Casa desolada

48. Se estrecha el cerco

48. Se estrecha el cerco

La casa de Lincolnshire ha vuelto a cerrar sus mil ojos, y la casa de la ciudad ha despertado. En Lincolnshire los Dedlock del pasado dormitan en sus marcos y el viento sordo murmura por el salón largo como si los Dedlock respirasen regularmente. En la ciudad, los Dedlock del presente recorren en sus carruajes de ojos de fuego la oscuridad de la noche, los mercurios de los Dedlock, con cenizas (o polvos) en la cabeza, como síntomas de su gran humildad, perecean a lo largo de las lentas mañanas ante las pequeñas ventanas del vestíbulo. El gran mundo (orbe gigantesco de cinco millas de diámetro) gira a toda velocidad, y el sistema solar funciona respetuosamente a la distancia indicada.

Donde más densa es la multitud, más brillantes las luces, donde todos los sentidos se regalan con las mayores delicadezas y refinamientos, allí está Lady Dedlock. Nunca está ausente de las luminosas alturas que ha ido escalando y conquistando. Aunque ha desaparecido la idea que antes tenía ella de sí misma, de que podía reservar todo lo que quisiera bajo su capa de orgullo; aunque no está segura de lo que es para quienes la rodean, ahí seguirá otro día más; no está en su carácter el ceder o inclinarse cuando la están mirando ojos envidiosos. Dicen de ella que en estos últimos tiempos está más bella y más altiva. El primo debilitado dice de ella que «es hermosa como para mil mujeres, ¿sabéis?… pero, ¿cómo te lo diría? de un tipo algo alarmante, ¿no?… De hecho le recuerda a uno a… esa mujer tan desagradable… de esa que lo mismo se pone a insultar a todo el mundo… la de, cómo se llama, Shakespeare, ¿no?».

El señor Tulkinghorn no dice nada ni hace un gesto. Ahora, igual que siempre, se lo ve en las puertas de los salones, con su corbatín blanco y blando retorcido en su nudo anticuado, recibiendo los favores de los Pares del Reino, e impasible. De todos los hombres, sigue siendo el último del mundo del que cabría esperar que tuviera alguna influencia sobre Milady. De todas las mujeres del mundo, ella es la última de la que cabría suponer que le tuviera miedo.

Hay algo en lo que ella piensa constantemente desde su última entrevista en la habitación de la torreta de Chesney Wold. Ahora ha decidido desembarazarse de ese peso y está dispuesta a hacerlo.

Es por la mañana en el gran mundo; por la tarde según el sol que va bajando. Los mercurios, agotados de tanto mirar por las ventanas, están reposando en el vestíbulo, y bajan las cabezas; bellas criaturas, como girasoles demasiado maduros. También al igual que ellos lucen muchos dorados en forma de chapas y cordones. En la biblioteca, Sir Leicester se ha dormido por el bien del país, mientras leía el informe de una comisión parlamentaria. Milady está sentada en el aposento en que concedió audiencia al joven llamado Guppy. Con ella está Rosa, que le ha estado escribiendo cartas y leyendo. Ahora Rosa está bordando algo muy bonito, y mientras inclina la cabeza sobre su labor, Milady la contempla en silencio. No es la primera vez hoy que hace lo mismo.

—Rosa.

La bonita cara pueblerina se vuelve iluminada hacia arriba. Después, al ver lo seria que está Milady, hace un gesto de sorpresa y confusión.

—Ve a ver la puerta. ¿Está cerrada?

Sí. Rosa va a ella y vuelve, con expresión todavía más sorprendida.

—Voy a hacerte una confidencia, hija mía, pues sé que puedo confiar en tu lealtad, por no decir tu criterio. Al hacértela no voy a disimular nada. Pero confío en ti. No digas a nadie nada de lo que vas a oír.

La pequeña belleza tímida promete con gran seriedad que merecerá esa confianza.

—¿Sabes? —dice Lady Dedlock, con un gesto para que acerque más la silla—, ¿sabes, Rosa, que contigo soy diferente que con todos los demás?

—Sí, Milady. Mucho más amable. Pero es que muchas veces pienso que yo conozco a Milady tal como es de verdad.

—¿Muchas veces piensas que me conoces tal como soy de verdad? ¡Pobre hija, pobre hija!

Lo dice con una especie de desdén, pero no hacia Rosa, y se queda pensativa, mirándola soñadoramente.

—¿Crees Rosa que eres para mí un alivio y un descanso? ¿Supones que como eres joven y natural y me tienes cariño y gratitud, es para mí un placer tenerte a mi lado?

—No sé, Milady; apenas si puedo esperarlo. Pero es lo que deseo de todo corazón…

—Y así es, pequeña.

La carita guapa se retiene, en su rubor de placer, ante la sombría expresión en la bella cara que tiene ante sí. Busca tímidamente una explicación.

—Y si fuera a decirte hoy: «¡Vete! ¡Abandóname!», te diría algo que significaría para mí un gran dolor y una gran inquietud, niña, y que me dejaría muy solitaria.

