Casa desolada

19. Hay que circular

19. Hay que circular

Son vacaciones de verano en las regiones de Chancery Lane. Las buenas naves del Derecho y la Equidad, esos clippers de teca con quilla de cobre, remaches de hierro y superficies de bronce, que no son los más rápidos del mundo precisamente, están fondeados en conserva. El Holandés Errante, con una tripulación de clientes fantasmales que imploran a todo el que encuentran que mire sus papeles, está de momento a la deriva. El cielo sabe dónde. Todos los tribunales están cerrados; las oficinas públicas yacen sumidas en un sueño caliente; el propio Westminster Hall se halla sumido en una soledad sombría, en la que podrían cantar los ruiseñores y por la que se pasean unos pretendientes más solícitos de los que se suelen hallar en los pleitos.

El Temple, Chancery Lane, Serjeant's Inn y Lincoln’s Inn hasta los Campos son como los puertos durante la marea baja, donde los procedimientos embarrancados, las oficinas ancladas, los pasantes inactivos que descansan en taburetes alabeados que no recuperarán la perpendicular hasta que penetre la corriente del nuevo curso, están en el dique seco mientras duren las vacaciones de verano. Hay veintenas de puertas de las salas de los juzgados que están cerradas, los mensajes y los paquetes se han de dejar en portería, donde se amontonan los cestos de papeles. Entre las grietas de la acera de piedra de Lincoln’s Inn Hall podrían crecer praderas enteras de hierba, si no fuera porque los mozos de cuerda, que no tienen que hacer más que matar el tiempo mientras se sientan allí a tomar la sombra, con los delantales blancos subidos por encima de la cabeza para que no los ataquen las moscas, la arrancan y la mascan pensativos.

En toda la ciudad no queda más que un Magistrado, e incluso éste no viene a las salas de los tribunales más que dos veces por semana. ¡Si lo pudiera ver la gente de las pequeñas ciudades que recorre en su circuito judicial! Ahora no lleva peluca blanca, ni túnica roja, ni pieles, ni va rodeado de maceros, ni de portadores de la vara de la justicia. No se trata más que de un caballero bien rasurado, con pantalones blancos y un sombrero blanco, cuyo judicial rostro está bronceado de la playa, cuya judicial nariz está pelada por los rayos del sol, que visita la marisquería camino de su trabajo y se bebe una cerveza de jengibre bien fría.

Los abogados de Inglaterra están repartidos por toda la faz de la Tierra. La cuestión no es cómo se puede pasar Inglaterra durante cuatro largos meses de verano sin su Colegio de Abogados, que, según todos reconocen, es su refugio en la adversidad y su triunfo definitivo en la prosperidad; el hecho es que en estos momentos el escudo y la coraza de Britannia se hallan ausentes. El docto caballero que siempre se indigna tanto ante la ofensa sin precedentes cometida contra su cliente por la parte contraria, de modo que no parece probable que pueda jamás recuperarse de la ofensa, lo está pasando mucho mejor en Suiza de lo que cabría esperar. El docto caballero que tanto se indigna y que abruma a todos sus adversarios con su sarcasmo sombrío lo está pasando magníficamente en un balneario francés. El docto caballero que derrama litros de lágrimas a la menor provocación lleva seis semanas sin derramar una lágrima. El doctísimo caballero que acaba de refrescar el calor natural de su tez rubicunda en las fuentes y los manantiales del derecho, hasta convertirse en un especialista de las argumentaciones más intrincadas durante los períodos de sesiones de los tribunales, cuando plantea a los magistrados adormilados tecnicismos jurídicos ininteligibles para los no iniciados y también para la mayor parte de los sí iniciados, vagabundea por Constantinopla, lógicamente encantado con la aridez y el polvo. Otros fragmentos dispersos del mismo gran paladión se pueden encontrar en los canales de Venecia, en la segunda catarata del Nilo, en los balnearios de Alemania, y repartidos por las playas de toda la costa inglesa. Apenas si se puede encontrar a uno de ellos en la región desierta de Chancery Lane. Si hoy alguno de esos miembros solitarios del Colegio de Abogados vagabundea por ese desierto y cae sobre un pleiteante que merodea por allí, que no puede abandonar el escenario de su ansiedad, el uno se asusta del otro, y cada uno se retira a un punto distinto a tomar la sombra.

