65. Empezar el mundo
65. Empezar el mundo
Había empezado el Curso, y mi Tutor encontró una nota del señor Kenge en el sentido de que dentro de dos días se iba a ver la Causa. Como a mí el Testamento me inspiraba suficientes esperanzas como para ponerme nerviosa, Allan y yo decidimos ir al Tribunal aquella mañana. Richard estaba sumamente agitado, y tan débil y tan bajo de ánimo, aunque su enfermedad estaba sobre todo en la cabeza, que de hecho mi niña tenía mucha necesidad de apoyos. Pero también ella abrigaba esperanzas (aunque ya muy pocas) de que le iba a llegar ayuda, y nunca se desanimaba.
La Causa se iba a ver en Westminster. Estoy convencida de que ya se había visto cien veces antes, pero yo no podía quitarme la idea de que ahora podría tener algún resultado. Salimos de casa inmediatamente después de desayunar, con objeto de llegar puntualmente a Westminster Hall, y fuimos a pie por calles animadas, ¡juntos de una manera que me parecía tan feliz y tan extraña!
Mientras nos dirigíamos allí, planeando lo que deberíamos hacer por Richard y Ada, oí una voz que gritaba: «¡Esther! ¡Mi querida Esther! ¡Esther!». Y era Caddy Jellyby, que sacaba la cabeza de un pequeño carruaje que ahora alquilaba para ir a las casas de sus diferentes alumnos, pues ya tenía muchos, como si quisiera darme un abrazo a una distancia de cien yardas. Yo le había escrito una nota para decirle lo que había hecho mi Tutor, pero no había tenido un momento para ir a verla. Naturalmente, volvimos atrás, pero aquella chica tan cariñosa estaba en tal estado de deliquio, y tan contenta de hablar de la noche en que me trajo las flores, y tan decidida a estrecharme la cara (y hasta el sombrero) en sus manos, y a comportarse con tal excitación y a dedicarme todo género de apelativos cariñosos, y a decir a Allan que yo había hecho no sé cuántas cosas por ella, que me sentí obligada a subir al pequeño carruaje y calmarla y dejarle decir y hacer todo lo que quisiera. Allan, que se quedó junto a la portezuela, estaba igual de satisfecho que Caddy, y yo tanto como ambos, y lo que me extraña es que lograse salir del carruaje y no que me bajara riendo, sonrojada y desordenada, y me quedara mirando a Caddy, que también nos siguió mirando por la ventanilla del coche mientras pudo vernos.
Todo aquello nos hizo llegar con un cuarto de hora de retraso, y cuando llegamos a Westminster Hall vimos que ya habían empezado los asuntos del día. Todavía peor, vimos que en el Tribunal de Cancillería había una multitud tan desusada que estaba lleno hasta los topes, y no podíamos ver ni oír lo que pasaba allí dentro. Parecía ser algo divertido, pues de vez en cuando se oía una risa y un grito de «¡silencio!». Parecía ser algo interesante, pues todo el mundo empujaba y levantaba la cabeza para acercarse. Parecía ser algo que causaba gran contento a los profesionales, pues detrás de la multitud había varios abogados jóvenes con sus pelucas y sus togas, y cuando uno hablaba del asunto a los otros se llevaban las manos a los bolsillos y se retorcían de risa y daban patadas en los pisos del Hall.
Preguntamos a un caballero que estaba a nuestro lado si sabía qué causa se estaba viendo. Nos dijo que Jarndyce y Jarndyce. Le preguntamos si sabía qué pasaba. Dijo que en realidad no, nadie sabía nunca lo que pasaba, pero, que él supiera, se había terminado. ¿Terminado por el día?, le preguntamos. No, dijo, terminado para siempre.
¡Terminado para siempre!
Al oír aquella respuesta inexplicable nos miramos el uno al otro totalmente confusos. ¿Sería posible que el Testamento hubiera servido para poner, en fin, las cosas en orden y que Richard y Ada fueran a ser ricos? Parecía demasiado bueno para ser verdad. ¡Por desgracia, lo era!
Nuestra curiosidad duró poco, pues la multitud empezó pronto a disolverse, y la gente salió a toda prisa, con aspecto acalorado y excitado, y con ellos salió mucho aire rancio. Pero todos seguían muy divertidos, más bien como gente que sale de ver una comedia o un prestidigitador que de un Tribunal de Justicia. Nos hicimos a un lado en busca de una cara conocida, y al cabo de un momento empezaron a salir grandes montones de papeles: montones metidos en sacas, montones demasiado grandes para caber en sacas, masas inmensas de papeles de todas las formas y sin forma, que hacían encorvarse bajo su peso a quienes los portaban, los cuales los tiraban, al menos de momento, al piso del Hall, mientras volvían a sacar más. Hasta aquellos pasantes iban riéndose. Miramos los papeles y al ver que todos ellos iban encabezados Jarndyce y Jarndyce preguntamos a alguien con aspecto oficial, que estaba en medio de ellos, si había terminado la causa.