—¡Milady! ¿La he ofendido en algo?

—En nada. Ven aquí.

Rosa se inclina en su taburete a los pies de Milady. Milady, con el mismo toque maternal que en la famosa velada con el metalúrgico, le pone una mano en el pelo oscuro y la mantiene en él suavemente.

—Te he dicho, Rosa, que deseaba tu felicidad, y que si podía hacer feliz a alguien en este mundo, sería a ti. No puedo. Por razones que acabo de conocer, razones que no son culpa tuya en nada, ahora es mucho mejor que no sigas aquí. No debes seguir aquí. He decidido que no sigas. He escrito al padre de tu enamorado y va a venir hoy. Todo ello lo he hecho por ti.

La muchacha, llorosa, le llena la mano de besos y pregunta ¿qué va a hacer, qué va a hacer cuando se separe de ella? Su señora le da un besó en la mejilla y no responde.

—Y ahora, hija mía, sé feliz en circunstancias mejores que éstas. ¡Deja que te quieran y sé feliz!

—Ay, Milady, a veces he pensado, perdóneme por tomarme esta libertad, pero he pensado que Milady no era feliz.

—¡Yo!

—¿Será más feliz cuando me haya ido? Le ruego, le imploro que lo vuelva a pensar. ¡Déjeme quedarme algún tiempo más!

—Ya te he dicho, hija mía, que lo que hago lo hago por ti, no por mí. Lo que soy para ti, Rosa es lo que soy ahora: no lo que seré dentro de poco. Recuérdalo y no se lo digas a nadie. ¡Recuérdalo, y así termina todo entre nosotras!

Se aparta de su ingenua compañera y sale del aposento. A media tarde, cuando vuelve a aparecer en la escalera, se halla en su estado más frío y altivo. Tan indiferente como si toda pasión, todo sentimiento, todo interés, hubieran desaparecido en los albores de la existencia del mundo y hubieran desaparecido con todos los monstruos del pasado.

Mercurio ha anunciado al señor Rouncewell, que es la causa de su aparición. El señor Rouncewell no está en la biblioteca, pero a la biblioteca es adonde va ella. Allí está Sir Leicester, y quiere hablar primero con él.

—Sir Leicester, quería… pero veo que estás ocupado.

¡No, Dios mío! En absoluto. No es más que el señor Tulkinghorn.

Siempre a mano. Se cierne por todas partes. No hay un momento de descanso ni de seguridad con él.

—Mil excusas, Lady Dedlock. ¿Permiten que me retire?

Con una mirada que dice claramente: «Sabe usted de sobra que tiene poder para quedarse si quiere», le dice que no es necesario, y avanza hacia una silla. El señor Tulkinghorn, con su torpe reverencia, se la acerca un poco y se retira a una ventana frente a ella. Al interponerse entre ella y la última luz del día en la calle ya silenciosa, su sombra cae sobre Milady y todo queda a oscuras ante ella. Hasta en eso le oscurece la vida.

Es una calle tranquila en las mejores de las condiciones, donde dos largas filas de casas se contemplan mutuamente con tal severidad que media docena de sus mayores mansiones parecen haberse quedado de piedra a fuerza de contemplarse, en lugar de haberse construido desde un principio con ese material. Es una calle de una grandiosidad tan terrible, tan decidida a no condescender a la vitalidad, que las puertas y las ventanas tienen una condición sombría propia, con su pintura negra y su polvo; y los establos llenos de ecos que hay en las traseras tienen un aspecto seco y macizo, como si estuvieran destinados a albergar los corceles de piedra de nobles estatuas. Un encaje complicado de hierro se entrelaza sobre las escaleras de esta calle terrible, y desde las fincas petrificadas los extintores de faroles anticuados contemplan el gas advenedizo. Acá y acullá un anillo corroído de hierro por el que los muchachos aspiran a hacer pasar las gorras de sus amigos (único uso actual) mantiene su lugar entre el follaje oxidado, consagrado a la memoria del petróleo desaparecido. E incluso queda el mismo petróleo, que sigue ardiendo a largos intervalos en un absurdo cacharrito de vidrio con un pomo en forma de ostra en el fondo, que guiña malhumorado a las luces nuevas que aparecen cada noche, igual que su dueño fracasado lo hace en la Cámara de los Lores.

Por consiguiente, no es mucho lo que Lady Dedlock, sentada en su silla, podría desear ver por la ventana ante la que está el señor Tulkinghorn. Y sin embargo, sin embargo, mira en esa dirección, como si en el fondo de su corazón deseara que esa figura se quitara de en medio. Sir Leicester pide excusas a Milady. ¿Qué le iba a decir?

—Únicamente que ha venido el señor Rouncewell (a quien he convocado yo), y que más vale que pongamos fin a la cuestión de esa chica. Estoy ya aburrida del asunto.

—¿Qué puedo hacer yo… para ayudar en él? —pregunta Sir Leicester, sumido en tremendas dudas.

