18. Lady Dedlock
18. Lady Dedlock
No resultó tan fácil como había parecido en un principio lograrle una pasantía a Richard en el bufete del señor Kenge. El principal impedimento era el propio Richard. En cuanto recibió autorización para marcharse de casa del señor Badger cuando quisiera, empezó a dudar si verdaderamente quería marcharse en absoluto. Decía que, la verdad, no lo sabía. No era una mala profesión; no podía afirmar que le desagradara, quizá le gustara tanto como cualquier otra; ¡podría probar otra oportunidad! Tras decir eso, se encerró unas semanas con unos cuantos libros y unos cuantos huesos, y pareció adquirir a gran velocidad un fondo considerable de información. Aquel fervor, que le duró un mes, pronto se le pasó, y cuando ya se había enfriado totalmente, empezó a calentarse otra vez. Sus vacilaciones entre el Derecho y la Medicina duraron tanto tiempo que llegó San Juan antes de que se separase del señor Badger e iniciara sus estudios experimentales en el bufete de los señores Kenge y Carboy. Pese a sus vacilaciones, se envanecía de estar decidido a actuar en serio «esta vez». Y estaba siempre de tan buen humor, y tan animado, y tan cariñoso con Ada, que verdaderamente resultaba difícil no alegrarse por él.
—En cuanto al señor Jarndyce —que, dicho sea de paso, durante todo este período consideraba que el viento soplaba invariablemente de Levante—; en cuanto al señor Jarndyce —me decía Richard—, ¡es la persona mejor del mundo, Esther! Debo preocuparme especialmente, aunque sólo sea por él, de trabajar mucho y acabar de una vez con este asunto.
Su idea de lo que era trabajar mucho, expresada con aquellas risas y aquel tono despreocupado, y con la suposición de que podía dedicarse a cualquier cosa sin detenerse en ninguna, era digna de risa por lo anómala. Sin embargo, en otros momentos nos decía que estaba trabajando tanto que temía le fueran a salir canas. Su forma de acabar de una vez con el asunto consistió (como ya he dicho) en irse al bufete del señor Kenge hacia San Juan, a ver si le gustaba.
Durante todo aquel tiempo, su comportamiento en las cuestiones relacionadas con el dinero era tal como ya lo he descrito en otra ocasión: generoso, profuso, totalmente despreocupado, pero estaba plenamente persuadido de que actuaba de forma calculadora y prudente. Una vez dije a Ada en su presencia, medio en broma medio en serio, cuando él estaba a punto de irse con el señor Kenge, que hubiera necesitado la bolsa de Fortunato , dada la forma en que trataba el dinero, a lo cual respondió él:
—¡Primita querida, escucha a esta vieja! ¿Por qué lo dice? Porque hace unos días pagué ocho libras y pico (o lo que fuera) por un chaleco y unos botones nuevos. Pero si hubiera seguido con Badger, me hubiera visto obligado a gastar doce libras de golpe en pagar las matrículas de las clases. ¡De manera que así me gano cuatro libras, y de golpe, en una sola transacción!
Algo de lo que hablaban mucho él y mi Tutor era de las disposiciones que se habían de adoptar para que Richard viviera en Londres mientras experimentaba con el Derecho, pues hacía ya mucho tiempo que habíamos vuelto a la Casa Desolada, y ésta estaba demasiado lejos para que Richard pudiera venir más de una vez por semana. Mi Tutor me dijo que si Richard se quedaba con el señor Kenge, podía tomar una casita o un apartamento, donde también nosotros podríamos pasar unos días de vez en cuando. «Pero, mujercita», añadía, frotándose la cabeza de manera muy significativa, «¡todavía no se ha asentado allí!». Las conversaciones terminaron cuando le alquilamos por meses un pequeño y agradable alojamiento amueblado en una casa vieja y tranquila cerca de Queen Square. Inmediatamente se empezó a gastar todo el dinero que tenía en comprar los adornos y los lujos más extravagantes para ese alojamiento, y cada vez que Ada y yo lo disuadíamos de comprar algo que tenía en perspectiva y que era especialmente innecesario y caro, se anotaba a su crédito lo que le hubiera costado, y argumentaba que el gastar menos en cualquier otra cosa significaba que se había ahorrado la diferencia.
Mientras se iban tomando esas disposiciones, se aplazó nuestra visita al señor Boythorn. Por fin, cuando Richard tomó posesión de su alojamiento, no quedaba nada que impidiera nuestra marcha. Dada la época del año, hubiera podido venir él también con nosotros, pero estaba gozando plenamente de la novedad de su nueva situación, y haciendo los esfuerzos más enérgicos por desentrañar los misterios del pleito fatal. Por consiguiente, nos fuimos sin él, y mi tesoro estaba encantada de poder elogiarlo por hallarse tan ocupado.
Hicimos un viaje agradable en coche hasta Lincolnshire, y gozamos de la agradable compañía del señor Skimpole. Según parecía, se le había llevado todos los muebles un personaje que se los había embargado el día del cumpleaños de su hija, la de los ojos azules, pero él parecía sentirse aliviado con la desaparición de todo aquello. Decía que las sillas y las mesas eran objetos aburridos, ideas monótonas, que no tenían variedad en su expresión, que lo miraban a uno con hosquedad y a las que uno miraba con hosquedad. ¡Cuánto más agradable, pues, era no estar vinculado por unas sillas y unas mesas concretas, y, por el contrario, volar como una mariposa entre todos los muebles de alquiler, pasar del palo de rosa a la caoba, y de la caoba al nogal, y de tal forma a cual otra, según de qué humor estuviera uno!
