57. La narración de Esther
57. La narración de Esther
Me había acostado, y ya estaba dormida, cuando llamó a la puerta mi Tutor y me pidió que me levantara inmediatamente. Cuando fui corriendo a hablar con él para enterarme de lo que pasaba, me dijo, tras unas palabras de preparación, que se había producido un descubrimiento en casa de Sir Leicester Dedlock. Que mi madre había huido, que ahora estaba a nuestra puerta una persona facultada para comunicarle a ella las más cabales garantías de protección afectuosa y de perdón, si es que podía encontrarla, y que quería que lo acompañara, con la esperanza de que mis imploraciones la convencieran en caso de que no lo lograsen las suyas. Algo así fue lo que percibí en general, pero me encontré sumida en tal confusión de alarma, prisas y apuros, que, pese a todo lo que hice para dominar mi agitación, no tuve la sensación de recuperar del todo la razón hasta varias horas después.
Pero me vestí y me abrigué rápidamente sin despertar a Charley ni a nadie, y bajé a ver al señor Bucket, que era la persona a la que se le había confiado el secreto. Al llevarme a verlo, mi Tutor me lo explicó, así como por qué se le había ocurrido venir en busca mía. El señor Bucket me leyó en voz baja, a la luz de la vela que llevaba mi Tutor, una carta que había dejado mi madre en su mesa, y creo que no habían pasado ni diez minutos desde que se me despertó cuando me hallaba sentada a su lado y rodando a toda velocidad por las calles.
Tenía modales muy cortantes, pero al mismo tiempo se mostró muy considerado al explicarme que quizá fuera mucho lo que dependiera de que yo pudiera responder, sin confusión alguna, a algunas preguntas que deseaba hacerme. Se trataba, ante todo, de saber si yo había hablado mucho con mi madre (a la cual no mencionaba nunca más que como Lady Dedlock), cuándo y dónde había hablado con ella la última vez y cómo era que ella estaba en posesión de un pañuelo mío. Cuando le respondí a todos esos puntos, me pidió que considerase en particular, con todo el tiempo que me hiciera falta para pensármelo, si que yo supiera había alguien, fuera donde fuese, en quien ella tuviera probabilidades de confiarse, en circunstancias de gran necesidad. A mí no se me ocurrió nadie más que mi Tutor. Pero al final acabé por mencionar al señor Boythorn. Se me ocurrió por la manera caballerosa en que había mencionado el nombre de mi madre y por lo que había mencionado mi Tutor de que había estado prometido con su hermana, así como por su relación inconsciente con la triste historia de ella.
Mi compañero había detenido al cochero mientras sosteníamos esta conversación, con objeto de que nos pudiéramos oír mejor el uno al otro. Después le dijo que continuara, y a mí, tras consultarse a sí mismo durante unos instantes, que ya había decidido lo que había de hacer. Estaba perfectamente dispuesto a contarme su plan, pero yo no me sentía lo bastante lúcida para comprenderlo.
No nos habíamos alejado mucho de nuestra casa cuando nos detuvimos en una calle lateral, junto a un sitio que parecía ser un edificio público y que tenía una luz de gas. El señor Bucket me hizo entrar y sentar en una butaca junto a un fuego muy vivo. Ya era más de la una, según vi en un reloj que había junto a la pared. Había dos agentes de policía, que con sus impecables uniformes no tenían el aspecto de llevar toda la noche en vela, escribiendo en silencio ante un pupitre, y todo el lugar parecía muy tranquilo, salvo que de abajo llegaban ruidos de golpes y de voces, a los que nadie hacía caso.
Salió un tercer hombre de uniforme, al que llamó el señor Bucket y le susurró unas instrucciones, y después los otros dos se consultaron, mientras uno de ellos escribía lo que le dictaba en voz baja el señor Bucket. Se estaban ocupando de hacer una descripción de mi madre, porque cuando terminó, el señor Bucket me la trajo y me la leyó en susurros. Desde luego, era muy exacta.
El segundo agente, que la había escuchado con gran atención, pasó después a copiarla y llamó a otro hombre de uniforme (había varios en una sala al lado), que la tomó y se marchó con ella. Todo ello se hizo a gran velocidad y sin perder un momento, aunque nadie parecía apresurarse. En cuanto se llevaron el papel a la calle, los dos agentes volvieron a su anterior trabajo de escribir en silencio, muy limpia y cuidadosamente. El señor Bucket vino, pensativo, y se calentó los pies ante la chimenea, primero el uno y luego el otro.
—¿Va usted bien abrigada, señorita Summerson? —me preguntó, mirándome a la cara—. Es una noche muy desapacible para que salga una señorita como usted.
Le dije que el tiempo no me importaba, y que iba bien abrigada.
—Es posible que tardemos —observó—, pero con tal de que termine bien, no importa, señorita.
—¡Ruego al Cielo que termine bien! —dije.
Asintió de manera reconfortante:
—Mire usted, pase lo que pase, no se preocupe. Manténgase usted serena y al tanto de todo lo que pueda pasar, y así le irá mejor a usted, me irá mejor a mí, le irá mejor a Lady Dedlock y le irá mejor a Sir Leicester Dedlock, Baronet.
Verdaderamente se comportaba con gran cortesía y amabilidad, y al verlo ante la chimenea, calentándose los pies y frotándose la cara con el índice, sentí tal confianza en su sagacidad que me tranquilicé. No eran todavía las dos menos cuarto cuando oí afuera cascos de caballos y ruedas.
