50. La narración de Esther
50. La narración de Esther
Ocurrió que cuando volví de Deal a casa encontré una nota de Caddy Jellyby (como seguíamos llamándola nosotros) en la cual me comunicaba que su salud, que era delicada desde hacía algún tiempo, había empeorado, y que no podía saber yo la alegría que le daría si podía ir a verla. Era una nota de pocas líneas, escrita desde su lecho de enferma, y que contenía otra de su marido, el cual éste secundaba la petición de ella con gran solicitud. Caddy era ya madre, y yo madrina, de un pobrecito bebé: una nenita de carita arrugada con un rostro que parecía hundirse bajo los bordes del gorrito, y unas manitas flacas de dedos largos que siempre tenía apretadas bajo la barbilla. Se pasaba el día acostada en esa postura, con los ojitos brillantes muy abiertos y preguntándose (solía imaginarme yo) por qué era tan pequeña y tan débil. Siempre que la cambiaban de postura se echaba a llorar, pero el resto del tiempo era tan buena que parecía como si no deseara en la vida nada más que estarse quietecita y pensar. Tenía unas extrañas venillas oscuras en la cara, y unas curiosas marcas oscuras bajo los ojos, como débiles recuerdos de los días entintados de Caddy, y, en general, para quienes no estaban acostumbrados a verla, era un espectáculo que daba pena.
Pero a Caddy le bastaba con estar ella acostumbrada a verla. Los proyectos con los que iba pasando los días de su enfermedad, para la educación de la pequeña Esther, la boda de la pequeña Esther, e incluso para su propia vejez, como abuela de las pequeñas Estheres de la pequeña Esther expresaban de manera tan bonita su cariño a aquel orgullo de su vida que me siento tentada de recordar algunos de ellos, si no fuera porque me doy cuenta de que me estoy apartando de mi narración.
Volvamos a la carta. Caddy tenía una superstición relacionada conmigo, que se le había ido haciendo más fuerte desde aquella noche, hacía mucho tiempo, en que se había quedado dormida con la cabeza en mi regazo. Estaba casi convencida (creo que debo decir totalmente convencida) de que siempre que yo estaba a su lado le pasaban cosas buenas. Aunque aquello era una fantasía de aquella chica tan cariñosa que casi me da vergüenza recordar, quizá tuviera toda la fuerza de la realidad cuando estaba verdaderamente enferma. En consecuencia, y con el permiso de mi Tutor, me puse inmediatamente en marcha para ver a Caddy; y ella y Prince se alegraron tanto de verme que nunca había visto yo nada igual. Al día siguiente volví a sentarme a su lado, y lo mismo al otro. Era un viaje muy fácil, pues bastaba con que me levantara un poco más temprano por la mañana, hiciera mis cuentas y atendiera a los asuntos de la casa antes de marcharme.
Pero una vez hechas aquellas tres visitas, mi Tutor me dijo una noche, a mi regreso:
—Bueno, mujercita, mujercita, esto no puede continuar. La gota de agua acaba por horadar la piedra, y los constantes viajes acaban incluso con la señora Durden. Vamos a pasar una temporada en Londres en nuestro antiguo alojamiento.
—No lo haga usted por mí, mi querido Tutor —dije—, porque nunca me siento cansada —lo cual era verdad. Incluso me alegraba el que quisieran mi compañía.
—Pero sí por mí —respondió mi Tutor—, o por Ada, o por los dos. Creo que mañana es el cumpleaños de alguien.
—Es verdad, yo también —dije, dándole un beso a mi niña, que al día siguiente cumplía los veintiuno.
—Bueno —observó mi Tutor, medio en broma, medio en serio—, es un gran día que dará a mi querida prima unas cuantas cosas que hacer en relación con la afirmación de su independencia, y para eso es mejor estar en Londres. De manera que nos vamos a Londres. Una vez resuelto esto, queda otra cosa: ¿cómo has dejado a Caddy?
—Nada bien, Tutor. Me temo que va a tardar algún tiempo en recuperar la salud y las fuerzas.
—¿A qué llamas tú algún tiempo? —preguntó mi Tutor, pensativo.