—Sí —dijo—, ¡por fin ha terminado todo! —y también él rompió en carcajadas.
En aquel momento vimos al señor Kenge, que salla del Tribunal, con un aire de dignidad afable, mientras escuchaba al señor Vholes, que le hablaba en tono deferente y llevaba su propia saca. El señor Vholes fue el primero que nos vio.
—Aquí está la señorita Summerson, señor mío —dijo—. Y el señor Woodcourt.
—¡Es cierto! Sí. ¡Claro! —dijo el señor Kenge, que se levantó el sombrero al verme, con gran cortesía ¿Cómo están ustedes? Me alegro de verlos. ¿No ha venido el señor Jarndyce?
No. Nunca venía, le recordé.
—La verdad —respondió el señor Kenge— es que más vale que no haya venido hoy, pues (¿podría decir en ausencia de mi buen amigo, su singularidad indomable de opinión?) quizá hubiera podido verse reforzada; no con razón, pero podría haberse visto reforzada.
—Por favor, ¿qué ha ocurrido hoy? —preguntó Allan.
—¿Cómo dice usted? —preguntó el señor Kenge con una cortesía excesiva.
—¿Qué ha ocurrido hoy?
—¿Qué ha ocurrido? —repitió el señor Kenge—. Claro. Sí. Pues no ha ocurrido gran cosa; no ha sido mucho. Nos han detenido…, nos han frenado de repente, cuando estábamos, ¿cómo diría yo…, digamos en el umbral?
—Señor mío, ¿se considera que el Testamento es un documento auténtico? —preguntó Allan—. ¿Puede usted decirnos?
—Desde luego, si pudiera —dijo el señor Kenge—, pero no hemos entrado en eso, no hemos entrado en eso.
—No hemos entrado en eso —repitió el señor Vholes, como si su voz baja y dirigida hacia sí mismo fuera un eco.
—Ha de reflexionar usted, señor Woodcourt —observó el señor Kenge, utilizando su espátula de plata de forma tranquilizadora y persuasiva—, que ésta ha sido una gran causa, que ésta ha sido una larga causa, y que ésta ha sido una compleja causa. Se ha calificado a Jarndyce y Jarndyce, no sin razón, de Monumento a la Práctica de la Cancillería.
—Y la Paciencia ha intervenido mucho en ella —dijo Allan.
—¡Muy bien, sí, señor! —contestó el señor Kenge, con aquella risa suya condescendiente— ¡Muy bien! Debe usted, además, reflexionar, señor Woodcourt —con un tono tan digno que se aproximaba a la severidad—, que en las múltiples dificultades, contingencias, ficciones magistrales y formas de procedimiento de esta gran causa se han invertido estudio, elocuencia, conocimiento, intelecto, señor Woodcourt, intelecto de gran nivel. Durante años y años, ah… diría yo que la flor del Colegio y los… ah… frutos maduros de otoño del Canciller… se han dedicado a Jarndyce y Jarndyce. Si el público se ha beneficiado, y si el país se ha visto adornado, por esta magnífica Erudición, de alguna forma hay que pagar todo esto, señor mío.
—Señor Kenge —intervino Allan, que pareció comprenderlo de golpe—, mil perdones. Tenemos prisa. ¿He de entender que toda la herencia queda absorbida por las costas?
—¡Jem! Eso creo —respondió el señor Kenge—. Señor Vholes, ¿qué dice usted?
—Eso creo —dijo el señor Vholes.
—¿De modo que el pleito desaparece y se desvanece?
—Probablemente —dijo el señor Kenge—. ¿Señor Vholes?
—Probablemente —dijo el señor Vholes.
—Alma mía —susurró Allan—, ¡esto va a destrozarle el corazón a Richard!
Tenía tal gesto de aprensión, y conocía tan bien a Richard, y también yo había advertido hasta tal punto el declive gradual de éste, que ahora lo que me había dicho mi niña en la plenitud de su amor y sus presentimientos me sonó como un toque a muerto.