—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, vámonos ya, por favor.
Me dio el brazo, y los dos agentes me hicieron una cortés inclinación al salir, y a la puerta nos encontramos con un faetón, o una calesa, con su postillón y caballos de postas. El señor Bucket me ayudó a subir y ocupó su propio asiento en el pescante. El hombre de uniforme al que había enviado a buscar el vehículo le entregó después una linterna que le pidió, y tras dar instrucciones al conductor, nos pusimos en marcha.
Yo no estaba segura de no encontrarme en un sueño. Entramos ruidosamente en tal laberinto de calles, que pronto perdí toda idea de dónde nos encontrábamos, salvo que cruzamos el río y lo volvimos a cruzar, y parecíamos seguir atravesando un barrio situado en terreno bajo, junto a un río, lleno de callejuelas estrechas, interrumpidas por muelles y amarraderos, enormes almacenes, puentes colgantes y mástiles de buques. Por fin nos detuvimos en una esquina sucia y embarrada, que el viento que llegaba desde el río y hacía remolinos no lograba limpiar, y vi que mi acompañante, a la luz de su linterna, hablaba con varios hombres, algunos de los cuales parecían ser de la policía y otros marineros. En la pared mohosa junto a la que estaban se leía un letrero en el que pude discernir las palabras: «ENCONTRADO AHOGADO», y ello, junto a una inscripción relativa a las dragas, me infundió la horrible sospecha que no podía por menos de inspirar nuestra visita a aquel lugar.
No tuve necesidad de recordarme que no me encontraba allí por un capricho mío, para aumentar las dificultades de la búsqueda, para disminuir sus esperanzas ni para alargar sus retrasos. Me mantuve en silencio, pero jamás podré olvidar lo que sufrí en aquel horrible lugar. Y sin embargo, era el horror de un sueño. Llamaron para que viniera de un bote a un hombre todavía mojado y embarrado, con botas altas empapadas y un sombrero igual, y éste se puso a hablar en voz baja con el señor Bucket, que bajó con él unos escalones resbaladizos, como si fuera a mirar algo que el otro tuviera para mostrarle. Volvieron secándose las manos en los sobretodos, tras dar la vuelta a algo mojado, ¡pero, gracias a Dios, no era lo que yo me temía!
Tras una nueva conversación, el señor Bucket (a quien todos parecían conocer y respetar) se fue con los otros a una puerta y me dejó en el carruaje, mientras el conductor se paseaba al lado de sus caballos, para entrar en calor. Estaba subiendo la marea, según me pareció por el ruido que hacía, y podía oír yo las rompientes al final del callejón, como si avanzara hacia mí. No me alcanzó, aunque a mí me pareció que sí lo hacía centenares de veces en un rato que no puede haber sido de más de un cuarto de hora, y probablemente menos, pero me agobiaba la idea de que las rompientes iban a lanzar a mi madre bajo los cascos de los caballos.
Volvió a salir el señor Bucket, que exhortó a los otros a estar vigilantes, apagó su linterna y recuperó su asiento.
—No se alarme usted, señorita Summerson, por haber venido aquí —dijo, volviéndose hacia mí—. Lo único que quiero yo es que todo esté en orden, y para saber que está en orden, tengo que verlo con mis propios ojos. ¡Adelante, muchacho!
Me pareció que deshacíamos el camino ya recorrido. No porque yo hubiera observado ningún objetó en particular, en el estado de ánimo perturbado en que me hallaba, sino por el aspecto general de las calles. Visitamos otro puesto o comisaría un momento, y volvimos a cruzar el río. Durante todo este tiempo, y durante toda la búsqueda, mi compañero, bien abrigado en el pescante, no aflojó en su vigilancia ni un momento, pero cuando cruzamos el puente pareció estar más alerta que antes, si ello era posible. Se puso en pie para mirar por encima del parapeto; se apeó y siguió a una figura femenina que pasó ante nosotros, y contempló las profundidades del río con una expresión que me hizo morir por dentro. El río tenía un aspecto temible, oscuro y secreto, deslizándose tan rápido entre las líneas planas y bajas de las riberas; cargado de formas indistintas y terribles, tanto de sustancia como de sombra; mortífero y misterioso. Lo he visto muchas veces después, a la luz del sol y a la de la luna, pero nunca sin revivir la impresión de aquel viaje. En mi recuerdo, las luces del puente siempre están bajas; el viento cortante crea remolinos en torno a la mujer sin hogar con la que nos cruzamos; las ruedas giran monótonas y la luz de los faros del carruaje, reflejada por la niebla, me mira pálidamente: como una cara que surge del agua temible.
Con gran traqueteo por las calles vacías, salimos por fin del pavimento a los caminos oscuros de tierra, y empezamos a dejar las casas a nuestras espaldas. Al cabo de un rato reconocí el familiar camino de Saint Albans. En Barnet nos esperaban caballos de refresco; los enganchamos y seguimos adelante. Hacía muchísimo frío, y el campo abierto estaba blanco de nieve, aunque en aquellos momentos ya no caía.
—Este camino lo debe usted de conocer bien, señorita Summerson —dijo, animado, el señor Bucket.
—Sí —respondí—. ¿Se ha enterado usted de algo?
—Nada seguro por ahora —contestó—, pero todavía es temprano.