—Unas semanas, me temo.
—¡Ah! —y empezó a pasearse por la habitación con las manos en los bolsillos, lo cual mostraba que eso era lo que había pensado él—. ¿Y qué te parece su médico? ¿Es un buen médico, amor mío?
Me sentí obligada a confesar que no sabía que no lo fuera, pero que Prince y yo habíamos convenido aquella misma tarde en que nos gustaría ver su opinión confirmada por algún otro.
—Bueno, ya sabes —replicó rápidamente mi Tutor— que contamos con Woodcourt.
Yo no había querido referirme a él, y me sentí tomada por sorpresa. Durante un momento pareció como si todo lo que ya pensaba en relación con el señor Woodcourt volviera sobre mí para confundirme.
—¿No tendrás nada que objetar, mujercita?
—¿Objetarle a él, tutor? ¡Ah, no!
—¿Y no crees que la paciente tenga nada en contra de él?
Por el contrario, a mí no me cabía duda de que ella estaría dispuesta a confiar mucho en él y a llevarse muy bien con él. Dije que para ella no era ningún desconocido, pues lo había visto muchas veces cuando él había tenido la amabilidad de atender a la señorita Flite.
—Muy bien —dijo mi Tutor—. Hoy ha venido a vernos, hija mía, y mañana hablaré con él del asunto.
En aquella breve conversación tuve la idea (aunque no sé cómo, porque ella se mantuvo en silencio y no nos miramos) de que mi niña recordaba muy bien con qué risas me había tomado por la cintura cuando nada menos que la propia Caddy me había traído el regalito de despedida de él. Aquello me hizo pensar que debería ponerla al tanto, y también a Caddy, de que yo iba a pasar a ser la señora de Casa Desolada, y que si aguardaba más tiempo a hacer esa revelación, me haría menos digna a sus propios ojos del amor del señor de la casa. En consecuencia, cuando subimos a nuestras habitaciones y esperamos hasta que el reloj diera las 12, únicamente con el objeto de que pudiera ser yo la primera en felicitar de todo corazón a mi cariñito por su cumpleaños y en darle un abrazo, le expuse, igual que me había expuesto a mí misma, la bondad y la honorabilidad de su primo John y la vida tan feliz que me esperaba. Si alguna vez mi bienamada me mostró más cariño que de costumbre en toda nuestra relación, desde luego fue aquella noche. Y yo me sentí tan alegre al verlo, y tan reconfortada por la sensación de haber hecho bien al eliminar aquella última reserva absurda, que me sentí diez veces más feliz que antes. Hacía apenas unas horas que no había considerado que aquello fuera una reserva por mi parte, pero ahora que había desaparecido, me pareció comprender mejor su índole.
Al día siguiente nos fuimos a Londres. Hallamos libre nuestro antiguo alojamiento, y en media hora quedamos cómodamente instalados, como si nunca nos hubiéramos ido. El señor Woodcourt comió con nosotros, para celebrar el cumpleaños de mi niña, y fue un acontecimiento tan agradable como era posible con el gran vacío que naturalmente creaba la ausencia de Richard. A partir de aquel día pasé unas semanas (ocho o nueve, según recuerdo) acompañando mucho a Caddy, y así ocurrió que vi mucho menos a Ada en aquella época que en ninguna desde que nos habíamos conocido, salvo cuando yo misma estuve enferma. También ella venía a menudo a casa de Caddy, pero allí nuestra función consistía en entretenerla y animarla, y no hablábamos para intercambiar nuestras confidencias habituales. Cuando me iba a, casa por la noche, nos íbamos juntas, pero era frecuente que el reposo de Caddy se viera interrumpido por sus dolores, y muchas veces me quedaba con ella para atenderla.
Con su marido y su nenita chiquitita a la que amar, y su casa por la que luchar, ¡qué gran persona era Caddy! Era altruista, no se quejaba, quería ponerse bien por ellos, no quería causar problemas, pensaba siempre en que su marido tenía que trabajar sin la ayuda de nadie, y jamás se olvidaba de las comodidades del señor Turveydrop padre. Hasta entonces nunca le había visto yo tal como era de verdad. Y parecía muy curioso que su pálida cara y su cuerpo sin fuerza estuvieran yaciendo allí, mientras lo que importaba en la vida era el baile, mientras el violín y los aprendices empezaban de madrugada en el salón de baile, y mientras el muchacho sucio bailaba el vals solo en la cocina durante toda la tarde.
