33. Intrusos
33. Intrusos
Y ahora reaparecen en el distrito con sorprendente celeridad aquellos dos caballeros de puños y botones no demasiado limpios que asistieron a la última encuesta del Coroner en Las Armas del Sol (pues, de hecho los ha traído a toda velocidad el activo y cumplidor bedel), e inician sus investigaciones en toda la plazoleta, se meten en la sala de Las Armas y escriben con plumas insaciables en papel finísimo. Primero anotan que en noches de vigilia, como ayer, hacia medianoche, el barrio de Chancery Lane cayó en un estado de la más intensa agitación y confusión por el descubrimiento alarmante y horroroso que se describe más adelante. Después exponen que como sin duda se recordará, hace algún tiempo se creó una sensación dolorosa en la opinión pública debido a un caso de muerte misteriosa por el opio ocurrida en el primer piso de la casa ocupada como comercio de ropavejería, artículos de segunda mano y marinos en general por un individuo excéntrico y dado a la bebida, de avanzada edad, llamado Krook, y, por una notable coincidencia, Krook fue testigo en la Encuesta celebrada en aquella ocasión en Las Armas del Sol, taberna de buena reputación, con pared medianera con el edificio de referencia por el lado de Poniente, con licencia de bebidas a nombres de un propietario muy respetable, el señor James George Bogsby. Después señalan (con el mayor número de palabras posible) cómo durante algunas horas de la tarde de ayer advirtieron los residentes de la plazoleta en la que ocurrió el trágico acontecimiento que constituye el tema de la presente relación un olor especial, olor que en algunos momentos llegó a ser tan fuerte que el señor Swills, vocalista cómico empleado profesionalmente por el señor J. G. Bogsby, ha declarado personalmente a nuestro redactor que mencionó a la señorita N. Melvilleson, dama con algunas pretensiones de talento musical, contratada asimismo por el señor J. G. Bogsby para dar una serie de recitales llamados Reuniones o Veladas Armónicas, que según parece se celebran en Las Armas del Sal, bajo la dirección del señor Bogsby, conforme a las Ordenanzas de Jorge II, que él (el señor Bogsby) encontraba su voz gravemente afectada por el estado impuro de la atmósfera, y que en aquellos momentos había dicho en broma y que se sentía «como una oficina de correos vacía, pues no le quedaba dentro ni una sola nota». Cómo este relato del señor Swills se ve enteramente corroborado por dos mujeres inteligentes, casadas, residentes en la misma plazoleta, y conocidas respectivamente por los nombres de señora Piper y señora Perkins, ambas de las cuales admitieron los fétidos efluvios, y consideraron que procedían del local ocupado por Krook, el infortunado fallecido. Todo esto y mucho más escriben sobre la marcha los dos caballeros, que han formado una sociedad amistosa durante la melancólica catástrofe, y los muchachos de la plazoleta (que han salido de la cama al instante) se cuelgan de las persianas de la sala de Las Armas del Sol para mirar por encima de sus cabezas lo que ellos escriben.
Toda la gente de la plazoleta, tanto adultos como muchachos, pasa esa noche en vela, y no pueden hacer más que abrigarse la cabeza y hablar de la malhadada casa, y contemplarla. La señorita Flite se ha visto valerosamente rescatada de sus aposentos, como si hubiera habido un incendio, y depositada en una cama en Las Armas del Sol, donde esa noche no se apaga el gas ni se cierra la puerta, pues cualquier tipo de acontecimiento público es rentable para el Sol, y hace que la plazoleta necesite reconfortarse. La casa no hacía tanto negocio en su digestivo con clavo, ni en aguardiente con agua caliente, desde que se celebró la Encuesta. En cuanto el mozo se enteró de lo que había pasado, se arremangó hasta el hombro y dijo: «¡Se nos van a echar encima!» Al primer clamor, el chico de los Piper se lanzó hacia el cuartel de bomberos, y volvió triunfante subido en la bomba «El Fénix», agarrado con todas sus fuerzas a aquella fabulosa criatura, en medio de cascos y linternas. Uno de los cascos se ha quedado atrás, después de investigar cuidadosamente todas las grietas y todos los intersticios, y se pasea en silencio ante la casa, acompañado de uno de los dos policías que se encargan también de la custodia. Todos los residentes de la plazoleta que poseen seis peniques muestran un deseo insaciable de mostrar hospitalidad líquida a este trío.
El señor Weevle y su amigo el señor Guppy están en el bar del Sol y valen su peso en oro líquido a la taberna mientras sigan allí.