Había entrado él en todas las tabernas que cerraban tarde o abrían pronto (y había bastantes en aquellos tiempos, pues el camino lo usaban muchos arrieros), y se había bajado a hablar con los peones camineros. Yo le había oído pedir de beber para los presentes, y contar dinero, y comportarse cordial y alegremente en todas partes, pero siempre que volvía a su puesto en la caja recuperaba el gesto alerta, y siempre decía al cochero, en el mismo tono serio: «¡Adelante, muchacho!».
Con todas aquellas paradas, ya eran entre las cinco y las seis de la mañana, y todavía estábamos a cierta distancia de Saint Albans cuando salió él de una de aquellas casas y me ofreció una taza de té.
—Bébaselo, señorita Summerson, que le sentará bien. Está usted empezando a serenarse, ¿verdad?
Le di las gracias, y le dije que eso esperaba.
—Al principio se quedó usted aturdida, si me permite decírselo —observó—, y, ¡por Dios que no me extraña! No hable en voz alta, hija mía. Todo va bien. Va un poco por delante de nosotros.
No sé qué exclamación de alegría proferí o iba a proferir, pero él levantó el índice y me contuve.
—Pasó por aquí, a pie, anoche, hacia las ocho o las nueve. La primera noticia suya me la dieron en el peaje del arco, allá en Highgate, pero no estaba del todo seguro. La hemos venido siguiendo, más o menos. Había pasado por un sitio, pero por el siguiente no, pero ahora estamos tras ella, y está a salvo. Tome la taza y el platillo, hostelero. Y ahora, si no es usted demasiado torpe, mire a ver si puede atrapar esta media corona con la otra mano. ¡Un, dos, tres, ahí va! ¡Ahora, muchacho, a ver si podemos galopar!
En seguida llegamos a Saint Albans, y nos apeamos poco antes del amanecer, cuando yo estaba empezando a poner en orden y a comprender lo que había ocurrido aquella noche, y a creer verdaderamente que no era un sueño. Al dejar el carruaje en la posta y encargar que preparasen caballos de refresco, mi acompañante me dio el brazo y nos encaminamos a casa.
—Como ésta es su residencia habitual, señorita Summerson —observó él—, querría saber si ha preguntado por usted o por el señor Jarndyce una forastera que responda a la descripción. No tengo muchas esperanzas, pero es posible.
Al subir la cuesta iba mirando en su derredor muy atentamente, pues ya se había hecho de día, y me recordó que una noche había bajado yo por allí, como tenía motivos para recordar, con mi criadita y el pobre Jo, a quien él llamaba el Chico Duro.
Me pregunté cómo lo sabía él.
—Recuerde que se cruzó usted con un hombre en la carretera, justo allí —dijo el señor Bucket.
Sí, yo recordaba muy bien aquello, también.
—Era yo —dijo el señor Bucket.
Al ver mi sorpresa, continuó explicando:
—Llegué aquella tarde en calesa en busca del chico. Quizá oyera usted las ruedas cuando salió usted misma a buscarlo, pues yo advertí a usted y su criadita cuando subían mientras yo paseaba al caballo. Cuando hice una o dos preguntas por él en el pueblo, en seguida me enteré de con quién estaba el chico, e iba a venir adonde los ladrilleros a llevármelo cuando observé que lo hacía usted entrar en su casa.
—¿Había cometido algún delito? —pregunté.
—No estaba acusado de ninguno —respondió el señor Bucket, levantándose fríamente el sombrero—, pero supongo que tampoco sería un angelito. No. Si yo lo buscaba era precisamente para mantener en silencio este mismo asunto de Lady Dedlock. El chico había estado hablando más de lo conveniente de un pequeño servicio por el que le había pagado el difunto señor Tulkinghorn, y no se podía permitir a ninguna costa que se dedicara a esos juegos. Así que, tras advertirle que se fuera de Londres, dediqué una tarde a advertirle que siguiera callado ahora que se había ido, y que siguiera alejándose y tuviera mucho cuidado no lo fuera a pescar yo otra vez.
—¡Pobrecillo! —dije.
—Desde luego —asintió el señor Bucket—, pero también era un problema, y lo mejor era tenerlo lejos de Londres y de todas partes. Le aseguro que me sorprendí mucho cuando vi que hallaba refugio en su casa.
Le pregunté por qué.
—¿Por qué, hija mía? —respondió el señor Bucket—. Naturalmente, podía ponerse a contarlo todo. Había nacido con una lengua de yarda y media de larga.
Aunque ahora recuerdo aquella conversación, en esos momentos me sentía tan confusa que mis facultades apenas si me permitían comprender que hablaba de todas aquellas cosas para distraerme. Con la misma buena intención evidentemente, me habló de muchas cosas sin importancia, mientras seguía perfectamente atento al único objeto que le interesaba. Y seguía hablando cuando llegamos a la puerta del jardín.
—¡Ah! —exclamó el señor Bucket—. Ya llegamos. ¡Qué sitio tan bonito y tan tranquilo! Le recuerda a uno la casa de campo de la canción de Woodpeckertapping famosa por el humo que ascendía tan tranquilo. Veo que han encendido el fuego tempranito, lo que es señal de que los criados son buenos. Pero con lo que siempre hay que tener cuidado con los criados es con quién viene a verlos, pues si no se sabe eso, no se sabe qué van a hacer. Y otra cosa, señorita: siempre que vea usted a un muchacho tras la puerta de una cocina, ya puede usted acusarlo a la policía por sospechas de haber entrado en una residencia particular con fines ilegales.
Ya habíamos llegado a la casa, y él se puso a mirar atentamente y muy de cerca en la gravilla a ver si había huellas de pisadas, antes de elevar la mirada a las ventanas.