A petición de Caddy, me encargué de la administración de su apartamento, lo puse en orden y la saqué a ella, en su propia cama, a un rincón más ventilado y más alegre que el que había estado ocupando, y después todos los días cuando ya estábamos perfectamente arregladas, le ponía todos los días en brazos a mi tocayita y nos sentábamos a charlar o a hacer labores, o yo le leía algo. Fue una de aquellas primeras veces de tranquilidad cuando le hablé a Caddy de Casa Desolada.
Además de Ada, teníamos otros visitantes. El primero de todos era Prince, que en los intervalos entre sus clases subía corriendo en silencio y se sentaba en silencio, con un gesto de preocupación amorosa por Caddy y por la niñita. Se sintiera como se sintiera Caddy, nunca dejaba de decirle a Prince que estaba casi bien, lo cual (el cielo me perdone) confirmaba siempre yo. Ello ponía a Prince de tan buen humor que a veces se sacaba su pequeño violín del bolsillo y tocaba uno o dos acordes para ver si sorprendía a la nena, lo cual nunca logró ni una sola vez, pues mi diminuta tocaya jamás se daba cuenta.
Y, por añadidura, estaba la señora Jellyby. Venía de vez en cuando, con su aire preocupado de siempre, y se quedaba sentada en silencio, mirando millas más allá de su nieta, como si su atención estuviera absorbida por algún borriobuleño en su costa natal. Con su mirada brillante de siempre, y su serenidad y su desorden de siempre, decía: «Bueno, Caddy, hija mía, ¿cómo te sientes hoy?». Y después se quedaba allí sentada con su sonrisa afable, sin escuchar la respuesta, o se iba deslizando gradualmente a un cálculo del número de cartas que había recibido y contestado últimamente, o de la capacidad de cultivo de café de Borriobula-Gha. Y todo ello lo hacía siempre en medio de un desdén sereno por nuestra limitada esfera de acción, que no podía disimular.
Encima estaba el señor Turveydrop padre, que de la mañana a la noche y de la noche a la mañana era objeto de innumerables atenciones. Si lloraba la niña, casi la sofocaban para que el ruido no le causara incomodidad. Si hacía falta atizar el fuego por la noche, ello se hacía de manera subrepticia para no molestar su sueño. Si Caddy necesitaba algo que hubiera en la casa, primero preguntaba si era probable que también lo necesitara él. A cambio de aquellas atenciones, él bajaba a su habitación una vez al día, prácticamente como para darle su bendición, con tal aire de condescendencia, de paternalismo y de superioridad, al dispensar la luz de su eminente presencia, que hubiera cabido suponer (de no haber tenido antecedentes) que él era el benefactor de la vida de Caddy.
—Caroline mía —decía, haciendo todo lo que podía para aparentar que se inclinaba sobre ella—, dime que hoy vas mejor.
—Sí, mucho mejor, gracias, señor Turveydrop —replicaba Caddy.
—¡Magnífico! ¡Estoy encantado! Y nuestra querida señorita Summerson, ¿no está postrada de fatiga? —al decir lo cual arrugaba los párpados y me enviaba un beso con los dedos, aunque celebro decir que sus atenciones habían cesado desde que había ocurrido el cambio de mi físico.
—En absoluto —le aseguraba yo.
—¡Magnífico! Tenemos que cuidar de nuestra querida Caroline, señorita Summerson. No hay que escatimar en nada que sirva para restablecerla. Hay que darle reconstituyentes. Mi querida Caroline —y se volvía hacia su nuera con un aire infinito de protección y de generosidad—, que no te falte nada, hija mía. Tus deseos han de ser órdenes, cariño. Todo lo que contiene esta casa, todo lo que contiene mi apartamento, está a tu servicio, querida mía. No permitas siquiera —añadía a veces en un estallido de Porte— que se tengan en cuenta mis sencillas necesidades si en algún momento se cruzan con las tuyas, Caroline mía. Tus necesidades son superiores a las mías.
