Casa desolada

61. Un descubrimiento

61. Un descubrimiento

Los días en que frecuentaba aquel lugar miserable, iluminado sólo por mi niña, no podrán borrarse jamás de mi recuerdo. Ahora nunca voy a él ni deseo ir; sólo he vuelto una vez, pero en mi recuerdo existe una luz dolorosa que brilla en el lugar, que brillará para siempre. Naturalmente, no pasaba un día en que no fuera a verlos. Al principio me encontré allí dos o tres veces con el señor Skimpole, que tocaba lánguidamente el piano y hablaba con su tono animado de siempre. Ahora, además de que a mí me parecía muy poco probable que él fuera a verlos sin empobrecer algo más a Richard, me pareció que en su alegría despreocupada había algo demasiado incoherente con lo que yo sabía de las honduras de la vida de Ada. También percibía claramente que Ada compartía mis sentimientos. En consecuencia, tras pensar mucho en ello, resolví hacer una visita en privado al señor Skimpole y tratar de explicarme con delicadeza. La gran consideración que me dio la osadía necesaria fue mi amor por mi niña.

Una mañana, acompañada por Charlie, me puse en marcha hacia Somers Town. Al acercarme a su casa sentí una fuerte inclinación a volverme atrás, pues sabía lo desesperado que era el tratar de impresionar con algo al señor Skimpole y la enorme probabilidad que existía de que me infligiera una derrota total. Sin embargo, pensé que ya que estaba allí seguiría adelante con ello. Golpeé con una mano temblorosa en la puerta del señor Skimpole (literalmente, con una mano, pues había desaparecido el aldabón), y tras una larga negociación conseguí que me dejase entrar una irlandesa que estaba en el vestíbulo cuando llamé yo, ocupada en romper la tapa de una cuba de agua con un atizador, para encender el fuego con las astillas.

El señor Skimpole estaba tumbado en el sofá de su habitación, tocando la flauta un poco, y se sintió encantado de verme. Me preguntó quién quería que me recibiera. ¿Quién prefería yo, como maestra de ceremonia? ¿Prefería a su hija de la Comedia, a su hija de la Belleza o a su hija del Sentimiento? ¿O prefería que vinieran todas las hijas a la vez, en un perfecto ramillete?

Repliqué, ya medio derrotada, que si me lo permitía quería hablar a solas con él.

—¡Mi querida señorita Summerson, con mucho gusto! Naturalmente —dijo, acercando su silla a la mía y rompiendo en su fascinante sonrisa—, naturalmente, no se trata de negocios. ¡Entonces es por placer!

Dije que desde luego no había venido a tratar de negocios, pero que tampoco era un asunto placentero.

—Entonces, mi querida señorita Summerson —respondió con la más franca alegría—, no aluda a ello. ¿Por qué va usted a aludir a algo que no sea placentero? Yo nunca lo hago. Y desde todos los puntos de vista, usted es un ser mucho más placentero que yo. Usted es perfectamente placentera; yo soy imperfectamente placentero; entonces, si yo nunca aludo a un asunto no placentero, ¡mucho menos debe hacerlo usted! De manera que eso es asunto terminado, y vamos a hablar de otra cosa.

Aunque yo me sentía violenta, tuve valor para intimar que seguía deseando hablar del tema.

—Creo que sería un error —dijo el señor Skimpole con su risa alegre— si pudiera imaginar que la señorita Summerson es capaz de cometer errores. ¡Pero no lo puedo imaginar!

—Señor Skimpole —dije, levantando mis ojos hacia los suyos—, he oído decir tantas veces que usted no comprende los asuntos comunes de la vida…

—¿Se refiere usted a nuestros tres amigos de la banca, L, C, y cómo se llama el último? ¿P? —dijo el señor Skimpole, muy animado—. ¡Ni idea!

—… Que quizá —continué diciendo— excuse usted mi atrevimiento al respecto. Creo que debería usted comprender con toda seriedad que Richard es más pobre ahora que antes.

—¡Dios mío! —replicó el señor Skimpole—. Y yo también, según me dicen.

—Y que sus circunstancias son muy precarias.

—¡Un caso de paralelismo exacto! —exclamó el señor Skimpole, con un gesto encantado.