—¿Le asignan siempre la misma habitación a ese señor viejo y joven cuando viene de visita, señorita Summerson? —preguntó, mirando hacia la habitación que solía ocupar el señor Skimpole.
—¡Conoce usted al señor Skimpole! —exclamé.
—¿Cómo dice que se llama? —replicó el señor Bucket, llevándose una mano a la oreja—. ¿Skimpole, ha dicho? Me he preguntado muchas veces cómo se llamaría. Skimpole. Pero no John, ¿eh? ¿ni Jacob?
—Harold —le dije.
—Harold. Sí. Un bicho raro, el tal Harold —dijo el señor Bucket, mirándome con mucho sentimiento.
—Es un personaje raro —comenté.
—No tiene ni idea del dinero —observó el señor Bucket—. ¡Pero lo acepta con mucho gusto!
Respondí, sin darme cuenta, que ya advertía que el señor Bucket lo conocía.
—Pues mire usted, señorita Summerson, le voy a decir una cosa —replicó él— no le sentará mal a usted dejar de pensar por un momento en lo mismo, y le voy a decir una cosa para cambiar sus ideas. Fue él quien me dijo donde estaba el Chico Duro. Aquella noche me había decidido a venir a esta puerta y a preguntar por el Chico, aunque no fuera más que eso; pero, como estaba dispuesto a hacer otras cosas si eran posibles, me limité a echar un puñado de gravilla a una ventana en la que vi una sombra. En cuanto Harold la abre y lo veo, me digo, éste es mi hombre. Así que le hablé un ratito y le dije que no quería molestar a la familia cuando ya se había ido a acostar, y qué lástima era que unas señoritas caritativas dieran acogida a un vago, y luego, cuando vi de qué pie cojeaba, le dije que consideraría una buena inversión un billete de cinco libras si pudiera llevarme de la casa al Chico Duro sin causar ruidos ni molestias. Y entonces va y me dice, levantando las cejas con una expresión de lo más alegre: «no vale de nada mencionarme un billete de cinco libras, amigo mío, pues soy un niño en esos asuntos y no tengo idea del dinero». Naturalmente, comprendí lo que significaba el que se tomara el asunto con tanta tranquilidad, y como ya estaba totalmente seguro de que aquél era mi hombre, envolví con el billete una piedrecita y se lo tiré. ¡Bueno! Se echa a reír, tan contento y con el aspecto más inocente del mundo, y va y me dice: «Pero yo no sé qué valor tienen estas cosas. ¿Qué voy a hacer con esto?». «Gastárselo, señor mío», le digo yo. «Pero me van a engañar», va y dice él, «no me darán el cambio correcto, y lo perderé, no me vale de nada». ¡Dios mío, no ha visto usted cara igual cuando decía todo eso! Claro, que me dijo dónde encontrar al Chico, y lo encontré.
Aquello me pareció un acto de traición por parte del señor Skimpole hacia mi Tutor, y consideré que traspasaba los límites de la inocencia infantil.
—¿Límites, hija mía? —replicó el señor Bucket—. ¿Límites? Mire, señorita Summerson, le voy a dar un consejo que su marido encontrará muy útil cuando esté usted felizmente casada y tenga una familia. Cuando quiera que alguien le diga que es totalmente inocente en asuntos de dinero, guarde bien el suyo, porque seguro que van a por él si pueden. Cuando quiera que alguien le proclame a usted: «En los asuntos materiales soy un niño», recuerde usted que eso son pretextos para no aceptar responsabilidades, y que ya sabe usted lo que le interesa a ese alguien, y es él mismo. Mire, yo no soy muy poético, salvo que me gusta cantar en compañía, pero sí soy persona práctica, y ésa es mi experiencia. Y de ahí esta norma: cuando uno es irresponsable en unas cosas, también lo es en otras. No falla. Ya lo verá usted. Y todo el que quiera. Y con esta advertencia a los ingenuos, hija mía, me tomo la libertad de llamar a la puerta y volver a nuestro asunto.
Creo que él no lo había olvidado ni un minuto, ni tampoco yo, y se le notaba en la cara. Toda la gente de la casa se sintió muy asombrada de verme, a aquella hora de la mañana y en aquella compañía, y mis preguntas no hicieron disminuir su sorpresa. Pero no había ido nadie. No cabía duda de que decían la verdad.
—Bien, señorita Summerson —dijo mi acompañante—, tenemos que ir inmediatamente a donde están los ladrilleros. Ahí dejaré que sea usted quien haga la mayor parte de las preguntas, si tiene usted la bondad. Lo mejor es actuar con naturalidad, y usted es de lo más natural.
Nos volvimos a poner en marcha inmediatamente. Al llegar a la casita, la encontramos cerrada, y aparentemente abandonada, pero una de las vecinas, que me conocía y vino corriendo mientras yo intentaba hacerme oír de alguien, me comunicó que las dos mujeres y sus maridos vivían ahora juntos en otra casa, hecha de ladrillos groseros y mal puestos, que estaba al borde del terreno donde se hallaban los hornos, y donde estaban puestas a secar las largas hileras de ladrillos. No perdimos tiempo en dirigirnos al lugar, que estaba a unos centenares de yardas, y como la puerta estaba entreabierta, la abrí del todo.
No había más que tres personas sentadas a desayunar, más el niño que dormía en una cama puesta en un rincón. La que faltaba era Jenny, la madre del niño muerto. Al verme, la otra mujer se levantó, y aunque los hombres estaban, como de costumbre, malhumorados y callados, cada uno de ellos me hizo un gesto desganado de reconocimiento. Cuando me siguió el señor Bucket, se cruzaron una mirada, y me sentí sorprendida al ver que, evidentemente, la mujer lo conocía.
