59. La narración de Esther
59. La narración de Esther
Eran las tres de la mañana cuando por fin los edificios de Londres sustituyeron al campo y empezaron a formar calles. Habíamos ido avanzando por caminos que se hallaban en estado mucho peor que cuando los habíamos cruzado de día, pues desde entonces o había estado nevando o se había producido el deshielo; pero la energía de mi acompañante no disminuía. Me pareció que era lo único, aparte de los caballos, que nos había permitido continuar, y a menudo había ayudado a los mismos caballos. Éstos se habían detenido agotados a mitad de varias cuestas, se les había hecho cruzar corrientes de aguas turbulentas, se habían resbalado y se habían enredado en los arneses, pero él siempre había estado dispuesto con su linternita, y una vez arreglada la situación, siempre decía, imperturbable, lo mismo: «¡Adelante, muchachos!».
Yo no podía explicarme la firmeza y la confianza con que había organizado nuestro viaje de regreso. Sin titubear un momento, no se detuvo ni siquiera a hacer una pregunta hasta que nos hallábamos a pocas millas de Londres. Ahora le bastaba con unas pocas palabras acá o allá, y así llegamos, entre las tres y las cuatro de la mañana, a Islington.
No voy a detenerme en la angustia y la ansiedad con que estuve reflexionando, durante todo este tiempo, que a cada minuto dejábamos a mi madre cada vez más atrás. Creo que abrigaba una firme esperanza de que él tuviera razón, y sin duda tenía un objetivo decidido de seguir a aquella mujer; pero me atormentaba al ponerlo yo misma en tela de juicio y debatirlo a lo largo de todo el viaje. Otras preguntas que tampoco podía dejarme de hacer eran las de qué ocurriría cuando la encontrásemos y qué nos podría compensar por esta pérdida de tiempo; me sentía horriblemente torturada por largas reflexiones a estos respectos cuando por fin nos detuvimos. Nos paramos en una calle principal en la que había una posta. Mi acompañante pagó a nuestros dos postillones, que estaban tan completamente cubiertos de manchas como si hubieran sido arrastrados por los caminos al igual que el carruaje, y tras darles una breve orientación acerca de dónde debían llevarlo a este último, me sacó del vehículo y me llevó a otro que había escogido para el resto del recorrido.
—¡Pero, hija mía! —me dijo al hacerlo—. ¡Qué mojada está usted!
Yo no tenía conciencia de ello. Pero la nieve derretida había ido entrando en el carruaje y yo me había apeado dos o tres veces cuando se cayó un caballo y había que levantarlo, y la humedad me había empapado el vestido… Le aseguré que no importaba, pero no logré disuadir al postillón, que conocía al señor Bucket, de que fuera corriendo hacia su establo, de donde sacó una brazada de paja seca y limpia. La sacudieron y me la pusieron encima, y la encontré cálida y confortable.
—Ahora, hija mía —dijo el señor Bucket, mirando por la ventana después de abrigarme—, vamos a buscar a esta persona. Quizá nos lleve algún tiempo, pero seguro que a usted no le importa. Ya sabe usted que tengo mis motivos. ¿No?
No pensé en cuáles serían, no pensé en que dentro de muy poco tiempo los comprendería mejor, pero le aseguré que tenía confianza en él.
—Y tiene usted razón, hija mía —me respondió—. ¡Le voy a decir una cosa! Si tiene usted la mitad de confianza en mí de la que yo tengo en usted, después de cómo la he ido conociendo, a mí me basta. ¡Dios mío!, usted no plantea problemas. Jamás he visto a una joven de cualquier condición social (y he conocido a muchas de muy alto rango) que se conduzca como ha hecho usted desde que la sacaron de la cama. Es usted una joya, eso es —dijo el señor Bucket; muy cálidamente—; es usted una joya. Le dije que celebraba mucho el no haber constituido un obstáculo para él, pues así era, y que esperaba seguir sin serlo.