—Vayamos a verlo inmediatamente y terminemos con ello. ¿Puede decirles que lo hagan subir?

—Señor Tulkinghorn, tenga usted la bondad de llamar. Gracias. Solicite —dice Sir Leicester a Mercurio, sin recordar de momento el título correcto que emplear—, solicite al señor metalúrgico que venga aquí.

Mercurio sale en busca del señor metalúrgico, lo encuentra y lo trae. Sir Leicester recibe a la persona ferruginosa con amabilidad.

—Espero que se encuentre usted bien, señor Rouncewell. Tome asiento (mi abogado, el señor Tulkinghorn). Señor Rouncewell, Milady deseaba —y Sir Leicester lo traslada hábilmente con un gesto solemne de la mano—, deseaba hablar con usted. ¡Ejem!

—Con mucho gusto —responde el señor metalúrgico— escucharé atentamente todo lo que Lady Dedlock me haga el honor de comunicarme.

Al volverse hacia ella se encuentra con que la impresión que le causa es menos agradable que la última vez. Su aire distante y arrogante establece un ambiente frío en su derredor, y su actitud no tiene nada que aliente a la franqueza, como la última vez.

—Caballero —dice Lady Dedlock—, le ruego me permita preguntar si han hablado usted y su hijo acerca del capricho de este último.

Casi resulta demasiado molesto para sus ojos lánguidos mirar hacia él cuando le hace esta pregunta.

—Si no me falla la memoria, Lady Dedlock, dije cuando tuve el placer de ver a ustedes anteriormente, que aconsejaría seriamente a mi hijo que dominara ese… capricho —y el metalúrgico repite la expresión de ella con un cierto énfasis.

—Y, ¿lo ha hecho usted?

—¡Ah! ¡Naturalmente que sí!

Sir Leicester hace un gesto que es al mismo tiempo de aprobación y de confirmación. Muy correcto. Como el señor metalúrgico dijo que iba a hacerlo, estaba obligado a hacerlo. En este respecto no hay diferencia entre los metales comunes y los preciosos. Muy correcto.

—Y, dígame, ¿lo ha hecho él?

—Realmente, Lady Dedlock, no puedo darle una respuesta clara. Me temo que no. Probablemente todavía no. La gente de mi clase a veces añade a nuestros… caprichos una intención seria, lo cual hace que no resulten fácilmente renunciables. Creo que tenemos costumbres bastante tenaces.

Sir Leicester teme que esta expresión sea un poco Watt Tyleresca, y se irrita un tanto. El señor Rouncewell es perfectamente cortés y amable, pero dentro de esos límites es evidente que adapta su tono a la acogida de que ha sido objeto.

—Porque —continúa Milady— he estado pensando en este tema, que ya me está cansando.

—Lo lamento mucho, sinceramente.

—Y también en lo que dijo Sir Leicester al respecto, con lo cual estoy perfectamente de acuerdo (Sir Leicester se siente halagado), y si no nos puede usted dar la garantía de que se le ha pasado su capricho, he llegado a la conclusión de que lo mejor es que la muchacha se vaya de mi lado.

—No le puedo dar esa garantía, Lady Dedlock. En absoluto.

—Entonces es mejor que se vaya.

—Perdón, Milady —interrumpe cortésmente Sir Leicester—, pero es posible que con eso se haga un grave daño a la joven, daño que no se ha merecido. Se trata de una muchacha —dice Sir Leicester, que expone, magnífico, el asunto con la mano derecha, como si fuera un plato de comida— que ha tenido la fortuna de atraer la atención y el cariño de una dama eminente y de vivir, bajo la protección de esa dama eminente, rodeada de todas las ventajas que confiere una posición así, y que sin duda son muy grandes (le aseguro que sin duda son muy grandes, señor mío) para una joven de su condición. Entonces se plantea la cuestión: ¿debe esa joven verse privada de esas múltiples ventajas y de esa buena fortuna sencillamente porque haya atraído la atención del hijo del señor Rouncewell? Díganme, ¿merece ella ese castigo? ¿Es justo para con ella? ¿Es ése el entendimiento al que habíamos llegado anteriormente? —termina de decir Sir Leicester con una inclinación exculpatoria, pero digna, de la cabeza hacia el metalúrgico.

—Con su permiso —interviene el padre del hijo del señor Rouncewell—. ¿Me permite, Sir Leicester? Creo que yo puedo abreviar la cuestión. Le ruego que no tenga ese aspecto en cuenta. Si recuerda usted algo de tan poca importancia (lo que no es de esperar), recordará que mi primera actitud en este asunto fue la de oponerme a que siguiera aquí ella.

¿No tener en cuenta la protección de los Dedlock? ¡Oh! Sir Leicester está obligado a dar crédito a un par de oídos que le han sido legados por una familia como la suya, pues de lo contrario quizá no diera crédito a lo que le hacen comprender las observaciones de ese señor de los metales.

