34. Una vuelta de tuerca
34. Una vuelta de tuerca
—¿Y ahora, qué es esto? —se pregunta el señor George—. ¿Es un cartucho de fogueo o una bala? ¿Un relámpago o un disparo?
El objeto de las especulaciones del soldado es una carta abierta, que parece tenerlo totalmente perplejo. Alarga el brazo para contemplarla, después vuelve a acercársela, la sostiene en la mano derecha, después en la izquierda, la lee con la cabeza ladeada, frunce las cejas, las levanta, no puede convencerse. La alisa en la mesa con una manaza, se da un paseo, pensativo, arriba y abajo de la galería, se detiene ante la carta de vez en cuando, para mirarla con ojos nuevos. Tampoco eso le vale. Y el señor George se sigue preguntando: «¿Es un cartucho de fogueo o está cargado?».
Phil Squod se está dedicando, con la ayuda de un pincel y de un bote de pintura, a blanquear los objetivos de tiro que hay al otro extremo, mientras silba bajito, a ritmo de marcha y a paso de flauta y tambor, la canción del soldado que ha de volver a la chica que dejó.
—¡Phil! —le llama el soldado, y le hace una seña para que venga.
Phil se acerca como es costumbre en él: primero, de lado, como si fuera a otra parte, y después lanzándose hacia su comandante como si estuviera en una carga a la bayoneta. Lleva manchas blancas como altorrelieves en la cara sucia, y se rasca una ceja con el mango del pincel.
—¡Atención, Phil! Escucha esto.
—Calma, mi comandante, calma.
—«Muy señor mío: Me permito recordarle (aunque como usted sabe, no tengo legalmente la obligación de hacerlo) que el pagaré a dos meses vista firmado a usted por el señor Matthew Bagnet, y aceptado por usted, por la suma de noventa y siete libras, cuatro chelines y nueve peniques, expira mañana, cuando le ruego lo redima usted tras el debido pago. Le saluda atentamente Joshua SMALLWEED.» ¿Qué te parece, Phil?
—No me gusta, jefe.
—¿Por qué?
—Creo —replica Phil, tras rascarse, pensativo, una arruga de la frente con el mango del pincel— que siempre trae malas consecuencias cuando le piden a uno dinero.
—Fíjate, Phil —dice el soldado, sentado a la mesa—, que en primer lugar ya he pagado, podríamos decir, el principal y la mitad más, entre los intereses y unas cosas y otras.
Phil, al dar un paso o dos hacia atrás, con una mueca inexplicable en la cara, sugiere que no considera que la transacción resulte más prometedora por ese pequeño detalle.
—Y fíjate, además, Phil —continúa diciendo el soldado, rechazando esa conclusión prematura con un gesto de la mano—, que siempre ha estado entendido que este pagaré se iba a prorrogar, como dicen ellos. Y se ha prorrogado no sé cuántas veces. ¿Qué dices ahora?
—Digo que creo que ya no va a haber más veces.
—¿Eso dices? ¡Ejem! Yo opino algo muy parecido.
—¿Joshua Smallweed es ése al que trajeron aquí en una silla?
—El mismo.
—Jefe —dice Phil con enorme gravedad—, tiene el alma de una sanguijuela, actúa como tuerca y tornillo al mismo tiempo, ataca como una serpiente, tiene unas pinzas de langosta.
Tras manifestar de modo tan expresivo sus sentimientos, el señor Squod, que espera un momento a ver si ha de seguir diciendo algo más, vuelve por su método habitual al blanco que estaba pintando, y manifiesta vigorosamente, por su medio musical de antes, que ha de volver y va a volver a aquella damisela ideal. George, tras volver a doblar la carta, se le acerca.
—Hay una forma, mi comandante, de arreglar esto —dice Phil con una mirada astuta.
—¿Pagar el dinero, supongo? Ojalá pudiera. Phil niega con la cabeza:
—No, jefe, nada tan malo. Hay una forma —dice Phil, imprimiendo un movimiento muy artístico al pincel—, y es lo que estoy haciendo yo ahora.
—¿Borrarlo? Phil asiente.
—¡Pues vaya una forma! ¿Sabes lo que pasaría con los Bagnet en ese caso? ¿Sabes que se arruinarían para pagar viejas cuentas? ¡Pues vaya un personaje moral que eres tú, te lo aseguro, Phil! —exclama el soldado, contemplándolo desde su altura con no poca indignación.
Phil, con una rodilla apoyada en el blanco, está a punto de protestar muy en serio, aunque no sin grandes sacudidas alegóricas de su pincel, y alisamientos de la superficie blanca en torno a los bordes con el pulgar, que había olvidado la responsabilidad de Bagnet, y que no querría ni tocarle un pelo a ningún miembro de esa digna familia, cuando se oyen pasos en el largo corredor de fuera y se oye una voz animada que pregunta si está George en casa. Phil mira a su amo y va cojeando a la puerta, mientras responde:
—¡Aquí está el jefe, señor Bagnet! ¡Aquí está! —y aparece la viejita, acompañada por el señor Bagnet.