—Como es natural, esto causa ahora a Ada una gran preocupación, que mantiene en secreto, y como creo que se preocupa menos cuando los visitantes no le exigen nada, y como Richard siempre sufre bajo el peso de una gran preocupación, se me ha ocurrido tomarme la libertad de decir que… si usted quisiera… no…

Me costaba gran trabajo llegar al meollo del asunto, pero él me tomó de ambas manos y, con la faz radiante y la expresión más animada, se me anticipó.

—¿Que no vuelva allí? Desde luego que no, mi querida señorita Summerson, desde luego que no en absoluto. ¿Por qué debería ir yo a verlo? Cuando voy a alguna parte, lo hago por placer. No voy a ningún lado por dolor, porque yo estoy hecho para el placer. El dolor me viene él solito cuando me busca. Ahora bien, últimamente he disfrutado de muy pocos placeres en casa de nuestro querido Richard, y los comentarios prácticos de usted demuestran por qué. Nuestros jóvenes amigos, al perder la juvenil poesía que antes resultaba tan cautivadora en ellos, empiezan a pensar: «Éste es un hombre que necesita dinero». Y es verdad, yo siempre necesito dinero; no para mí, sino porque los comerciantes siempre quieren que se lo dé. Después, nuestros jóvenes amigos empiezan a pensar, pues se hacen mercenarios: «Éste es el hombre que ha tenido dinero…, que lo ha pedido prestado», lo cual es cierto. Yo siempre pido prestado. Y entonces nuestros jóvenes amigos, reducidos a la prosa (lo que es muy de lamentar) degeneran en su capacidad para impartirme placer. En consecuencia, ¿para qué voy a ir a verlos? ¡Absurdo!

En medio de la sonrisa radiante con la que me miraba, al ir razonando así, apareció ahora un gesto de benevolencia desinteresada que resultaba totalmente asombroso.

—Además —dijo, para continuar su argumento con su tono de convencimiento despreocupado—, si no voy buscando dolor a ninguna parte (lo cual sería una perversión del objetivo de mi existencia y algo monstruoso de hacer), ¿por qué voy a ir a ninguna parte a ser motivo de dolor? Si fuera a visitar a nuestros jóvenes amigos en su actual estado mental de confusión, les causaría dolor. Despertaría en ellos ideas desagradables. Podrían decir: «Éste es el hombre que ha recibido dinero y que no puede pagarlo», lo cual, evidentemente, es cierto; ¡nada más imposible! Entonces, la amabilidad exige que no vaya a visitarlos, y no lo haré.

Acabó besándome bienhumoradamente la mano y dándome las gracias. Nada más que el gran tacto de la señorita Summerson podía haberle descubierto aquello, dijo.

Me sentí muy desconcertada, pero reflexioné que si se había conseguido lo principal, poco importaba lo curiosamente que pervertía él todos los motivos para ello. Había determinado yo mencionar otra cosa, sin embargo, y pensé que no iba a dejarme desviar de ella.

—Señor Skimpole —añadí—, debo tomarme la libertad de decir, antes de concluir mi visita, que hace poco tiempo me sentí muy sorprendida al enterarme, de fuente muy bien informada, que usted sabía con quién se había ido de Casa Desolada aquel pobre muchacho y que en aquella ocasión aceptó usted un regalo. No se lo he mencionado a mi Tutor, pues temo hacerle un daño innecesario, pero sí puedo decir a usted que me sentí muy sorprendida.

—¿No? ¿Verdaderamente sorprendida, mi querida señorita Summerson? —respondió, inquisitivo, levantando sus agradables cejas.

—Enormemente sorprendida.

Se quedó pensándolo un momento, con una expresión muy agradable y caprichosa; después renunció a ello, y dijo con su tono más seductor:

—Ya sabe usted que yo soy un niño. ¿Por qué sorprendida?

Yo sentía renuencia a entrar en detalles al respecto, pero como me pidió que se lo dijera, pues verdaderamente sentía curiosidad por saberlo, le hice comprender, con las palabras más amables que pude, que su conducta parecía indicar el desprecio de varias obligaciones morales. Se sintió muy divertido e interesado al oírlo, y dijo con una sencillez ingenua:

—No. ¿De verdad? Ya sabe usted que yo no pretendo ser responsable. No podría. La responsabilidad es algo que siempre ha estado por encima de mí…, o por debajo —continuó el señor Skimpole—, ni siquiera sé cuál de las dos cosas, pero, como comprendo la forma en que ve este caso, mi querida señorita Summerson (siempre tan notable por su buen sentido práctico y su claridad), he de imaginar que se trata básicamente de una cuestión de dinero, ¿no es así?