—Hija mía —replicó—, cuando una señorita es tan amable como dispuesta y tan dispuesta como amable es todo lo que pido y más de lo que puedo esperar. Entonces se convierte en una Reina, y eso es lo que es usted.
Con aquellas palabras de aliento (y de verdad que me alentaron en aquellas circunstancias de soledad y preocupación), se subió al pescante y volvimos a salir. No sabía entonces, ni he sabido después, adónde fuimos, pero parecíamos buscar por las calles más estrechas y peores de Londres. Cada vez que lo veía dar instrucciones al postillón yo me preparaba para meternos en más laberintos de calles así, y siempre era eso lo que ocurría.
A veces salíamos a una calle más ancha, o llegábamos a un edificio mayor que los habituales y bien iluminado. Entonces nos deteníamos, y yo lo veía consultar con otros hombres. A veces se metía por un arco o daba la vuelta a una esquina y mostraba misteriosamente la luz de su linternilla. Aquello atraía luces parecidas de diversos lugares oscuros, como si fueran insectos, y se celebraba una nueva consulta. Gradualmente parecíamos ir confinando nuestra búsqueda a límites más estrechos y fáciles. Ahora ya había agentes de policía de servicio que podían decir al señor Bucket lo que éste quería saber y señalarle adonde ir. Por fin nos detuvimos para que él celebrase una conversación bastante larga con uno de aquellos hombres, conversación que me pareció satisfactoria por la manera en que él asentía de vez en cuando. Por fin terminó y vino hacia mí, con aire muy serio y atento.
—Ahora, señorita Summerson —me dijo—, estoy seguro de que no va usted a alarmarse pase lo que pase. No necesito hacerle más advertencia que decirle que ya hemos encontrado a esta persona y que quizá me resulte usted útil incluso sin que me dé yo cuenta. No me gusta perdirle esto, hija mía, pero ¿querría usted ir un ratito a pie?
Naturalmente, me bajé de inmediato y le tomé del brazo.
—Hay que andar con cuidado para no caerse —dijo el señor Bucket—, pero tómese usted su tiempo.
Aunque yo iba mirando en mi derredor confusa y apresuradamente, cuando cruzamos la calle pensé que sabía dónde estábamos y le pregunté:
—¿Estamos en Holborn?
—Sí —dijo el señor Bucket—. ¿Conoce usted esta esquina?
—Parece Chancery Lane.
—Y así se llama, hija mía —dijo el señor Bucket.
Dimos la vuelta a la esquina y mientras seguíamos avanzando entre el barro oí que los relojes daban las cinco y media. Seguimos en silencio y a toda la velocidad que podíamos por un suelo tan resbaladizo, cuando vino alguien hacia nosotros por la estrecha acera, envuelto en una capa, que se detuvo y se hizo a un lado para dejarme pasar. En aquel mismo momento oí una exclamación de sorpresa y mi propio nombre, pronunciado por el señor Woodcourt. Conocía muy bien su voz.
Fue algo tan imprevisto y tan…, no sé si calificarlo de agradable o doloroso, el encontrarme con él tras mi viaje errático y febril y en medio de la noche, que no pude con tener las lágrimas. Era como oír su voz en un país extranjero.
—¡Mi querida señorita Summerson, usted en la calle a esta hora y con este tiempo!
Se había enterado por mi Tutor de que yo había tenido que salir por algún asunto fuera de lo común, y así me lo expresó para que no tuviera yo que darle explicaciones. Le dije que acabábamos de dejar un coche y que íbamos a…, pero para eso tuve que mirar a mi acompañante.
—Pues mire usted, señor Woodcourt —me había oído decir su nombre—, ahora vamos a ir a la calle siguiente. Soy el inspector Bucket.
El señor Woodcourt, pese a mis protestas, se había despojado a toda prisa de su capa y me la estaba poniendo a mí.
—Muy buena idea —dijo el señor Bucket, ayudándolo—, muy buena idea.