—Lo raro del caso —dijo el señor Skimpole, con un sentido agudizado del ridículo— es que mis sillas y mis mesas no estaban pagadas, y sin embargo mi casero se las lleva con la mayor tranquilidad del mundo. ¡A mí eso me parece de lo más divertido! Tiene algo de grotesco. El que me vendió las sillas y las mesas nunca se comprometió a pagarle la renta a mi casero. ¿Por qué va mi casero a pelearse con él? Si tengo en la nariz un grano que resulta desagradable a la extraña idea de la belleza que tenga mi casero, éste no tiene por qué ponerse a apretarle la nariz al que me ha vendido las sillas y las mesas, porque él no es el que tiene el grano. ¡Me parece un razonamiento defectuoso!
—Bueno —dijo mi Tutor bienhumorado—, es evidente que quien saliera fiador de esas sillas y mesas, tendrá que pagarlas.
—¡Exactamente! —replicó el señor Skimpole—. ¡Ése es el máximo absurdo de todo este asunto! Ya le he dicho a mi casero: «Amigo mío, ¿no comprende usted que mi excelente amigo Jarndyce tendrá que pagar todo lo que se está usted llevando de manera tan poco delicada? ¿No tiene usted ningún respeto por su propiedad?». Pues no tuvo ninguno.
—Y rechazó todas tus propuestas —dijo mi Tutor.
—Rechazó todas mis propuestas —respondió el señor Skimpole—. Le hice propuestas de negocios. Le hice entrar en mi habitación y le dije: «Usted es un hombre de negocios, ¿no?». Replicó: «Eso es». «Muy bien», le dije, «pues hablemos de negocios». Aquí tiene usted un tintero, plumas y papel y lacres. ¿Qué quiere? Ocupo su casa desde hace un tiempo considerable, creo que con satisfacción mutua hasta que surgió este desagradable malentendido; seamos amigos y, al mismo tiempo, prácticos. ¿Qué quiere usted?». En respuesta, hizo uso de una figura de dicción (que creo debe de proceder del Oriente) en el sentido de que nunca había visto qué color tenía mi dinero. «Mi querido amigo», le dije, «yo nunca tengo dinero. No sé nada de dinero». «Bien, señor mío», me dijo, «¿qué me ofrece usted si le doy más tiempo?». «Amigo mío», le dije, «no tengo ni idea del tiempo, pero usted dice que es hombre de negocios, y yo estoy dispuesto a hacer lo que me sugiera usted que se haga tal y como se hace en los negocios, con pluma, tinta, papel y lacres. No se lucre usted a expensas de otro (lo cual sería una bobada) y, por el contrario, actúe como hombre de negocios!». Pero no quiso actuar así, y ahí acabó todo.
Si bien el infantilismo del señor Skimpole presentaba algunas inconveniencias, también tenía algunas ventajas. Durante el viaje estuvo de buen apetito para todo lo que encontramos (comprendido un cesto de excelentes melocotones de invernadero), pero nunca se le ocurrió pagar nada. Por ejemplo, cuando vino el cochero a cobrar el recorrido, le preguntó amablemente qué suma consideraría adecuada —o incluso generosa—, y cuando le replicó que media corona por pasajero, dijo que no era demasiado, después de todo, y dejó que el señor Jarndyce le diera el dinero.
Hacía un tiempo delicioso. ¡El trigo verde ondulaba de forma tan bonita, las alondras cantaban con tanta alegría, los setos estaban tan llenos de flores silvestres, los árboles estaban tan poblados, los campos de hortalizas llenaban el aire de una fragancia tan suave cuando el viento soplaba sobre ellos! A media tarde llegamos a la ciudad de mercado donde teníamos que apearnos: un pueblecito tranquilo con un campanario, una plaza de mercado, un crucero y una calle muy soleada, y un estanque en el cual se refrescaba las patas un caballo viejo, y unos cuantos hombres recostados o en pie, todos con aspecto somnoliento bajo las pocas sombras que había. Tras el susurro de las hojas y el roce del trigo por el camino, aquello parecía el pueblo más callado, más caluroso y más inmóvil que se pudiera encontrar en toda Inglaterra.
Al llegar a la posada, nos encontramos con el señor Boythorn, que nos esperaba a caballo, junto a un coche descubierto, para llevarnos a su casa, que estaba a unas millas de distancia.
—¡Santo cielo! —exclamó, tras saludarnos cortésmente—. Esta diligencia es horrible. Es el ejemplo más flagrante de vehículo público abominable que jamás haya afeado la faz de la tierra. Esta tarde llega con veinticinco minutos de retraso. ¡Habría que decapitar al cochero!
—¿De verdad que llegamos con retraso? —preguntó el señor Skimpole, a quien se estaba dirigiendo—. Ya sabe usted que yo esas cosas…
—¡Veinticinco minutos! ¡Veintiséis minutos! —replicó el señor Boythorn mirando su reloj—. ¡Con dos damas en su coche y este bribón ha retrasado deliberadamente la llegada veintiséis minutos! ¡Deliberadamente! ¡Es imposible que sea por casualidad! Pero ya su padre (y su tío) eran los cocheros más sinvergüenzas que jamás hayan blandido un látigo.
Mientras decía todo aquello con tono de la mayor indignación, nos iba introduciendo en el pequeño faetón con suma delicadeza, lleno de sonrisas y de amabilidad.