Tuve la imprudencia de confirmarlo con reservas.

—¡Ah! Entonces comprenderá usted —dijo el señor Skimpole, negando con la cabeza— que es imposible que yo lo comprenda.

Al levantarme para irme, sugerí que no estaba bien traicionar la confianza de mi Tutor con un soborno.

—Mi querida señorita Summerson —respondió, con una hilaridad cándida típica en él—, a mí no se me puede sobornar.

—¿Ni siquiera el señor Bucket? —pregunté.

—No —me dijo—. Nadie. Yo no concedo ningún valor al dinero. No me importa. No lo conozco. No lo quiero. No lo guardo…, me separo de él inmediatamente. ¿Cómo se me puede sobornar a mí?

Mostré que yo tenía una opinión diferente, aunque no la capacidad para discutir el asunto.

—Por el contrario —dijo el señor Skimpole—, yo soy exactamente la persona que ha de ocupar una posición superior en un caso así. Yo estoy por encima del resto de la Humanidad en un caso así. Yo puedo actuar con filosofía en un caso así. Yo no estoy envuelto en prejuicios, como lo está un niño italiano en vendajes. Yo soy tan libre como el aire. Yo me considero tan encima de toda sospecha como la mujer del César.

¡Estoy segura de que jamás nadie ha tenido un aire tan despreocupado ni una imparcialidad tan juguetona como los que parecían servirle a él para convencerse, mientras jugueteaba con la cuestión como si fuera una pelota de plumas!

—Observe usted el caso, mi querida señorita Summerson. Se trata de un muchacho al que se recibe en la casa y al que se mete en la cama, en una condición que me parece muy objetable. Una vez que el muchacho está en la cama, llega un hombre, y es como el cuento de la Madre Gansa de la casa que construyó Jack. El hombre pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y se ha metido en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho que han recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Luego está el Skimpole que acepta el billete que saca el hombre que pregunta por el muchacho al que se ha recibido en la casa y puesto en la cama en un estado al que yo objeto mucho. Ésos son los hechos. Muy bien. ¿Debería el Skimpole haber rechazado el billete? ¿Por qué debería el Skimpole haber rechazado el billete? Skimpole protesta a Bucket: «¿Para qué es esto? Yo no lo comprendo, no me vale de nada, lléveselo». Bucket sigue implorando a Skimpole que lo acepte. ¿Hay algún motivo para que Skimpole, que no está cargado de prejuicios, lo acepte? Sí. Skimpole los percibe. ¿Cuáles son? Skimpole razona en su fuero interno que se trata de un lince domesticado, un agente de policía en activo, un hombre inteligente, una persona cuyas energías han seguido un sentido concreto y que es muy sutil, tanto en cuanto a conceptos como a ejecución, que descubre en nombre nuestro a nuestros amigos y nuestros enemigos cuando se escapan, recupera nuestros bienes en nombre nuestro cuando nos roban, nos venga cómodamente cuando se nos asesina. Este agente de policía en activo y hombre inteligente ha adquirido, en el ejercicio de su oficio, una gran fe en el dinero; lo considera muy útil y hace que sea muy útil para la sociedad. ¿Voy yo a destruir esa fe de Bucket porque yo carezca de ella? ¿Voy yo a mellar adrede una de las armas de Bucket? ¿Voy yo a paralizar totalmente a Bucket en su siguiente actividad detectivesca? Y hay otras cosas. Si Skimpole hace mal al recibir el billete, entonces Bucket hace mal al ofrecer el billete, y hace mucho peor Bucket, porque él si que comprende estas cosas. Ahora bien, Skimpole quiere tener una buena opinión de Bucket; Skimpole considera fundamental, dentro de sus límites, para la cohesión general de las cosas, que él tenga una buena opinión de Bucket. El Estado le pide expresamente que confíe en Bucket. Y lo hace. ¡Eso es lo único que hace!