—¿Puedo acompañarlos? —preguntó el señor Woodcourt, no sé si a mí o a mi acompañante.
—¡Por Dios! —exclamó el señor Bucket, haciéndose cargo de la respuesta—. Naturalmente que sí.
Todo aquello transcurrió en un momento, y me llevaron entre los dos, envuelta en la capa.
—Acabo de separarme de Richard —dijo el señor Woodcourt—. He estado con él desde anoche a las diez.
—¡Está enfermo!
—No, no, créame; no está enfermo, pero tampoco bien del todo. Estaba deprimido y se sentía débil, ya sabe usted cómo se preocupa y se agita a veces, y, naturalmente, Ada envió a buscarme; y cuando llegué a casa encontré una nota de ella y vine inmediatamente. ¡Bueno! Richard se recuperó mucho al cabo de un rato, y Ada estaba tan contenta y tan convencida de que era gracias a mí, aunque bien sabe Dios que yo tuve poco que ver con ello, que me quedé con él hasta que llevaba varias horas durmiendo. ¡Y espero que también ella esté durmiendo bien!
El tono amistoso y familiar con que hablaba de ellos, el evidente cariño que les tenía, y la agradecida confianza que yo sabía había inspirado él a mi niña y la tranquilidad que yo sabía le inspiraba a ella su presencia, ¿cómo podía separar todo aquello de la promesa que me había hecho él? ¡Qué desagradecida debo de haber sido yo al no recordar las palabras que me había dicho cuando se sintió tan conmovido por el cambio que había sufrido mi aspecto: «¡Lo acepto como un mandato, y como un mandato sagrado!»!
Entrábamos en otra callejuela.
—Señor Woodcourt —dijo el señor Bucket, que lo había estado observando atentamente mientras avanzábamos—, nuestro negocio nos lleva a un papelero de los tribunales que hay aquí: un tal señor Snagsby. Pero veo que usted ya lo conoce, ¿no? —Era tan sagaz que lo percibió en un instante.
—Sí, he oído hablar de él y lo he visitado en su tienda.
—¿Verdaderamente, caballero? —dijo el señor Bucket—. Entonces tendrá usted la bondad de permitirme que deje a la señorita Summerson con usted durante un momento, mientras voy a hablar un instante con él.
El último agente de policía con el que había hablado estaba detrás de nosotros en silencio. Yo no me había dado cuenta hasta que intervino cuando dije yo que había oído gritar a alguien.
—No se alarme, señorita —comentó—. Es la criada de Snagsby.
—Mire —dijo el señor Bucket—, la chica tiene ataques, y esta noche ha tenido uno muy malo. Verdaderamente es una lástima, pues quiero que me dé una información y hay que hacerla que recupere el sentido sea como sea.
—En todo caso, no estarían despiertos todavía si no fuera por ella, señor Bucket —dijo el otro—. Lleva así prácticamente toda la noche, inspector.
—Pues es verdad —replicó—. Se me ha terminado la linterna. Encienda usted la suya un momento.
Todo ello dicho en susurros, a una o dos puertas de la casa en la que se oían débilmente llantos y gemidos. En medio del pequeño círculo de luz que se creó entonces, el señor Bucket fue a la puerta y llamó. Tuvo que llamar dos veces antes de que le abrieran, y entró, dejándonos a nosotros en la calle.
—Señorita Summerson —dijo el señor Woodcourt—, si no es un abuso de confianza, permítame quedarme a su lado.
—Es usted muy amable —respondí—. No quiero guardar secretos con usted; si guardo alguno, es que no me pertenece.
—Le entiendo perfectamente. Confíe en mí, no seguiré a su lado más que si ello no obliga a usted a violarlo.
—Confío en usted implícitamente —dije—. Sé y aprecio perfectamente que usted considera sagradas las promesas.