—Lamento, señoritas —continuó diciendo, sombrero en mano junto a la portezuela del coche cuando todo estuvo dispuesto—, verme obligado a hacerles dar un rodeo de dos millas. Pero el camino recto pasa por el parque de Sir Leicester Dedlock, y he jurado no pisar jamás, y que una caballería mía no pisará jamás, las propiedades de ese individuo mientras dure el actual estado de relaciones entre nosotros, ¡mientras me quede un soplo de vida!
Y entonces, al tropezar su mirada con la de mi Tutor, estalló en una de sus enormes carcajadas, que pareció conmover incluso aquel pueblecito adormilado.
—Entonces, ¿están aquí los Dedlock, Lawrence? —preguntó mi Tutor cuando nos pusimos en marcha, con el señor Boythorn trotando a nuestro lado por el verde césped de la cuneta.
—Aquí está Sir Arrogante el Necio —replicó el señor Boythorn—. ¡Ja, ja, ja! Aquí está Sir Arrogante, y celebro decir que está en cama. Milady —y al hablar de ella siempre hacía un gesto de cortesía, como si deseara especialmente excluirla de toda participación en la disputa— ha de llegar un día de estos, según creo. No me sorprende en absoluto que retrase su llegada todo lo posible. Qué es lo que puede haber inducido a una mujer tan trascendente a casarse con ese figurón, con esa caricatura de baronet, es uno de los misterios más impenetrables que jamás hayan intrigado la curiosidad humana. ¡Ja, ja, ja!
—Supongo —dijo mi Tutor, riéndose— que nosotros sí podemos pisar el parque durante nuestra estancia, ¿verdad? ¿No se extenderá a nosotros la prohibición?
—Yo no puedo imponer prohibición alguna a mis invitados —dijo Boythorn, inclinando la cabeza en dirección a Ada y a mí, con aquella cortesía sonriente que le era tan característica—, salvo la de que se marchen de mi casa. Lo único que lamento es no tener el placer de acompañaron por Chesney Wold, que es un lugar hermosísimo. Pero te aseguro por la luz de este día de verano, Jarndyce, que si vas a visitar al propietario mientras estás en mi casa, es probable que te reciba más que fríamente. Se comporta siempre como un reloj de pared, como si perteneciera a una raza de esos relojes de pared de cajas magníficas que jamás funcionan ni van a funcionar, ¡ja, ja, ja! ¡Pero te aseguro que más tieso estaría todavía con los amigos de su amigo y vecino Boythorn!
—No lo someteré a tamaña prueba —dijo mi Tutor—. Estoy seguro de que me interesa tan poco a mí conocerlo como a él conocerme a mí. Me basta y me sobra con ver el parque, y quizá la parte de la casa que pueda ver cualquier turista.
—¡Bueno! —exclamó el señor Boythorn—. Pues me alegro. Es lo más correcto. Por aquí me consideran como si fuera un segundo Ayax que desafía al rayo. ¡Ja, ja, ja! Cuando voy a nuestra iglesita, los domingos, una parte considerable de la poco considerable congregación espera verme caer, calcinado y reducido a cenizas sobre las losas, debido a mi enemistad con Dedlock. ¡Ja, ja, ja! Y no me cabe duda de que a él le sorprende que no ocurra precisamente eso. ¡Porque juro por el Cielo que es el asno más autosatisfecho, más fatuo, más vanidoso y más tonto que he visto en mi vida!
Cuando llegamos a la cresta de la loma que habíamos estado subiendo, nuestro amigo nos pudo indicar Chesney Wold, lo cual desvió su atención del propietario de la finca.
Era una casa antigua y pintoresca, situada en medio de un magnífico parque con muchos árboles. Entre éstos, y no lejos de la residencia, nos indicó el campanario de la iglesita de la que nos había hablado. ¡Ah, qué hermosos eran aquellos bosques solemnes entre los cuales se desplazaban fugaces luces y sombras, como si unas alas celestiales los recorrieran en cumplimiento de misiones benignas en medio del aire del verano! ¡Qué ondulaciones tan verdes y blandas; qué agua tan centelleante; qué jardín, en el que las flores estaban ordenadas con tanta simetría en racimos de brillantes colores! La mansión, con sus buhardillas y chimeneas, con sus torres y torretas, con su pórtico oscuro y su amplio paseo en la terraza, entre cuyas balaustradas se retorcían frondosos rosales, que iban a reposar en jarrones; apenas si parecía real en su airosa solidez y en medio del silencio sereno y apacible que la circundaba. Sobre todo, a Ada y a mí nos pareció que aquel silencio era lo más impresionante. Todo: casa, jardín, terraza, verdes praderas, agua, viejos robles, helechos, musgo, más bosque y a lo lejos en los claros de la perspectiva, hasta el horizonte que yacía ante nosotros con un brillo púrpura; todo parecía irradiar un reposo imperturbable.
Cuando llegamos al pueblecito y pasamos junto a una pequeña posada con el letrero de las Armas de Dedlock balanceándose en la fachada, el señor Boythorn cambió un saludo con un joven caballero sentado en un banco junto a la puerta de la posada, a cuyos pies había artes de pesca.
—Es el hijo del ama de llaves; se llama Rouncewell —nos informó—, y está enamorado de una chica muy guapa que trabaja en la mansión. Lady Dedlock se ha aficionado a la muchachita y va a quedársela en calidad de doncella personal, honor que a mi joven amigo no le agrada en absoluto. Pero todavía no puede casarse, aunque su capullo de Rosa quisiera, de manera que tiene que aguantarse. Entre tanto, viene por aquí bastante a menudo, y se pasa uno o dos días… pescando. ¡Ja, ja, ja!
—¿Está comprometido con esa muchacha tan guapa, señor Boythorn? —preguntó Ada.