—No es el momento de preocuparse por el dinero —dice el señor Bogsby, aunque él está muy atento, tras el mostrador, a lo que paga cada uno— ¡pidan ustedes lo que quieran, caballeros, y con mucho gusto les serviremos lo que deseen!
Ante este ruego, los dos caballeros (y especialmente el señor Weevle) desean tantas cosas que al cabo de un rato les resulta difícil manifestar con claridad lo que desean, aunque siguen relatando a los que van llegando una cierta versión de la noche que han pasado, y de lo que dijeron y de lo que vieron. Entre tanto, cada cierto tiempo aparece uno u otro de los dos policías, que abre la puerta de un empujón y mira desde las tinieblas exteriores. No es que sospeche nada, sino que más vale saber lo que está haciendo la gente ahí adentro.
Así va recorriendo la noche su lento camino, con la plazoleta todavía levantada a las horas más desusadas, mientras unos convidan y otros son convidados, como si la plazoleta se hubiera encontrado con una pequeña herencia inesperada. Y así, por fin, se va la noche en despaciosa retirada, y el farolero, que hace su ronda como el verdugo de un rey tiránico, va cortando las cabecitas de fuego que aspiraban a combatir la oscuridad. Y así, irremisiblemente, llega el día.
Y el día percibe, incluso con su nublado ojo londinense, que la plazoleta lleva toda la noche en pie. No sólo las cabezas que han caído soñolientas encima de las mesas, y de las piernas extendidas en el duro suelo y no en la cama, sino hasta la fisonomía de ladrillo y mortero de la propia plazoleta parece gastada y fatigada. Y ahora el resto del vecindario se despierta y empieza a enterarse de lo que ha pasado, y llega corriendo, a medio vestir, a preguntar de qué se trata, y a los dos policías y el casco (que aparentemente son mucho menos impresionables que la plazoleta) les resulta difícil guardar la puerta.
—¡Por Dios señores! —dice el señor Snagsby al llegar—. ¡Qué me han dicho!
—Pues es verdad —responde uno de los policías—. Precisamente. ¡Ahora, vamos; circulen!
—Pero Dios mío, señores —dice el señor Snagsby, que se siente bruscamente rechazado—, si anoche estuve yo en esta misma puerta, entre las 10 y las 11, charlando con el joven que vive arriba.
—¿Ah, sí? —replica el policía—. Pues entonces, vaya a encontrar al joven aquí al lado. Ahora, vamos, circulen algunos de ustedes.
—¿No le habrá pasado nada a él, espero? —pregunta el señor Snagsby.
—¿A él? No. ¿Por qué le iba a pasar?
El señor Snagsby, tan confuso que no puede responder a ésta ni a ninguna otra pregunta, se dirige a Las Armas del Sol y encuentra al señor Weevle que trata de reponerse con té y tostadas, y ostenta una considerable expresión de agotamiento nervioso y de haber fumado mucho.
—¡Y también el señor Guppy! —exclama el señor Snagsby—. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Todo esto parece cosa del destino! Y mi muj…
Las facultades de discurso del señor Snagsby lo abandonan cuando va a formular las palabras «mi mujercita». Pues se queda mudo de asombro al ver que esa dama ofendida entra en Las Armas del Sol a esas horas de la mañana y se queda ante el grifo de la cerveza con la mirada fija en él, como el espíritu de la acusación.
—Cariño mío —dice el señor Snagsby cuando recupera el habla—, ¿quieres tomar algo? ¿Un poco, para no andar con circunloquios, un poco de ponche?
—No —dice la señora Snagsby.
—Amor mío, ¿conoces a estos dos caballeros?
—¡Sí! —contesta la señora Snagsby, y reconoce rígidamente su presencia, mientras sigue contemplando fijamente al señor Snagsby.
El cariñoso señor Snagsby no puede soportar este trato. Toma de la mano a la señora Snagsby y la lleva a un lado, junto a un barril.
—Mujercita mía, ¿por qué me miras así? Te ruego que no lo hagas.
—No puedo cambiar mi forma de mirar —dice la señora Snagsby—, y aunque pudiera, no querría.
El señor Snagsby, con su tosecilla de sumisión, responde:
—¿De verdad que no querrías, cariño mío? —y medita— Luego tose con su tosecilla de preocupación y añade: —¡Es un misterio terrible, amor mío! —todavía terriblemente desconcertado por la mirada de la señora Snagsby.
—Así es —contesta la señora Snagsby meneando la cabeza—: un misterio terrible.