Al cabo de un rato volvió a aparecer el circulito de luz y avanzó hacia nosotros el señor Bucket con un gesto de preocupación y dijo:
—Por favor, señorita Summerson, entre y siéntese junto a la chimenea. Señor Woodcourt, según información fidedigna, entiendo que es usted médico. ¿Querría usted ver a esta chica y ver si se puede hacer algo para que se recupere? Tiene por alguna parte una carta que necesito especialmente. No está en su baúl y creo que la debe de tener ella, pero está tan rígida y tan tiesa que es difícil manejarla sin hacerle daño.
Entramos los tres juntos en la casa; pese a lo frío e inclemente del tiempo, olía a cerrado porque nadie había dormido en ella en toda la noche. En el pasillo que había detrás de la puerta estaba un hombrecillo asustado y de aspecto triste embutido en un sobretodo gris, que parecía tener una gran cortesía natural y que hablaba mansamente.
—Baje las escaleras, señor Bucket, por favor —dijo—. Perdone la señorita esta cocina; es la que usamos como cuarto de estar de diario. Atrás está el dormitorio de Guster, ¡y hay que ver la que está armando la pobrecita!
Bajamos las escaleras, seguidos por el señor Snagsby, que según averigüé en seguida era como se llamaba el hombrecillo. En la cocina y junto al fuego estaba la señora Snagsby, con los ojos enrojecidos y una expresión muy severa.
—Mujercita —dijo el señor Snagsby al entrar tras nosotros—, por cesar (pues no quiero andar con circunloquios, querida mía) las hostilidades durante un momento en el curso de esta larga noche, éstos son el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora.
La señora Snagsby pareció muy asombrada, como era lógico, y me miró a mí con especial dureza.
—Mujercita —repitió el señor Snagsby sentándose en el rincón más lejano de la puerta, como si estuviera tomándose libertades—, no es improbable que me preguntes por qué el Inspector Bucket, el señor Woodcourt y una señora vienen a vernos en Cook’s Court, Cursitor Street, a esta hora. No lo sé. No tengo la menor idea. Si me lo dijeran, creo que no lo entendería, y prefiero que no me lo digan.
Parecía tan triste, sentado con la cabeza apoyada en la mano, y yo parecía tan mal recibida allí que iba a presentar mis excusas, cuando el señor Bucket se hizo cargo de la situación.
—Bueno, señor Snagsby —dijo—, lo mejor que puede usted hacer es entrar con el señor Woodcourt a ver cómo está su Guster…
—¡Mi Guster, señor Bucket! —exclamó el señor Snagsby—. Siga, caballero, siga. Es la última acusación que me faltaba.
—Y sostener la vela —siguió el señor Bucket sin corregirse—, o sostenerla a ella, o hacer lo que sea necesario según le pidan. Y no hay nadie que esté mejor dispuesto a hacerlo que usted, pues sé que es usted una persona educada y amable y que tiene un corazón muy sensible (Señor Woodcourt, ¿tendría usted la bondad de ir a verla y si consigue sacarle la carta entregármela en cuanto pueda?).
Cuando salieron ellos, el señor Bucket me hizo sentarme en un rincón junto a la chimenea y sacarme los zapatos mojados, que él puso a secar en el guardafuegos, mientras seguía hablando:
—No se moleste usted en absoluto, señorita, por la falta de hospitalidad de aquí la señora Snagsby, porque está totalmente confundida. Ya lo verá, y antes de lo que resulta agradable a una dama que por lo general forma sus ideas correctamente, porque se lo voy a explicar. —Y después, de pie junto a la chimenea y con el sombrero y los chales húmedos en la mano, todo él calado hasta los huesos, se volvió hacia la señora Snagsby—: Bueno, lo primero que voy a decirle a usted, como mujer casada poseedora de ciertos encantos, si se me permite decirlo («creedme, si todos esos encantos, y todo lo demás», canción que ya conocerá usted, porque sería inútil que me dijera usted que no conoce la buena sociedad), encantos, atractivos, digo, que deberían dar a usted confianza en sí misma, es que ha hecho usted mal.