—No es necesario —observa Milady con su voz más fría, antes de que él pueda hacer otras cosas que dar suspiros de sorpresa— que ninguna de las partes entre en esos aspectos. La muchacha es muy buena; no tengo nada en absoluto que decir en contra suya, pero hasta tal punto no comprende sus múltiples ventajas ni su buena fortuna, que está enamorada (o la pobrecilla cree estarlo) y es incapaz de apreciarlas.

Sir Leicester pide permiso para observar que eso modifica totalmente las cosas. Está seguro de que Milady tiene los mejores motivos y razones para apoyar su opinión. Está completamente de acuerdo con Milady. Lo mejor es que la muchacha se vaya.

—Señor Rouncewell, como observó Sir Leicester en la última ocasión, cuando nos sentimos fatigados por este asunto —continúa diciendo lánguidamente Lady Dedlock—, no podemos establecer condiciones con usted. Sin condiciones, y en las circunstancias actuales, la chica no tiene sitio aquí y es mejor que se vaya. Ya se lo he dicho. ¿Prefiere usted que la hagamos volver al pueblo, o prefiere llevarla consigo, o qué prefiere usted que se haga?

—Lady Dedlock, si puedo hablar sinceramente…

—Desde luego.

—… preferiría hacer lo que antes alivie a ustedes de la molestia y la saque a ella de su situación actual.

—Y para hablar con la misma sinceridad —responde ella con la misma negligencia estudiada—, eso es lo que prefiero yo. ¿He de entender que se la lleva usted?

El señor metalúrgico hace una reverencia metálica.

—Sir Leicester, ¿quieres llamar? —Pero el señor Tulkinghorn se adelanta desde la ventana y tira de la campanilla—. Me había olvidado de usted. Gracias. —Él hace su reverencia acostumbrada y vuelve en silencio a su lugar. Aparece Mercurio, siempre tan rápido, recibe instrucciones sobre a quién tiene que traer, desaparece, trae a la recién llamada y se va.

Rosa ha estado llorando y se siente inquieta. Cuando entra, el metalúrgico se levanta de la silla, la toma del brazo y se queda con ella junto a la puerta, listo para irse.

—Ya ves que estás bien atendida —dice Milady con su voz cansada—, y que quedas en buenas manos. He mencionado que eres muy buena chica, y no tienes motivos para llorar.

—Después de todo —observa el señor Tulkinghorn, que da unos pasitos adelante, con las manos a la espalda— parece que llora porque se va.

—Bueno, es que no tiene mucha educación, ya ve —responde el señor Rouncewell de manera un tanto abrupta, como si celebrase poderse revolver contra el abogado—, y la pobrecita no tiene experiencia y no comprende. No cabe duda, señor mío, de que de haberse quedado aquí habría mejorado mucho.

—No cabe duda —es la respuesta mesurada del señor Tulkinghorn.

Rosa gime que siente mucho dejar a Milady y que ha sido muy feliz en Chesney Wold y ha sido muy feliz con Milady y da las gracias a Milady una vez tras otra.

—¡Vamos, tontita —dice el metalúrgico, frenándola en voz baja, aunque sin enfurecerse—, si tienes cariño a Watt, ten valor!

Milady se limita a hacerle un gesto indiferente con la mano y decir:

—¡Vamos, vamos, hija! Eres una buena chica. ¡Vete!

Sir Leicester ha procedido a abandonar magníficamente el tema y se ha retirado al santuario de su levita azul. El señor Tulkinghorn, que ahora es una forma indistinta colocada contra el fondo oscuro de la calle, que se empieza a tachonar de faroles, aparece a la vista de Milady más grande y más negro que antes.

—Sir Leicester y Lady Dedlock —dice el señor Rouncewell tras una pausa de unos momentos—, con su permiso me despido de ustedes y me excuso por haberlos molestado, aunque no por mi propia voluntad, con este fatigoso asunto. Les aseguro que entiendo muy bien lo fatigoso que debe hacerle sido algo de tan poca monta a Lady Dedlock. Si tengo alguna duda acerca de mi propio comportamiento es por no haber ejercido antes mi influencia, discretamente, para llevarme a mi joven amiga sin molestar a ustedes para nada. Pero me pareció (supongo que por ganas de aumentar la importancia de la cuestión) que lo más respetuoso era explicar a ustedes cómo estaban las cosas, y lo más sincero consultar lo que ustedes deseaban y preferían. Espero que excusen ustedes mi falta de familiaridad con un mundo en que las buenas formas tienen más importancia.

Sir Leicester considera que estas observaciones lo invocan para salir del santuario:

—Señor Rouncewell —replica—, no tiene importancia. Espero que no hagan falta explicaciones por ninguna de las partes.

—Celebro saberlo, Sir Leicester, y si se me permite a modo de despedida, repetiré lo que ya he dicho acerca de la larga relación de mi madre con la familia, y de todo lo bueno que ello dice de ambas partes. Al respecto, basta con señalar a esta damisela que llevo del brazo, y que muestra tanto afecto y lealtad al marcharse, y en la cual oso decir mi madre ha hecho algo para inspirar esos sentimientos, aunque desde luego Lady Dedlock, con su cariñoso interés y su amable condescendencia, ha hecho mucho más.