La señora nunca sale a dar un paseo, sea cual sea la estación del año, sin una capa de paño gris, burda y muy gastada, pero muy limpia, que sin duda es la misma prenda que resulta tan interesante al señor Bagnet, debido a que llegó a Europa desde otra parte del globo en compañía de la señora Bagnet y de un paraguas. Este último fiel apéndice también forma, invariablemente, parte del atavío de la viejita cuando sale de casa. Tiene un color que nadie puede describir en este mundo, y por mango tiene un gancho rugoso de madera, con un objeto metálico clavado en su proa o pico, que parece un modelo a escala de un farol de puerta o uno de los vidrios ovalados de un par de impertinentes, objeto ornamental que no tiene esa capacidad tenaz de aguantar en su puesto como cabría desear en un objeto que ha tenido una relación tan larga con el Ejército Británico. El paraguas de la viejita tiene una cintura fofa y parece necesitar ballenas, aspecto que quizá se explique porque en la casa ha servido muchos años de receptáculo de diversos objetos, y en los viajes de portamantas. Nunca lo abre, pues se fía totalmente de su fiel capa con su amplia capucha, sino que, en general, utiliza el instrumento como si fuera una vara con la que apuntar a los trozos de carne o las verduras que desea en el mercado, o para atraer la atención de los vendedores con un golpecito amistoso. Nunca sale a la calle sin su cesta de la compra, que es una especie de pozo sin fondo con dos tapaderas que suben y bajan. Acompañada de estos compañeros de confianza, pues, y con su cara honrada y tostada asomando animada bajo un sombrero de paja dura, llega la señora Bagnet, de buen color y animada, a la Galería de Tiro de George.
—Bueno, George, muchacho —dice—, ¿y cómo te va en este excelente día?
La señora Bagnet le da la mano amistosamente, exhala un largo suspiro tras su paseo y se sienta a descansar. Como tiene la facultad, madurada en incontables carromatos de impedimenta y en otras posiciones parecidas, de descansar a gusto en cualquier parte, se sienta en un banco duro, se desata las cintas del sombrero, se lo echa atrás, se cruza de brazos y parece encontrarse perfectamente a gusto.
Entre tanto, el señor Bagnet le ha dado la mano a su antiguo camarada y a Phil, a quien también la señora Bagnet hace un gesto y una sonrisa bíenhumorados.
—Bueno, George, aquí estamos —dice rápidamente la señora Bagnet—, Lignum y yo —pues suele referirse a su marido por ese apelativo, derivado, se supone, de que en el regimiento, cuando se conocieron, lo llamaban Lignum Vitae, en homenaje a la gran dureza y aspereza de la fisonomía de él—; no hemos venido más que a ver cómo estabas, para que lo del préstamo esté en orden, como siempre. Dale el pagaré nuevo para que lo firme, George, y lo firmará como un hombre.
—Esta mañana iba a verles a ustedes —observa con renuencia el soldado.
—Sí, ya pensamos que vendrías a vernos esta mañana, pero salimos temprano y dejamos a Woolwich, que es un chico magnífico, al cuidado de sus hermanas, y, en cambio, hemos venido a verte nosotros, ¡ya ves!, porque Lignum está tan ocupado, y hace tan poco ejercicio, que le hace bien darse un paseo. Pero ¿qué pasa, George? —pregunta la señora Bagnet, interrumpiendo su animada charla—. No tienes buen aspecto.
—No ando bien —replica el soldado—. He estado un poco destemplado, señora Bagnet.
La mirada de ésta, rápida y brillante, advierte inmediatamente la verdad:
—¡George! —y levanta el dedo índice—. ¡No me digas que anda algo mal con el pagaré de Lignum! ¡George, por mis hijos, te ruego que no me digas eso!
El soldado la mira con la cara turbada.
—George —insiste la señora Bagnet, que emplea ambas manos para mayor énfasis y de vez en cuando se golpea las rodillas con ellas—. Si has dejado que pase algo con el pagaré de Lignum y dejas que le pase algo a él, y nos pones en peligro de que nos embarguen (y te estoy viendo en la cara como si estuviera escrita en ella la palabra embargo), has hecho algo que te debería dar vergüenza y nos has engañado cruelmente. ¡Cruelmente, te digo, George! ¡Eso es!
El señor Bagnet, que en los demás respectos está más impasible que un poste, se lleva la manaza derecha a la cabeza calva, como para defenderse de un chaparrón, y mira muy inquieto a la señora Bagnet.