—Mujercita mía —exhorta el señor Snagsby con tono tristísimo—; te ruego, por el amor de Dios, que no me hables con tanta amargura ni me mires con esa expresión! Te ruego y te suplico que no lo hagas. Dios mío, ¿no irás a pensar que yo iba a causarle la Combustión espontánea, a nadie, cariño mío?
—No podría decirlo —responde la señora Snagsby.
Tras un examen apresurado de su triste posición, el señor Snagsby tampoco «podría decirlo». No puede negar positivamente que quizá haya tenido algo que ver con lo ocurrido. Ha tenido algo (no sabe cuánto) que ver con tantas circunstancias misteriosas a este respecto que quizá incluso esté implicado, sin saberlo, en este último suceso. Se pasa cansadamente un pañuelo por la frente y jadea.
—Vida mía —dice el infeliz papelero—, ¿tendrías alguna objeción a mencionar cómo es que tú, que sueles observar una conducta tan circunspecta, hayas venido a una taberna antes del desayuno?
—Y, ¿por qué has venido tú? —pregunta la señora Snagsby.
—Cariño mío, únicamente para recabar detalles del fatal accidente sufrido por la venerable persona que ha… combustionado —y el señor Snagsby sofoca un gemido—. Después iba a contártelo, querida mía, mientras te comías tu panecillo
—¡Seguro que sí! Tú siempre me lo cuentas todo, Snagsby.
—¿Todo, muj…?
—Me agradaría mucho —dice la señora Snagsby, tras contemplar con una sonrisa severa y siniestra cómo aumenta la confusión de su marido— que te vinieras a casa conmigo. Creo que allí estarás más a salvo que en ninguna otra parte, Snagsby.
—Amor mío, probablemente tienes razón, claro. Estoy listo.
El señor Snagsby echa una ojeada melancólica al bar, desea buenos días a los señores Weevle y Guppy, les asegura que se alegra mucho de ver que se encuentran ilesos y acompaña a la señora Snagsby cuando ésta sale de Las Armas del Sol. Antes de que llegue la noche, sus temores de que quizá sea él el responsable de alguna parte inconcebible de la catástrofe que es objeto de la conversación de todo el distrito quedan casi confirmados por la persistencia con que la señora Snagsby mantiene la vista fija en él. Sus sufrimientos mentales son tan grandes que juega vagamente con la idea de entregarse a la justicia y exigir que ésta lo exonere si es inocente, o lo castigue con todo el rigor de la ley, si es culpable.
El señor Weevle y el señor Guppy, tras consumir su desayuno, se dirigen a Lincoln’s Inn para darse un paseo por la plaza y quitarse de la cabeza todas las telarañas sombrías que se pueden disipar con un paseito.
—No puede haber momento más favorable que éste, Tony —dice el señor Guppy cuando ya han recorrido en silencio los cuatro lados de la plaza—, para que charlemos un rato sobre un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes.
—¡Te voy a decir una cosa, William G.! —replica el otro, contemplando a su compañero con ojos enrojecidos—. Si se trata de una conspiración, no te molestes en hablarme de ella. Ya estoy harto de eso, y no quiero volver a oír hablar del asunto. La próxima vez serás tú el que te incendies, o el que revientes de un estallido.
Ese fenómeno hipotético le parece tan desagradable al señor Guppy que le tiembla la voz cuando dice en tono moralizante:
—Tony, yo hubiera creído que lo que nos pasó anoche te había enseñado a no hacer observaciones personales en el resto de tus días.
A lo que le replica el señor Weevle:
—William, yo hubiera creído que a ti te habría enseñado a no volver a conspirar en el resto de tus días.
Ante lo cual el señor Guppy dice:
—¿Quién está conspirando?
Y el señor Weevle contrarreplica:
—¡Tú eres el que está conspirando!
Y el señor Guppy contesta:
—No es verdad.
Y el señor Weevle sostiene:
—¡Sí que lo es!
Y el señor Guppy niega:
—¿Quién lo dice?
Y el señor Weevle acusa:
—¡Lo digo yo!
Y el señor Guppy manifiesta:
—¡Eso es, acabáramos!
Con lo cual se hallan ambos en tal estado de agitación que siguen paseando un rato en silencio, con objeto de volver a serenarse.
—Tony —dice después el señor Guppy—, si escucharas a tu amigo, en lugar de ponerte a dar gritos, no cometerías estos errores. Pero eres de carácter arrebatado, y no tienes consideración. Cuando uno posee, como te ocurre a ti, Tony, todo lo necesario para cautivar la vista…
—¡Vamos, déjate de cautiverios! —interrumpe el señor Weevle—. ¡Di lo que tengas que decir!