La señora Snagsby pareció alarmarse un tanto, se aplacó un poco y preguntó titubeante a qué se refería el señor Bucket.
—¿Que a qué se refiere el señor Bucket? —repitió éste, y vi por su gesto que mientras hablaba estaba en todo momento escuchando a ver si se descubría la carta, lo cual me inquietó mucho, pues comprendí lo importante que debía de ser—, le voy a decir a qué se refiere, señora. Vaya a ver lo que hizo Otelo. Ésa es su tragedia.
La señora Snagsby le preguntó, inquieta, por qué.
—¿Por qué? —dijo el señor Bucket—. Porque es lo que le va a pasar a usted si no se anda con cuidado. Pero si ahora mismo sé que no está usted completamente segura acerca de esta señorita. Pero, ¿voy a decirle quién es? Vamos, vamos, es usted lo que yo calificaría de mujer intelectual, con un alma demasiado grande para su cuerpo, por así decirlo, y como presa en él, y usted me conoce y recuerda dónde me vio la última vez y de qué se hablaba en aquel círculo. ¿No? ¡Sí! Muy bien. Esta señorita es aquella señorita.
La señora Snagsby pareció comprender la alusión mejor que yo misma por el momento.
—Y el chico duro, al que ustedes llamaban Jo, estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro, y el copista que usted sabe estaba metido en el mismo asunto, y en ningún otro; y su marido, aunque no tenía más idea de ello que su tatarabuelo, se vio metido (por el señor Tulkinghorn, difunto, su mejor cliente) en el mismo asunto y en ningún otro, y todo este montón de gente ha estado metido en el mismo asunto, y en ningún otro. Y, sin embargo, una mujer casada con los atractivos que posee usted cierra los ojos (y bien bonitos que son, por cierto) y va y se da de golpes con su hermosa cabeza contra la pared. ¡Me siento avergonzado de usted! (Yo creía que el señor Woodcourt ya se la hubiera podido sacar.)
La señora Snagsby hizo un gesto con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos.
—¿Eso es todo? —dijo el señor Bucket, excitado—. No. Mire lo que pasa. Otra persona metida en este asunto y en ningún otro, persona en muy mal estado, viene aquí esta noche y se la ve hablando con su criada, y entre ella y su criada pasa un papel por el que yo daría inmediatamente cien libras. ¿Qué hace usted? Se esconde y las mira y se tira usted encima de la criada, sabiendo que le dan ataques, y que le dan por cualquier cosa, de una manera tan sorprendente, y con tal severidad, que le da un ataque que no se le puede pasar, ¡cuando puede que de las palabras de esa chica dependa una vida!
Decía ahora lo que pensaba con tal sentimiento que involuntariamente apreté las manos y sentí que la habitación se ponía a dar vueltas. Pero se detuvo. Volvió el señor Woodcourt, le puso un papel en la mano y se marchó otra vez.
—Ahora, señora Snagsby, lo único que puede usted hacer para arreglar las cosas —dijo el señor Bucket, con una mirada rápida al papel— es dejarme que hable una palabra a solas con esta señorita. Y si se le ocurre a usted algo que pueda hacer para ayudar al caballero que está en la otra cocina o se le ocurre algo que tenga más probabilidades de hacer que esa chica recupere el sentido, ¡hágalo lo más rápido y lo mejor que pueda! —Ella desapareció en un instante y él cerró la puerta—. Ahora, hija mía, ¿está usted tranquila y segura de sí misma?
—Totalmente —contesté.
—¿De quién es esta letra?
Era la de mi madre y estaba escrita a lápiz, en una hoja de papel arrugada y rota, llena de manchas de humedad. Estaba doblada aproximadamente como una carta y dirigida a mí en casa de mi Tutor.
—Usted conoce la letra —me dijo él—, y si es lo bastante firme como para leerme la carta, hágalo! Pero no se deje usted ni una palabra.