Había establecido desde hacía tanto tiempo un derecho prescriptivo al Porte (y su hijo había heredado de su madre un gran respeto a ese Porte que varias veces advertí que tanto Caddy como su marido estallaban en lágrimas ante aquellos sacrificios tan afectuosos.
—No hijos míos —replicaba a veces, y cuando yo veía que Caddy le echaba los brazos al cuello al decir él aquellas palabras también hubiera estallado yo, aunque no en lágrimas—, ¡no, no! He prometido que jamás os abandonaré. Sedme fieles y afectuosos, es lo único que os pido. Y ahora, ¡quedad con Dios! Me voy al Parque.
Se iba a tomar el aire a fin de abrir el apetito para comer en el hotel. Espero no ser injusta con el señor Turveydrop padre, pero nunca vi en él ningún comportamiento mejor que el registrado fielmente en mis notas, salvo que desde luego se aficionó a Peepy y a veces se llevaba al niño de paseo con gran ceremonia, aunque siempre, en aquellas ocasiones, enviaba al niño a comer a su casa antes de irse él al hotel, y a veces con una moneda de medio penique en el bolsillo. Pero incluso aquel desinterés causaba unos gastos nada despreciables, pues para que Peepy estuviera lo bastante bien ataviado para ir de la mano del maestro del Porte, tenía que vestirse de nuevo, a expensas de Caddy y su marido, de la cabeza a los pies.
El último de nuestros visitantes en aquella casa era el señor Jellyby. La verdad es que cuando llegaba por las tardes y preguntaba a Caddy con su mansa voz cómo se encontraba, y después se sentaba con la cabeza apoyada en la pared, sin tratar de decir nada más, me agradaba mucho. Si me encontraba en plena actividad, aunque no fuera nada de importancia, a veces medio se quitaba la levita, como si tuviera la intención de ayudar con un gran esfuerzo, pero nunca pasaba más allá. Lo único que hacía era sentarse con la cabeza apoyada en la pared, mirando fijamente a la nenita pensativa, y yo no podía quitarme de la cabeza que se comprendían perfectamente entre sí.
No he contado entre nuestros visitantes al señor Woodcourt, porque ya era el médico habitual de Caddy. Ésta empezó a mejorar pronto gracias a sus cuidados, pero estoy segura de que como él era tan amable, tan hábil y tan infatigable en su trabajo, ello no tenía nada de extraño. En aquella época vi mucho al señor Woodcourt, aunque no tanto como cabría suponer, pues al saber que Caddy estaba a salvo en sus manos, muchas veces me iba a casa a las horas en que sabía en que se lo esperaba a él. Sin embargo, nos veíamos a menudo. Yo ya me había reconciliado bastante conmigo misma, pero, todavía me alegraba ver que él me compadecía, y a mí me parecía que me compadecía. El ayudaba al señor Badger en sus múltiples actividades profesionales, y todavía no tenía proyectos fijos para el futuro.
Fue cuando Caddy empezó a recuperarse cuando empecé a advertir un cambio en mi niña; no puedo decir cuándo se presentó por primera vez, pues lo fui observándolo en una serie de pequeños detalles, ninguno de los cuales era nada en sí mismo y que no empezaban a significar nada hasta que empezaban a sumarse. Pero, al irlos sumando, observé que Ada no tenía conmigo la misma animada franqueza que antes; su cariño para conmigo era tan afable y franco como siempre; de eso no dudaba yo ni un momento, pero tenía un aire de pena callada que no acababa de confiarme, y en el cual advertí yo un pesar escondido.
Esto era algo que no podía entender yo, y tanto me preocupaba la felicidad de mi cariñito que aquello me causó no poca inquietud y me hizo reflexionar mucho. Al final, segura de que Ada me estaba ocultando el motivo de todo aquello, para no hacer que yo también me sintiera desgraciada, se me ocurrió que quizá sintiera pena por mí por lo que le había contado acerca de Casa Desolada.