Al ver que su amigo se halla de humor tan arisco y materialista, el señor Guppy se limita a expresar los sentimientos más delicados de su alma con el tono de dolor en el que vuelve a empezar:
—Tony, cuando te digo que hay un asunto en torno al cual tenemos que llegar a un entendimiento cuanto antes, lo digo independientemente de cualquier conspiración, por inocente que sea. Ya sabes que en todos los casos que van a juicio se decide profesionalmente de antemano qué datos van a aportar los testigos. ¿Conviene o no que sepamos qué datos vamos a aportar a la investigación sobre la muerte del pobre ti…, del pobre anciano? (El señor Guppy iba a decir «tirano», pero creo que «anciano» es mejor, dadas las circunstancias).
—¿Qué datos? Los datos.
—Los datos pertinentes para la encuesta. Son los siguientes —y el señor Guppy los va contando con los dedos—: lo que sabemos de sus costumbres; cuándo lo viste por última vez; en qué estado se hallaba entonces; el descubrimiento que hicimos.
—Sí —asiente el señor Weevle—, esos son los datos, más o menos.
—Hicimos el descubrimiento debido a que, en una de sus excentricidades, te había dado cita a medianoche para que le explicaras unos escritos, como ya habías hecho en otras ocasiones, porque él no sabía leer. Como yo estaba pasando la velada contigo, me llamaste abajo… y todo lo demás. Como la encuesta se refiere sólo a las circunstancias relativas a la muerte del difunto, no hace falta dar más que esos datos. ¿Estás de acuerdo?
—¡No! —replica el señor Weevle—. Vamos, creo que no.
—Entonces, ¿eso no es una conspiración? —dice, dolido, el señor Guppy.
—No —contesta su amigo—; si no es más que eso, retiro mi comentario.
—Bueno, Tony —observa el señor Guppy, que vuelve a tomar a su amigo del brazo y se pasea lentamente con él—, me gustaría saber, como amigos que somos, si has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa.
—¿Que quieres decir? —pregunta Tony, deteniéndose de repente.
—¿Has pensado en cuántas ventajas te puede reportar el seguir viviendo en esa casa? —repite el señor Guppy, que le hace volver a ponerse en marcha.
—¿En qué casa? ¿En esa casa? —y señala la tienda del ropavejero.
El señor Guppy asiente.
—Pues no estoy dispuesto a pasar ni una noche más ahí, aunque me ofrezcas todo el oro del mundo —dice el señor Weevle, al que se le salen los ojos de las órbitas.
—Pero, Tony, ¿lo dices de verdad?
—¡Que si lo digo de verdad! ¿Te parece que no lo digo de verdad? Creo que sí; tanto que sí —dice el señor Weevle con un escalofrío perfectamente auténtico.
—Entonces, Tony, ¿si te entiendo bien, la posibilidad o la probabilidad (pues debe considerarse que habíamos llegado hasta ese punto) de que nadie te discutiera jamás la posesión de aquellos efectos, que habían pertenecido en último lugar a un anciano solitario y aparentemente sin ninguna familia, y la seguridad de que pueden averiguar lo que efectivamente tenía guardado allí, todo eso no pesa nada en comparación con lo que pasó anoche? —pregunta el señor Guppy, mordiéndose el pulgar con el apetito que da la frustración.
—Desde luego que no. ¿Te parece tan fácil vivir ahí? —exclama indignado el señor Weevle—. Vete tú a vivir ahí.
—¡Vamos, Tony! —dice el señor Guppy en tono conciliador—. Yo nunca he vivido ahí, y ahora no me alquilarían una habitación, mientras que tú ya tienes una.
—Pues te la cedo —responde su amigo—, y, ¡puaf!, te puedes quedar a vivir en ella.
—Entonces, Tony, si bien te entiendo —señala el señor Guppy—, ¿efectiva y definitivamente renuncias a todo?
—¡En tu vida has dicho palabras más verdaderas! ¡Efectivamente! —contesta Tony con una firmeza de lo más convincente.
Mientras sostienen esa conversación entra en la plaza un coche de alquiler desde cuyo pescante se manifiesta al público un enorme sombrero de copa. Dentro del coche, y en consecuencia no tan manifiesto para la multitud, aunque sí para los dos amigos, pues el coche se detiene casi a los pies de éstos, se encuentran el venerable señor Smallweed y la señora Smallweed, acompañados por su nieta Judy.
El grupo llega con aires de prisa y de nerviosismo, y cuando el sombrero de copa (encasquetado en la cabeza del joven Smallweed) se apea, el mayor de los señores Smallweed saca la cabeza por la ventanilla y grita al señor Guppy:
—¿Cómo está usted, caballero? ¿Cómo está usted?
