46. ¡Deténgalo!
46. ¡Deténgalo!
La oscuridad se cierne sobre Tomsolo. Se ha ido dilatando cada vez más desde que cayó el sol anoche, y se ha ido extendiendo gradualmente hasta llenar todos los espacios del lugar. Durante algún tiempo brillaron algunas luces en buhardillas, tal como arde también esa lámpara de la Vida en Tomsolo, pesada, muy pesadamente en el aire nauseabundo y haciendo guiños, también esa otra lámpara en Tomsolo ante tantas cosas horribles. Pero se han ido apagando. La Luna ha contemplado a Tomsolo con una mirada torva y fría, como si advirtiera una pobre imitación de sí misma en esa región desierta, incapaz de vida y asolada por fuegos volcánicos, y después se ha ido. La yegua de la pesadilla más negra de los establos infernales pasta en Tomsolo, y Tom está profundamente dormido.
Son muchos los grandes discursos que se han pronunciado, tanto en el Parlamento como fuera de él, acerca de Tom, y muchos han sido los graves debates acerca de cómo solucionar lo de Tom. Si habrá que ponerlo en el buen camino por medio de agentes de policía, o de bedeles, o de campanadas, o por la fuerza de las estadísticas, o por los principios correctos del buen gusto, o por la jerarquía eclesiástica, o por la base eclesiástica, o por nada eclesiástico; si habrá que ponerlo a partir en el aire los pelos de tan elevadas polémicas con el cuchillo retorcido de su mente, o si, por el contrario, habría que ponerlo a partir piedras. En medio de tanta barahúnda, no hay más que una cosa perfectamente clara, y es que Tom no puede, ni quiere, ni debe recuperarse más que conforme a la teoría de alguien, y no conforme a la práctica de nadie. Y en el intervalo esperanzado, Tom va de cabeza a la perdición conforme a su ánimo determinado de siempre.
Pero obtiene su venganza. Incluso los vientos son sus mensajeros, y están a su servicio en estas horas de oscuridad. No hay ni una gota de la sangre corrompida de Tom que no propague la enfermedad y el contagio por algún lado. Esta misma noche contaminará la noble corriente (en la cual si algún químico hiciera un análisis, encontraría la genuina nobleza) de una casa normanda, y el Señor Duque no podrá decir que No a la infame alianza. No hay ni un átomo de cieno de Tom, ni una pulgada cúbica de gas pestilente en el que vive Tom, ni una obscenidad o una degradación suya, ni una ignorancia ni una maldad, ni una brutalidad cometida por él que no vaya a vengarse de todos los órdenes de la sociedad, hasta los más orgullosos de los orgullosos y los más altos de los altos. En verdad que al manchar, saquear y despojar, Tom obtiene venganza.
Sería debatible si Tomsolo es más feo de día o de noche. Pero conforme al criterio de que cuanto más se ve de él, más repulsivo resulta, y que nada de él que se deje a la imaginación es probable que sea tan feo como la realidad, el día se lleva la palma. Ahora está empezando a romper, y verdaderamente mejor sería para la gloria nacional que el sol se pusiera alguna vez en los dominios británicos, y no que siempre saliera sobre un punto tan vil como Tom.
Un caballero moreno y quemado por el sol, que por alguna incapacidad para el sueño parece andar dando vueltas en lugar de contar las horas sobre una almohada inquieta, se pasea a esta hora silenciosa. Atraído por la curiosidad, se para con frecuencia a lanzar miradas a su alrededor, arriba y abajo de las callejuelas miserables. Y no es sólo la curiosidad, pues en su mirada brillante y oscura se percibe un interés compasivo, y mientras mira acá y allá, parece comprender tanta desgracia y haberla estudiado antes.
En las riberas del canal lleno de lodo estancado que constituye la calle mayor de Tomsolo no se ve nada más que las casas desvencijadas, cerradas y silenciosas. No aparece ningún ser despierto más que él mismo, salvo en una dirección, donde ve la figura solitaria de una mujer sentada en un portal. Va en esa dirección. Al acercarse, observa que ella ha hecho un largo viaje, que tiene los pies cansados y el vestido sucio. Está sentada en el portal con aire de esperar, con un codo apoyado en una rodilla y la cabeza apoyada en la mano. Al lado tiene un saco, o un hatillo, de lona que ha traído consigo. Probablemente está dormitando, pues no se mueve al oír los pasos que se acercan.
