Casa desolada

11. Nuestro querido hermano

11. Nuestro querido hermano

Algo que toca la mano arrugada del abogado mientras éste se halla en el cuarto a oscuras lo sobresalta, y exclama:

—¿Qué pasa?

—Soy yo —replica el viejo dueño de la casa, dándole con el aliento en la oreja—. ¿No puede despertarle?

—No.

—¿Qué ha hecho usted con su vela?

—Se me ha apagado. Aquí está.

Krook la toma, se acerca al fuego, se inclina ante las ascuas rojas y trata de encenderla. Las brasas moribundas no le dan fuego, y sus intentos son vanos. El viejo murmura, tras llamar sin resultado a su huésped, que va a bajar para traer una vela encendida de la tienda, y se marcha. El señor Tulkinghorn, por algún nuevo motivo que se le ha ocurrido, no espera a que vuelva a la habitación, sino que sale a las escaleras.

Pronto se ve en la pared el brillo de la ansiada vela, cuando Krook vuelve a subir lentamente, con su gata de ojos verdes a los talones.

—¿Duerme generalmente así este hombre? —pregunta el abogado en voz baja.

—¡Je! No lo sé —dice Krook sacudiendo la cabeza y levantando las cejas—. No sé casi nada de sus costumbres; sólo que es muy reservado.

Mientras susurran estas palabras, entran juntos en la habitación. Al entrar la luz, los grandes ojos de las contraventanas se oscurecen y parecen cerrarse. No así los ojos del que está en la cama.

—¡Dios nos ayude! —exclama el señor Tulkinghorn—. ¡Ha muerto!

Krook deja caer la pesada mano que ha tomado, tan de golpe que el brazo se queda balanceando al lado de la cama.

Se miran el uno al otro un momento.

—¡Mande a buscar un médico! Llame a la señorita Flite, la de arriba, señor. ¡Hay veneno junto a la cama! Llame a Flite, por favor —dice Krook con las flacas manos abiertas sobre el cadáver, como las alas de un vampiro.

El señor Tulkinghorn va corriendo al descansillo y llama:

—¡Señorita Flite! ¡Flite! ¡Venga corriendo, sea usted quien sea! ¡Flite!

Krook lo sigue con la mirada y mientras el otro llama encuentra una oportunidad de deslizarse hasta el viejo portamantas y volver a toda prisa.

—¡Corra, Flite, corra! ¡El doctor que haya más cerca! ¡Vaya corriendo! —es lo que dice Krook a una mujercita loca que es su huésped femenino, que aparece y desaparece en un instante y vuelve en seguida acompañada de un médico malhumorado arrancado a su cena, con el bigote manchado de tabaco y un marcado acento escocés.

—¡Pues sí! Bendita sea su alma —dice el médico mirándolos tras hacer un reconocimiento rápido—. Está más muerto que un Faraón.

El señor Tulkinghorn, que se halla junto al portamantas, pregunta si hace algún tiempo que ha muerto.

—¿Algún tiempo, señor mío? —pregunta el médico—. Lo más probable es que lleve muerto unas tres horas.

—Más o menos eso, diría yo —observa un joven de pelo negro desde el otro lado de la cama.

—¿También pertenece usted a la clase médica, caballero? —pregunta el primero.

El joven moreno dice que sí.

—Entonces me marcho —replica el otro—, porque aquí yo no puedo hacer nada —con cuya observación termina su breve visita y se vuelve a casa a terminar de cenar.

El joven médico moreno pasa la vela una vez tras otra por encima de la cara y examina atentamente al copista, que ha justificado su nombre adoptivo al convertirse verdaderamente en Nadie.

—Conocía muy bien de vista a esta persona —dice—. Me compraba opio desde hace año y medio. ¿Es alguno de ustedes pariente de él? —pregunta con una mirada a los tres testigos.

—Yo era su casero —responde lúgubre Krook, que toma la vela de la mano que le alarga el médico—. Una vez me dijo que yo era su pariente más cercano.