Son las vacaciones de verano más calurosas que se han visto desde hace años. Todos los jóvenes pasantes están locamente enamorados y, según las categorías que les corresponden, aspiran a la felicidad con el objetó de su amor en Margate, Ramsgate o Gravesend. Todos los pasantes de mediana edad piensan que sus familias son demasiado numerosas. Todos los perros sin dueño que vagabundean por los Inns of Court y jadean por las escaleras y otros lugares secos; en busca de agua, dan breves ladridos de desesperación. En las calles, los perros de todos los ciegos llevan a sus amos hacia las bombas de agua, o los hacen tropezar con los cubos que hay al lado de éstas. Las tiendas que tienen un toldo y han regado la acera y tienen una pecera con pececillos de colores constituyen santuarios. En Temple Bar hace tanto calor que, al estar al lado del Strand y de Fleet, actúa como la llama piloto de un calentador, y los mantiene hirviendo toda la noche.

Hay oficinas en torno a los Inns of Court en las que podría uno refrescarse, si mereciera la pena comprar el fresco a costa de un precio tan elevado en aburrimiento, pero las callejuelas que están inmediatamente al lado de esos retiros parecen arder. En la plazoleta del señor Krook hace tanto calor que las gentes vacían sus casas y sacan las sillas a la calle, entre ellas el señor Krook, que prosigue allí sus estudios, con su gata (que nunca tiene demasiado calor) al lado. En las Armas del Sol se han suspendido las reuniones filarmónicas por lo que resta de temporada, y Little Swills está ocupado en los Jardines Pastorales, río abajo, donde actúa con números muy inocentes y canta cuplés cómicos de talante juvenil, ideados (como dice el prospecto) para no herir ni los sentimientos más delicados. Sobre todo el barrio jurídico se ciernen, como un gran velo de herrumbre, o una tela de araña gigantesca, el ocio y la melancolía de las vacaciones de verano. El señor Snagsby, papelero de los tribunales de Cook’s Court, Cursitor Street, padece bajo esta influencia; no sólo mentalmente, como persona sensible y contemplativa, sino también en su empresa de papelería ya mencionada. Durante las vacaciones de verano tiene más tiempo para reflexionar en Staple Inn y en Rolls Yard que en ninguna otra temporada, y dice a los dos aprendices lo raro que resulta cuando hace tanto calor recordar que vive uno en una isla, con el mar ondulante y caprichoso por todas partes.

Guster está ocupada en la salita, porque esta tarde de las vacaciones de verano el señor y la señora Snagsby esperan visitas. Los invitados a los que se espera son más selectos que numerosos, pues se trata de los señores de Chadband, y nadie más. Por la tendencia del señor Chadband a calificarse a sí mismo de navío tanto verbalmente como por escrito, hay desconocidos que a veces lo toman por alguien relacionado con la navegación, pero en realidad, como él mismo dice, trabaja «en la cura de almas». El señor Chadband no pertenece a ninguna confesión religiosa determinada, y sus detractores consideran que no tiene nada tan notable que decir acerca de tan importantísimo tema como para sentirse constantemente obligado a decirlo, pero él tiene sus seguidores, y entre ellos figura la señora Snagsby. Ésta ha tomado hace poco un billete en el navío Chadband, y su atención se vio atraída hacia ese bergantín de tres palos cuando se sentía un poco acalorada por la canícula.

—A mi mujercita —dice el señor Snagsby a los gorriones de Staple Inn— le gusta tener las cosas de la religión bien claras.

De manera que Guster, muy impresionada por considerarse momentáneamente doncella de Chadband, del cual sabe que tiene el don de explayarse cuatro horas seguidas, prepara la salita para el té. Sacude y desempolva todos los muebles, retoca los retratos del señor y la señora Snagsby con un paño húmedo, pone el mejor servicio de té en la mesa, y hay grandes provisiones de pan reciente y bien cortado, roscas frágiles, mantequilla nueva y fresca, lonchas finas de jamón, lengua y salchichas alemanas, así como filas delicadas de anchoas yacentes en un lecho de perejil, por no mencionar huevos recién puestos, que llegarán envueltos en una servilleta caliente, y tostadas calientes con mantequilla. Porque Chadband es un navío que consume mucho: sus detractores afirman que se traga el combustible, y maneja con notable destreza armas carnales como el cuchillo y el tenedor.