—Mi querida señorita Clare —le respondió—, creo que quizá se entiendan, pero estoy seguro de que pronto los verá usted, y en eso tendrá que ser usted quien me informe a mí a ese respecto, y no al revés.
Ada se sonrojó, y el señor Boythorn, que se nos adelantó trotando en su bonito caballo tordo, desmontó a su propia puerta y cuando llegamos ya estaba dispuesto, sombrero en una mano y alargándonos la otra, a darnos la bienvenida.
Vivía en una casa muy bonita, que anteriormente había sido la vicaría de la iglesia, con una pradera delante, un jardín lleno de hermosas flores a un lado y un huerto y una arboleda muy poblados en la trasera, todo ello circundado por una cerca venerable, teñida de la pátina que imprimen los años. Pero, de hecho, allí todo daba la impresión de solidez y abundancia. El paseo bordeado de tilos era como un claustro verde, y hasta las sombras de los cerezos y los manzanos estaban llenas de fruta, los groselleros estaban tan cargados que sus ramas se inclinaban para descansar en tierra, las fresas y las moras crecían en igual profusión, y en la cerca se veían melocotones a centenares. Entre las redes tendidas y entre los marcos de cristal que brillaban y centelleaban al sol, se veían tales montones de guisantes, calabacines y pepinos, que cada pie de tierra parecía un tesoro de verdura, y el aroma de las hierbas de olor y todo género de sana vegetación (por no decir nada de los prados circundantes, donde se estaba recogiendo el heno) hacía que todo el aire oliese como un ramillete. En el ordenado interior de la vieja cerca reinaban tal orden y compostura, que incluso las plumas que colgaban en guirnaldas para espantar a los pájaros apenas se movían, y la cerca tenía una influencia tan propicia, que donde todavía aparecía, acá o acullá, una punta o un trapo, resultaba fácil imaginar que habían ido madurando con el paso de las estaciones, y que se habían ido oxidando y destiñendo conforme al destino común de todas las cosas.
Aunque la casa estaba un poco desordenada en comparación con el huerto, era una casa muy antigua, con bancos en la chimenea de la cocina, de suelo enladrillado y grandes vigas en el techo. A un lado estaba la terrible parcela del pleito, donde el señor Boythorn mantenía constantemente un centinela vestido con un guardapolvos, que en caso de agresión estaba encargado de tañer inmediatamente una gran campana que había puesto allí con ese fin, quitarle la cadena a un gran bulldog establecido en una perrera para que lo ayudara y, en general, causar la destrucción del enemigo. No satisfecho con aquellas precauciones, el propio señor Boythorn había compuesto y colocado, en una tabla en la cual figuraba su nombre inscrito en grandes caracteres: «Cuidado con el perro. Es muy feroz. Lawrence Boythorn». «El trabuco está cargado de posta gruesa. Lawrence Boythorn». «Hay trampas y armas de muelle cargadas que disparan a todas las horas del día y de la noche. Lawrence Boythorn». «Atención. A toda persona o personas que tengan la imprudencia de entrar en esta propiedad se les aplicará todo el rigor de la ley. Lawrence Boythorn». Nos lo enseñó todo desde su salón, mientras su pájaro le saltaba por la cabeza y él se reía: «¡Ja, ja, ja!», y con tanto vigor al señalar cada letrero, que verdaderamente temí que le pasara algo.
—Pero ¿no se está usted tomando una molestia excesiva cuando no lo dice usted en absoluto en serio? —preguntó el señor Skimpole con su tono despreocupado de costumbre.
—¡Que no lo digo en serio! —respondió el señor Boythorn, con ira incontenible—. ¡Que no lo digo en serio! Si hubiera sabido educarlo, me habría comprado un león, en lugar de ese perro, y se lo hubiera echado encima al primer ladrón intolerable que osara infringir mis derechos. ¡Que venga Sir Leicester aquí a decidir la cuestión en singular combate, y me enfrentaré a él con cualquier arma por hombre conocida en cualquier época o país! ¡No digo más!
El día en que llegamos a su casa era sábado. El domingo por la mañana fuimos todos a pie a la iglesita del parque. Al entrar en el parque, casi al lado de la parcela en disputa, seguimos un sendero muy agradable, que iba serpenteando entre el verde césped y aquellos árboles tan hermosos, hasta llegar al pórtico de la iglesia.
Los feligreses eran muy pocos, y todos rústicos, con la excepción de un gran complemento de criados de la Mansión, algunos de los cuales ya estaban en sus bancos, mientras seguían llegando otros. Había algunos lacayos de porte imponente, y un modelo perfecto de viejo cochero, que parecía un representante oficial de todas las pompas y vanidades que jamás se hubieran desplazado en su vehículo. Había buen número de muchachas jóvenes, y sobre todas ellas reinaba la faz anciana y hermosa y la figura imponente y responsable del ama de llaves. La agraciada chica de la que nos había hablado el señor Boythorn estaba a su lado. Era tan guapa que yo podría haber sabido que era ella por su belleza, aunque no me hubiera dado cuenta de la conciencia ruborosa que tenía ella de las miradas del joven pescador, a quien descubrí a escasa distancia. Una cara, y no de las agradables, aunque era de facciones correctas, parecía vigilar maliciosamente a la muchacha agraciada, y de hecho a todo y a todos los presentes. Era la de una francesa.