—Ha muerto —dice el médico— de una sobredosis de opio, sin lugar a dudas. Toda la habitación apesta a opio. Aquí mismo —tomando una tetera vieja de manos de Krook— hay suficiente para matar a una docena de personas.

—¿Cree usted que lo hizo adrede? —pregunta Krook.

—¿Tomarse la sobredosis?

—¡Sí! —Krook casi chasquea la lengua, pues está lleno de interés malsano.

—No puedo decirlo. Lo considero improbable, pues tenía la costumbre de consumir mucho. Pero no se puede saber. Supongo que era muy pobre.

—Supongo que sí. Su cuarto… no es el de un rico —dice Krook, que tiene la misma mirada que su gato, y lo contempla todo con curiosidad. Pero yo nunca había entrado en él desde que lo tomó, y era demasiado reservado para decirme cómo estaba de dinero.

—¿Le debía el alquiler?

—Seis semanas.

—Pues no se lo va a pagar ya —dice el joven, que reanuda su reconocimiento—. No cabe duda de que, efectivamente, está más muerto que un Faraón, y a juzgar por su aspecto y su estado yo diría que ha sido una liberación. Y eso que debe haber tenido buena figura de joven, y buen aspecto. —Dice esto no sin sentimiento, mientras se sienta al borde de la cama, la cara vuelta hacia la del muerto y la mano sobre el corazón de éste—. Recuerdo haber pensado alguna vez que había en sus modales, pese a su rudeza, algo que revelaba a alguien que había venido a menos. ¿Acerté? —pregunta mirando a su alrededor.

—A mí es como si me preguntara por las señoras cuyo pelo tengo metido en bolsas ahí abajo. No sé más de él que era mi huésped desde hacía un año y medio y que vivía (o malvivía) de hacer copias. No sé más —replica Krook. Durante este diálogo el señor Tulkinghorn se ha mantenido apartado junto al portamantas, con las manos a la espalda, igualmente distante, según todas las apariencias, de los tres tipos de interés exhibidos junto a la cama: el interés profesional del joven médico ante la muerte, perceptible como algo distinto de sus observaciones sobre el fallecido como persona; la morbosidad del anciano y el temor reverencial de la viejecita local. Su cara imperturbable se ha mantenido tan inexpresiva como sus sombrías ropas. Ni siquiera se podría decir si ha pasado todo este rato pensando. No ha dado muestras de paciencia ni de impaciencia, de atención ni de abstracción. No ha mostrado más que su exterior. Sería más fácil deducir el tono de un instrumento musical delicado por su exterior que el tono del señor Tulkinghorn por su exterior.

Ahora se interpone y se dirige al joven médico con su aire impasible y profesional:

—Vine aquí —observa— justo antes que usted con la intención de dar a este hombre que acaba de morir, y a quien nunca había visto en vida, algo de trabajo en su oficio de copista. Había oído hablar de él a mi papelero: Snagsby, de Cook’s Court. Como aquí nadie sabe nada de él, quizá conviniera mandar a llamar a Snagsby. ¡Ah! —dirigiéndose a la viejecita loca que lo ha visto muchas veces en los tribunales, y a quien él también ha visto muchas veces en el Tribunal, y que propone, con gestos mudos y atemorizados, ir a buscar al papelero—. ¿Por qué no va usted?

Cuando se va ella, el médico renuncia a su investigación desesperanzada y cubre al muerto con la colcha llena de remiendos. El señor Krook y él intercambian una o dos palabras. El señor Tulkinghorn no dice nada, pero se mantiene en todo momento junto al viejo portamantas.

El señor Snagsby llega corriendo con su bata gris y sus manguitos.

—Dios mío, Dios mío —dice—, ¡pensar que iba a ocurrir esto! ¡Dios se apiade de nosotros!

