a casa no vea problemas en mi cara. Quiero que cuando me mire vea lo que ha amado en mí. Para eso me casé con él, y eso me sustenta.
Sentí que temblaba más. Esperé a ver lo que faltaba por decir y empecé a pensar que ya sabía lo que era.
—Y hay otra cosa que me sustenta, Esther.
Se interrumpió un minuto. Sólo interrumpió sus palabras; la mano seguía en movimiento.
—Miro un poco hacia el futuro, y no sé qué gran ayuda puede venir en mi socorro. Entonces, cuando Richard me mira, es posible que haya algo en mi seno más elocuente de lo que he sido yo, con más capacidad que yo para mostrarle cuál es el camino recto y conseguir que vuelva a él. Dejó de mover la mano. Me tomó en sus brazos y yo a ella en los míos.
—Si también el bebé fracasa, Esther, sigo mirando al futuro. Miro a un futuro dentro de mucho tiempo, años y años, y pienso que entonces, cuando yo ya sea vieja, o quizá haya muerto, una mujer hermosa, su hija, felizmente casada, podrá estar orgullosa de él y ser una bendición para él. O que un hombre valiente y generoso, tan guapo como era él antes, tan lleno de esperanzas y mucho más feliz se pasee al sol con él, respete sus cabellos grises y se diga a sí mismo: «¡Gracias a Dios que éste es mi padre, arruinado por una herencia fatal y recuperado gracias a mí!».
Mi dulce niña, ¡qué gran corazón era aquel que latía tan rápido a mi lado!
—Estas esperanzas me sustentan, mi querida Esther, y sé que lo seguirán haciendo. Aunque a veces, incluso ellas me abandonan, ante el temor que siento cuando miro a Richard.
Traté de animar a mi niña y le pregunté qué era. Me replicó, entre gemidos y sollozos:
—Que no viva el tiempo suficiente para ver al bebé.