La acerca desconchada es tan estrecha que cuando Allan Woodcourt llega a donde está la mujer, tiene que salir a la calzada para no pisarla. Le mira a la cara, sus miradas se cruzan y él se detiene.
—¿Qué le pasa?
—Nada, caballero.
—¿No la oyen? ¿Quiere usted entrar?
—Estoy esperando a que se levanten en otra casa, en una pensión, no aquí —responde la mujer con paciencia—. Espero aquí porque dentro de poco saldrá el sol y podré calentarme aquí mismo.
—Me temo que esté usted muy cansada. Lamento verla a usted en la calle.
—Gracias, caballero. No me importa.
La costumbre que tiene él de hablar con los pobres, y de evitar el paternalismo o la condescendencia, o el infantilismo (que es el truco favorito de mucha gente que considera rasgo de gran sutileza el hablar con los pobres como si fueran niños de primaria) ha hecho que la mujer lo mire bien desde el primer momento.
—Permítame que le mire la frente —dice él, inclinándose—. Soy médico. No tenga miedo. No le haría daño por nada del mundo.
Sabe que si la toca con su mano hábil y experimentada podrá tranquilizarla con más rapidez todavía. Ella hace una leve objeción, y dice que no es nada, pero apenas le pone él los dedos en la parte herida cuando ella la levanta hacia la luz.
—¡Sí! Un buen golpe y una herida fea. Debe de dolerle mucho.
—Sí que me duele un poco, caballero —responde la mujer, con una lágrima repentina en la mejilla.
—Permítame que la ayude. Este pañuelo no va a hacerle daño.
—¡Seguro que no, caballero, estoy segura!
Le limpia la parte herida y se la seca, y tras examinarla atentamente y apretársela suavemente con la palma de la mano, se saca un estuche del bolsillo, le aplica una cura y se la venda. Entre tanto, mientras ríe por estar pasando consulta en la calle, dice:
—¿De manera que su marido es ladrillero?
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunta la mujer, asombrada.
—Pues lo he supuesto por el color de arcilla que tienen su bolsa y su vestido. Además, sé que los ladrilleros van de un lado para otro en su trabajo. Y lamento decir que he conocido a muchos que son crueles con sus mujeres. La mujer levanta la vista apresuradamente como para negar que su herida se deba a esa causa. Pero, al sentir la mano en la frente y ver el gesto preocupado y al mismo tiempo sereno de él, vuelve a bajarla.
—¿Dónde está ahora? —pregunta el médico.
—Tuvo un problema anoche, pero irá a buscarme a la pensión.
—Más problemas va a tener si abusa mucho de esa mano dura como ha abusado con usted. Pero usted lo perdona, pese a sus brutalidades, y no voy a decir nada más de él, salvo que ojalá se la mereciera a usted. ¿No tiene usted hijos?
La mujer niega con la cabeza:
—Hay uno al que digo hijo, señor, pero es de Liz.
—¡Ya entiendo! Se murió uno suyo. ¡Pobrecito!
Ya ha terminado su labor, y está arreglando las cosas del estuche, y pregunta a la mujer:
—Supongo que tendrá usted una casa. ¿Está lejos de aquí? —como quitando importancia a lo que acaba de hacer cuando ella se levanta y le hace una reverencia.
—A más de veintitrés millas de aquí, caballero. En Saint Albans. ¿Conoce usted Saint Albans, caballero? Me ha parecido que hacía usted un gesto como si lo conociera.
—Sí, he estado alguna vez. Y ahora le voy a hacer yo una pregunta: ¿Tiene usted dinero para la pensión?
—Sí, señor —dice ella—, de verdad que sí.
—Y se lo enseña. Él le dice, en respuesta a sus múltiples expresiones de agradecimiento, que no merece la pena, y sigue su camino. Tomsolo sigue dormido y no se ve a nadie.