Naturalmente, yo había pedido permiso para entrar. Liz (único nombre por el que la conocía yo) se levantó para cederme su propia silla, pero me senté en un taburete junto al fuego, y el señor Bucket ocupó una esquina de la cama. Ahora que me tocaba hablar a mí, y hablar con gente a la que no conocía bien, me di cuenta de que estaba nerviosa y mareada. Me resultaba muy difícil empezar, y no pude evitar el romper en lágrimas.
—Liz —le dije—, he hecho un largo camino de noche y por la nieve para preguntar si una señora…
—Que ya sabemos que ha estado aquí —intervino el señor Bucket, dirigiéndose a todo el grupo con gesto calmado y propiciatorio—, ésa es la señora a la que se refiere esta señorita. Ya saben, la señora que estuvo aquí anoche.
—¿Y quién le ha dicho a usted que viniera nadie? —preguntó el marido de Jenny, que había dejado de comer, malhumorado, para escuchar, y que ahora lo estaba midiendo con la vista.
—Una persona llamada Michael Jackson, con un chaleco azul de terciopelo y con dos filas de botones de madreperla —respondió inmediatamente el señor Bucket.
—Pues más le valiera ocuparse de sus cosas, sea quien sea —gruñó el hombre.
—Creo que está sin trabajo —dijo el señor Bucket, excusando a Michael Jackson—, y por eso se va de la lengua.
La mujer no se había vuelto a sentar, sino que estaba en pie y titubeante, con la mano apoyada en el respaldo roto de la silla, mirándome. Pensé que quería hablar conmigo a solas, y no se atrevía. Seguía en aquella actitud de incertidumbre cuando su marido, que estaba comiendo un pedazo de pan con tocino que tenía en una mano, mientras en la otra sostenía una navaja, dio un violento golpe con el mango de la navaja en la mesa, y le dijo, con un juramento, que en todo caso ella no se metiera en los asuntos de otros y se sentara.
—Me hubiera gustado mucho ver a Jenny —dije yo—, porque estoy segura de que me habría dicho todo lo que supiera de esa señora, a la que tengo una enorme necesidad, no pueden ustedes saber cuánta necesidad, de alcanzar. ¿Volverá Jenny pronto? ¿Dónde está?
La mujer tenía grandes deseos de contestarme, pero el hombre, con otro juramento, le dio claramente una patada con su botorra. Dejó que el marido de Jenny dijese lo que quisiera, y tras un silencio terco, este último me volvió hacia mí su cabeza melenuda.
—No me gusta que vengan señoritos a mi casa, como creo que ya me ha oído usted decir antes, señorita. Yo los dejo en paz a ellos, y me parece curioso que ellos no me dejen en paz a mí. No les gustaría nada que les fuera yo a visitar a ellos, me parece. Pero usted no me parece tan mala como otros, y estoy dispuesto a contestar a usted correctamente, aunque ya le digo que no voy a ponerme a cantar como un canario. ¿Si Jenny va a volver pronto? No, no va a volver pronto. ¿Que dónde está? Se ha ido a Londres.
—¿Se fue anoche? —pregunté.
—¿Que si se fue anoche? ¡Sí! Se fue anoche —respondió con un gesto malhumorado.
—Pero ¿estaba aquí cuando vino esa señora? ¿Qué le dijo ésta? ¿Dónde ha ido la señora? Por favor, le ruego, le imploro, que me conteste —dije—, porque para mí es muy importante.
—Si el jefe me dejara hablar y no decir nada malo… —empezó tímidamente la mujer.
—Tu jefe —dijo su marido, murmurando una imprecación lenta y enfáticamente— te romperá la crisma si te metes en lo que no te importa.
Al cabo de otro silencio, el marido de la ausente se volvió otra vez hacia mí y me respondió con sus gruñidos renuentes de costumbre:
—¿Que si estaba Jenny aquí cuando vino esa señora? Sí, estaba aquí cuando vino esa señora. ¿Que qué le dijo la señora? Bueno, le voy a decir lo que le dijo la señora. Le dijo: «¿Recuerda usted que vine una vez para hablar con usted de la señorita que la había venido a visitar? ¿Recuerda que le di una buena suma por el pañuelo que se había dejado ella?». ¡Ah! Sí que se acordaba. Nos acordábamos todos. Bueno, y después si la señorita estaba ahora en su casa. No, no estaba ahora en la casa. Bueno, pues entonces va y resulta que la señora está de viaje sola, por raro que nos parezca, y pregunta si puede quedarse a descansar aquí, donde está usted sentada ahora, una o dos horas. Sí que podía, y eso hizo. Después se marchó…, serían las once y veinte o las doce y veinte, que aquí no tenemos relojes para saber la hora, ni de bolsillo ni de pared. ¿Adónde se fue? No sé a dónde se fue. Ella se fue por un lado, y Jenny por el otro; una se fue derecha a Londres, y la otra al revés. Eso es todo. Pregúntele a éste. Lo oyó todo y lo vio todo. Él lo sabe.
El otro hombre repitió:
—Eso es todo.
—¿Estaba llorando la señora? —pregunté.
—Ni hablar —dijo el primero de los hombres—. Tenía los zapatos destrozados y la ropa deshecha, pero no lloraba…, que viera yo.