—Si busca usted al señor C, señor mío —dijo el Vholes, viniendo tras nosotros—, lo encontrará usted en el Tribunal. Ahí lo dejé descansando un poco. Buenos días, señor mío; buenos días, señorita Summerson —y al dedicarme una de aquellas miradas devoradoras suyas, mientras retorcía los cordones de su saca, antes de correr con ella tras el señor Kenge, la benigna sombra de cuya presencia y conversación parecía temeroso de abandonar, exhaló un pequeño jadeo como si se hubiera tragado el último trozo de su cliente, y su silueta negra, abotonada y lustrosa se fue deslizando hacia la puerta baja que había al final del Hall.
—Amor mío —me dijo Richard—, déjame por un momento, que me haga cargo de lo que me has confiado. Ve a casa con esta información y después ven a casa de Ada.
No le permití que fuera a buscarme un coche, sino que le rogué que fuera en busca de Richard sin perder un momento y que me dejara hacer lo que me había dicho. Llegué corriendo a casa, vi a mi Tutor y le fui contando gradualmente las noticias que le traía.
—Mujercita —me dijo, muy tranquilo por lo que a él respectaba—, el haber terminado con el pleito es una bendición más grande que lo que hubiera podido yo esperar. ¡Pero mis pobres jóvenes primos!
Estuvimos hablando de ellos toda la mañana y comentando lo que se podría hacer. Por la tarde, mi Tutor me acompañó a Symond's Inn y me dejó a la puerta. Subí las escaleras. Cuando mi niña oyó mis pasos salió al descansillo y me echó los brazos al cuello, pero pronto se recompuso y me dijo que Richard había preguntado por mí varias veces. Allan lo había encontrado sentado en un rincón del Tribunal, según me dijo Ada, como una estatua de piedra. Al llamarlo se despertó, e hizo como si se dispusiera a hablar en voz feroz con el Juez. Se detuvo porque se le llenó la boca de sangre, y Allan lo había traído a casa.
Estaba tumbado en un sofá con los ojos cerrados cuando entré yo. En la mesa había unos reconstituyentes; la habitación estaba todo lo ventilada que era posible, con las luces apagadas y en silencio. Allan estaba a su lado y lo contemplaba con gesto grave. Me dio la sensación de que estaba muy pálido, y ahora que yo lo veía sin que él me viera a mí, advertí cabalmente, por primera vez, lo demacrado que estaba. Pero tenía mejor aspecto que desde hacía muchos días.
Me senté a su lado en silencio. Al cabo de un rato abrió los ojos y dijo con voz débil, pero con su antigua sonrisa:
—Señora Durden, ¡dame un beso, querida mía!
A mí me reconfortó y me sorprendió mucho el ver que en su mal estado estaba animado y miraba hacia el futuro. Me comentó que en su matrimonio se sentía más feliz de lo que pudiera decirme con palabras. Mi marido había sido un ángel de la guardia para él y para Ada, y nos bendecía a ambos y nos deseaba toda la felicidad que nos pudiera traer la vida. Casi me pareció que se me destrozaba el corazón cuando vi que tomaba la mano de mi marido y se la llevaba al pecho.
Hablamos del futuro todo el tiempo posible, y dijo varias veces que tenía que venir a nuestra boda si para entonces podía tenerse en pie. Dijo que ya lograría Ada llevarlo como fuese. Pero cuando mi niña le dijo: «¡Sí, claro, mi querido Richard!», y le habló con tanta serenidad y esperanza, con tanta belleza, de la ayuda que iba a llegarle tan pronto, … ¡lo supe…, lo supe!
No le convenía hablar demasiado, y cuando él se callaba también callábamos los demás. Yo seguía sentada a su lado y haciendo como que bordaba algo para mi niña, dado que él siempre bromeaba diciéndome que no era capaz de estar quieta. Ada se inclinó sobre su almohada y le puso el brazo bajo la cabeza. El se quedaba dormido a ratos, y cuando se despertaba sin verlo, lo primero que preguntaba era: «¿Dónde está Woodcourt?».
Había llegado la tarde cuando levanté la vista y vi que en el corredor estaba mi Tutor. «¿Quién es, señora Durden?», me preguntó Richard. Tenía la puerta a sus espaldas, pero había visto por mi gesto que había alguien. Miré a Allan para pedirle consejo y cuando él asintió para decir que «sí», me incliné hacia él y se lo dije. Mi Tutor vio lo que pasaba, se acercó en silencio a mí en un instante y puso una mano sobre las de Richard.
—¡Ay, señor —dijo Richard—, es usted muy bueno, muy bueno! —y rompió a llorar por primera vez.
Mi Tutor, imagen pura de bondad, se sentó en mi lugar y mantuvo su mano en las de Richard.