—¿Qué andarán haciendo por aquí el pollito y su familia a estas horas de la mañana? —se pregunta el señor Guppy, con un gesto dirigido a su otro amigo.
—Señor mío —inquiere el señor Smallweed—, ¿quiere hacerme usted un favor? ¿Tendrían usted y su amigo la amabilidad de llevarme a la taberna de la plazoleta, mientras Bart y su hermana llevan a su abuela? ¿Tendría usted la amabilidad de hacerle ese favor a un anciano, señor mío?
El señor Guppy mira a su amigo mientras repite en tono dubitativo: «¿A la taberna de la plazoleta?». Y se preparan a transportar la venerable carga a Las Armas del Sol.
—¡Ahí está el precio de la carrera! —dice el Patriarca al cochero con una mueca feroz y una amenaza de su puño atrofiado—. Como me pidas ni un penique más te echo encima a la policía. Mis jóvenes amigos, les ruego que me lleven con cuidado. Permítanme que los tome del cuello. Les aseguro que no apretaré más de lo necesario. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué cosas! ¡Pobres huesos míos!
Menos mal que Las Armas del Sol no está demasiado lejos, porque el señor Weevle parece estar a punto de sufrir una apoplejía antes de recorrer la mitad de la distancia. Pero sin que sus síntomas se agraven más allá de la emisión de gemidos diversos, expresivos de problemas respiratorios, desempeña la parte del transporte que le corresponde, y el benévolo anciano queda depositado, conforme a sus deseos, en la sala de Las Armas del Sol.
—¡Señor mío! —jadea el señor Smallweed mirando a su alrededor, acezante, desde su sillón—. ¡Ay, Dios mío! ¡Pobres huesos y espalda míos! ¡Me duele todo! ¡Siéntate, cacatúa siniestra, vagabunda, trepadora, inconstante, charlatana! ¡Siéntate!
Este pequeño apóstrofe a la señora Smallweed está causado por la propensión de la infortunada anciana, siempre que se encuentra de pie, a pasearse y hacer una reverencia a objetos inanimados, acompañándose con chasquidos de la lengua, como en un baile de brujas. Es probable que estas demostraciones tengan tanto que ver con una afección nerviosa como con alguna intención imbécil por parte de la pobre anciana, pero en esta ocasión son tan animadas en relación con la butaca Windsor, gemela de la que acomoda al señor Smallweed, que la mujer no desiste del todo hasta que sus nietos la obligan a sentarse en ella, mientras su amo y señor le atribuye con gran animación el epíteto de «corneja, cabeza de cerdo», que repite un número sorprendente de veces.
—Estimado señor mío —procede después a decir el Abuelo Smallweed, dirigiéndose al señor Guppy—, aquí ha ocurrido una calamidad. ¿Se ha enterado de ella alguno de ustedes?
—¡Qué si nos hemos enterado! ¡Pero si la descubrimos nosotros!
—La descubrieron ustedes. ¡La descubrieron ustedes dos! ¡Bart, las descubrieron ellos!
Los dos descubridores se quedan contemplando a los Smallweed, que les devuelven el cumplido.
—Mis queridos amigos —gime el Abuelo Smallweed, alargando ambas manos—, les debo mil gracias por haber tenido el melancólico deber de descubrir las cenizas del hermano de la señora Smallweed.
—¿Eh? —exclama el señor Guppy.
—El hermano de la señora Smallweed, querido amigo mío…, su único pariente. No nos tratábamos, lo cual es de lamentar ahora, pero es que él nunca quiso tratarse. No nos tenía afecto. Era excéntrico, muy excéntrico. Si no ha dejado testamento (caso nada probable), solicitaré que se me nombre administrador de sus bienes. He venido a ver en qué consisten; hay que sellarlos, hay que protegerlos. He venido —repite el Abuelo Smallweed, atrayendo hacia sí el aire de la sala con los diez dedos ganchudos a la vez— a cuidar de sus bienes.
—Creo, Smallweed —dice el desconsolado señor Guppy—, que podrías haber mencionado que el viejo era tío tuyo.
—Vosotros dos no hablabais nunca de él, así que creí preferible hacer yo lo mismo —replica el pajarraco, con una mirada que oculta un misterio—. Además, yo no estaba muy orgulloso de él.
—Y además, la verdad es que a ustedes no les importaba nada que fuera tío nuestro o no —dice Judy, en quien también se advierte una mirada de misterio.