La mujer estaba sentada con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Su marido se había vuelto un poco en la silla con objeto de verla bien, y mantenía una mano como un martillo en la mesa, como si estuviera dispuesto a cumplir su amenaza en caso de que ella lo desobedeciera.
—Espero que no le importe si pregunto a su mujer —dije— qué aspecto tenía la señora.
—¡Vamos! —le dijo bruscamente—. Ya has oído lo que te dice. Abrevia y díselo.
—Malo —dijo la mujer—. Estaba pálida y cansada. Muy malo.
—¿Habló mucho?
—No mucho, pero estaba ronca.
Mientras respondía, miraba todo el rato a su marido para contar con su permiso.
—¿Se sentía débil? —pregunté—. ¿Comió o bebió algo mientras estuvo aquí?
—¡Vamos! —dijo el marido, en respuesta a la mirada de ella—. Díselo y abrevia.
—Tomó un poco de agua, señorita, y Jenny le dio un poco de pan y de té. Pero casi ni los tocó.
—Y cuando se marchó de aquí… —seguí preguntando yo, cuando su marido, impaciente, me cortó.
—Cuando se marchó de aquí, se marchó, y basta. Por el camino del Norte. Pregunte por el camino, si no me cree, a ver si no es verdad. Y se acabó. Nada más.
Miré a mi acompañante, y al ver que ya se había levantado y estaba listo para irse, les di las gracias por lo que me habían dicho y me despedí de ellos. La mujer miró a los ojos al señor Bucket cuando salió, y él también la miró a los ojos a ella.
—Bueno, señorita Summerson —me dijo él, mientras nos alejábamos rápidamente—, tiene el reloj de Milady. De eso no cabe duda.
—¿Lo ha visto usted? —exclamé.
—Prácticamente, como si lo hubiera visto —me respondió—. Si no, ¿por qué iba a hablar de los «y veinte», si no tiene reloj para ver la hora? ¡Los y veinte! Esa gente no cuenta los minutos con tanta exactitud. Si acaso, cuenta por medias horas. De manera que o Milady le dio el reloj o se lo quitó él. Yo creo que se lo dio. Pero ¿por qué iba a dárselo? ¿Por qué iba a dárselo?
Se repitió esta pregunta a sí mismo varias veces, mientras seguíamos a toda prisa, y parecía que fuera haciendo balance entre las diversas respuestas que se le iban ocurriendo.
—Si dispusiéramos de tiempo —dijo el señor Bucket—, y el tiempo es lo único de lo que no disponemos en este caso, quizá se lo sacara a esa mujer, pero es una posibilidad demasiado dudosa para confiar en ella en estas circunstancias. Seguro que la vigilan de cerca, y hasta un idiota comprendería que una pobre mujer así, golpeada y pateada y llena de cicatrices y cardenales de los pies a la cabeza, hará lo que le dice el bruto de su marido, pase lo que pase. Hay algo que no sabemos. Es una pena no haber visto a la otra mujer.
Yo lo lamentaba mucho, porque era muy agradecida y estaba segura de que no se hubiera resistido a un ruego mío.
—Es posible, señorita Summerson —continuó diciendo el señor Bucket, pensativo—, que Milady la haya enviado a Londres con un mensaje para usted, y es posible que le diera el reloj a su marido a cambio de dejarla ir. No encaja lo bastante perfecto para dejarme satisfecho, pero podría apostar. Ahora bien, no me agrada gastar el dinero de Sir Leicester Dedlock, Baronet, contra tales probabilidades, y no veo de qué valdría, de momento. ¡No! Así que, a la carretera, señorita Summerson, adelante, por el camino recto, ¡y hay que actuar con discreción!
Volvimos a casa para que yo enviara una nota apresurada a mi Tutor, y después volvimos corriendo a donde habíamos dejado el carruaje. Nos sacaron los caballos en cuanto nos vieron llegar, y en unos minutos volvíamos a estar en camino.
Al amanecer había empezado a nevar otra vez, y ahora nevaba muy fuerte. El aire estaba tan impenetrable, debido a lo oscuro del día y a la densidad de la nevada, que no podíamos ver casi nada en cualquier dirección que mirásemos. Aunque hacía muchísimo frío, la nieve no acababa de cuajar, y se quebraba con un ruido como de conchitas de playa bajo los cascos de los caballos hasta convertirse en lodo y agua. A veces, los caballos resbalaban y chapoteaban durante una milla seguida, y nos veíamos obligados a detenernos para que descansaran. Un caballo se cayó tres veces en la primera etapa, y tanto temblaba y tiritaba que al final el conductor tuvo que bajarse de la silla y llevarlo de la rienda.
Yo no podía comer y no podía dormir, y me puse tan nerviosa con los retrasos y con el ritmo lento al que viajábamos, que sentía un deseo irracional de bajarme y echarme a andar. Sin embargo, cedí al buen sentido de mi acompañante y me quedé donde estaba. Todo este tiempo, él, que se mantenía alerta porque, hasta cierto punto, le gustaba lo que estaba haciendo, se bajaba en cada casa del camino y hablaba con gente a la que nunca había visto antes, y entraba a calentarse en todos los fuegos que veía, y hablaba y bebía y estrechaba manos en todos los bares y todas las tabernas, y hacía amistad con todos los carreteros, los carpinteros, los herreros y los cobradores de peajes, pero parecía que nunca perdiera el tiempo, y siempre volvía a montar en la caja con aquella cara alerta y serena y su admonición de «¡Adelante, muchacho!».