Yo no tenía nada que decir en respuesta a aquella declaración, y en consecuencia me despedí. Sin embargo, el señor Skimpole, que estaba de excelente humor, no estaba dispuesto a tolerar que yo volviera a casa acompañada sólo por la «pequeña Coavinses», y me vino a acompañar en persona. Por el camino me entretuvo con una conversación variada y encantadora, y al separarnos me aseguró que jamás olvidaría el exquisito tacto con el que yo le había informado de la situación de nuestros jóvenes amigos.

Como da la casualidad de que jamás volví a ver al señor Skimpole, puedo terminar ya diciendo de golpe todo lo que sé de él. Las relaciones entre él y mi Tutor se fueron enfriando, debido, sobre todo, a los motivos expuestos y a que había fríamente hecho caso omiso de las exhortaciones de mi Tutor (como supimos después por Ada) en relación con Richard. El que se separaran no tuvo nada que ver con que tuviese grandes deudas con mi Tutor. Murió cinco años después, y dejó tras de sí un diario, con cartas y otros documentos para su Biografía, que se publicó, y en la cual se demostraba que había sido víctima de una conspiración de toda la Humanidad contra un niño inocente. Se consideró que era una lectura entretenida, pero nunca leí de ese libro más que la frase sobre la que cayeron mis ojos por casualidad cuando lo abrí. Era la siguiente: «Jarndyce tiene en común con la mayor parte de los hombres que he conocido el ser la Encarnación del Egoísmo».

Y ahora llego a una parte de mi relato que verdaderamente me afecta mucho y para la cual no estaba nada preparada cuando se produjeron las circunstancias. Aunque todavía me quedasen de vez en cuando algunos recuerdos en relación con mi vieja imagen, sólo volvían como algo perteneciente a una parte ya terminada de mi vida: terminada como mi adolescencia o mi infancia. No he censurado ninguna de mis múltiples debilidades a este respecto, sino que las he descrito con toda la fidelidad con que las recuerda mi memoria. Y espero y pretendo hacer lo mismo hasta las últimas palabras de estas páginas, que según veo ahora ya no tardarán mucho en llegar.

Iban pasando los meses, y mi niña, sustentada por las esperanzas que me había confiado, seguía siendo la misma estrella de belleza en aquel rincón miserable. Richard, cada vez más flaco y más demacrado, iba al Tribunal un día tras otro. Se quedaba allí sentado, apático, todo el día, aunque sabía que no existía la más remota posibilidad de que se mencionara el pleito, y se convirtió en un punto fijo de aquel lugar. Me pregunto si alguno de aquellos señores lo recordaba tal como era cuando fue por primera vez.

Tan completamente absorto estaba en sus ideas fijas, que cuando se hallaba con ánimo confesaba que ahora ya no saldría al aire libre «de no ser por Woodcourt». El señor Woodcourt era el único que distraía de vez en cuando su atención durante unas horas, y que incluso lograba reanimarlo cuando se sumía en un letargo mental y corporal que nos alarmaba mucho y cuyas recaídas se fueron haciendo más frecuentes con el transcurso de los meses. Mi niña tenía razón al decir que si persistía en su error de forma cada vez más desesperada era por ella. No me cabe duda de que su deseo de recuperar lo que había perdido se iba haciendo cada vez más intenso ante su pesar por su joven esposa, y se convirtió en algo parecido a la locura de un jugador.

Como ya he mencionado, yo iba a visitarlos a todas horas. Cuando iba por la noche, generalmente volvía a casa con Charley en un coche; a veces, mi Tutor venía a buscarme al distrito e íbamos juntos a casa. Una tarde había quedado en reunirse conmigo a las ocho. Yo no pude salir, como era mi costumbre, exactamente a la hora, pues estaba haciendo labores para mi niña y me quedaban unos puntos más que dar para terminar lo que estaba haciendo, pero apenas si habían pasado unos minutos cuando recogí mi cesto de labor, di a mi niña el último beso de aquella noche y bajé corriendo las escaleras. Me acompañó el señor Woodcourt, porque estaba anocheciendo.

Cuando llegamos al lugar habitual de encuentro (estaba muy cerca, y el señor Woodcourt ya me había acompañado muchas veces), mi Tutor no estaba. Esperamos media hora, paseándonos arriba y abajo, pero no había indicios de él. Convinimos en que o bien no había podido venir o había llegado y se había ido, y el señor Woodcourt propuso acompañarme a casa.