—Nunca me vio en su vida, para conocerme —observa Small—, ¡así que no sé por qué iba yo a presentarlo a él!
—No, nunca se comunicaba con nosotros, lo que es de lamentar —interviene el anciano—, pero he venido a cuidar de sus bienes, a ver qué papeles hay y a cuidar de los bienes. Haremos valer nuestros derechos. Lo he puesto en manos de nuestro abogado. El señor Tulkinghorn, de Lincoln’s Inn Fields, justo aquí al lado, ha tenido la bondad de actuar como abogado mío, y les aseguro que no es hombre que se chupe el dedo. Krook era el único hermano de la señora Smallweed; ella no tenía más parientes que Krook, y Krook no tenía más familia que la señora Smallweed. Estoy hablando de tu hermano, escarabajo infernal, que tenía setenta y seis años.
La señora Smallweed empieza inmediatamente a menear la cabeza y a gritar:
—¡Setenta y seis libras y siete chelines y siete peniques! ¡Setenta y seis mil bolsas de dinero! ¡Siete mil seiscientos millones de fajos de billetes de banco!
—¿Quiere alguien darme un jarro? —exclama su exasperado marido, que mira impotente en su derredor y no encuentra ningún proyectil a su alcance—. ¿Quiere alguien pasarme una escupidera, por favor? ¿No hay nadie que me pase algo duro y picudo con que arrearla? ¡So bruja, so gata, so perra, so diabla! —Y el señor Smallweed, excitadísimo, por su propia elocuencia, tira a Judy encima de su abuela a falta de algo mejor, para lo cual empuja a la joven virgen hacia la anciana con todas sus escasas fuerzas, y después se derrumba en su silla.
—Que alguien tenga la bondad de darme una sacudida —dice la voz que sale del montoncillo de ropa en que se ha convertido, y que se agita débilmente—. He venido a cuidar de los bienes. Que me den una sacudida y que llamen a la policía que está de servicio en la casa de al lado, para que le explique lo de los bienes. Dentro de poco llegará mi abogado a proteger los bienes. ¡Al exilio o a galeras con quien se atreva a tocar los bienes!
Cuando sus dóciles nietos lo ayudan a incorporarse y le hacen pasar por el habitual proceso de restablecimiento a base de sacudidas y puñetazos, sigue repitiendo como un eco: «¡Los bienes! ¡Los bienes… bienes!».
El señor Weevle y el señor Guppy se miran el uno al otro; el primero como si hubiera renunciado a todo el asunto; el segundo, con gesto de inquietud, como si todavía le quedara alguna esperanza leve. Pero nada se puede oponer a los intereses del señor Smallweed. Llega el pasante del señor Tulkinghorn desde su reclinatorio oficial en el bufete, a mencionar a la policía que puede dirigirse al señor Tulkinghorn para recibir información acerca de los herederos, y que en su debido momento se tomará la debida posesión oficial de todos los documentos y efectos. Inmediatamente se permite al señor Smallweed afirmar su supremacía hasta el punto de llevarlo a hacer una visita sentimental a la casa de al lado, y después lo suben por las escaleras hasta la habitación de la señorita Flite, donde parece como si fuera un feo pájaro de presa recién añadido a la pajarera de la señorita Flite.
Como pronto se conoce en la plazoleta la llegada de este heredero inesperado, el Sol sigue haciendo negocio y los habitantes siguen animados. La señora Piper y la señora Perkins opinan que es una lástima por el joven si de verdad no hay testamento, y consideran que debería hacérsele un buen regalo con cargo al patrimonio. El joven Piper y el joven Perkins, como miembros del inquieto círculo juvenil que tiene aterrados a los peatones de Chancery Lane, se pasan el día reduciéndose a cenizas detrás de la bomba y bajo el arco, y sobre sus restos se exhalan grandes gritos y voces. Little Swills y la señorita M. Melvilleson inician una amable conversación con sus admiradores, pues consideran que acontecimientos tan desusados eliminan las barreras entre los profesionales y los no profesionales. El señor Bogsby anuncia «¡La popular canción de SU MAJESTAD LA MUERTE! con coros y por toda la compañía», como gran espectáculo armónico de la semana, y anuncia en el cartel que «Se ha inducido a J. G. B. a interpretarla a un costo considerable, como consecuencia de un deseo generalmente expresado en el bar por un grupo numeroso de personas respetables, y como homenaje a un reciente y triste acontecimiento que ha creado gran sensación». Hay algo relacionado con el fallecido que causa especial preocupación en la plazoleta: es decir, que debe mantenerse la ficción de un ataúd de tamaño normal, aunque haya tan poco que meter en él. Cuando el enterrador dice en el bar del Sol ese mismo día que ha recibido órdenes de construir uno «de seis pies», la preocupación general se ve muy aliviada, y se considera que la conducta del señor Smallweed le honra mucho.