Si lo dice con ironía, es posible que haya acertado mucho más de lo que piensa. Sin embargo, él lo señala sin desviarse en absoluto de su manera franca de hablar, aunque al decirlo se vuelve hacia la parte sombría de la biblioteca en que está sentada Milady. Sir Leicester se pone en pie para devolver su saludo de despedida. El señor Tulkinghorn vuelve a llamar. Mercurio sube otra vez las escaleras y el señor Rouncewell y Rosa salen de la casa.

Entonces traen luces y se descubre que el señor Tulkinghorn sigue al lado de la ventana, con las manos a la espalda, y Milady sigue sentada mientras él, en frente, le tapa la visión de la noche, igual que hizo con la del día. Ella está muy pálida. El señor Tulkinghorn la observa cuando se levanta para marcharse y piensa: «¡Y bien puede estarlo! Es increíble la capacidad de esta mujer. Ha estado representando un papel todo el tiempo». Pero también él puede representar un papel (su personaje de siempre), y cuando abre la puerta para esta mujer, si lo contemplaran cincuenta pares de ojos, cada uno de ellos cincuenta veces más penetrantes que los de Sir Leicester, no le verían ni una fisura.

Lady Dedlock cenará sola en sus aposentos esta noche. Han llamado a Sir Leicester al rescate del partido de Doodle, para gran desasosiego de la Facción Coodle. Lady Dedlock pregunta, todavía mortalmente pálida (y es un reflejo perfecto del primo debilitado) si ha salido; le dicen que sí. ¿Se ha ido ya el señor Tulkinghorn? No. Al cabo de poco rato vuelve a preguntar si se ha ido ya. No. ¿Qué está haciendo? El Mercurio cree que está escribiendo unas cartas en la biblioteca. ¿Desea Milady verlo? Cualquier cosa antes que eso.

Pero él sí desea ver a Milady. Al cabo de unos minutos comunican a ésta que le envía sus saludos y desearía saber si Milady tendría la bondad de intercambiar una palabra con él después de cenar. Milady lo recibirá inmediatamente. Y entra, con excusas por la intrusión, aunque sea con permiso de ella, cuando todavía no ha terminado de cenar. Cuando se quedan a solas, Milady hace un gesto de la mano para que termine toda la farsa.

—¿Qué desea usted, señor mío?

—Pues, la verdad, Lady Dedlock —dice el abogado, tomando una silla un poco apartada de ella y frotándose lentamente los descoloridos pantalones, una vez tras otra, una vez tras otra—, es que me sorprende el rumbo que ha tomado usted.

—Ah, ¿sí?

—Sí, desde luego. No estaba preparado para ello. Lo considero como una ruptura de nuestro acuerdo y de su promesa. Nos coloca en una nueva posición, Lady Dedlock. Me considero obligado a decirte que no lo apruebo. Deja de frotarse y se queda contemplándola, con las manos apoyadas en las rodillas. Pese a lo imperturbable y lo inmutable que es, hay en su actitud una libertad indefinible que es nueva y que no escapa a la observación de esta mujer.

—No acabo de entender lo que dice.

—Ah, sí, creo que sí me entiende. Vamos, vamos, Lady Dedlock, no nos dediquemos ahora a hacer fintas. Usted sabe que la chica le agrada.

—¿Y qué, señor mío?

—Y usted sabe (y yo sé) que no se ha deshecho usted de ella por los motivos que ha dicho, sino con objeto de alejarla todo lo posible (y perdóneme si me adentro en una cuestión de negocios) de todo reproche y todo vilipendio que puedan caer sobre usted.

—¿Y qué, señor mío?

—Bueno, Lady Dedlock —responde el abogado, cruzando las piernas y frotándose la rodilla que le queda arriba—, eso no me parece bien. Considero que se trata de un procedimiento peligroso. Sé que es innecesario y que su objetivo es causar especulaciones, dudas, rumores, no sé qué más en la casa. Además, constituye una infracción de nuestro acuerdo. Había usted de mantenerse exactamente igual que antes. Por el contrario, debe de ser evidente para usted, como lo es para mí, que esta tarde ha sido usted muy diferente de lo que era antes. ¡Pero, por Dios, Lady Dedlock, ha sido usted transparente!

—Señor mío —comienza ella—, si en mi conocimiento de mi secreto…

Pero él la interrumpe:

—Vamos, Lady Dedlock, ésta es una cuestión de negocios, y en las cuestiones de negocios es imposible exagerar la necesidad de ser claros. Ya no es su secreto. Perdone usted. Ahí está el error. Es mi secreto, que mantengo en depósito por Sir Leicester y su familia. Si fuera su secreto, Lady Dedlock, no estaríamos aquí, conversando.