No sé cómo fue que me persuadí de que aquello era lo más probable. No tenía idea de que al pensar así existiera el menor motivo egoísta. No sentía pena de mí misma; estaba perfectamente satisfecha y me sentía muy feliz. Sin embargo, el que Ada pudiera pensar (por mí, aunque yo misma ya había abandonado esas ideas) en lo que fue alguna vez, pero ya había cambiado totalmente, parecía tan fácil de creer, que lo creí.
¿Qué podía yo hacer para convencer a mi niña (como la consideraba yo) y demostrarle que ya no tenía yo aquellos sentimientos? ¡Bien! Lo único que podía hacer era estar lo más activa y trabajadora posible, y eso era lo que intentaba estar en todo momento. Sin embargo, como la enfermedad de Caddy había causado una interferencia indudable, más o menos, con mis deberes domésticos (aunque siempre había estado en casa por las mañanas para preparar el desayuno de mi Tutor, y él se había reído cien veces, diciendo que debía de haber dos mujercitas, pues su mujercita nunca desaparecía), decidí ser doblemente diligente y bien dispuesta. De manera que recorría la casa cantando todas las canciones que me sabía y me sentaba a hacer labores como una obsesa, y me pasaba el tiempo hablando, mañana, tarde y noche.
Y sin embargo persistía la misma sombra entre mi niña y yo…
—¿De manera, señora Trot —observó mi Tutor, cerrando su libro una noche en que cenábamos los tres juntos— que Woodcourt ha devuelto a Caddy Jellyby la alegría de vivir?
—Sí —dije—, y cuando el pago es una gratitud como la de ella, verdaderamente, eso es hacerse millonario, Tutor.
—Ojalá fuera cierto —me respondió—; de verdad lo digo.
Yo también opinaba lo mismo, y lo dije.
—¡Sí! Si supiéramos cómo haríamos que fuese más rico que un judío. ¿No es verdad, mujercita?
Me reí mientras seguía con mi labor y repliqué que no estaba muy segura, pues a lo mejor no le sentaba bien, y entonces no sería de tanta utilidad y quizá hubiera muchos que no pudieran prescindir de él. Por ejemplo, la señorita Flite, la propia Caddy y muchos más personas.
—Es cierto —dijo mi tutor—. Lo había olvidado. Pero estaríamos de acuerdo en hacerlo lo bastante rico para vivir, ¿no? ¿Lo bastante rico como para que pudiera vivir con tranquilidad? ¿Lo bastante rico como para que poseyera su propio hogar feliz, con sus propios lares y penates, y quizá también con su propia diosa del hogar?
Aquello era muy distinto, dije. En eso deberíamos estar todos de acuerdo.
—Desde luego —dijo mi Tutor—. Todos nosotros. Aprecio en mucho a Woodcourt, lo estimo en mucho, y he estado sondeándolo discretamente acerca de sus planes. Resulta difícil ofrecer ayuda a un hombre independiente, y encima con esa especie de orgullo que posee. Y, sin embargo, yo celebraría hacerlo, si pudiera o si supiera cómo. Parece sentir una cierta inclinación a embarcarse otra vez. Pero me parece que eso es malgastar a un hombre de su calibre.
—Quizá le abriese nuevos mundos —dije.
—Es posible, mujercita —asintió mi Tutor—. Dudo que abrigue muchas esperanzas respecto del viejo mundo. La verdad es que a veces me da la sensación de que siente una especie de desilusión o de desgracia personal en éste. ¿No le has oído decir nada al respecto?
Negué con la cabeza.
—Bueno —dijo mi Tutor—, a lo mejor me he equivocado.
Como en aquel momento se produjo una breve pausa y opiné, por tranquilidad de mi niña, que más valía la pena llenarla, empecé a tararear una canción que sabía era una de las favoritas de mi Tutor.
—Y, ¿cree usted que el señor Woodcourt va a volver a embarcarse otra vez? —pregunté cuando terminé de tararearla.
—No sé qué pensar exactamente, querida mía, pero en estos momentos creo probable que esté pensando en pasar una larga temporada en otro país.