¡Sí, alguien hay! Cuando él deshace su camino hacia el punto desde el que vio a la mujer sentada a lo lejos en el portal, ve una figura harapienta que se acerca cautelosa, pegándose a las sucias paredes —que incluso el más andrajoso haría bien en eludir cuidadosamente—, con una mano extendida ante sí. Es la figura de un muchacho de cara demacrada y mirada opaca. Está tan ocupado en avanzar sin que lo vea nadie, que incluso la presencia de un desconocido bien vestido no le hace mirar a sus espaldas. Se tapa la cara con un codo rugoso al pasar al otro lado de la calzada, y sigue adelante, encogido y lento, con la mano ansiosa ante sí y la ropa informe caída en jirones. Una ropa de la que sería imposible decir a qué uso estaba destinada, ni de qué material se hizo. Por su color y su forma, parece como si estuviera hecha de un montón de hojas de alguna planta de pantano que se hubiera podrido hace mucho tiempo.
Allan Woodcourt se detiene a contemplarlo y lo observa, con una vaga idea de haber visto antes al muchacho. No recuerda dónde ni cuándo, pero tiene un vago recuerdo de esa figura. Imagina que debe de haberla visto en algún hospital o asilo; pero no puede imaginar por qué le viene al recuerdo con tanta fuerza.
Va saliendo gradualmente de Tomsolo a la luz matutina, pensando en eso, cuando oye unos pasos que corren tras él, y al volverse ve al chico que avanza hacia él a gran velocidad, seguido por la mujer.
—¡Deténgalo, deténgalo! —grita la mujer, casi sin aliento—. ¡Deténgalo, caballero!
Corre al otro lado de la calzada hacia el muchacho, pero éste es más rápido que él, hace una finta, se agacha, pasa bajo sus manos, sale a media docena de yardas detrás de él y vuelve a salir corriendo. La mujer sigue corriendo y gritando: «¡Deténgalo, caballero, por favor!». Allan se imagina que acaba de robarle su dinero, y corre a tal velocidad que intercepta al muchacho una docena de veces, pero a cada una de ellas el otro repite la finta, se agacha y le pasa entre las manos, y se le vuelve a escapar. Si en cualquiera de esas ocasiones le diese un golpe, podría hacerlo caer y atraparlo, pero el perseguidor no puede resolverse a dárselo, y así continúa la persecución determinada y ridícula. Por fin, el fugitivo, apurado, se mete en un callejón hacia un patio sin salida. Ahí queda acorralado frente a un montón de madera en putrefacción, y cae jadeante ante su perseguidor, que se queda jadeante ante él hasta que llega la mujer.
—¡Eres tú, Jo! —exclama la mujer—. ¡Vaya, por fin te he encontrado!
—Jo —repite Allan, contemplándolo atento—. ¡Jo! Quédate quieto. ¡Claro! Recuerdo que hace algún tiempo vino este chico a declarar ante el Coroner.
—Sí, ya le vi a usté en la cuesta —gime Jo—. ¿Y qué? ¿No puede usté dejar en paz a un probe como yo? ¿Qué quiere usté? ¿Que sea más probe entoavía? Me persiguen y me persiguen, primero uno de ustedes y luego otro de ustedes hasta que me he quedao en los güesos. Lo de la cuesta no fue culpa mía. Yo no he hecho ná. Fue mu güeno conmigo, de verdá. Era el único que me hablaba siempre. No iba a ser yo el que le llevara a lo de la cuesta. Ojalá me hubiera pasao a mí. No sé por qué no me voy a ahogar en el mar, de verdá que no.
Lo dice con un aire tan triste, y sus lágrimas sucias parecen tan auténticas, y está apoyado en el montón de leña de tal forma, que parece un hongo, o alguna excrecencia producida en él por el descuido y las impurezas que Allan Woodcourt se ablanda con él. Dice a la mujer:
—Pobre chiquillo, ¿qué ha hecho?
Y ella no responde más que con un gesto de la cabeza hacia la figura postrada, mientras dice, más sorprendida que indignada:
—Ay, Jo, Jo. ¡Por fin te he encontrado!
—¿Que ha hecho? —repite Allan—. ¿Le ha robado a usted?