—George —dice ésta—. ¡Me extraña en ti! ¡George, me siento avergonzada de ti! ¡Nunca lo hubiera podido creer de ti! Siempre he sabido que eras un culo de mal asiento, pero nunca me imaginé que pudieras quitar el poco asiento que tienen Bagnet y los niños para reposar. Ya sabes lo buen trabajador y lo serio que es. Ya sabes cómo son Quebec y Malta y Woolwich… Y nunca me imaginé que tuvieras el corazón como para hacernos algo así. ¡Ay, George! —La señora Bagnet se recoge la capa para secarse los ojos con ella sin el menor disimulo—. ¿Cómo nos lo has podido hacer?
Cuando la señora Bagnet se interrumpe, el señor Bagnet se quita la mano de la cabeza, como si hubiera pasado el chaparrón, y mira desconsolado al señor George, que está palidísimo, y mira inquieto al sombrero de paja y la capa gris.
—Mat —dice el soldado, dirigiéndose a él, pero sin dejar de mirar a la viejita—, siento que te lo tomes así, porque la verdad es que espero que las cosas no vayan tan mal como parecen. Claro, que esta mañana he recibido esta carta —que procede a leer en voz alta—, pero creo que todavía puede arreglarse. En cuanto a lo del mal asiento, es verdad lo que decís. Soy de mal asiento, y la verdad es que nunca he logrado asentarme de manera que eso le hiciera un favor a nadie. Pero seguro que no hay un solo ex camarada vagabundo que quiera más a tu mujer y a tu familia que yo, Mat, y espero que me perdones en todo lo posible. No creáis que os he mentido en nada. No hace más de un cuarto de hora que me llegó esta carta.
—Viejita —murmura el señor Bagnet tras un breve silencio—, ¿quieres decirle lo que opino yo?
—¡Ay! ¿Por qué no se casaría con la viuda de Joe Pouch en Norteamérica? —responde la señora Bagnet, medio riendo, medio llorando—. Entonces no se habría metido en estos líos.
—La viejita —observa el señor Bagnet— tiene razón. ¿Por qué no te casaste?
—Bueno, supongo que ya tendrá un marido mejor que yo —replica el soldado—. Y en todo caso, aquí estoy, y no me he casado con la viuda de Joe Pouch. ¿Qué voy a hacer? Todo lo que tengo está delante de vosotros. No es mío; es vuestro. Decídmelo, y vendo hasta la última silla. Si hubiera tenido esperanzas de conseguir la suma que me falta, lo habría vendido todo hace tiempo. No te vayas a creer, Mat, que os voy a dejar a ti y a los tuyos en la estacada. Antes me vendería yo. Ojalá supiera de alguien que quisiera comprar una impedimenta tan gastada —dice el soldado, dándose un golpe autodespectivo en el pecho.
—Viejita —murmura el señor Bagnet—, dile otra vez lo que opino yo.
—George —dice su mujer—, bien pensado, no tienes tú toda la culpa, salvo en haber tomado este negocio sin tener los medios.
—¡Típico de mí! —observa el compungido soldado, meneando la cabeza—. Ya sé que es típico de mí.
—¡Silencio! La viejita tiene razón en la forma de expresar lo que opino —exclama el señor Bagnet—. ¡Escúchame!
—Eso fue cuando no debiste haber pedido nunca el aval, George, y cuando nunca te lo debimos dar, de habérnoslo pensado. Pero lo hecho, hecho está. Siempre has sido un chico honrado y veraz, a tu aire, aunque un poco frívolo. Por otra parte, no puedes dejar de reconocer que es natural que estemos preocupados, con esa amenaza pendiente sobre nuestras cabezas. De manera, George, que lo mejor es que todos nos perdonemos los unos a los otros. ¡Vamos, más vale que nos perdonemos los unos a los otros!
Como la señora Bagnet le da una de sus honestas manos, y la otra a su marido, el señor George le da una a cada uno de ellos y las aprieta mientras habla:
—Os aseguro a los dos que no hay nada en el mundo que no estuviera yo dispuesto a hacer para pagar esa deuda. Pero todo lo que he podido reunir se ha ido cada dos meses en los pagos. Phil y yo hemos vivido muy modestamente aquí. Pero la Galería no marcha tan bien como yo esperaba, y no es…, digamos que no es la Casa de la Moneda. ¿Que me equivoqué al alquilarla? Pero es que, por así decirlo, me vi obligado a ello, y creí que me serviría para asentarme y establecerme, y ahora os ruego que me perdonéis por habérmelo imaginado, y os estoy muy agradecido, y me siento muy avergonzado. —Con estas palabras de conclusión, el señor George estrecha cada una de las manos que aprieta en las suyas, las suelta y da uno o dos pasos atrás, muy erguido, como si acabara de hacer su última confesión y fueran a fusilarlo inmediatamente con todos los honores militares.