El señor Snagsby, ataviado con sus galas de domingo, contempla todos los preparativos cuando han quedado terminados, y con su tosecilla tímida, tapándose la boca con una mano, pregunta a la señora Snagsby:

—¿A qué hora esperabas al señor y la señora Chadband, amor mío?

—A las seis —responde la señora Snagsby.

El señor Snagsby dice con tono suave y como de pasada que «ya son más».

—A lo mejor quieres empezar sin ellos —observa reprobadora la señora Snagsby.

Da la sensación de que eso sería precisamente lo que querría hacer el señor Snagsby, pero se limita a decir con otro carraspeo manso:

—No, cariño mío, no. Me limitaba sencillamente a señalar la hora que es.

—¿Y qué es el tiempo —dice la señora Snagsby— en comparación con la eternidad?

—Muy cierto, cariño —dice el señor Snagsby—. Sólo que cuando uno prepara las cosas del té lo suele hacer (quizá) pensando un poco en la hora. Y cuando se da una hora para el té, lo mejor es ser puntual.

—¡Ser puntual! —repite severamente la señora Snagsby—. ¡Ser puntual! ¡Como si el señor Chadband fuera una diligencia!

—En absoluto, cariño —dice el señor Snagsby.

Llega Guster, que estaba mirando por la ventana del dormitorio, deslizándose tambaleante por la escalerilla como si fuera un fantasma, y al arribar sofocada a la salita anuncia que el señor y la señora Chadband han aparecido en la plazoleta. Como inmediatamente después suena la campanilla de la puerta del pasaje, la señora Snagsby la conmina, so pena de devolución inmediata a su santo patrón, a que no omita la ceremonia de anunciar a los visitantes. Con los nervios (que antes estaban en la mejor de las formas) totalmente descompuestos por esta amenaza, mutila tan ferozmente sus nombres que anuncia al «señor y la señora Chatplan, o bueno, como sea, ¡eso!», y se retira compungida de su presencia.

El señor Chadband es un hombretón de tez amarillenta, que siempre está sonriente y tiene el aspecto general de llevar gran cantidad de grasa de ballena en el cuerpo . La señora Chadband es una mujer severa, de aspecto grave, silenciosa. El señor Chadband se desplaza en silencio y lentamente, como si fuera un oso al que han enseñado a andar en dos patas. Parece que no sabe qué hacer con los brazos, como si le molestaran y prefiriese andar a cuatro patas; suda mucho por la cabeza, y nunca habla sin antes alzar una manaza, como si diera a sus oyentes una garantía de que va a edificarlos.

—Amigos míos —dice el señor Chadband—; ¡que sea la paz sobre esta casa! ¡Sobre su señor y su señora, sobre sus doncellas y sus donceles! Amigos míos, ¿por qué os deseo la paz? ¿Qué es la paz? ¿Es la guerra? No. ¿Es el enfrentamiento? No. ¿Es algo maravilloso, amable, hermoso, agradable, sereno y alegre? ¡Ah, sí! Por eso, amigos míos, les deseo la paz a ustedes y a los suyos.

Como la señora Snagsby parece profundamente edificada, el señor Snagsby considera que en general más vale decir amén, lo cual le procura el beneplácito de todos los presentes.

—Y ahora, amigos míos —continúa diciendo el señor Chadband—, dado que me he referido a este tema…

Aparece Guster. La señora Snagsby, con una espectral voz de bajo, y sin apartar la vista de Chadband, dice con una claridad ominosa:

—¡Largo de aquí!

—Y ahora, amigos míos —dice Chadband—, dado que me he referido a este tema, que menciono con la mayor humildad…

Inexplicablemente, se oye que Guster murmura: «Milsetecientosochentaydós».

La voz espectral repite con más solemnidad:

—¡Largo de aquí!

—Ahora, amigos míos —dice el señor Chadband—, vamos a preguntar, animados por un espíritu de amor…

Pero Guster reitera:

—Milsetecientosochentaydós.

El señor Chadband hace una pausa, con la resignación de quien está acostumbrado a ser objeto de todo género de ataques, y bajando lánguidamente la barbilla para lanzar una sonrisa exclama:

—¡Oigamos lo que dice la doncella! ¡Habla, doncella!