—No, señor; no. ¿Robado? No me ha hecho nada más que ser amable conmigo, y eso es lo que me sorprendió.
Allan mira de Jo a la mujer y de la mujer a Jo, esperando a que uno de ellos le aclare el enigma.
—Pero estuvo conmigo, caballero… —dice la mujer—. ¡Ay. Jo! Estuvo conmigo, caballero, allá en Saint Albans, cuando estaba enfermo, y una señorita que Dios la bendiga por lo buena que es se apiadó de él cuando yo tuve miedo y se lo llevó a casa.
Allan se aparta de él con un horror repentino.
—Sí, señor, sí. Se lo llevó a su casa y cuidó de él y luego él, como un monstruo desagradecido, se escapó una noche, y desde entonces nadie le ha vuelto a ver hasta ahora. Y aquella señorita, que era tan guapa, se contagió de él y dejó de ser tan guapa y ahora nadie diría que es la misma, pero sí se nota por lo buena que es, que es como un ángel, y por su buena figura y por la voz tan dulce que tiene. ¿Te enteras? Eres un malo desagradecido, ¿te enteras de que todo ha sido por ti y por lo buena que fue contigo? —pregunta la mujer, que empieza a enfurecerse con él y rompe en un llanto apasionado.
El muchacho, asombrado y alarmado por lo que oye, se pone a frotarse la frente sucia con la sucia palma de la mano y mira al suelo y tiembla de la cabeza a los pies hasta que el montón desordenado de leña en el que está apoyado también empieza a temblar.
Allan modera a la mujer con un mero gesto que basta.
—Me había dicho Richard… —tartamudea— quiero decir que ya sabía… No me haga caso. Ahora vengo. Se da la vuelta y se queda un rato mirando el pasaje. Cuando vuelve ha recuperado la calma, salvo que ha de contender con una repulsión tan marcada hacia el muchacho que llama la atención de la mujer.
—Ya has oído lo que te ha dicho. Pero, ¡levántate, levántate!
Jo, tembloroso y tiritando, se levanta lentamente y se queda, como hace la gente así en dificultades, apoyado en el montón de leña con un hombro, mientras se frota disimuladamente la mano derecha con la izquierda y el pie izquierdo con el derecho.
—Ya has oído lo que te han dicho y yo sé que es verdad. ¿Estás aquí desde entonces?
—Que me muera si he venío a Tomsolo hasta esta maldita mañana —replica Jo roncamente.
—Y, ¿por qué has venido hoy?
Jo mira en torno al patio cerrado, mira a sus interrogadores a las rodillas y acaba por responder.
—Yo no sé hacer ná y no me dan ná que hacer. Soy muy probe y estoy enfermo y creí que podía venir aquí cuando no hay naide y quedarme escondío en algún lao hasta que se haga de noche y entonces ir a pedirle algo al señor Snagsby. Siempre me da algo, de verdá, aunque la señora Snagsby siempre me se echaba encima, lo mismo que todos.
—¿De dónde vienes ahora?
Jo vuelve a mirar al patio, vuelve a mirar a las rodillas de su interrogador y concluye apoyando la cara en el montón de leña, con una especie de resignación.
—¿No me has oído preguntarte dónde has estado?
—Pues por ahí —dice Jo.
—Y ahora dime —continúa Allan, que hace un gran esfuerzo por vencer su repulsión, se le acerca y se inclina sobre él con `una expresión de confianza—; dime cómo fue que te fuiste de aquella casa, cuando aquella señorita tan buena tuvo la desdichada idea de compadecerse de ti y llevarte a tu casa.
Jo sale repentinamente de su resignación y declara excitado, dirigiéndose la mujer, que no conocía a la señorita, que no se había enterado de que estaba mala, que nunca había querido hacerle nada, que antes hubiera preferido ponerse malo él, que hubiera preferido que le cortasen la cabeza antes que hacerle daño a ella y que ella había sido muy buena con él, de verdad. A lo largo de sus manifestaciones se comporta a su pobre estilo como si hablara con sinceridad, y termina con unos sollozos tristísimos.
Allan Woodcourt percibe que no está fingiendo. Se fuerza a tocarlo.