Estaba escrita en diferentes momentos. Leí lo siguiente:
Vine a la casa con dos objetos. Primero para ver a mi niña, si podía, una vez más —pero sólo para verla—, no para hablar con ella ni para que se enterase de que estaba cerca. El otro objeto era escapar a la persecución y perderme. Que no se culpe a la madre por lo que ha hecho. La ayuda que me ha prestado la concedió cuando le aseguré que era por el bien de mi niña. Hay que recordar a su hijo muerto. El consentimiento de los hombres fue comprado, pero la ayuda de ella fue gratuita.
—«Vine». Eso es lo que escribió —dijo mi acompañante— cuando estaba descansando allí. Corresponde a lo que yo pensaba. Tenía razón yo.
La parte siguiente estaba escrita en otro momento:
He hecho mucho camino, y durante muchas horas, y sé que pronto voy a morir. ¡Qué calles! No quiero más que morir, pero se me ha permitido no tener que añadir ese pecado al resto de los míos. El frío, la lluvia y el cansancio son causas suficientes para que se me encuentre muerta, pero moriré por otras causas, aunque éstas no son las que me hacen sufrir. Era lógico que todo lo que me había sostenido cediera de golpe y que yo muriese de terror y de mala conciencia.
—Tenga ánimo —dijo el señor Bucket—. Ya sólo quedan unas palabras.
También éstas estaban escritas en otra ocasión. Según parecía, casi en la oscuridad.
He hecho todo lo que podía por perderme. Así se me olvidará dentro de poco y lo deshonraré a él lo menos posible. No tengo nada por lo que se me pueda reconocer. Ahora dejo este papel. El lugar donde voy a yacer, si puedo llegar hasta allí, es algo en lo que he pensado muchas veces. Adiós. Perdón.
El señor Bucket me hizo apoyarme en su brazo y me forzó suavemente a sentarme:
—¡Ánimo! No crea usted que soy duro con usted, hija mía, pero en cuanto sienta usted fuerzas, póngase los zapatos y prepárese.
Hice lo que me pedía, pero me quedé allí un largo rato, rezando por mi pobre madre. Todos ellos estaban ocupados con la muchacha, y oí las instrucciones que les daba el señor Woodcourt que hablaba mucho con ella. Por fin llegó él con el señor Bucket y dijo que como era muy importante hablarle con amabilidad, le parecía que lo mejor era que fuese yo quien le pidiera la información que deseábamos. No cabía duda de que ahora ya podía responder a las preguntas, si se la podía tranquilizar, en lugar de alarmarla. Las preguntas, dijo el señor Bucket, eran cómo le había llegado la carta, lo que había ocurrido entre ella y la persona que le dio la carta y dónde había ido aquella persona. Traté con todas mis fuerzas de retener en la memoria todas las preguntas, y pasé con ellos al cuarto de al lado. El señor Woodcourt quería quedarse fuera, pero a solicitud mía entró con nosotros.
La pobre muchacha estaba sentada en el suelo, donde la habían colocado.
Estaban todos en torno a ella, aunque un poco separados, para que no le faltase el aire. No era guapa y parecía débil y pobre, pero tenía una cara triste y bondadosa, aunque todavía parecía algo fuera de sí. Me arrodillé a su lado y le puse la cabecita en mi hombro, ante lo cual me echó el brazo al cuello y rompió en llanto.
—Pobrecita mía —le dije, apoyándole la cara en la frente, pues yo también lloraba y temblaba—, parece una crueldad molestarte en estos momentos, pero aunque dispusiera de una hora no podría decirte cuántas cosas dependen de que sepamos algo de esta carta.
Ella empezó a declarar agitada que no había querido hacer nada malo, ¡no había querido hacer nada malo, señora Snagsby!
—De eso estamos convencidos todos —dije—. Pero te ruego que me digas cómo fue que te llegó.
—Sí, señorita, le voy a decir la verdad. Señora Snagsby, le digo que voy a decir la verdad.
—Estoy convencida —dije—. Y, ¿cómo fue?