—Milsetecientosochentaydós, con su permiso, señor, que quiere saber por qué le ha dao un chelín —dice Guster jadeante.

—¿Por qué? —replica la señora Chadband—. ¡Para pagarle!

Guster responde:

—Insiste en que son un chelín y ocho peniques, o que si no va a llamar a la bofia.

La señora Snagsby y la señora Chadband empiezan a dar gritos de indignación, cuando el señor Chadband silencia el tumulto levantando la mano:

—Amigos míos —dice—, recuerdo que ayer dejé sin cumplir una obligación. Es justo que por ello pague penitencia. No tengo por qué murmurar. ¡Rachael, paga los ocho peniques!

Mientras la señora Snagsby da un respingo y mira fijamente al señor Snagsby, como para decirle: «¡Escucha a este Apóstol!», y mientras el señor Chadband irradia humildad y grasa de ballena, la señora Chadband paga la suma. El señor Chadband tiene la costumbre (que de hecho constituye la más evidente de sus pretensiones) de llevar esta especie de libro de cuentas de las menores partidas, y de exhibirlo públicamente en las ocasiones más triviales.

—Amigos míos —se explaya el señor Chadband—, ocho peniques no es demasiado; igual hubiera podido ser un chelín con cuatro peniques; igual hubiera podido ser media corona. ¡Mostremos alegría, alegría! ¡Sí, mostremos alegría!

Y con esta observación, que tal como suena parecería ser una cita poética, el señor Chadband se acerca a la mesa y, antes de tomar asiento, levanta la mano en señal de admonición y entona:

—Amigos míos, ¿qué es lo que contemplamos expuesto aquí ante nosotros? Un refrigerio. Pero ¿es que necesitamos un refrigerio, amigos míos? Sí. Porque no somos sino seres mortales, porque no somos sino pecadores, porque no pertenecemos sino al polvo, porque no estamos hechos de aire. ¿Podemos volar, amigos míos? No podemos. ¿Por qué no podemos volar, amigos míos?

El señor Snagsby supone que puede acertar a este último respecto y se aventura a observar con tono animado, como de persona bien informada:

—Porque no tenemos alas. —Pero inmediatamente su esposa le frunce el ceño.

—Lo que pregunto, amigos míos —continúa diciendo el señor Chadband, que rechaza y aniquila totalmente la sugerencia del señor Snagsby—, es: ¿por qué no podemos volar? ¿Es porque estamos hechos para andar por tierra? Lo es. ¿Podríamos andar, amigos míos, si no tuviéramos fuerzas? No podríamos. ¿Qué podríamos hacer sin fuerzas, amigos míos? Nuestras piernas se negarían a soportarnos, se nos doblarían los tobillos, y caeríamos en tierra. Y entonces, amigos míos, —¿de dónde derivaríamos la fuerza que necesitan nuestras extremidades? ¿La extraemos —pregunta el señor Chadband, echando una ojeada a la mesa— del pan en sus diversas formas, de la mantequilla que se hace con la leche que nos da la vaca, de los huevos que ponen las aves, del jamón, de la lengua, de las salchichas y demás? Así es. ¡Entonces, degustemos las cosas tan agradables que tenemos ante nosotros!

Los detractores negaban que la forma en la que el señor Chadband amontonaba verborreicamente aquellas series escalonadas, una encima de la otra, de aquella manera, revelase ningún tipo de don. Pero no cabe admitir eso sino como una prueba de la determinación de aquéllos de perseguirlo, ya que debe ser evidente a todos que el estilo retórico de Chadband goza de gran predicamento y admiración.

Sin embargo, el señor Chadband, que ha concluido por el momento, se sienta a la mesa del señor Snagsby y se pone a engullir prodigiosamente. La conversión de los alimentos en una grasa de la calidad ya mencionada parece constituir un proceso tan inseparable de la constitución de este navío ejemplar que cuando comienza a comer y beber cabe decir de él que se convierte en una considerable refinería de productos grasos o en cualquier otro tipo de instalación para la producción de ese artículo al por mayor. En esta velada de las vacaciones de verano, en Cook’s Court, de Cursitor Street, funciona de manera tan voraz que cuando cesa su actividad es como si ya tuviera los depósitos a tope.