—¡George, déjame terminar! —dice el señor Bagnet, con una mirada hacia su mujer—. ¡Sigue, viejita!
El señor Bagnet se hace escuchar de esta manera tan extraña, y se limita a observar que es preciso ocuparse cuanto antes de la carta, que es aconsejable que George y él vayan inmediatamente a ver al señor Smallweed en persona, y que lo más importante es salvar y dejar a salvo al señor Bagnet, que no tiene el dinero. El señor George está completamente de acuerdo; se pone el sombrero y se dispone a marchar con el señor Bagnet al campo enemigo.
—No guardes rencor por las palabras apresuradas de una mujer, George —dice la señora Bagnet, dándole una palmadita en el hombro—. Te confío a mi viejo Lignum, y estoy segura de que me lo devolverás ileso.
El soldado replica que eso es muy amable por su parte, y que va a devolverle a Lignum ileso, sea como sea. Al oír lo cual, la señora Bagnet, con su capa, su cesta y su paraguas, vuelve a su casa, animada otra vez a unirse al resto de su familia, mientras los camaradas inician la marcha con la esperanza de ablandar al señor Smallweed.
Sería muy discutible que haya dos personas en Inglaterra con menos esperanzas de realizar con éxito cualquier negociación con el señor Smallweed que el señor George y el señor Bagnet. Además, pese a su aire marcial, sus anchos hombros y su paso decidido, sería muy discutible que haya en los mismos confines dos criaturas más simples y menos acostumbradas a los asuntos de los Smallweed de este mundo. Mientras avanzan con gran solemnidad por las calles que llevan a la región de Mount Pleasant, el señor Bagnet observa que su compañero está pensativo, y considera un deber de amistad referirse a las últimas palabras que ha dicho la señora Bagnet.
—George, ya sabes cómo es la viejita; es dulce y apacible como la leche, pero que le toquen a los niños, o a mí, y salta como un barril de pólvora.
—¡Y muy bien hecho, Mat!
—George —dice el señor Bagnet, mirando al frente—, la viejita nunca hace nada que no esté bien hecho. Más o menos. Yo nunca se lo digo. Hay que mantener la disciplina.
—Vale su peso en oro —dice el soldado.
—¿En oro? —responde el señor Bagnet—. Te voy a decir una cosa. Mi viejita pesa ciento setenta y cuatro libras. ¿Aceptaría yo ese peso (en cualquier metal) por mi viejita? No. ¿Por qué no? Porque el metal de que está hecha la viejita es mucho más precioso que el más precioso de los metales, ¡y está hecha toda ella de metal precioso!
—¡Tienes razón, Mat!
—Cuando me aceptó, y aceptó el anillo, se alistó conmigo, y los niños, con todo y para toda la vida. Es tan seria —añade el señor Bagnet— y tan leal a la bandera, que si alguien nos pone un dedo encima y ella se entera, saca la artillería. Si la vieja dispara alguna vez una andanada, muy de tarde en tarde, en cumplimiento de su deber, déjala pasar, George. ¡Es por lealtad!
—¡Pero, Mat —replica el soldado—, si yo tengo la mejor opinión de ella!
—¡Y haces bien! —contesta Bagnet con el mayor entusiasmo, aunque sin relajar un solo músculo—. Piensa que la vieja es más firme que el Peñón de Gibraltar, y todavía te quedarás corto frente a sus méritos. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina.
Con estos encomios llegan a Mount Pleasant y a la casa del Abuelo Smallweed. Abre la puerta la perenne Judy, que tras contemplarlos de la cabeza a los pies, sin especial amabilidad, sino, de hecho, con una mueca malévola los deja allí en pie mientras va a consultar al oráculo si debe dejarlos pasar. Cabe inferir que el oráculo ha dado su consentimiento, dada la circunstancia de que Judy vuelve a decirles con su habitual dulzura que «pueden pasar, si quieren». Ante tal privilegio, pasan, y se encuentran al señor Smallweed con los pies puestos en el cajón de su silla, como si fuera un pediluvio de papel, y a la señora Smallweed a la sombra del cojín, como un pájaro que no debe cantar.
—Mi querido amigo —dice el Abuelo Smallweed, alargando los dos brazos menos cordiales del mundo—. ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Quién es su amigo, mi querido amigo?
—Pues es Matthew Bagnet, el que me hizo el favor en este asunto nuestro, ya sabe —replica George, que por el momento no se siente capaz de mostrarse muy conciliador.
—¡Ah! ¿El señor Bagnet? ¡Pues claro! —y el anciano lo contempla llevándose una mano a los ojos—. ¡Espero que esté usted bien! ¡Bueno aspecto, señor George! ¡Aspecto militar, señor mío!
Como no les ofrecen sillas, el señor George le acerca una a Bagnet y toma otra él. Se sientan, y parece como si el señor Bagnet no pudiera doblar más que las caderas, y únicamente para sentarse.