—Muy cierto. Si, en mi conocimiento del secreto, hago lo que pueda por salvar a una muchacha inocente (especialmente al recordar la referencia que hizo usted a ella cuando contó mi propia historia a los invitados a Chesney Wold) de quedar manchada por mi vergüenza inminente, lo hago actuando conforme a la resolución que he adoptado. No hay nada en el mundo ni nadie en el mundo que me pueda conmover ni cambiar al respecto —y dice todo esto con gran calma y claridad, sin más emoción visible que la que muestra el abogado. En cuanto a éste, trata metódicamente de su cuestión de negocios, como si ella fuera un instrumento insensible utilizado en el negocio.

—¿De verdad? Entonces, mire usted, Lady Dedlock —responde—, no me puedo fiar de usted. Ha expuesto usted el caso de forma perfectamente clara, y en estas circunstancias, y literalmente, no me puedo fiar de usted.

—Quizá recuerde usted que ya expresé una cierta preocupación al respecto cuando hablamos aquella noche en Chesney Wold.

—Sí —dice el señor Tulkinghorn, que se levanta pausadamente y se va junto a la chimenea—. Sí, recuerdo, Lady Dedlock, que mencionó usted claramente a la muchacha, pero aquello fue antes de que llegáramos a nuestro acuerdo, y tanto la letra como el espíritu de nuestro acuerdo prohibían totalmente todo acto por su parte que se debiera a mi descubrimiento. De eso no puede caber duda. En cuanto a ahorrarle sufrimientos a la chica, ¿qué importancia tiene eso? ¡Ahorrarle sufrimientos! Lady Dedlock, lo que está en peligro es el nombre de una familia. Cabría haber supuesto que el camino estaba claro: recto, ni a la derecha ni a la izquierda, independientemente de cualesquiera consideraciones durante su transcurso, sin ahorrar nada a nadie, pisando donde hiciera falta.

Ella ha estado contemplando la mesa. Levanta la vista y lo mira a él. Tiene en el rostro una expresión grave, y se muerde con los dientes parte del labio inferior. «Esta mujer me comprende», piensa el señor Tulkinghorn, cuando ella vuelve a apartar la mirada. «A ella no se le puede ahorrar ningún sufrimiento. ¿Por qué ahorrárselos a otros?».

Se quedan un momento en silencio. Lady Dedlock no ha comido nada de la cena, pero se ha servido agua una o dos veces con mano firme, y la ha bebido. Se levanta de la mesa, se dirige a un butacón y se hunde en él, tapándose la cara. En sus gestos no hay nada que exprese debilidad ni que incite a la compasión. Son gestos reflexivos, sombríos, concentrados. «Esta mujer», piensa el señor Tulkinghorn, de pie junto a la chimenea, convertido otra vez en un objeto negro que le corta la visión, «es todo un personaje».

La estudia con calma, sin hablar durante un rato. También ella estudia algo con calma. No es la primera en hablar, y de hecho parece improbable que lo haga, aunque el otro se quedara allí hasta la medianoche, de modo que él se ve incluso obligado a romper el silencio:

—Lady Dedlock, todavía queda la parte más desagradable de esta entrevista, pero es cuestión de negocios. Se ha infringido nuestro acuerdo. Una dama de su fuerza de carácter y su criterio aceptará que yo lo declare anulado a partir de ahora y siga mi propio rumbo.

—Estoy perfectamente dispuesta a aceptarlo. El señor Tulkinghorn inclina la cabeza.

—Entonces ya no tengo que molestarla más, Lady Dedlock.

Cuando va a salir del aposento ella lo detiene al preguntar:

—¿Es ésta la advertencia que me iba a hacer usted? No quiero que haya un malentendido.

—No es exactamente la advertencia que quería hacer a usted, Lady Dedlock, porque la conversación prevista partía de la hipótesis de que el acuerdo se había observado. Pero prácticamente es lo mismo, es lo mismo. La diferencia es meramente de índole jurídica.

—¿No se propone usted hacerme otra advertencia?

—Exactamente. No.

—¿Prevé usted revelárselo a Sir Leicester esta noche?

—¡Pregunta directa! —exclama el señor Tulkinghorn, con una leve sonrisa y un gesto negativo y cauteloso de la cabeza hacia la cara sombría—. No, esta noche no.

—¿Mañana?

—Habida cuenta de todo, más vale que me niegue a responder a esa pregunta, Lady Dedlock. Si dijera que no sé exactamente cuándo, no me creería usted, y no serviría de nada. Quizá sea mañana. Prefiero no decir más. Usted está preparada y yo no quiero dar esperanzas que quizá no pueda satisfacer. Le deseo buenas noches.

Ella aparta la mano, vuelve hacia el abogado la cara pálida cuando él va en silencio hacia la puerta y vuelve a detenerlo cuando está a punto de abrirla.

—¿Piensa usted quedarse algún tiempo en la casa? Me han dicho que estaba usted escribiendo en la biblioteca. ¿Vuelve ahora allí?

—Únicamente por mi sombrero. Me voy a mi casa.