En aquel momento de la visita, Guster, que todavía no se ha recuperado de su primer tropiezo, pero que no ha desperdiciado ningún medio posible ni imposible de atraer las críticas sobre la casa y sobre su propia persona —entre cuyos medios cabe enumerar brevemente su interpretación de una música militar sobre la cabeza del señor Chadband con unos platos, y después el haber coronado al mismo caballero con una bandeja de bollos—, en ese momento de la visita, decimos, Guster susurra al señor Snagsby que ha venido alguien a verlo.

—Y como, por no andar con circunloquios, hago falta en la tienda —dice el señor Snagsby levantándose—, espero que nuestra distinguida compañía me excuse un momento.

El señor Snagsby baja y se encuentra a los dos aprendices contemplando fijamente a un agente de la policía, que lleva agarrado del brazo a un muchacho harapiento.

—¡Válgame Dios! —dice el señor Snagsby—. ¿Qué pasa?

—Este chico —responde el policía— se niega a circular, aunque se le ha dicho varias veces que…

—Yo siempre estoy circulando, caballero —exclama el muchacho, limpiándose con el brazo unas lágrimas sucias—. No hago más que circular y circular dende que nací. ¿Qué más puedo circular, señor, más de lo que me paso la vida circulando?

—No quiere circular —dice el policía pausadamente, con un leve movimiento profesional del cuello, para dejarlo mejor asentado en su corbatín almidonado—, aunque se le ha advertido varias veces, y por eso me veo obligado a detenerlo. Es el ratero más terco que he visto. Se a circular.

—¡Qué caray! ¿A dónde voy a ir? —grita el muchacho, tirándose desesperado del pelo y pataleando en el suelo del pasillo del señor Snagsby.

—¡Nada de esos modales o me encargo de quitártelos yo! —dice el agente, dándole una sacudida, pero sin enfadarse—. Tengo instrucciones de que circules. Te lo he dicho mil veces.

—Pero ¿por dónde? —pregunta el muchacho.

—¡Bien! La verdad, agente, me parece —dice el señor Snagsby dubitativo, carraspeando bajo la mano con su tosecilla de gran perplejidad y titubeo— que la pregunta es acertada. ¿Por dónde?, ¿sabe usted?

—Mis órdenes no dicen nada de eso —replica el agente—. Mis órdenes son que este chico tiene que circular. ¿Te enteras, Jo? No te importa, ni a ti ni a nadie, que los grandes astros del firmamento parlamentario lleven varios años, a este respecto, sin dar el ejemplo de circular ni de efectuar ningún otro tipo de desplazamiento. Esa gran receta se queda para ti; esa profunda prescripción filosófica: el principio y el fin de tu existencia sobre la Tierra. ¡Circula! No basta con que te eches simplemente a andar, Jo, porque los grandes astros no se pueden poner de acuerdo a ese otro respecto. ¡Circula y basta!

El señor Snagsby no dice nada en este sentido; de hecho no dice nada en absoluto; pero emite su tosecilla más triste, la que expresa que no ve ninguna salida. Para ese momento el señor y la señora Chadband y la señora Snagsby, que han oído el altercado, han aparecido en las escaleras. Guster se ha quedado al final del corredor, de modo que está reunida toda la casa.

—Lo único que tengo que preguntarle, caballero —dice el agente—, es si conoce usted a este chico. Él dice que sí.

Desde sus alturas, la señora Snagsby exclama inmediatamente:

—¡No! ¡No lo conoce!

—¡Mujercita mía! —dice el señor Snagsby mirando hacia la escalera—. ¡Permíteme, corazón mío! Te ruego que tengas un momento de paciencia, cariño mío. Sí que conozco algo a este mozo, y por lo que sé de él no puedo decir que sea malo; quizá todo lo contrario, agente —y el papelero le cuenta toda su experiencia con Jo, pero omite el episodio de la media corona.

—¡Bien! —dice el agente—, hasta ahora parece que tenía motivos para decir lo que dijo. Cuando le detuve en Holborn dijo que le conocía a usted. Entonces un joven que estaba en la multitud dijo que le conocía a usted y que usted era un comerciante respetable, y que si venía yo a investigar vendría él también. No parece que ese joven se haya sentido inclinado a cumplir su palabra, pero… ¡Ah! ¡Aquí está ese joven!

Entra el señor Guppy, que hace un gesto al señor Snagsby y se lleva la mano al sombrero, con la buena educación característica de los pasantes, en deferencia a las damas que hay en las escaleras.