Como seguía tañendo la campana y todavía no habían llegado las personas de respeto, tuve tiempo de contemplar la iglesia, que olía a tierra como una tumba, y de reflexionar qué iglesita tan sombría, antigua y solemne era ésta. Las ventanas, bajo la sombra de los árboles, dejaban pasar una luz tamizada que bañaba de palidez las caras que me rodeaban, dejaba en la sombra las viejas placas de bronce del suelo y los monumentos gastados por el tiempo y la humedad, y hacía que la luz del sol en el pórtico, donde un campanero seguía tañendo con monotonía, pareciese en verdad deslumbrante. Pero un movimiento en aquella dirección, una expresión de respeto reverencial en las caras de los rústicos y la adopción entre despreocupada y feroz por parte del señor Boythorn de estar decidido a no darse cuenta de la presencia de alguien me advirtieron de que iban a llegar las personas de respeto, y de que iba a comenzar el servicio.
«No juzgues a tu siervo, oh, Señor, pues a tus ojos…» .
¿Lograré olvidar jamás cómo se me puso a palpitar el corazón, ante la mirada con la que tropecé cuando me puse en pie? ¿Olvidaré jamás la forma en que aquellos ojos hermosos y orgullosos parecieron salir de su languidez y apoderarse de los míos? No duró más que un momento, hasta que volví a bajar la vista, liberada una vez más, si puedo decirlo, a mi libro de oraciones, pero en aquel brevísimo espacio de tiempo llegué a conocer perfectamente aquel bello rostro.
Y lo que es más extraño, en mi interior se agitó algo, relacionado con los días de soledad en casa de mi madrina; sí, incluso con los días en que me ponía de puntillas para vestirme ante mi espejito, después de vestir a mi Muñeca. Y esto ocurrió aunque jamás en mi vida había visto antes la cara de aquella dama; de eso estaba segura, absolutamente segura.
Resultaba fácil deducir que el caballero ceremonioso, gotoso, de pelo cano, único que ocupaba con ella su gran reclinatorio, era Sir Leicester Dedlock, y que la dama era Lady Dedlock. Pero lo que no podía yo concebir era por qué la cara de ella me resultaba, de forma confusa, como un espejo roto en el que veía trozos de viejos recuerdos, ni por qué me sentía yo tan agitada y turbada (porque así me seguía sintiendo) por haber tropezado casualmente con su mirada.
Comprendí que era una debilidad absurda por mi parte, y traté de superarla escuchando lo que decía el himno. Después, curiosamente, me pareció que lo oía decir en la voz de mi madrina, y no en la del predicador. Aquello me hizo preguntarme si la cara de Lady Dedlock se parecía por casualidad a la de mi madrina. Quizá se pareciera, aunque fuera muy poco, pero la expresión era tan diferente, y la firme decisión que estaba tan severamente grabada en el rostro de mi madrina, igual que las rocas están grabadas por los elementos, estaba tan ausente del que tenía ante mí, que no podía ser aquel parecido lo que me había llamado la atención. Además, yo no había visto una faz tan altiva y desdeñosa como la de Lady Dedlock en nadie. Y, sin embargo, yo…, yo, la pequeña Esther Summerson, la niña que tenía una vida diferente de las demás, cuyo cumpleaños no festejaba nadie, parecía surgir ante mis propios ojos, vuelta a traer del pasado por un poder que parecía estar en posesión de aquella señora tan distinguida, que no sólo no podía imaginarme haber visto jamás, sino que sabía perfectamente no haber visto hasta aquel momento.
Tanto temblé al verme sumida en aquella agitación inexplicable, que me sentí consciente incluso de sentirme apurada ante la observación de que me hacía objeto la doncella francesa, aunque sabía que ésta había estado mirando constantemente por acá, por allá y por todas partes, desde el momento en que entró en la iglesia. Poco a poco, aunque muy gradualmente, acabé por superar aquella extraña emoción. Al cabo de un largo rato volví a mirar en dirección de Lady Dedlock. Era mientras estaban preparándose para cantar, antes del sermón. Ella no me miraba en absoluto, y a mí me dejó de palpitar el corazón. Tampoco volvió a palpitarme al cabo de un momento, cuando se volvió una o dos veces a mirarnos por los impertinentes a Ada y a mí.
Una vez concluido el servicio, Sir Leicester ofreció el brazo con mucha elegancia y galantería a Lady Dedlock (aunque él mismo tenía que ayudarse con un bastón para andar), y la acompañó fuera de la iglesia hasta llegar al coche, tirado por ponies, en el que habían llegado. Entonces se dispersaron los criados, y lo mismo hizo la congregación, a quien Sir Leicester había estado contemplando todo el tiempo (comentó el señor Skimpole con infinito regocijo del señor Boythorn) como si fuera un gran terrateniente del cielo.
—¡Eso es lo que se cree! —exclamó el señor Boythorn—. Está convencido de ello. ¡Y lo mismo se creían su padre, y su abuelo, y su bisabuelo!
—¿Sabe usted una cosa? —continuó diciendo el señor Skimpole, inesperadamente, al señor Boythorn—. A mí me resulta agradable ver a gente así.
—¡Agradable! —exclamó el señor Boythorn.
—Digamos que quiere ponerse paternalista conmigo —continuó el señor Skimpole—. ¡Magnífico! A mí no me importaría.
—A mí sí —objetó el señor Boythorn con gran vigor.