Milady baja los ojos, y no la cabeza, con un movimiento muy leve y curioso, y él se retira. Al salir del aposento consulta el reloj, pero se siente inclinado a dudar si no irá un minuto adelantado o retrasado. En la escalera hay un espléndido reloj, famoso, cosa que no suele ocurrir con todos los relojes tan espléndidos, por su precisión. «Y ¿qué dices tu?», pregunta el señor Tulkinghorn, dirigiéndose a él. «¿Qué dices tu?».

Si ahora le dijese: «¡No te vayas a casa!», qué reloj más famoso sería entonces. Si hablara precisamente esta noche, al cabo de todas las que ha ido contando, a este anciano precisamente, tras todos los ancianos y los jóvenes que han estado frente a él: «¡No te vayas a casa!». Con su campanilla penetrante y cristalina da las ocho menos cuarto y sigue contando. «Pues eres peor de lo que yo pensaba», dice el señor Tulkinghorn para reprobar a su propio reloj. «¿Nada menos que dos minutos? A este paso no me vas a durar toda la vida». ¡Qué reloj para devolver bien por mal si dijera en respuesta: «¡No te vayas a casa!»!

Sale a la calle y sigue adelante, con las manos a la espalda, bajo la sombra de los caserones, muchos de cuyos misterios, dificultades, hipotecas, asuntos delicados de todo tipo están guardados en el interior de su viejo chaleco de raso. Cuenta con la confianza hasta de los ladrillos y el mortero. Las altas chimeneas le telegrafían los secretos de las familias. Pero no hay voz de ellas una vez que le diga en una milla: «¡No te vayas a casa!».

En medio de la agitación y la conmoción de las calles más vulgares, de los ruidos y los traqueteos de muchos vehículos, muchos pies, muchas voces; iluminado por los escaparates brillantes, impulsado por el viento de Poniente y arrastrado por la multitud, avanza implacablemente en su camino, y nada le sale al paso para decirle: «¡No te vayas a casa!». Llega por fin a sus grises aposentos, enciende sus velas y mira en torno a sí y hacia arriba, donde ve al romano que señala desde el techo, pero esta noche la mano del romano no tiene ningún significado especial, ni tampoco los grupos que le rodean le dicen: «¡No te vengas aquí!».

Es noche de luna, pero como ya no es luna llena, apenas si empieza a levantarse sobre el gran amasijo de Londres. Las estrellas brillan igual que brillaban por encima de las torretas de Chesney Wold. «Esta mujer», como se ha ido acostumbrando él a llamarla en los últimos tiempos, las contempla. Tiene el alma agitada, el corazón inquieto y se siente angustiada. Los grandes aposentos están demasiado llenos de cosas y la asfixian. No puede soportar sus limitaciones y prefiere irse sola a dar un paseo por uno de los jardines del vecindario.

Como es demasiado caprichosa e imperiosa en todo lo que hace para causar gran sorpresa en quienes la rodean, haga lo que haga, esa mujer, con algo puesto sobre los hombros, sale a la luz de la luna. Mercurio espera con la llave. Tras abrir la puerta del jardín, pone la llave en manos de Milady por orden de ésta y vuelve obediente a entrar en la casa. Ella va a darse un paseo por allí para despejarse la cabeza, que le duele. Quizá tarde una hora y quizá más. No necesita más compañía. La puerta se cierra sobre sus muelles con un golpetazo, y el Mercurio la deja sola, bajo la sombra de unos árboles.

La noche es buena, la luna grande y brillante y hay multitud de estrellas. Cuando el señor Tulkinghorn va camino de su bodega y abre y cierra sus puertas resonantes, tiene que cruzar un patinillo que parece digno de una cárcel. Mira hacia arriba despreocupado, pensando qué buena noche hace, cómo brilla la luna y cuántas estrellas hay. Y además, la noche está tranquila.

Es una noche muy tranquila. Cuando la luna brilla mucho, parece irradiar una soledad y una calma que influyen incluso en los lugares más hacinados del mundo. No sólo es una noche tranquila en los caminos polvorientos y las cimas de los montes desde las que cabe percibir una gran extensión campestre en pleno reposo, cada vez más tranquila a medida que se va ampliando hacia la franja de árboles recortados contra el cielo, con el fantasma gris de la floración en sus copas; no sólo es una noche tranquila en los jardines y en los bosques y en el río, cuyas praderas están frescas y verdes, y cuyas corrientes fluyen entre islas placenteras, presas rumorosas y juncos susurrantes; no sólo transmite tranquilidad al llegar a los sitios donde las casas se amontonan, donde se reflejan muchos puentes, donde los muelles y los barcos la hacen negra y terrible, donde se desliza para salir de esos horrores entre pantanos cuyos faros sombríos se yerguen como esqueletos lanzados por el mar a la costa, donde se extiende por la región más escarpada de terrenos ondulados, llenos de trigales, molinos e iglesias, y donde se mezcla con el mar en su eterna ondulación; no sólo es una noche tranquila en las profundidades y en las costas donde el espectador está viendo cómo el barco con sus alas desplegadas cruza el surco de luz que parece existir sólo para él, sino que incluso en este laberinto que es Londres para el forastero también hay algo de paz. Sus campanarios y sus torres, y su única gran cúpula, se hacen más etéreos; sus tejados ahumados pierden su aspereza a la pálida luz; los ruidos que llegan de las calles son menos en número, y más apagados, y las pisadas en las aceras se alejan con más tranquilidad. En estos campos que habita el señor Tulkinghorn, donde los pastores tocan unas flautas de Cancillería que no tienen clave, y mantienen a sus ovejas en el reato por las buenas o por las malas, hasta haberlas esquilado a fondo, todos los ruidos se funden, en esta noche de luna, en un rumor distante y cristalino, como si la ciudad fuera un gran vaso que vibra.