—Mi querido Rick —le dijo—, ya se han disipado las nubes y ha salido el sol. Ya podemos ver. Rick, todos estábamos más o menos engañados. ¡Qué importa! Y, ¿cómo estás, mi querido muchacho?
—Estoy muy débil, primo, pero espero recuperarme. Tengo que empezar el mundo.
—Eso es, ¡muy bien! —exclamó mi Tutor.
—Pero ahora no voy a empezarlo como antes —dijo Richard con una sonrisa triste—. Ya he aprendido una lección, primo. Ha sido duro, pero puede usted tener la seguridad de que la he aprendido.
—Muy bien, muy bien —dijo mi Tutor, reconfortándolo—, muy bien, muy bien, hijo mío!
—Estaba pensando, primo —siguió diciendo Richard—, que lo que más me gustaría ver en el mundo es ver la casa de ellos: la casa de la señora Durden y del señor Woodcourt. Si pudieran sacarme de aquí en cuanto esté más fuerte, creo que allí empezaría a recuperarme mejor que en ninguna otra parte.
—Pues eso mismo pensaba yo, Richard —comentó mi Tutor—, y lo mismo nuestra mujercita, y de eso estábamos hablando hoy mismo. Estoy seguro de que su marido no tendrá ninguna objeción. ¿Qué te parece?
Richard sonrió y levantó el brazo para tocarlo a él, que permanecía a su lado, a la cabecera del sofá.
—No digo nada de Ada —dijo Richard—, pero pienso en ella y he estado pensando mucho en ella. ¡Mírela! ¡Mírela aquí, primo, inclinada sobre esta almohada cuando es ella quien tanto necesita descansar, mi gran amor, mi pobrecita!
La tomó en sus brazos y ninguno de nosotros habló. Fue soltándola gradualmente, y ella nos miró a nosotros, miró al cielo y movió los labios.
—Cuando llegue a Casa Desolada —siguió diciendo Richard—, tendré muchas cosas que decirle a usted, primo, y usted tendrá muchas cosas que enseñarme. Vendrá usted, ¿verdad?
—Sin duda, mi querido Rick.
—Gracias; es digno de usted, digno de usted —dijo Richard—. Pero todo es digno de usted. Ya me han contado cómo lo planeó usted todo, y cómo recordó usted los gustos y las pequeñas manías de Esther. Será como volver otra vez a la vieja Casa Desolada.
—Y espero que también a ésa vuelvas, Richard. Ya sabes que ahora vivo solo, y si vienes a verme será un acto de caridad. Un acto de caridad el que volváis, amor mío —repitió a Ada, mientras le pasaba la mano blandamente por el dorado cabello y se llevaba un rizo de éste a los labios (y yo creo que se prometió en su fuero interno el protegerla si se quedaba sola).
—¿Ha sido una pesadilla? —preguntó Richard, apretando angustiado las manos de mi Tutor.
—Nada más que eso, Rick. Nada más.
—Y como usted es tan bueno, ¿podrá perdonarla como tal y compadecerse del que la tuvo, y ser paciente y amable cuando se despierte?
—Claro que sí. ¿Qué soy yo más que otro soñador, Rick?
—¡Voy a empezar el mundo! —dijo Richard con una luz en la mirada.
Mi marido se acercó un poco más a Ada, y vi que levantaba solemnemente la mano para advertir a mi Tutor.
—Cuando me vaya de aquí a ese país amable donde se encuentran los viejos tiempos, ¿dónde hallaré las fuerzas para decir todo lo que ha sido Ada para mí, dónde podré recordar mis múltiples errores y cegueras, dónde me voy a preparar para guiar a mi hijo que va a nacer? —preguntó Richard—. ¿Cuándo me voy?
—Mi querido Rick, en cuanto tengas las fuerzas suficientes —respondió mi Tutor.
—¡Ada, amor mío!
Trató de levantarse algo. Allan lo recostó para que ella pudiera abrazarlo contra su seno, que era lo que quería él.
—Te he hecho mucho daño, cariño. He caído en tu camino como una pobre sombra perdida, te has casado conmigo en la pobreza y los problemas, he tirado tu herencia a los vientos. ¿Me podrás perdonar todo eso, Ada mía, antes de que empiece yo el mundo?
Cuando Ada se inclinó a besarlo, una sonrisa iluminó la faz de Rick. Lentamente fue apoyándose en el seno de ella, fue apretándole más los brazos al cuello y con un último gemido empezó el mundo. No este mundo, ¡Ay, no, no éste! El mundo que corrige a éste.
Cuando todo estaba en silencio, muy tarde, la pobre loca de la señorita Flite llegó llorando a verlo y me dijo que había puesto en libertad a todos sus pajaritos.