—¿De verdad? —replicó el señor Skimpole en su tono bienhumorado—. Pero eso es molestarse por nada. ¿Y por qué molestarse? Yo me contento con recibir las cosas que se me dan, igual que un niño, según me llegan. ¡Y nunca me molesto por nada! Por ejemplo, llego aquí y me encuentro con un gran potentado que me exige rendirle homenaje. ¡Muy bien! Le digo: «Gran potentado, éste es mi homenaje! Es más fácil rendirlo que negarlo. Aquí lo tiene. Si tiene usted algo de género agradable que mostrarme, celebraré mucho contemplarlo; si tiene usted algo de género agradable que darme, celebraré mucho recibirlo». El gran potentado replica, de hecho: «Éste es un tipo sensato. Considero que me permite hacer bien la digestión y no me altera el sistema biliar. No me impone la obligación de ponerme como un erizo y estar siempre con las espinas de punta. Me expansiono, me abro, muestro al exterior mi lado de plata, como la nube de Milton lo cual resultaba más agradable para ambos». Así es cómo veo yo estas cosas, hablando como un niño.
—Pero supongamos que mañana va usted a otra parte —dijo el señor Boythorn— donde se encuentra con un tipo que sea todo lo contrario de éste… O de aquél… ¿Qué hace usted entonces?
—¿Que qué hago? —preguntó el señor Skimpole, con aire de la mayor candidez y sinceridad—. ¡Exactamente lo mismo! Diría: «Mi estimado Boythorn», por personificar en usted a nuestro imaginario amigo; «Mi estimado Boythorn, ¿objeta usted al gran potentado? Muy bien. Yo también. Yo entiendo que el papel que me corresponde en el sistema social es el de ser agradable; entiendo que el papel que corresponde a todos en el sistema social es el de ser agradables. En resumen, se trata de un sistema de armonía. Por lo tanto, si usted objeta, yo objeto. ¡Y ahora, mi excelente Boythorn, pasemos a cenar!»
—Pero el excelente Boythorn podría decir —respondió nuestro anfitrión, que estaba inflamándose y enrojeciendo— que me…
—Entiendo —dijo el señor Skimpole—. Eso es lo más probable.
—… ¡sí, vamos a cenar! —exclamó el señor Boythorn, con un estallido violento, y deteniéndose a dar un golpe con el bastón en el suelo—. Y probablemente añadiría: «¿Es que ya no existen principios, señor Harold Skimpole?»
—A lo cual, como sabe usted, Harold Skimpole respondería —contestó éste, de lo más risueño y con la más alegre de las sonrisas—: «¡Por vida mía que no tengo la menor idea! No sé a qué se refiere usted con esos términos, ni dónde se hallan, ni quién los posee. Si es usted quien posee esas cosas, y le parece agradable, me alegro mucho y lo felicito de todo corazón. Pero yo no sé nada de eso, se lo aseguro, pues no soy más que un niño, y no quiero poseerlos, ni aspiro a ellos!». De manera que ya ve usted, mi excelente Boythorn, que después de todo estoy listo para ir a cenar.
Aquél no fue sino uno de tantos pequeños diálogos entre ellos, que yo siempre esperaba que terminasen, y oso decir que en otras circunstancias hubieran terminado en una explosión violenta por parte de nuestro anfitrión. Pero éste tenía un sentido tan elevado de su posición y su responsabilidad como anfitrión nuestro, y mi Tutor se reía tan sinceramente con y de nuestro señor Skimpole, como si fuera un niño que se pasara el día haciendo pompas de jabón y reventándolas, que las cosas nunca pasaron a mayores. El señor Skimpole, que siempre parecía perfectamente inconsciente de que pisaba terreno delicado, se ponía entonces a empezar un dibujo del parque, que nunca terminaba, o a tocar fragmentos de arias en el piano, o a cantar fragmentos de canciones, o se tumbaba boca arriba debajo de un árbol y miraba al cielo…, lo que, según decía, no podía por menos de pensar que era para lo que había nacido, tan bien le sentaba.
—A mí me encantan la empresa y el esfuerzo —nos decía (recostado de espaldas)—. Creo que soy un auténtico cosmopolita. Me parecen cosas magníficas. Me recuesto en un sitio sombreado, como éste, y pienso en los espíritus aventureros que van al Polo Norte, o que penetran en el corazón de la Zona Tórrida, y los admiro. Las gentes mercenarias se preguntan: «¿De qué sirve que vaya alguien al Polo Norte? ¿Qué utilidad tiene?». Yo no lo sé, pero en la medida en que pueda yo saberlo quizá vaya allí (aunque no lo sepa) con objeto de darme qué pensar mientras yo estoy aquí recostado. Tomemos un caso extremo. Tomemos el caso de los esclavos de las plantaciones de los Estados Unidos. Estoy seguro de que los hacen trabajar mucho. Estoy seguro de que en general no les gusta. Estoy seguro de que básicamente su existencia es desagradable, pero a mí me pueblan el paisaje, le infunden poesía, y quizá sea ése uno de los aspectos más agradables de su existencia. Tengo plena conciencia de ello y no me extrañaría nada que así fuera.
Yo siempre me preguntaba en aquellas ocasiones si alguna vez pensaba en la señora Skimpole y sus hijas, y cómo las enfocaba desde su punto de vista cosmopolita. Que yo pudiera ver, apenas si figuraban en su vida.
Pasó la semana hasta el domingo siguiente al de aquellas palpitaciones de mi corazón en la iglesia, y todos los días habían sido tan claros, y el cielo había estado tan azul, que había resultado de lo más delicioso el vagabundear por los bosques y ver cómo se filtraba la luz entre las hojas transparentes y brillaba en las hermosas sombras entrelazadas de los árboles, mientras las aves trinaban sus canciones y el aire sesteaba con el zumbido de los insectos. Teníamos un punto predilecto, lleno de musgo y de hojas del año pasado, donde había algunos árboles caídos que ya habían perdido toda la corteza. Sentados en medio de ellos contemplábamos un panorama verde lleno de miles de columnas naturales, los troncos blanqueados de los árboles, en una perspectiva distante que resultaba radiante por su contraste con la sombra en la que nos hallábamos nosotros, y preciosa por el lugar abovedado desde el que la veíamos, como un atisbo de la tierra prometida. Un sábado estábamos allí sentados el señor Jarndyce, Ada y yo, hasta que oímos el murmullo del trueno a lo lejos, y sentimos que caían grandes gotas de lluvia entre las hojas.