—Judy —dice el señor Smallweed—, trae la pipa.
—Pues no creo —interviene el señor George— que la muchacha necesite tomarse esa molestia, porque la verdad es que hoy no tengo ganas de fumar.
—¿No? —responde el anciano—. Judy, trae la pipa.
—El hecho, señor Smallweed —continúa George—, es que me encuentro en un estado de ánimo bastante desagradable. Me parece, señor mío, que su amigo de la City ha estado jugando sucio.
—¡No, Dios mío! —dice el Abuelo Smallweed—. Nunca juega sucio.
—¿No? Bueno, me alegro de oírlo, porque creí que podía ser cosa de él. Ya sabe usted de qué hablo. De esta carta.
El Abuelo Smallweed esboza una sonrisa muy fea al reconocer la carta.
—¿Qué significa? —pregunta el señor George.
—Judy —pregunta el anciano—, ¿has traído la pipa? Dámela. ¿Ha preguntado usted qué significa, mi querido amigo?
—¡Sí! Vamos, vamos, lo sabe usted perfectamente, señor Smallweed —insiste el soldado, forzándose a hablar con toda la calma y la confianza que puede, con la carta abierta en una mano y los enormes nudillos de la otra apoyados en el muslo—; entre nosotros se ha cambiado una buena cantidad de dinero, y aquí estamos cara a cara, y los dos sabemos muy bien el acuerdo que ha existido siempre. Estoy dispuesto a seguir haciendo lo que he estado haciendo regularmente, y seguir con el asunto. Nunca había recibido una carta así de usted, y la de esta mañana me ha dejado un tanto preocupado, porque aquí tiene usted a mi amigo, el señor Bagnet, que, como usted sabe, no tenía dinero…
—Pero es que usted sabe que yo no lo sé —interrumpe pausadamente el viejo.
—Bueno, maldita sea… Quiero decir… Se lo estoy diciendo, ¿no?
—Sí, usted me lo dice —replica el Abuelo Smallweed—, pero yo no lo sé.
—¡Vamos! —dice el soldado, tragando bilis—. Yo lo sé.
El señor Smallweed responde con muy buen humor:
—¡Ah, eso es otra cosa! —y añade—: Pero no importa. La situación del señor Bagnet sigue siendo la misma, lo tenga o no.
El infortunado señor George hace un gran esfuerzo por arreglar el asunto a gusto de todos y propiciar al señor Smallweed en sus propias condiciones:
—A eso me refería yo exactamente. Como dice usted, señor Smallweed, aquí tenemos a Matthew Bagnet, que puede pasarlo mal, lo tenga o no. Bueno, pues mire usted, eso hace que su señora se preocupe mucho, y yo también, porque aunque soy una especie de vagabundo y un loco, más acostumbrado a las peleas que a las cuentas, él, en cambio, es un honrado padre de familia, ¿no entiende? Vamos, señor Smallweed —continúa diciendo el soldado, que va adquiriendo confianza a medida que avanza en su estilo militar de hacer negocios—, aunque usted y yo somos bastante buenos amigos en cierto sentido, comprendo perfectamente que no pueda usted perdonar totalmente su deuda a mi amigo Bagnet.
—Bueno, bueno, es usted demasiado modesto. Puede usted pedirme cualquier cosa, señor George. —Hoy, el Abuelo Smallweed parece tener el mismo sentido del humor que un ogro.
—Y usted puede negármela, ¿verdad? ¿O quizá no tanto usted como su amigo de la City, eh? ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —le hace eco el Abuelo Smallweed, con tal dureza y con unos ojos de un verde tan especial que la gravedad natural del señor Bagnet se ve muy aumentada por la contemplación del venerable caballero.
—¡Vamos! —dice el optimista de George—. Celebro ver que podemos bromear. Aquí está mi amigo Bagnet, y aquí estoy yo. Podemos arreglar el asunto sobre la marcha, señor Smallweed, si usted quiere, como de costumbre. Y tranquilizará usted mucho a mi amigo Bagnet, y también a su familia, si le menciona usted a él cuál es nuestro acuerdo.
En ese momento, un espectro chirriante grita en tono burlón: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay!», salvo que en realidad se trate de la jovial Judy, a la que se ve en silencio cuando los visitantes, alarmados, miran a su alrededor, pero cuya barbilla acaba de agitarse con expresión de burla o de desprecio. El gesto del señor Bagnet se hace todavía más grave.
—Pero creo, señor George, que me ha preguntado usted —ahora el orador es el viejo Smallweed, que durante todo el tiempo ha tenido la pipa en la mano—, creo que me había preguntado usted lo que significaba la carta.
—Pues es verdad —replica el soldado con su aire distraído—, pero no siento gran curiosidad si todo está en orden y a gusto de todos.