Era la primera vez que nos dábamos un paseo juntos, salvo aquel brevísimo hasta el punto de encuentro. Fuimos hablando de Richard y de Ada todo el camino. No le di las gracias con palabras por lo que había hecho él (para entonces, mi agradecimiento ya no se podía expresar con palabras), pero esperé que no dejara de comprender cuán fuertes eran mis sentimientos.

Cuando llegamos a casa y subimos, vimos que mi Tutor había salido, y también había salido la señora Woodcourt. Estábamos en la misma habitación a la que había llevado yo a mi niñita sonrojada cuando su joven corazón había elegido a su no menos joven amante, ahora convertido en un marido tan cambiado; la misma habitación desde la cual mi Tutor y yo los habíamos visto marcharse a la luz del sol, cuando acababa de florecer de su esperanza y su promesa.

Estábamos junto a la ventana abierta, mirando a la calle, cuando el señor Woodcourt me dirigió la palabra. En un momento supe que me amaba. En un momento supe que mi cara llena de cicatrices seguía siendo la misma para él. En un momento supe que lo que había pensado que era piedad y compasión, era un amor abnegado, generoso y leal. Pero era demasiado tarde para saberlo, demasiado tarde, demasiado tarde. Ése fue el primer pensamiento ingrato que tuve. Demasiado tarde.

—Cuando volví —me dijo—, cuando volví, sin más riquezas que cuando me fui, y la encontré a usted recién levantada de su lecho de enferma, pero tan inspirada por una dulce consideración por los demás, tan exenta de ideas egoístas…

—¡Ay, señor Woodcourt, deténgase, deténgase! —imploré—. No merezco esos elogios. En aquella época tenía muchas ideas egoístas, ¡muchas!

—Sabe el cielo, bien amada mía —me dijo—, que mis elogios no son los del enamorado, sino la verdad. No sabe usted lo que ven todos quienes la rodean en Esther Summerson, a cuántos corazones emociona y anima, qué admiración sagrada y qué amor despierta.

—¡Ay, señor Woodcourt! —exclamé—. El despertar amor es magnífico, ¡es magnífico despertar amor! Me siento orgullosa y honrada por lo que me dice, y el oírlo me hace derramar estas lágrimas, en las cuales se mezclan la alegría y la pena: alegría por haberlo despertado, pena por no haberlo merecido; pero no soy libre para pensar en el suyo.

Lo dije con mayores fuerzas, porque cuando me hacía estos elogios y oía su voz resonar con la idea de que lo que decía era verdad, aspiraba a ser más digna de ellos. No era demasiado tarde para eso. Aunque aquella noche cerrase yo aquella página imprevista de mi vida, no me bastaría toda ella para merecerla. Y me resultó reconfortante, y como un impulso, y sentí que en mi interior surgía una dignidad que me insuflaba él mientras iba pensando aquellas ideas.

Rompió él el silencio.

—Mal manifestaría yo la confianza que tengo en el ser amado y quien a partir de ahora amaré cada vez más —y la gran solemnidad con que lo dijo me dio al mismo tiempo fuerzas y ganas de llorar— si, después de sus seguridades de que no es libre para pensar en mi amor, insistiera yo en él. Querida Esther, déjame decirte únicamente que la afectuosa idea de ti que me llevé al extranjero se vio exaltada hasta el Cielo cuando volví a casa. Siempre esperé que en la primera hora en que pareciese caer sobre mí un rayo de buena fortuna, podría decírtelo. Siempre temí que te lo dijera en vano. Esta noche se cumplen tanto mis esperanzas como mis temores. Pero te estoy causando dolor. Ya he dicho bastante.

Pareció ocupar mi lugar algo que era como el Ángel que él me consideraba, ¡y sentí mucha pena por la pérdida que había sufrido él! Deseaba ayudarlo en su dolor, igual que ya había deseado cuando mostró su primera conmiseración por mí.

—Querido señor Woodcourt —dije—, antes de que nos separemos esta noche, tengo algo que decirle. Nunca podría decirlo como yo desearía… Nunca lo lograré…, pero…

Antes de que pudiese seguir, tuve que pensar, una vez más, en que había de merecer más su amor y no ser indigna de su sufrimiento.