—Salía de la oficina hace un momento cuando presencié la discusión —dice el señor Guppy al papelero—, y como se mencionó su nombre, creí que lo correcto era ocuparme del asunto.

—Es muy de agradecer, caballero —dice el señor Snagsby—, y le estoy reconocido. —Y el señor Snagsby vuelve a relatar su experiencia, aunque vuelve a omitir el episodio de la media corona.

—Bueno, ya sé dónde vives —dice entonces el agente a Jo—. Vives en Tomsolo. Bonito sitio para vivir, bien inocente, ¿eh?

—No puedo irme a vivir a un sitio más bonito, señor —replica Jo—. Si yo tuviera una casa bien maja vivir, naide me diría . ¡A ver quién va alquilarle una casa bonita e inocente como dice usté a un tipo como yo!

—Eres pobre, ¿no?

—Sí, señor, en general soy muy pobre.

—¡Pues juzguen ustedes! Le he encontrado estas dos medias coronas —dice el agente, que se las enseña a la asamblea— en cuanto le puse la mano encima.

—Es lo que me queda, señor Snagsby —dice Jo—, de un soberano que me ha dao una señora con un velo que dijo que era una criada y que vino a mi cruce una noche y me dijo que la enseñara esta casa de usté y la casa de aquel al que le daba usted trabajo de pluma que se murió, y el cementerio donde está enterrao. Va y me dice: «¿Eres tú el chico que fue a la encuesta?», dice. Y yo digo «sí». Y ella va y me dice: «Pues enséñamelos». Y yo la llevé y ella va y me da un soberano y se larga —dice Jo con lágrimas churretosas—. Y la verdá es que tampoco me ha durao mucho el soberano, porque tuve que pagar cinco chelines en Tomsolo para que me lo cambiaran, y luego un chico me robó otros cinco cuando estaba dormido y otro randa me birló nueve peniques y el tabernero invitó a una ronda a todo el mundo con lo que quedaba.

—¿No pensarás que vamos a creerte esa historia de la señora y el soberano, verdad? —pregunta el agente, que lo contempla de reojo con un desdén inefable.

—Yo no sé lo que pienso, señor —replica Jo—. Yo no pienso , señor, pero ésa es la verdá de la güena.

—¡Ya ven ustedes! —observa el agente a su público—. Bueno, señor Snagsby, si no le encierro esta vez, ¿responde usted de que va a circular?

—¡No! —exclama la señora Snagsby desde la escalera.

—¡Mujercita mía! —exhorta su marido—. Agente, no tengo la menor duda de que va a circular. Ya sabes que no te queda más remedio.

—Yo siempre estoy dispuesto, señor —dice el pobre Jo.

—Pues adelante —dice el agente—. Ya sabes lo que tienes que hacer. ¡Pues hazlo! Y recuerda que a la próxima no vas escapar de rositas. Ten tu dinero. Y ahora, cuanto más lejos te vayas de aquí, mejor para todos. Con esta sugerencia de que se marche, y con una indicación en general hacia el sol poniente como lugar más adecuado hacia el que circular, el agente se despide de su público y hace que los ecos de Cook’s Court actúen como música de acompañamiento cuando cruza hacia el lado de la sombra, con el casco de acero en la mano, para que le dé algo de aire en la cabeza.

Ahora bien, la extraña historia que ha contado Jo acerca de la señora y el soberano ha despertado un tanto la curiosidad de toda la compañía. El señor Guppy, que tiene mentalidad investigadora en todo lo que refiera a la presentación de pruebas, y que ha estado sufriendo intensamente con la lasitud de las vacaciones de verano, se interesa tanto por el caso que inicia la repregunta del testigo, y esto resulta tan interesante a las damas que la señora Snagsby lo invita cortésmente a subir con ellos y tomar una taza de té, si tiene la bondad de perdonar el desorden en que hallará la mesa, como consecuencia de los ataques a que ellos la sometieron anteriormente. Cuando el señor Guppy acepta esta propuesta, piden a Jo que los siga hasta la puerta de la salita, donde el señor Guppy se ocupa de él como testigo, y va moldeando sus respuestas primero de una forma, luego de otra y después de otra, como si fuera de mantequilla y le fuera dando forma conforme a sus mejores modelos. Y ese interrogatorio también se asemeja a muchos de esos modelos, tanto en lo que respecta a no elucidar nada nuevo como a su longitud, pues el señor Guppy tiene conciencia de su talento, y la señora Snagsby considera que todo ello no sólo satisface su propia predisposición a la curiosidad, sino que eleva la condición de su marido ante la ley. Mientras se realiza este agudo encuentro, el navío Chadband, que no se ocupa más que del comercio de grasa, queda varado y espera que lo saquen a flote.