A la próxima vez que cambiamos de caballos, volvió del establo cubierto de nieve, que le caía por todas partes y que le llegaba hasta las rodillas mojadas, como las tenía desde que habíamos salido de Saint Albans, y me dijo al lado del carruaje:
—Tenga ánimo. No cabe duda de que ha pasado por aquí, señorita Summerson. Ya no cabe duda del vestido que lleva, y aquí han visto ese vestido.
—¿Sigue a pie? —pregunté.
—Sigue a pie. Creo que el caballero a quien mencionó usted es ahora su punto de destino, y sin embargo no me gusta la idea de que viva en el mismo condado que ella.
—Sé tan pocas cosas —dije—. Quizá haya otra persona por aquí cerca de la cual no sepa yo nada.
—Es cierto. Pero, haga lo que haga, no se ponga usted a llorar, hija mía, y no se preocupe más de lo imprescindible. ¡Adelante, muchacho!
Aquel día estuvo cayendo aguanieve incesantemente, la niebla se levantó temprano y nunca se desvaneció ni se aclaró un momento. A veces temía yo que hubiéramos perdido el camino y nos hubiéramos metido en tierras de labor o en pantanos. Cuando pensaba en el tiempo que llevaba en camino, se me presentaba como un período indefinido de enorme duración, y me parecía, por extraño que fuera, no haber estado nunca libre de la ansiedad que ahora me atenazaba.
Mientras avanzábamos empecé a sentir temores de que mi acompañante fuera perdiendo la confianza. Se portaba igual que antes con todo el mundo que encontrábamos por el camino, pero cuando volvía a sentarse en el pescante del carruaje, tenía un gesto más grave. Vi cómo se pasaba el índice por la boca, intranquilo, a lo largo de toda una fatigosa etapa. Escuché que empezaba a preguntar a los conductores de las diligencias y otros vehículos con los que nos cruzábamos qué pasajeros habían visto en otras diligencias y otros vehículos que iban por delante de nosotros. Sus respuestas no le parecían alentadoras. Siempre me hacía un gesto tranquilizador con el índice, y levantando un párpado cuando volvía a subir al pescante, pero ahora, cuando decía «¡Adelante, muchacho!», parecía perplejo.
Por fin, cuando estábamos cambiando de caballos, me dijo que había perdido la pista del vestido hacía tanto rato que empezaba a sentirse sorprendido. No era nada, dijo, perder una pista durante algún tiempo y volver a encontrarla poco después, pero en este caso había desaparecido de manera inexplicable, y desde entonces no la habíamos vuelto a encontrar. Aquello corroboró las impresiones que me había ido formando yo cuando empezó a mirar los indicadores de caminos y a apearse del carruaje en las encrucijadas durante un cuarto de hora cada vez mientras las exploraba. Pero me dijo que no debía desanimarme, pues lo más probable era que a la próxima etapa volviéramos a encontrar la dirección.
Sin embargo, la etapa siguiente terminó igual que la anterior: no teníamos ni una pista nueva. Había una posada espaciosa, solitaria, pero en un edificio sólido y cómodo, y cuando entramos bajo un amplio portón, y antes de que yo me diera cuenta, la patrona y sus agraciadas hijas vinieron a la puerta del carruaje a pedirme que me apeara y me refrescara mientras se preparaban los caballos, pensé que no sería cortés por mi parte negarme. Me hicieron subir a una habitación calentita y me dejaron en ella.
Estaba, recuerdo, en una de las esquinas de la casa, y daba a dos lados. De un lado había un establo abierto a un camino secundario, donde los hosteleros estaban desenganchando del carruaje embarrado los caballos manchados y fatigados, y más allá al propio camino secundario, sobre el cual se balanceaba violentamente la muestra de la posada; del otro lado, daba a un bosque de pinos oscuros. Tenían las ramas cargadas de nieve, que ahora caía silenciosamente en grandes montones mientras yo miraba por la ventana. Estaba llegando la noche, cuya oscuridad se veía realzada por el contraste con el fuego que chisporroteaba y se reflejaba brillante en los paneles de la ventana. Mientras yo miraba entre los troncos de los árboles, y seguía las marcas descoloridas en la nieve donde penetraba el deshielo que la iba minando, pensé en la faz de aquella madre brillantemente iluminada por las hijas que acababan de darme la bienvenida y en mi madre yacente en un bosque como aquél para morir en él.
Me sentí asustada cuando las vi a todas en derredor mío, pero recordé que antes de desmayarme había intentado con todas mis fuerzas no caer, y aquello me sirvió de algo. Me recostaron en unos cojines, en un sofá junto a la chimenea, y después la amable hostelera me dijo que yo no podía seguir viajando aquella noche, sino que tenía que acostarme. Pero aquello me hizo temblar de tal modo, ante la idea de que me retuvieran allí, que pronto retiró sus palabras y aceptó que yo no descansara más que media hora.
Era una persona buena y cariñosa. Tanto ella como sus tres guapas hijas no hacían más que ocuparse de mí. Yo tenía que tomar una sopa caliente y un pollo a la parrilla, mientras el señor Bucket se secaba y comía en otra parte, pero cuando me trajeron una mesita muy bien dispuesta junto a la chimenea, me di cuenta de que no podía comer, aunque no quería desilusionarlas. Sin embargo, logré ingerir algo de tostada y vino caliente con especias, y como verdaderamente aquello me sentó bien, por lo menos no se quedaron desencantadas.