—Yo había salido a un recado, señorita, mucho después del anochecer, muy tarde; y cuando volví a casa me encontré con una persona de aspecto vulgar, toda mojada y llena de barro, que miraba a nuestra casa. Cuando me vio entrar por la puerta me llamó y me preguntó si vivía aquí y yo le dije que sí y ella que no conocía más que uno o dos sitios de por aquí, pero que se había perdido y no podía encontrarlos. ¡Ay, qué voy a hacer, qué voy a hacer! ¡No me quieren creer! No me dijo nada malo y yo no le dije nada malo a ella, ¡de verdad, señora Snagsby! Su ama tenía que tranquilizarla y lo hizo, y debo decir que lo hizo muy contrita, de forma que la chica pudo seguir adelante.
—No podía encontrar esos sitios —dije yo.
—¡No! —exclamó la muchacha, meneando la cabeza—. ¡No! No podía encontrarlos. Y estaba muy débil, y cojeaba y estaba muy triste. Tan triste que si la hubiera visto usted, señor Snagsby, le hubiera dado media corona, ¡estoy segura!
—Bueno, Guster, hija mía —dijo él, sin saber al principio qué decir—, eso supongo.
—Pero hablaba tan fino —dijo la muchacha, mirándome con los ojos muy abiertos— que me partía el corazón. Y entonces me preguntó si yo sabía ir al cementerio. Y le pregunté qué cementerio. Y dijo que el cementerio de los pobres. Y entonces le dije que yo había sido una niña pobre y que eso dependía de la parroquia. Pero ella dijo que quería saber un cementerio de pobres no muy lejos de aquí, donde había un arco, y un escalón y una puerta de hierro.
Mientras yo la miraba y la tranquilizaba para que siguiera, vi que el señor Bucket recibía aquellas palabras con un gesto que me pareció de alarma.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —exclamó la muchacha, tirándose del pelo con las manos— ¡qué voy a hacer, qué voy a hacer! Hablaba del cementerio en que enterraron a aquel hombre que se tomó la cosa esa para dormir, que vino usted a casa y nos dijo, señor Snagsby, que me dio tanto miedo, señora Snagsby. ¡Tengo miedo otra vez! ¡No me deje!
—Ahora ya estás mucho mejor —le dije—. Por favor, por favor, sigue.
—¡Sí, voy a seguir, voy a seguir! Pero no se enfade conmigo, señorita, que he estado muy mala.
¡Enfadarme con ella, la pobrecilla!
—¡Bueno! Ya sigo, ya sigo. Entonces me preguntó si podía decirle cómo encontrarlo y le dije que sí y se lo dije, y ella me miró con unos ojos casi como si estuviera ciega y dio unos pasos atrás. Y entonces se sacó la carta y me la enseñó y me dijo que si la ponía en el correo se quedaría toda borrada y no se ocuparían de ella ni la mandarían, de que si yo la quería agarrar y enviarla y que al mensajero le pagarían en la casa. Y entonces yo dije que sí, si no era nada malo, y ella dijo que no, que no era nada malo. Y entonces yo la agarré y ella me dijo que no tenía nada que darme, y yo le dije que yo también era pobre, que no quería nada. Y entonces ella dijo: «¡Que Dios te bendiga!», y se fue.
—¿Y se fue…?
—Si —exclamó la muchacha, adelantándose a la pregunta—, ¡sí!, se fue por el camino que yo le había dicho. Entonces yo entré en casa y la señora Snagsby me vino por detrás no sé cómo y me agarró y me dio miedo.
El señor Woodcourt la apartó suavemente de mí. El señor Bucket me abrigó y salimos inmediatamente a la calle. El señor Woodcourt titubeaba, pero le dije: «¡No me abandone usted ahora!», y el señor Bucket añadió: «Más vale que venga usted con nosotros, quizá lo necesitemos; ¡no pierda el tiempo!».