—¡Bueno! —dice el señor Guppy—, o este chico es más terco que una mula o en lo que dice hay algo extraño, que supera todo lo que he visto en mi vida con Kenge y Carboy.

La señora Chadband susurra algo a la señora Snagsby, la cual exclama:

—¡No me diga!

—¡Años y años! —replica la señora Chadband.

—Conoce las oficinas de Kenge y Carboy desde hace años —explica la señora Snagsby en tono triunfal al señor Guppy—. Me refiero a la señora Chadband, la esposa de este señor, el reverendo señor Chadband.

—¿De verdad? —pregunta el señor Guppy—. Antes de casarme con mi actual marido.

—¿Fue usted parte en un pleito, señora? —pregunta el señor Guppy, cambiando de testigo.

—No.

—¿No fue parte en ningún pleito, señora? —pregunta el señor Guppy.

La señora Chadband niega con la cabeza.

—Quizá conociera usted a alguien que fue parte en un pleito, señora —pregunta el señor Guppy, a quien le encanta hacer que su conversación siga los principios forenses.

—Tampoco eso exactamente —replica la señora Chadband, que sigue la broma con una sonrisa difícil.

—¡Tampoco eso exactamente! —repite el señor Guppy—. Muy bien. Entonces, señora, ¿fue alguna señora conocida de usted la que tuvo algunas transacciones (dejemos aparte de momento qué género de transacciones) con el bufete de Kenge y Carboy o quizá fue algún señor conocido de usted? No se apresure, señora. Ya llegaremos a ello. ¿Hombre o mujer, señora?

—Ninguna de las dos cosas —dice la señora Chadband otra vez.

—¡Ah, un niño! —exclama el señor Guppy, lanzando a la admirada señora Snagsby la mirada que los profesionales agudos suelen lanzar a los jurados británicos—. Entonces, señora, quizá tenga usted la bondad de decirnos qué niño.

—Por fin ha dado usted en el clavo, señor —dice la señora Chadband con otra sonrisa difícil—. Pues bien, caballero, lo más probable es que fuese antes de sus tiempos, a juzgar por su aspecto. Hube de criar a una niña llamada Esther Summerson, que estaba a cargo legalmente de los señores Kenge y Carboy.

—¡La señorita Summerson, señora! —exclama el señor Guppy, nervioso.

—Yo la llamo Esther Summerson —dice la señora Chadband austera—. Entonces no era una señorita. Era Esther. «¡Esther, haz tal cosa! ¡Esther, haz tal otra!», y tenía que hacerlas.

—Mi estimada señora —responde el señor Guppy, que se pone a pasearse por la salita—, la humilde persona que se dirige en estos momentos a usted recibió a esa señorita en Londres cuando llegó del establecimiento al que acaba usted de aludir. Permítame el placer de estrechar su mano.

El señor Chadband ve que por fin ha llegado su oportunidad, hace su señal acostumbrada y se levanta con la cabeza humeante, que se seca con un pañuelo de bolsillo. La señora Snagsby susurra:

—¡Chist!

—Amigos míos —dice el señor Chadband—, nos hemos alimentado con moderación (lo cual, desde luego, no era cierto por lo que a él respectaba) con las viandas que se nos han ofrecido. Que esta casa viva de la grosura de la tierra; que en ella abunden los cereales y los vinos; que crezca, prospere, se expanda, que continúe, que avance. Pero, amigos míos, ¿no nos hemos alimentado de otra cosa? Sí. Amigos míos, ¿de qué más nos hemos alimentado? ¿De un alimento espiritual? Sí, ¿De dónde procede ese alimento espiritual? ¡Da un paso al frente, joven amigo mío!

Jo, que es el llamado, se balancea primero hacia adelante, luego hacia atrás, después hacia cada uno de los costados, y se enfrenta al elocuente Chadband con evidentes dudas de sus intenciones.