¿Qué es eso? ¿Quién ha disparado una pistola o una escopeta? ¿Dónde ha sido?

Los pocos peatones que quedan se paran a mirar en su derredor. Se abren algunas puertas y ventanas y sale gente a mirar. El disparo ha hecho mucho ruido, ha despertado muchos ecos. Ha hecho retemblar una casa, o por lo menos eso es lo que ha dicho alguien que pasaba por allí. Ha despertado a todos los perros del vecindario, que se han puesto a ladrar vehementes. Los gatos, aterrados, salen corriendo por la calzada. Mientras los perros siguen ladrando y aullando —hay un perro que aúlla como un demonio—, empiezan a sonar los relojes de las iglesias, como si también ellos se hubieran asustado. La vibración de las calles también parece haberse convertido en un grito. Pero pronto acaba todo. Antes de que el último reloj empiece a dar las diez se produce un silencio. Cuando el reloj termina, vuelven a quedar en paz la noche tan buena, la luna tan grande y las multitudes de estrellas.

¿Se ha visto molestado el señor Tulkinghorn? Sus ventanas están oscuras y silenciosas, y su puerta está cerrada. Tendría que ser algo muy fuera de lo habitual para sacarlo de su concha. No se le oye, no se le ve. ¿Qué artillería haría falta para sacar a ese anciano descolorido de su compostura inmutable?

Hace muchos años que el persistente romano viene señalando, sin ningún significado aparente, desde ese techo. No es probable que esta noche tenga ningún significado especial. Una vez que se indica algo, se indica, para siempre, igual que cualquier romano, o incluso cualquier británico, con una idea única. Allí está, sin duda, en su actitud imposible, señalando algo, sin ningún resultado, a lo largo de toda la noche. Luna, oscuridad, alborear, salida del sol, día. Ahí sigue él, inmóvil, y nadie se fija en él.

Pero poco después de iniciarse el día llega gente a limpiar las casas. Y, o bien el romano ha adquirido un nuevo significado, nunca expresado antes, o la primera persona que llega se ha vuelto loca, pues al mirarle a la mano alargada, y mirar lo que hay debajo de ella, esa persona lanza un grito y se echa a correr. Los demás, al mirar al sitio donde miró la primera, también se ponen a gritar y a correr, y se produce una alarma en la calle.

¿Qué significa esto? No entra la luz en el bufete oscuro, y las gentes desacostumbradas a él entran y, con pasos silenciosos, pero pesados, transportan un bulto a la cama y lo ponen encima de ella. Todo el día se pasa entre susurros y preguntas, en registros a fondo por todos los rincones, en descripciones de ellas, en tomas cuidadosas de notas de todos los muebles. Todos los ojos miran al romano y todas las voces murmuran: «¡Si pudiera contar lo que ha visto!»

Él está indicando una mesa en la cual hay una botella (parcialmente llena de vino) y un vaso, y dos velas apagadas de repente poco después de que se encendieran. Está indicando una silla vacía y una mancha en el piso ante ella que casi se podría tapar con una mano. Estos objetos entran totalmente en su campo visual. Una imaginación calenturienta podría suponer que había en ellos algo tan aterrador como para que el resto de la composición, no sólo los muchachotes de piernas robustas, sino también las nubes y las flores e incluso los pilares…, en resumen, al cuerpo y el alma de la Alegoría y todo su cerebro, se vuelvan locos de remate. Y sin una sola excepción, todos los que entran en ese aposento oscuro y miran esas cosas, levantan la vista hacia el romano, que reviste para todos ellos un aspecto de misterio y de temor, como si fuera un testigo mudo y paralizado.

Y así sucederá sin duda en muchos años por venir, cuando se contarán historias de fantasmas acerca de la mancha en el piso, tan fácil de tapar, tan difícil de quitar, y el romano seguirá indicando desde el techo, mientras el polvo, y la humedad, y las arañas se lo permitan, con mucho más significado del que tuvo jamás en vida del señor Tulkinghorn, y con un significado mortal. Pues la vida del señor Tulkinghorn ha terminado para siempre, y el romano indicaba a la mano asesina levantada contra su vida, e indicaba impotente hacia él, desde la noche hasta la mañana, caído boca abajo en el suelo, con un disparo en el corazón.

Descargar Newt

Lleva Casa desolada contigo