Fuera de la plazoleta, y a gran distancia de ella, también se ha producido una conmoción considerable, pues vienen a estudiar el caso hombres de ciencia y filósofos, y en la esquina se detienen carruajes de los que se apean médicos que llegan con las mismas intenciones, y se producen más conversaciones eruditas acerca de gases inflamables y de hidrógeno fosforado de lo que jamás podría imaginarse la plazoleta. Algunas de esas autoridades (naturalmente, las más sabias) mantienen indignadas que el difunto no tenía por qué morir como dicen, y cuando otras autoridades les recuerdan las pruebas que hay de muertes así, reimpresas en el sexto volumen de Philosophical Transactions, así como en un libro no del todo desconocido de jurisprudencia Médica Inglesa, así como el caso ocurrido en Italia de la Condesa Cornelia Baudi, expuesto con todo detalle por un tal Blanchini, prebendario de Verona, que escribió alguna que otra obra erudita, así como el testimonio de los señores Foderé y Mere, dos franceses pestilentes que se empeñaron en investigar el tema, además del testimonio en corroboración de Monsieur Le Cat, cirujano francés que fue bastante célebre y que tuvo la terrible idea de vivir en una casa en la que ocurrió uno de esos casos, siguen considerando que la terquedad del difunto señor Krook al irse de este mundo de forma tan desusada, es algo totalmente injustificado y personalmente ofensivo. Cuanto menos entiende la plazoleta de todo esto, más le gusta, y más disfruta con el contenido de Las Armas del Sol. Entonces llega el artista de una revista ilustrada, con una plantilla de un primer plano y unas siluetas dibujada de antemano y lista para cualquier tema, desde un naufragio en la costa de Cornualles hasta un desfile en Hyde Park o un mitin en Manchester, y en la sala de la señora Perkins, que queda inmortalizada para siempre, introduce en la plantilla la casa del señor Krook de tamaño natural, a la que convierte en un auténtico Temple. Análogamente, cuando se le permite mirar por la puerta del aposento de autos, representa ese apartamento como si tuviera tres cuartos de milla de largo y 50 yardas de alto, lo cual encanta especialmente a la plazoleta. Durante todo este tiempo, los dos caballeros antes mencionados entran y salen de cada casa, ayudan en las disputas filosóficas, van a todas partes y escuchan a todo el mundo, y además se pasan el tiempo entrando en el salón del Sol y escriben con sus plumillas insaciables en su papel finísimo.
Por fin llega el Coroner a realizar su encuesta, igual que antes, salvo que al Coroner le gusta el caso porque se sale de lo ordinario, y dice a título privado a los señores del jurado, que «parece que la casa de al lado está gafada, señores, que es una casa malhadada, pero son cosas que vemos a veces, y se trata de misterios explicables». Después de lo cual entra en acción el ataúd de seis pies, que todos admiran.
En todos estos procedimientos el señor Guppy desempeña un papel tan pequeño, salvo cuando hace su declaración, que lo hacen circular como si fuera un cualquiera, y no puede contemplar la casa misteriosa sino desde fuera, desde donde sufre la humillación de ver cómo el señor Smallweed echa el candado a la puerta, y comprende con amargura que no le permiten la entrada. Pero antes de que terminen los procedimientos, es decir, la noche siguiente a la de la catástrofe, el señor Guppy tiene algo que decir, y ha de decírselo a Lady Dedlock.
Motivo por el cual, con el ánimo encogido y con un sentimiento deprimente de culpabilidad, producido por el miedo y la vigilia, más los efectos de Las Armas del Sol, el joven llamado Guppy se presenta en la mansión capitalina hacia las siete de la tarde y solicita ver a Milady. Mercurio replica que va a salir a cenar, ¿no ve el carruaje que hay a la puerta? Sí, sí que ve el carruaje que hay a la puerta, pero también quiere ver a Milady.
Mercurio está dispuesto, como dice poco después a un caballero de la casa que es colega suyo, a «darle una patada al jovencito», pero ha recibido unas instrucciones muy claras. En consecuencia, supone malhumorado que el joven puede subir a la biblioteca. Allí deja al joven en una sala amplia, no muy bien iluminada, mientras comunica su llegada.