—Mi joven amigo —dice Chadband—, para nosotros eres una perla, para nosotros eres un diamante, para nosotros eres una gema, para nosotros eres una joya. ¿Y por qué, joven amigo mío?

—Yo no sé —replica Jo—. Yo no sé .

—Mi joven amigo —dice Chadband—, precisamente porque no sabes nada es por lo que para nosotros eres una gema y una joya. Pues ¿qué eres tú, joven amigo mío? ¿Eres un animal del campo? No. ¿Un ave del cielo? No. ¿Un pez de mar o de río? No. Eres un ser humano, joven amigo mío. Un muchacho humano. ¡Qué gloria la de ser un muchacho humano! Y ¿por qué es eso una gloria, mi joven amigo? Porque eres capaz de recibir las lecciones de la sabiduría, porque eres capaz de beneficiarte de este discurso que ahora pronuncio por tu bien, porque no eres un palo, ni un leño, ni una piedra, ni un poste, ni una columna.

¡Cuán hermosa y brillante es una oda

Compuesta para un muchacho que leve se remonta!

Y, ¿te remontas ahora, joven amigo mío? No ¿Por qué no te remontas ahora? Porque te hallas en un estado de oscuridad, porque te hallas en un estado de sombras, porque te hallas en un estado de pecado, porque te hallas en un estado de servidumbre. Joven amigo mío, ¿qué es la servidumbre? Investiguemos, animados por el espíritu del amor.

En esta fase amenazadora del discurso, Jo, que parece haber ido perdiendo gradualmente el sentido, se frota el brazo por la cara y da un bostezo gigantesco. La señora Snagsby expresa, indignada, su opinión de que es un siervo del enemigo malo.

—Amigos míos —prosigue el señor Chadband, cuya gimnástica barbilla vuelve a plegarse en una sonrisa fatua cuando mira a su alrededor—, es justo que se me humille, es justo que se me someta a prueba, es justo que se me mortifique, es justo que se me corrija. El último Día del Señor erré cuando pensé con orgullo en mis tres horas de edificación moral. Ahora la cuenta queda saldada a mi favor: mi acreedor ha aceptado una avenencia. ¡Regocijémonos, regocijémonos! ¡Ah, sí, regocijémonos!

La señora Snagsby se siente muy impresionada. —Amigos míos —prosigue el señor Chadband mirando en su derredor para concluir—: Pasaré ahora a ocuparme de mi joven amigo. ¿Querrás venir mañana, joven amigo mío, a preguntar a esta amable señora dónde me puedes encontrar para que te imparta una lección, y volverás cual golondrina sedienta al día siguiente, y al día después, y después el otro, muchos días placenteros a escuchar mis lecciones? —Todo ello dicho con la sutileza de un rinoceronte.

Jo, cuyo objetivo inmediato parece ser el de escaparse como pueda, asiente mientras se balancea. Entonces el señor Guppy le tira un penique, y la señora Snagsby llama a Guster para que lo acompañe hasta la puerta. Pero, antes de que baje la escalera, el señor Snagsby le da unos fiambres de los que han sobrado de la mesa, que él se lleva muy bien agarrados.

Y así es cómo el señor Chadband —de quien sus detractores dicen que no es de extrañar que se pase tanto tiempo para expresar absurdos tan abominables, sino que lo extraño es que alguna vez termine de proferirlos tras tener la audacia de comenzar— se retira a la vida privada hasta invertir un pequeño capital de cena en el negocio de la grasa de ballena. Jo circula, a lo largo de las vacaciones de verano, por el puente de Blackfriars, donde encuentra un rincón ardiente en el que sentarse a comer.

Y allí se queda sentado, mascando y royendo, y contemplando la gran cruz de la cúpula de la Catedral de San Pablo, que brilla sobre una nube de humo teñida de rojo y violeta. Por el gesto del muchacho cabría suponer que ese emblema sagrado es, a sus ojos, lo que corona la confusión de la gran ciudad confusa: tan dorada, tan alta, tan lejos de su alcance. Allí se queda sentado mientras se pone el sol, el río corre rápido y la multitud fluye a su lado en dos corrientes paralelas —todo circula con algún objetivo y algún destino— hasta que le dan un empujón y le dice que también él «circule».

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