Exactamente a tiempo, al cumplirse la media hora, se oyó el ruido del carruaje que pasaba por el portón, y me bajaron ya recuperada, restaurada, reconfortada por su amabilidad y segura (según les aseguré) de que no volvería a desmayarme. Cuando me subí y me despedí, agradecida, de todas ellas, la más joven de las hijas (una muchacha preciosa, de dieciocho años) se subió al escalón del carruaje, metió la cabeza en él y me dio un beso. Nunca la he vuelto a ver, pero desde entonces la considero una amiga.
Pronto desaparecieron las ventanas transparentes, iluminadas por el fuego y la luz, tan claras y calientes vistas desde la oscuridad fría del exterior, y una vez más nos encontramos pisoteando la nieve blanda y chapoteando en ella. Nos costó bastante trabajo salir, pero los lóbregos caminos no estaban peor que antes, y esta etapa era de sólo 19 millas. Mi compañero iba fumando en el pescante (en la última posada se me había ocurrido pedirle que fumase cuando quisiera, al verlo de pie ante la chimenea y envuelto en una gran nube de tabaco) y tan alerta como siempre, y seguía apeándose y volviendo a montar a toda velocidad cada vez que nos encontrábamos con una casa o con un ser humano. Había encendido su linternita sorda, que parecía ser uno de sus artilugios favoritos, porque el carruaje ya llevaba faros, y de vez en cuando la volvía en mi dirección, para ver si yo estaba bien. Había una ventana corrediza en la delantera del carruaje, pero yo no la cerraba, porque me parecía que era cerrar las puertas a la esperanza.
Llegamos al final de la etapa, y seguíamos sin recuperar la pista perdida. Lo miré, preocupada, cuando nos paramos a cambiar de caballos, pero supe, al ver su gesto todavía más grave, al quedarse mirando al hostelero, que seguía sin tener noticias. Casi un instante después, cuando me recosté en mi asiento, miró él con la lámpara encendida en la mano, excitado y completamente cambiado.
—¿Qué pasa? —pregunté yo, mirándolo—. ¿Está aquí?
—No, no. No se engañe usted, hija mía. Aquí no hay nadie. ¡Pero ya lo tengo!
Tenía nieve cristalizada en los párpados, en el pelo, en todas las arrugas de su traje. Tuvo que quitársela a sacudidas de la cabeza y recuperar el aliento antes de volver a hablarme:
—Mire, señorita Summerson —me dijo, golpeándose los dedos en el marco de la ventanilla—: no se desaliente por lo que voy a hacer. Ya me conoce usted. Soy el Inspector Bucket, y puede usted confiar en mí. Hemos recorrido un largo camino, pero no importa. ¡Cuatro caballos más para la próxima etapa! ¡Rápido!
Se produjo una gran conmoción en el patio, y llegó un hombre corriendo para saber si los queríamos al Norte o al Sur.
—¡Al Sur, te digo! ¡Al Sur! ¿No entiendes el inglés? ¡Al Sur!
—¿Al Sur? —pregunté, asombrada—. ¡A Londres! ¿Vamos a volver?
—Señorita Summerson —me respondió—, vamos a volver como una bala. Ya me conoce. No tenga miedo. Voy a seguir a la otra, por D…
—¿A la otra? —repetí—. ¿A quién?
—Dijo usted que se llamaba Jenny, ¿no? Voy a seguir a ésa. Si sacáis a esos dos pares, os doy una corona a cada uno. ¡A ver si os despertáis!
—¡No puede usted abandonar a la señora que buscamos, no puede usted abandonarla en una noche así y en el estado de ánimo en el que sé que está! —dije, angustiada y apretándole la mano.
—Tiene usted razón, hija mía, no puedo hacerlo. Pero voy a seguir a la otra. ¡Vamos, arriba con esos caballos! ¡Que vaya un hombre solo por delante a la siguiente posta y que envíe a otro por delante, y que encarguen cuatro más, por si acaso! ¡No tenga miedo, hija mía!
Aquellas órdenes, y la forma en que corría él por el patio, metiéndoles prisa, causaron una conmoción general que apenas si me causó menos asombro que el cambio repentino ocurrido en él. Pero en el colmo de la confusión salió un hombre a caballo para encargar los relevos, y nos engancharon nuestros corceles a gran velocidad.
—Hija mía —dijo el señor Bucket, saltando a su asiento y mirando otra vez—, perdóneme usted si me tomo demasiadas confianzas, pero no se preocupe usted ni se agite más de lo necesario. Por el momento, no quiero decir nada más, pero ya me va usted conociendo, hija mía, ¿no es verdad?
Logré decir que él era mucho más competente que yo, para decidir lo que debíamos hacer, pero ¿estaba seguro de que íbamos por el buen camino? ¿No podría yo adelantarme en busca de…, y volví a tomarlo de la mano, apurada, y se lo susurré: de mi propia madre?
—Hija mía —me respondió—, lo sé, lo sé, ¿y cree usted que sería yo capaz de hacerle daño? Soy el Inspector Bucket. Ya me conoce, ¿no?
¿Qué podía decir yo más que sí?
—Entonces, mantenga usted el ánimo todo lo que pueda y confíe en mí para hacerlo lo mejor posible, tanto por usted como por Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Eh! ¿Vamos bien por ahí?
—¡Perfectamente, jefe!
—Entonces, sigamos. ¡Adelante, muchachos!
Nos encontramos otra vez en el lúgubre camino por el que habíamos venido, pisoteando el barro resbaladizo y la nieve, que se derretía a chorros, como movida por una noria.