El señor Smallweed se contiene deliberadamente en una tentativa de apuntar a la cabeza del soldado, tira la pipa al suelo y la rompe en pedazos.
—Eso es lo que significa, mi buen amigo. Voy a hacerle pedazos a usted. Voy a aplastarle. Voy a hacerle polvo. ¡Váyase al diablo!
Los dos amigos se levantan y se miran el uno al otro. La gravedad del señor Bagnet ha llegado ya a su punto más profundo.
—¡Váyase al diablo! —repite el viejo—. No estoy dispuesto a seguir soportando sus pipas y su arrogancia. ¿Cómo? ¡Que encima es usted un dragón de caballería y muy independiente! Vaya usted a ver a mi abogado (ya sabe dónde es; ya ha estado usted allí antes) a demostrar lo independiente que es, ¿quiere? Vamos, amigo mío, ésa es su oportunidad. Abre la puerta de la calle, Judy, ¡y echa a estos dos fanfarrones! Si no se van, pide ayuda. ¡Que se vayan!
Vocifera de tal modo, que el señor Bagnet pone las manos en los hombros de su camarada antes de que éste pueda recuperarse de su asombro y lo hace salir por la puerta de la calle, que la triunfal Judy cierra inmediatamente de un portazo. El señor George, absolutamente estupefacto, se queda un momento contemplando el aldabón. El señor Bagnet, sumido en un profundo abismo de gravedad, se pasea arriba y abajo ante la ventanita de la sala, como un centinela, y la mira cada vez que pasa; aparentemente, rumiando algo mentalmente.
—¡Vamos, Mat! —dice el señor George cuando se recupera—. Tenemos que ir a ver al abogado. ¿Qué te parece este sinvergüenza?
El señor Bagnet se detiene a echar una mirada de despedida hacia la sala y replica con un movimiento de cabeza dirigido hacia el interior:
—Si hubiera estado aquí mi viejita, ¡ya le hubiera dicho yo! —Y tras descargarse así del tema de sus cogitaciones, se pone al paso del soldado y sale en marcha con éste, hombro con hombro.
Cuando se presentan en Lincoln’s Inn Fields, el señor Tulkinghorn está ocupado y no puede recibirlos. No quiere en absoluto recibirlos, pues cuando llevan toda una hora esperando, y el pasante aprovecha la oportunidad de mencionarlo al oír que suena su campanilla, no vuelve con palabras más alentadoras sino las de que el señor Tulkinghorn no tiene nada que decirles, y que más les vale no esperar. Pero siguen esperando, con la perseverancia de la táctica militar, y por fin vuelve a sonar la campanilla y sale del despacho del señor Tulkinghorn la cliente que estaba en posesión de él.
La cliente es una anciana de buen aspecto; nada menos que la señora Rouncewell, ama de llaves de Chesney Wold. Sale del santuario con una reverencia anticuada, y cierra suavemente la puerta. La tratan con cierta deferencia, pues el pasante sale de su reclinatorio para acompañarla a la oficina externa y abrirle la puerta. La anciana le está dando las gracias por su atención cuando observa a los camaradas que esperan.
—Perdóneme, señor mío, pero ¿esos caballeros son militares?
El pasante les transmite la pregunta con una mirada, y como el señor George no se aparta de su contemplación del almanaque que hay encima de la chimenea, el señor Bagnet se ocupa de responder:
—Sí, señora. Lo hemos sido.
—Me lo parecía. Estaba segura. Caballeros, el ver a hombres como ustedes me reanima el corazón. Siempre me ocurre cuando los veo. ¡Dios los bendiga, señores! Perdonen a una vieja, pero es que un hijo mío se metió a soldado. Era un muchacho muy guapo, y muy bueno, a su aire, un tanto atrevido, aunque había quienes le hablaban mal de él a su pobre madre. Perdóneme por molestarle, caballero. ¡Que Dios les bendiga, señores!
—Igualmente, señora —le responde el señor Bagnet con toda sinceridad.
El tono de voz de la anciana tiene algo de conmovedor, así como el temblor que le recorre todo el cuerpo. Pero el señor George está tan ocupado con el almanaque que hay encima de la chimenea (quizá está calculando qué mes es el siguiente), que no vuelve la vista hasta que se ha ido ella y se ha cerrado la puerta.
—George —susurra roncamente el señor Bagnet cuando el otro por fin aparta la vista del almanaque—, ¡no estés tan triste! Ya conoces la canción: «El buen soldado, el buen soldado / no se puede entristecer!». ¡Ánimo, amigo mío!
Como el pasante ha vuelto a entrar a decir que siguen allí, y se oye que el señor Tulkinghorn replica con voz irascible: «¡Que pasen, entonces!», entran en el gran despacho del techo pintado y lo encuentra de pie ante la chimenea.