Toda la semana había hecho un tiempo muy bochornoso, pero la tormenta llegó de forma tan inesperada (al menos para nosotros, en aquel refugio natural) que antes de que pudiéramos llegar al límite del bosque eran constantes los truenos y los relámpagos, y la lluvia caía torrencial entre las hojas, igual que si cada gota fuera un gran perdigón de plomo. Como no era momento de quedarse entre los árboles, salimos corriendo del bosque y subimos y bajamos por los escalones cubiertos de musgo que cruzaban la valla de la plantación como dos escaleras de anchos pasos, la una de espaldas a la otra, y nos dirigimos al pabellón de uno de los guardabosques, que estaba allí cerca. Habíamos observado muchas veces la belleza sombría de aquel pabellón que se erguía en medio de una profunda arboleda sombría, y cómo lo rodeaba la hiedra, y que allí cerca había una profunda hondonada, donde una vez habíamos visto cómo el perro del guardabosques se hundía entre los helechos como si éstos fueran agua.
El interior del pabellón estaba tan oscuro, ahora que se había nublado el cielo, que no vimos claramente más que al hombre que vino a la puerta cuando nos refugiamos allí y nos sacó dos sillas, una para Ada y otra para mí. Las ventanas de rejilla estaban abiertas de par en par, y nos quedamos sentados justo al lado de la puerta, contemplando la tormenta. Era magnífico ver cómo se levantaba el viento, que doblaba los árboles e impulsaba a la lluvia ante sí, como una nube de humo, y escuchar el trueno solemne, y ver los relámpagos, y mientras pensábamos reverentes en las enormes fuerzas que dominaban nuestras vidas, en lo benéficas que son, y cómo en la más pequeña de las flores y de las hojas existía ya una frescura derivada de aquella cólera aparente, que parecía como una nueva Creación.
—¿No resulta peligroso sentarse en un sitio tan descubierto?
—¡Oh, no, Esthercita! —dijo Ada pausadamente.
Ada se dirigía a mí, pero yo no había dicho nada.
Volví a sentir palpitaciones. Nunca había oído aquella voz, igual que nunca había visto aquella cara, pero me afectó del mismo modo extraño. Una vez más, en un momento, surgieron en mi mente innumerables imágenes de mí misma.
Lady Dedlock había ido a refugiarse en el pabellón, antes de que llegáramos nosotros, y acababa de surgir de la oscuridad de su interior. Estaba detrás de mi silla, con la mano apoyada en el respaldo. Vi que tenía la mano puesta cerca de mi hombro cuando volví la cabeza.
—¿Te he asustado? —preguntó.
No. No era un susto. ¡Por qué iba yo a asustarme!
—Creo —dijo Lady Dedlock a mi Tutor —que tengo el gusto de hablar con el señor Jarndyce.
—El que usted me recuerde me honra más de lo que hubiera podido yo suponer, Lady Dedlock —replicó él.
—Lo reconocí a usted en la iglesia el domingo. Lamento que estos pleitos locales de Sir Leicester (aunque creo que no son culpa suya) hayan hecho que resultara absurdamente difícil saludarlo a usted allí.
—Conozco las circunstancias —contestó mi Tutor con una sonrisa—, y me considero perfectamente saludado.
Ella le había dado la mano con aquel aire indiferente que parecía habitual en ella, y le había hablado con un tono igual de indiferente, aunque con voz muy agradable. Tenía tanta prestancia como belleza, y estaba perfectamente controlada; me pareció que tenía aspecto de poder atraer e interesar a cualquiera, si ella quería. El guardabosques le trajo una silla y se sentó en medio del porche y entre nosotras dos.
—¿Está ya colocado el joven caballero acerca del cual escribió usted a Sir Leicester y cuyos deseos tanto lamentó Sir Leicester no poder satisfacer por su parte? —preguntó a mi Tutor por encima del hombro.
—Eso espero —le respondió.
Ella parecía respetarlo, e incluso desear agradarlo. Dentro de la altivez de su estilo, había algo en ella que cautivaba, e iba adquiriendo aires de más confianza (iba a decir de más sosiego, pero eso no podía ser) a medida que le seguía hablando por encima del hombro.
—¿Supongo que ésta es su otra pupila, la señorita Clare?
El señor Jarndyce presentó debidamente a Ada.
—Va usted a perder el aspecto desinteresado de su carácter quijotesco —dijo Lady Dedlock al señor Jarndyce— si no deshace usted más que los entuertos de unas bellezas así. Pero presénteme también a esta señorita —dijo volviéndose hacia mí.
—Quien de verdad es pupila mía es la señorita Summerson —dijo el señor Jarndyce—. En su caso no soy responsable ante el Lord Canciller.
—¿Ha perdido la señorita Summerson a ambos padres? —preguntó Milady.
—Sí.
—Pues ha tenido suerte en cuanto a su Tutor—.
Lady Dedlock me contempló, y yo a ella, y le dije que, efectivamente, había tenido mucha suerte. Inmediatamente me volvió la espalda, casi con una expresión de desprecio o de desagrado, y volvió a hablar con el señor Jarndyce por encima del hombro:
—Hace siglos que no nos vemos, señor Jarndyce.