El señor Guppy escudriña las sombras en todas direcciones, y por todas partes ve un montoncillo de carbón o de madera quemado y blanco. Al cabo de un rato oye un roce. ¿Es…? No, no es un fantasma, sino un hermoso cuerpo de sangre y hueso, brillantemente ataviado.
—Pido perdón a Milady —tartamudea el señor Guppy, muy afligido—. Es un mal momento…
—Le dije que podía venir en cualquier momento —le recuerda Milady, tomando una silla y mirándolo a los ojos igual que la última vez.
—Gracias, Milady. Milady es muy amable.
—Puede usted sentarse —su tono no es muy afable.
—No sé, Milady, si merece la pena que me siente y que Milady pierda el tiempo. Porque… porque no tengo las cartas que mencioné cuando tuve el honor de visitar a Milady.
—¿Y ha venido usted sólo para decirme eso?
—Sólo para decirle eso, Milady. —El señor Guppy, además de sentirse deprimido, desanimado e incómodo, se siente todavía más desconcertado por el esplendor y la belleza de Milady. Ella sabe perfectamente qué influencia tienen ambas cosas; lo ha estudiado demasiado bien como para perder ni un ápice de ese efecto en nadie. Cuando ella lo mira de manera tan fija y tan fría, él no sólo adquiere conciencia de que carece de toda orientación, del menor vislumbre de sus intenciones, sino también de que a cada momento, por así decirlo, se va distanciando más y más de ella.
Es evidente que ella no va a hablar, así que ha de hacerlo él.
—En resumen, Milady —dice el señor Guppy, como un ladronzuelo arrepentido—, la persona que me iba a proporcionar las cartas ha tenido un fin repentino, y… —Se detiene. Lady Dedlock termina lentamente la frase:
—¿Y las cartas han quedado destruidas junto con esa persona?
El señor Guppy diría que no, si pudiera, pero es incapaz de disimular.
—Eso creo, Milady.
¿Qué pasaría si pudiera él ver en este momento el brillo de alivio en la cara de Milady? No, no podría verlo, aunque el valeroso exterior de ella no lo turbara totalmente y él no estuviera mirando más allá de ese exterior y en su derredor.
Murmura una o dos excusas torpes por su fracaso.
—¿No tiene usted nada más que decir? —pregunta Lady Dedlock tras oír sus palabras, dentro de lo poco audible que son sus murmullos.
El señor Guppy cree que nada más.
—Más vale que esté usted seguro de que no tiene nada más que decirme, dado que es la última vez que tendrá usted la oportunidad.
El señor Guppy está completamente seguro. Y, de hecho, en estos momentos no desea decir nada más, en absoluto.
—Basta. Ahórrese usted sus excusas. ¡Buenas noches! —y llama a Mercurio para que acompañe a la puerta al joven llamado Guppy.
Pero a aquella casa, en aquel momento, llega un anciano llamado Tulkinghorn. Y ese anciano, que ha llegado con su paso silencioso a la biblioteca, tiene en ese momento la mano en el picaporte, entra y se encuentra frente a frente con el joven que sale de allí.
Una mirada entre el anciano y la dama, y durante un instante la persiana, que siempre está bajada, sube hasta arriba. Por ella mira la sospecha, inmediata y penetrante. Otro instante y se vuelve a bajar.
—Mis excusas, Lady Dedlock. Le presento mis excusas. Es tan raro encontrarla a usted aquí a estas horas. Supuse que la biblioteca estaba vacía. ¡Mis excusas!
—¡Quédese! —le dice ella, despreocupada—. Le ruego que se quede aquí. Voy a salir a cenar. No tengo nada más que hablar con este joven.
El desconcertado joven hace una reverencia de despedida y manifiesta abyectamente la esperanza de que el señor Tulkinghorn de los Fields esté bien.
—¿Sí, sí? —dice el abogado, que lo mira bajo las cejas fruncidas, aunque él es de los que no necesitan mirar dos veces—. Usted es de Kenge y Carboy, ¿verdad?
—De Kenge y Carboy, señor Tulkinghorn. Me llamo Guppy, señor.
—Claro. Bueno, gracias, señor Guppy. Me encuentro muy bien.
—Me alegro de saberlo, señor. Nunca se encontrará usted demasiado bien, señor, para el bien de la profesión.
—¡Muchas gracias, señor Guppy!
El señor Guppy se marcha discretamente. El señor Tulkinghorn, cuyo negro atavío, anticuado y descolorido, contrasta tanto con la brillantez del de Lady Dedlock, acompaña a ésta por la escalera hasta llegar al carruaje. Vuelve frotándose la barbilla, y se la sigue frotando mucho a lo largo de la velada.