—Bueno, hombres, ¿qué quieren? Sargento, le dije la última vez que lo vi que no deseo verlo por aquí.
El sargento replica (muy abatido en los últimos minutos con respecto a su forma habitual de hablar e incluso con respecto a su porte habitual) que ha recibido esta carta, que ha ido a ver al señor Smallweed para hablar de ella y que le ha dicho que venga aquí.
—No tengo nada que decir a usted —responde el señor Tulkinghorn—. Si contrae usted deudas, tiene que pagar sus deudas o aceptar las consecuencias. ¿Supongo que no le hará falta venir aquí para comprenderlo?
El sargento lamenta decir que no dispone del dinero.
—¡Muy bien! Entonces, el otro hombre, éste, si es él, tendrá que pagar por usted.
El sargento lamenta añadir que el otro hombre tampoco dispone del dinero.
—¡Muy bien! Entonces tendrán que pagarlo entre los dos, o si no se les denunciará a los dos, y los dos lo pasarán mal. Recibieron ustedes el dinero y tendrán que pagarlo. No se pueden ustedes embolsar las libras y los chelines y los peniques ajenos y quedarse tan tranquilos.
El abogado se sienta en su butaca y atiza el fuego. El señor George manifiesta la esperanza de que tenga la bondad de…
—Le repito, sargento, que no tengo nada que decirle. No me gustan sus amigos, y no quiero verlos por aquí. Estos asuntos no son habituales en mi bufete ni en mis actividades. El señor Smallweed tiene la bondad de ofrecerme estos asuntos, pero no son de mi especialidad. Tiene usted que ir a Melquisedec, en Clifford's Inn.
—He de presentarle mis excusas, caballero —dice el señor George— por imponer mi presencia a usted cuando usted no la desea, y le aseguro que me resulta casi tan desagradable a mí como debe serlo para usted, pero ¿podría decirle unas palabras en privado?
El señor Tulkinghorn se levanta con las manos metidas en los bolsillos y se va a uno de los salientes de las ventanas:
—¡Vamos! No tengo tiempo que perder —y al mismo tiempo que adopta esta pose de indeferencia, lanza una mirada penetrante al soldado, con cuidado de ponerse de espaldas a la ventana y de que el otro mire hacia ella.
—Bien, señor mío —dice el señor George—, la persona que está conmigo es la otra parte implicada en este lamentable asunto, aunque nominalmente, sólo nominalmente, y mi único objetivo es impedir que tenga problemas por culpa mía. Es una persona respetabilísima, con mujer e hijos; antes estaba en la Real Artillería…
—Amigo mío, se me da una higa de toda el Arma de la Real Artillería: oficiales, soldados, armones, carros, caballos, cañones y municiones.
—Muy probable, señor. Pero a mí me importa mucho que Bagnet y su señora y su familia no se vean perjudicados por culpa mía. Y si pudiera sacarlos sanos y salvos de este asunto, no me quedaría más remedio que renunciar, sin ninguna otra consideración, a lo que deseaba usted de mí el otro día.
—¿Lo tiene usted aquí?
—Aquí lo tengo, caballero.
—Sargento —continúa diciendo el abogado con su tono monótono y desapasionado, más difícil de afrontar que la vehemencia más desatada—, decídase usted mientras le hablo, porque esta vez es la última oportunidad. Cuando termine de hablar, habré acabado con el tema, y no voy a volver sobre él. Que quede bien claro. Puede usted dejar aquí durante unos días lo que haya traído con usted, si quiere; puede llevárselo inmediatamente, si lo prefiere. Si decide usted dejarlo aquí, puedo hacer una cosa por usted: puedo hacer que el asunto vuelva a su situación anterior, y además puedo comprometerme con usted por escrito a que jamás se moleste a este hombre, a Bagnet, en modo alguno hasta que se haya actuado contra usted a todos los niveles, y hasta que usted haya agotado todos sus medios antes de que el acreedor se ocupe de los de él. Esto equivale, prácticamente, a liberarlo a él de su obligación. ¿Ha decidido usted?
El soldado se lleva la mano al pecho, y responde con un largo suspiro:
—No me queda más remedio, caballero.
Entonces, el señor Tulkinghorn se pone las gafas, se sienta y escribe el compromiso, que lee lentamente, y se lo explica a Bagnet, el cual ha estado todo este tiempo mirando al techo, y que se ha vuelto a llevar la mano a la calva, bajo este nuevo chaparrón verbal, y parece necesitar desesperadamente a su viejita para que exprese lo que él opina. Después, el soldado se saca del bolsillo del pecho un papel doblado, que coloca de mala gana junto al codo del abogado.
—No es más que una carta con instrucciones, caballero. La última que recibí de él.