—Mucho tiempo. Al menos me parecía que hacía mucho tiempo hasta que la vi a usted el domingo pasado.
—¡Vaya, también usted actúa como un cortesano, al menos ante mí! —dijo ella con un cierto desdén— Supongo que me merezco esa reputación.
—Se ha elevado usted tanto, Lady Dedlock —dijo mi Tutor—, que oso decir que eso también comporta cierta carga. Pero no ante mí.
—¡Tanto! —repitió ella con una risita—. ¡Sí!
Con aquel aire suyo de superioridad, de poder y de fascinación y de yo no sé qué, parecía considerarnos a Ada y a mí como si no fuéramos más que unas niñas. De manera que al reírse levemente y sentarse después mirando la lluvia estaba en control tan completo de sí misma, y tan libre de dedicarse a sus propios pensamientos, como si hubiera estado sola.
—Creo que conoció usted a mi hermana, cuando coincidimos en el extranjero, mejor que a mí —dijo volviendo a mirarlo.
—Sí, es que nos veíamos más a menudo —replicó él.
—Seguíamos cada una nuestro camino —dijo Lady Dedlock—, y teníamos pocas cosas en común incluso antes de que nos pusiéramos de acuerdo en seguir cada una por el suyo. Supongo que es de lamentar, pero era inevitable. ¿La volvió usted a ver después de entonces?
El señor Jarndyce negó con la cabeza.
—¿Nunca volvió a verla?
—Nunca.
—Pero, ¿sabrá usted, sin duda, que ha muerto?
—Sí —respondió él—. Lo sé desde hace algún tiempo. Vivía tan alejada de todo que me enteré por pura casualidad.
Lady Dedlock volvió a quedarse contemplando la lluvia. Pronto empezó a amainar la tormenta. Escampó mucho la lluvia, cesaron los relámpagos, el trueno se fue alejando entre los cerros más distantes, y empezó a brillar el sol sobre las hojas húmedas y en medio de la lluvia. Mientras estábamos allí sentados, en silencio, vimos llegar un faetón tirado por ponies a buen paso.
—Vuelve el mensajero, Milady —dijo el guardabosques—, con el carruaje.
Cuando se acercó éste vimos que en su interior había dos personas. Quien primero descendió, con capas y chales, fue la francesa a la que ya había visto yo en la iglesia, y después aquella chica tan guapa; la francesa con aire desafiante, la chica guapa confusa y titubeante.
—¿Qué pasa? —preguntó Milady—. ¿Venís dos?
—Por ahora, Milady, yo soy su doncella —dijo la francesa—. El mensaje decía que viniera su doncella.
—Yo temí que se refiriese usted a mí, Milady —dijo la muchacha guapa.
—Me refería a ti, hija —replicó pausadamente su señora—. Ponme ese chal.
Agachó ligeramente los hombros para recibirlo, y la muchachita se lo colocó cuidadosamente. La señora no hizo caso de la francesa, que se quedó mirando y apretando los labios.
—Lamento —dijo Lady Dedlock al señor Jarndyce— que probablemente no podamos reanudar nuestra antigua amistad. Permítame usted que vuelva a enviar el carruaje a buscar a sus dos pupilas. Regresará inmediatamente.
Pero como él no quiso en absoluto aceptar el ofrecimiento, Milady se despidió cortésmente de Ada —no de mí— y, apoyando una mano en el brazo que él le ofreció, se metió en el carruaje, que era pequeño y con toldo.
—Ven, hija —dijo a la muchacha guapa—. Voy a necesitarte. ¡Vamos!
El carruaje se fue alejando, y la francesa, con los chales que había traído todavía en el brazo, se quedó de pie en el mismo sitio en el que se había apeado.
Supongo que no hay nada tan insoportable para el Orgullo como el Orgullo mismo, y que se vio castigada por su actitud imperiosa. Su represalia fue la más singular que hubiera podido imaginarme yo. Se quedó perfectamente inmóvil hasta que el carruaje se metió en el camino y después, sin descomponer en absoluto el gesto, se quitó los zapatos, los tiró al suelo y se fue andando lentamente en la misma dirección, por la parte más húmeda de la mojada hierba.
—¿Está loca esa muchacha? —preguntó mi Tutor.
—¡Ah, no, señor! —replicó el guardabosques, que la miraba junto con su mujer—. Hortense no está nada loca. Tiene la chola tan cuerda como el que más. Pero es mortalmente orgullosa y apasionada, terriblemente orgullosa y apasionada, y como ya la han despedido y han puesto a otra por encima de ella no está nada contenta.
—Pero ¿por qué echarse a andar descalza por todos esos charcos? —preguntó mi Tutor.
—Verdaderamente, señor; ¡cómo no sea para que se le pase el acaloramiento…! —dijo el hombre.
—O que se crea que en lugar de agua es sangre —apostilló la mujer—. Yo creo que le gustaría mojarse los pies de sangre, cuando a ella se le sube a la cabeza.
Poco después pasábamos nosotros a poca distancia de la Mansión. Con lo pacífica que nos pareció cuando la habíamos visto por primera vez, ahora lo parecía todavía más, con un halo de diamantes en todo su derredor, el soplo de una leve brisa, los pájaros que ya habían abandonado su silencio y ahora cantaban con todas sus fuerzas, todo ello refrescado por la lluvia reciente, y el pequeño carruaje brillante a la puerta, como el coche de un hada hecho de plata. Entre tanto, Mademoiselle Hortense, descalza, avanzaba por entre la hierba húmeda, tiesa y en silencio, hacia la Mansión, ella también como una figura pacífica en aquel paisaje.