—Vamos, Jo. Cuéntamelo.
—No. No me atrevo —dice Jo, que vuelve a caer en su actitud anterior—. No me atrevo, porque si no…
—Pero necesito saberlo —le responde el otro— de todas formas. Vamos, Jo.
Al cabo de dos o tres exhortaciones del mismo estilo, Jo vuelve a levantar la cabeza, mira una vez más al patio y dice en voz baja:
—Bueno, le voy a decir una cosa. Se me llevaron. ¡Eso es!
—¿Se te llevaron? ¿De noche?
—¡Ah! —Con gran temor de ser oído, Jo mira en su derredor e incluso mira diez pies por encima del montón de leña y por entre los intersticios de éste, por si el objeto de su desconfianza está mirando allá arriba, o escondido al otro lado.
—¿Quién se te llevó?
—No me atrevo a decirlo —responde Jo—. No me atrevo, caballero.
—Pero yo quiero saberlo, en nombre de la señorita. Puedes tener confianza en mí. No se va a enterar nadie.
—Ah, pero es que yo no sé —replica Jo, meneando frenético la cabeza— que no va oírlo él.
—Pero si aquí no hay nadie.
—¿Con que no, eh? —comenta Jo—. Está en todas partes, en todas al mismo tiempo.
Allan lo contempla perplejo, pero advierte que esta asombrosa respuesta significa verdaderamente algo y no carece de buena fe. Espera paciente una respuesta explícita, y Jo, más confuso ante su paciencia que ante nada, le susurra al fin desesperado un nombre al oído.
—¡Vaya! —dice Allan—. Pero, ¿qué habías estado haciendo tú?
—Ná, señor. Nunca he hecho ná pa meterme en líos, menos los de no circular y lo de la cuesta. Pero ahora sí que circulo. Circulo al cementerio, ahí es adonde circulo.
—No, no, vamos a tratar de que no sea así. Pero, ¿qué fue lo que hizo contigo?
—Me llevó a un hospital —replica Jo en un susurro— hasta que me dieron el alta y después fue y me dio algo de pasta, cuatro medias monedas, de esas medias coronas, y va y me dice: «¡Largo! Vete por ahí. Aquí no haces falta», va y me dice: «Circula», va y me dice: «No quiero verte en cuarenta millas de Londres o te arrepentirás». Y es verdá, si me ve, y me va a ver si sigo en la calle —concluye Jo, que repite nervioso todas sus precauciones y sus investigaciones de antes.
Allan reflexiona un momento y después, volviéndose hacia la mujer, pero sin apartar un ojo alentador de Jo, observa:
—No es tan desagradecido como suponía usted. Tenía motivos para marcharse, aunque no fueran suficientes.
—¡Gracias, señor, gracias! —exclama Jo—. ¡Hale! Ya ve usté que me ha considerao mal. Pero le dice usté a la señorita lo que dice este señor y vale. Porque usté también fue mu güena conmigo, ya lo sé.
—Ahora, Jo —dice Allan que lo sigue mirando—, vente conmigo y vamos a encontrarte un sitio mejor que éste para que descanses y te escondas. Si yo voy por un lado de la calle y tú por el otro para que no nos miren, estoy seguro de que no te vas a escapar si me lo prometes antes.
—De verdá que no, si no le veo venir a él, caballero.
—Muy bien. Te tomo la palabra. A esta hora ya se estará levantando media ciudad y dentro de otra hora estará despierta la otra media. Vamos. Adiós otra vez, buena mujer.
—Adiós otra vez, caballero, y muchas gracias otra vez.
La mujer ha estado todo este rato sentada sobre su hatillo y ahora se levanta y lo toma. Jo repite:
—¡Tiene usté que decirle a la señorita que yo no quería hacerle ná y decirle lo que dice este señor! —entre gestos de la cabeza, temblores y tiritones, roces y guiños, medias risas y medias lágrimas, y así se despide de ella y vuelve a caminar pegado a las paredes tras Allan Woodcourt, pero al otro lado de la calle. Por este orden salen ambos de Tomsolo a los rayos amplios del sol y de un aire más puro.