Busque usted una piedra de molino, señor George, si aspira a ver un cambio de expresión, porque antes lo hallará en ella que en la cara del señor Tulkinghorn cuando éste abre y lee la carta. La vuelve a doblar y la deja en su escritorio con un gesto tan imperturbable como el de la Muerte.
Tampoco tiene nada más que hacer o que decir, salvo hacer un gesto de asentimiento con los mismos modales frígidos y descorteses, y decir brevemente:
—Pueden irse ustedes. ¡Hagan salir a estos hombres! —que cuando salen se dirigen a comer a la residencia del señor Bagnet.
Una carne de vaca hervida con verduras constituye la variación del menú anterior de carne de cerdo hervida con verduras, y la señora Bagnet sirve la comida de la misma forma, y la sazona con el mejor de los humores, pues es esa especie rara de viejita que recibe el Bien en sus brazos sin una sugerencia de que podría ser Mejor, y percibe un rayo de luz siempre que advierte la cercanía de las tinieblas. Las tinieblas en esta ocasión son las que se ciernen sobre el ceño del señor George, que está desusadamente pensativo y deprimido. Al principio, la señora Bagnet confía en que las carantoñas combinadas de Quebec y de Malta sirvan para animarlo, pero cuando ve que estas dos señoritas advierten que en estos momentos su Bluffy no es el Bluffy que han conocido en sus juegos, despide a la infantería ligera y le permite que maniobre a sus anchas en el campo abierto del hogar doméstico.
Pero él no maniobra a sus anchas. Mantiene el orden cerrado, sombrío y deprimido. Durante el largo proceso de limpiar y secar, cuando él y el señor Bagnet reciben sus pipas, no está mejor que durante la comida. Se le olvida fumar, contempla la chimenea y piensa, deja que se le apague la pipa, y llena el ánimo del señor Bagnet de preocupación e inquietud al mostrar que no disfruta con el tabaco.
En consecuencia, cuando reaparece por fin la señora Bagnet, sonrosada por efecto del agua caliente, que la ha reanimado, y se sienta a sus labores, el señor Bagnet gruñe:
—¡Viejita! —y le hace guiños para indicarle que averigüe qué pasa.
—¡Pero, George! —exclama la señora Bagnet, enhebrando despaciosamente su aguja—. ¡Qué desanimado estás!
—¿Ah, sí? ¿No soy buena compañía? Bueno, me temo que no.
—¡No parece Bluffy, madre! —exclama la pequeña Malta.
—Debe de ser que no se siente bien, madre —añade Quebec.
—¡Desde luego, no es buena señal eso de no parecer Bluffy, es verdad! —contesta el soldado, besando a las damiselas—. Pero es verdad, me temo que es verdad. ¡Estas pequeñas siempre tienen razón! —añade con un suspiro.
—George —dice la señora Bagnet, trabajando afanosamente—, si creyera que estás enfadado por pensar en lo que la mujer gritona de un viejo soldado (que después se hubiera podido morder la lengua, y casi hubiera debido hacerlo) te dijo esta mañana, no sé qué decirte ahora.
—Pero, querida amiga mía —replica el soldado—. Ni hablar de eso.
—Porque de verdad de la buena, George, lo que yo decía o quería decir era que te confiaba a Lignum y que estaba segura de que me lo devolverías sano y salvo. ¡Y eso precisamente es lo que has hecho!
—¡Gracias, querida amiga! —dice George—. Me alegro de que tenga usted tan alta opinión de mí.
Al dar un apretón amistoso a la mano de la señora Bagnet, en la cual tiene sus labores, pues ella está sentada a su lado, la atención del soldado se ve atraída hacia la cara de ella. Tras contemplarla un momento, mientras ella sigue cosiendo, mira hacia el joven Woolwich, que está sentado en su taburete en un rincón, y llama al flautista.
—Mira, hijo mío —dice George, atusando muy suavemente el pelo de la madre con la mano—, ahí tienes una frente amable. Llena de amor por ti, muchacho. Un poco marcada por el sol y el viento a fuerza de seguir a tu padre a todas partes y de cuidar de vosotros, pero tan fresca y tan sana como una manzana madura.
La cara del señor Bagnet expresa, en la medida en que lo permite su carácter leñoso; la mayor aprobación y aquiescencia.
—Llegará el momento, muchacho —continúa diciendo el soldado— en que el pelo de tu madre se vuelva gris, y en que su frente esté cruzada y surcada de arrugas, y entonces será una estupenda viejecita. Ahora, cuando eres joven, preocúpate de que más adelante puedas decirte: «Yo nunca tuve la culpa de una sola de las arrugas de su frente!» Pues de toda la serie de cosas en que podrás pensar cuando seas mayor, Woolwich, ¡más te vale tener ésa en que pensar!
El señor George concluye levantándose de su silla, sentando en ella al chico junto a su madre y diciendo, con un aire un tanto apresurado, que se va un momento a la calle a fumar su pipa.