Mis recuerdos de aquel trayecto están sumidos en la mayor confusión. Recuerdo que no era de noche ni de día; que estaba amaneciendo, pero todavía no se habían apagado los faroles, que seguía cayendo el aguanieve y que todas las calles estaban inundadas. Recuerdo que por ellas pasaban algunas personas con aspecto de tener mucho frío. Recuerdo los tejados mojados, las cunetas inundadas hasta reventar, los montones de hielo y de nieve ya negros sobre los que pasamos, lo estrechas que eran las callejuelas que cruzamos. Al mismo tiempo recuerdo que parecía como si aquella pobre chica estuviera contando su historia audible y claramente, que podía sentir cómo descansaba en mis brazos, que las fachadas sucias de las casas adquirían aspecto humano y me miraban, que en el interior de mi cabeza parecían abrirse enormes esclusas y lo mismo ocurría en el aire, y que las cosas irreales eran más claras que las reales.
Por fin nos detuvimos bajo un pasaje oscuro y mísero en el cual ardía una sola lámpara encima de una puerta de hierro, y donde la mañana apenas si lograba penetrar.
La puerta estaba cerrada. Al otro lado había un cementerio, un lugar horrible del que lentamente iba alejándose la noche, pero en el que apenas si podía discernir yo unos montones de tumbas y de losas profanadas, rodeadas de casas sucísimas con unas cuantas luces mortecinas en las ventanas, y cuyas paredes estaban impregnadas de una humedad densa, como una enfermedad. En el escalón de la puerta, todo mojado y rezumante por todas partes, vi, con un grito de piedad y de horror, que yacía una mujer: Jenny, la madre del niño muerto.
Me eché a correr, pero me detuvieron, y el señor Woodcourt me rogó con la mayor seriedad, e incluso con lágrimas que antes de dirigirme a aquella mujer escuchara un instante lo que decía el señor Bucket. Creo que lo hice. Estoy segura de que lo hice.
—Señorita Summerson, si piensa usted un momento me comprenderá. Intercambiaron vestidos en la casita. Intercambiaron vestidos en la casita. Yo era capaz de repetir mentalmente aquellas palabras y de comprender lo que significaban en sí, pero no les atribuía sentido alguno en otro respecto.
—Y una volvió —dijo el señor Bucket— y la otra siguió adelante. Y la que siguió adelante sólo recorrió un cierto camino convenido entre ellas para disimular y luego deshizo el camino y volvió a su casa. ¡Piénselo un momento!
También aquello lo podía repetir mentalmente, pero no tenía la menor idea de lo que significaba. Veía ante mí, yacente en el escalón, a la madre del niño muerto. Tenía un brazo apretado a uno de los barrotes de la puerta de hierro, y parecía abrazarlo. Allí estaba la que hacía tan poco había hablado con mi madre. Allí estaba, un ser en apuros, sin abrigo, sin sentido. La que había traído la carta de mi madre, la que podía darme la única pista de dónde estaba mi madre; la que tenía que guiarnos para rescatarla y salvarla después de buscarla tanto tiempo, ya que había caído en esta condición debido a algo relacionado con mi madre que yo no podía vislumbrar, cuando en aquel mismo momento ella podía estar ya fuera de nuestro alcance y nuestra ayuda; ¡allí estaba, y no me dejaban llegar a ella! Vi, pero no comprendí, el gesto solemne y compasivo del señor Woodcourt. Vi, pero no comprendí, cómo tocaba al otro en el pecho para retenerlo. Vi que se descubría en aquel aire inclemente, con un gesto de respeto a algo. Pero ya no podía comprender nada de aquello.
Incluso oí qué se decían el uno al otro:
—¿Le dejamos que vaya?
—Más vale. Que sean sus manos las primeras en tocarla. Tienen más derecho que las nuestras.
Fui a la puerta y me incliné. Levanté la cabeza inerte, hice a un lado el pelo largo y claro y le di la vuelta a la cara. Y era mi madre, fría y muerta.