—Estoy segura de que se llevará con él nuestros mejores deseos dondequiera que vaya —dije—, y aunque eso no significa que se enriquezca, tampoco es nada malo, Tutor.
—Desde luego, mujercita —me respondió.
Yo estaba sentada en mi lugar de costumbre, que ahora era junto a la silla de mi Tutor. No era ése mi lugar antes de la carta, pero sí ahora. Miré hacia Ada, que estaba sentada en frente, y cuando ella me miró vi que tenía los ojos bañados en lágrimas, y que aquellas lágrimas le resbalaban por las mejillas. Pensé que no tenía más que comportarme con placidez y alegría, para aclarar de una vez las cosas a mi niña y lograr que se tranquilizara. Así era como me sentía realmente y no tenía que hacer sino comportarme con naturalidad.
Así, pues, hice que mi corazoncito se apoyara en mi hombro (¡sin darme cuenta de lo que de verdad le pesaba en el alma!), le pasé el brazo por la cintura y la llevé arriba. Cuando ya estábamos en nuestro cuarto, y cuando quizá podría haberme dicho lo que yo estaba tan poco preparada para oír, no la alenté en absoluto a que se confiara en mí; nunca pensé que lo necesitara.
—¡Ay, mi querida y bondadosa Esther —dijo Ada—, si pudiera decidirme a hablar contigo y con mi primo John cuando estáis juntos!
—¡Pero, cariño mío! —repliqué—. Ada, ¿por qué no vas a hablarnos?
Ada se limitó a bajar la cabeza y a estrecharme contra su corazón.
—Seguro que no olvidas, guapa mía —le dije con una sonrisa— lo tranquilos y anticuados que somos en esta casa y cómo me he asentado hasta convertirme en una señora de lo más discreto. ¿No olvidarás lo feliz y pacíficamente que va a pasar mi vida y gracias a quién? Estoy segura de que no olvidas la nobleza de esa persona, Ada. Eso sería imposible.
—No, jamás, Esther.
—Pues entonces, hija mía —dije yo— no puede haber confusión. ¿Por qué no vas a hablarnos?
—¿Qué no puede haber confusión, Esther? —respondió Ada—. ¡Ay, cuando pienso en estos años y en los cuidados y las atenciones paternales que me ha dispensado él, y en la antigua relación entre nosotros, y en ti, qué voy a hacer, qué voy a hacer!
Miré a mi niña un tanto sorprendida, pero consideré mejor no contestar más que para darle ánimos, de forma que pasé a rememorar una serie de pequeñas cosas de nuestra vida juntas, y no dejé que dijera más. Cuando se quedó dormida, y no antes, volví a ver a mi Tutor para desearle las buenas noches, y después volví junto a Ada y me quedé un rato a su lado.
Seguía durmiendo, y al contemplarla pensé que estaba un poco cambiada. Me lo venía pareciendo últimamente. No podía determinar, ni siquiera al mirarla mientras estaba inconsciente, en qué había cambiado, pero había algo en la belleza familiar de su rostro que me parecía diferente. Me vinieron a la mente las antiguas esperanzas de mi Tutor a su respecto y el de Richard, con tristeza, y me dije: «ha estado preocupada por él», y me pregunté cómo acabaría aquel amor.
Cuando volvía a casa yo durante la enfermedad de Caddy, muchas veces me encontraba a Ada que hacía labores, y siempre las ponía de lado, de modo que yo no sabía de qué se trataba. Parte de aquellas labores estaba en un cajón al lado de su cama, que ahora estaba cerrado. No abrí el cajón, pero seguí preguntándome de qué podría tratarse, pues evidentemente no era nada para ella misma.
Y al dar un beso a mi niña vi que dormía con una mano bajo la almohada, de modo que quedaba oculta. ¡Cuánto menos buena debía ser yo de lo que me creían, y cuánto menos de lo que pensaba yo misma, para no ocuparme más de mi propio buen ánimo y mi contento, y pensar que bastaba con mi voluntad para tranquilizar a mi querida muchachita y darle ánimo!
Pero me acosté autoengañada en esa creencia. Y con ella me desperté al día siguiente, para encontrarme con que persistía la misma sombra entre ella y yo.