—… Tengo plena conciencia de su generosidad, y hasta la hora de mi muerte atesoraré su recuerdo. Sé perfectamente lo cambiada que estoy, y sé que no ignora usted mi historia, y sé lo noble que es un amor tan leal como el suyo. Lo que me ha dicho usted no hubiera podido afectarme tanto si procediera de otros labios; porque no existen otros que pudieran hacerlo tan preciado para mí. No se perderá. Hará que yo sea una persona mejor.

Se tapó los ojos con una mano y volvió la cabeza a un lado. ¿Cómo podría ser yo jamás digna de esas lágrimas?

—Sí, en las relaciones que seguiremos teniendo sin modificación alguna (en nuestros cuidados de Richard y de Ada, y espero en escenas de la vida mucho más felices), encuentra usted algo en mí que pueda considerar honestamente mejor que antes, créame usted si le digo que procederá de lo ocurrido esta noche, y que se deberá a usted. Nunca crea, mi querido, queridísimo señor Woodcourt, nunca crea que olvidaré esta noche, ni que mientras siga teniendo un corazón podrá ser éste insensible al orgullo y la alegría de haber sido amada por usted.

Me tomó la mano y me la besó. Había vuelto a su ser, y yo me sentí todavía más alentada.

—Por lo que acaba usted de decir —comenté—, me siento inducida a esperar que ha triunfado usted en su intento.

—Así es —me contestó—. Con la ayuda del señor Jarndyce, y como usted lo conoce muy bien puede imaginar hasta qué punto ha llegado, he triunfado.

—Que Dios lo bendiga a él por ello —dije, dándole la mano—, ¡y que el cielo lo bendiga a usted en todo lo que haga!

—Sus buenos deseos harán que lo haga mejor —me respondió—; harán que me inicie en esas nuevas funciones como si fueran una nueva misión sagrada encargada por usted.

—¡Ah, Richard! —exclamé involuntariamente—, ¿qué hará cuando se vaya usted?

—Todavía no tengo que irme; y, querida señorita Summerson, no lo abandonaría aunque ya tuviese que irme.

Consideré que era necesario referirme a otra cosa antes de que se fuera. Comprendí que no merecería ese amor que no podía aceptar si me la reservara para mis adentros.

—Señor Woodcourt —dije—, celebrará usted saber de mis labios, antes de que le desee buenas noches, que en el futuro, que se me abre claro y brillante, soy muy feliz, muy afortunada, no tengo nada que lamentar ni que desear.

Él me respondió que celebraba mucho saberlo.

—He sido desde mi infancia —continué diciendo— objeto de la bondad infatigable del mejor de los seres humanos, al cual estoy vinculado por todos los lazos del cariño, la gratitud y el amor, de modo que nada que pueda hacer en toda una vida podría expresar los sentimientos de un solo día.

—Comparto esos sentimientos —me replicó—; habla usted del señor Jarndyce.

—Usted conoce bien sus virtudes —le dije—, pero son pocos quienes pueden conocer la grandeza de su carácter como la conozco yo. Sus cualidades más elevadas y mejores nunca se me han revelado de modo más brillante que en la formación de ese futuro que me causa tanta felicidad. Y si no gozara él ya del homenaje y el respeto más elevados de usted (como sé que ocurre), creo que se lo ganarían estas seguridades y el sentimiento que ellas habrían despertado en usted hacia él y por amor a mí.

Replicó ferviente que, efectivamente, así hubiera sido. Volví a darle la mano.

—Buenas noches —dije—; adiós.

—En cuanto a lo primero, hasta mañana; en cuanto a lo segundo, ¿es como un adiós a este tema entre nosotros para siempre?

—Sí.

—Buenas noches; ¡adiós!

Se marchó, y yo me quedé ante la ventana oscura, contemplando la calle. Su amor, con toda su constancia y su generosidad, me había llegado de forma tan repentina que no hacía un minuto que se había marchado cuando volví a perder mi fortaleza, y la calle desapareció bajo el torrente de mis lágrimas.

Pero no eran lágrimas de pena ni de dolor. No. Me había llamado su bienamada, y había dicho que seguiría amándome cada vez más, y sentí como si mi corazón no pudiera soportar el triunfo de haber oído aquellas palabras.

Habían pasado mis primeras ideas desordenadas. No era demasiado tarde para escucharlas, porque no era demasiado tarde para sentirme animada por ellas para ser buena, leal, agradecida y estar satisfecha. ¡Qué camino más fácil el mío, cuánto más fácil que el suyo!

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