—Snagsby, ¿puede usted dar a la persona de la casa alguna información acerca de este pobre ser? —pregunta el señor Tulkinghorn—. Parece que estaba atrasado en el alquiler. Y comprenderá usted que hay que enterrarlo.

—Bueno, señor —dice el señor Snagsby con su tosecilla de pedir excusas, tapándose la boca con la mano—. La verdad es que no sé qué puedo aconsejar, salvo mandar a buscar al bedel

—No hablo de consejos —replica el señor Tulkinghorn—. Yo podría aconsejar…

—Nadie mejor que usted, señor, claro —dice el señor Snagsby con su tosecilla de deferencia.

—Hablo de que nos dé alguna indicación de sus relaciones, o de dónde procedía, o cualquier cosa que sepa usted de él.

—Le aseguro, señor —dice el señor Snagsby, tras prefaciar su respuesta con su tosecilla propiciatoria en general—, que no tengo más idea de dónde procedía que…

—Que de adónde se ha ido, quizá —dice el médico para ayudarlo.

Una pausa. El señor Tulkinghorn mira al papelero. El señor Krook, con la boca abierta, mira a ver si hay alguien que hable después.

—Y en cuanto a su familia, caballero —dice el señor Snagsby—, si alguien viniera a decirme: «Snagsby, hay 20.000 libras para ti, depositadas en el Banco de Inglaterra, si me das el nombre de un solo pariente», pues ni aún así podría decírselo, señor. Hace más o menos un año y medio, que yo sepa, cuando vino a alojarse aquí en la trapería…

—¡Exactamente! —corrobora el señor Krook.

—Hace más o menos un año y medio —continúa diciendo el señor Snagsby, fortalecido— vino una mañana a mi casa después del desayuno y cuando vio a mi mujercita (que es como suelo yo llamar a la señora Snagsby) en la tienda le enseñó una muestra de su letra y le dio a entender que buscaba trabajo de copista y que estaba, por no andar con circunloquios (frase que es un eufemismo favorito del señor Snagsby y que siempre pronuncia con una especie de sinceridad pugnaz) en mala situación. Por lo general, a mi mujercita no le agradan los desconocidos, sobre todo, por no andar con circunloquios, cuando vienen a pedir algo. Pero había algo en él que la impresionó; fuera porque iba sin afeitar, o porque llevaba el pelo largo, o por cualquier otro motivo de esos que impresionan a las mujeres, lo que ustedes prefieran, pero el hecho es que le aceptó la muestra y la dirección. Mi mujercita no tiene buen oído para los nombres —prosigue el señor Snagsby tras consultar su tosecilla de reflexión mientras se tapa la boca con la mano— y creyó que Nemo sería algo así como Nimrod. En consecuencia de lo cual que empezó a decirme en todas las comidas: «Señor Snagsby, ¡todavía no le ha encontrado nada a Nimrod!», o «Señor Snagsby, ¿por qué no le ha dado a Nimrod los 38 folios de la Cancillería?», y cosas así. Y así fue cómo gradualmente empezó a hacernos trabajos externos, y eso es lo único que sé de él, salvo que escribía rápido y que no le asustaba trabajar de noche, y que si le daba uno, digamos, 45 folios el miércoles por la noche se lo traía hecho el jueves por la mañana. Todo lo cual, como no tengo duda, confirmaría mi honorable amigo si estuviera en condiciones de hacerlo —termina diciendo como en busca de confirmación el señor Snagsby con un gesto cortés del sombrero hacia la cama.

—¿No convendría —pregunta el señor Tulkinghorn a Krook— que mirase usted a ver si tiene algún documento que nos aclare algo? Va a haber que celebrar una encuesta y le van a preguntar si lo ha hecho. ¿Sabe usted leer?

—No, no sé —replica el anciano con una sonrisa repentina.

—Snagsby —dice el señor Tulkinghorn—, si este hombre no sabe leer, mire usted por esta habitación en su lugar. Si no, va a ser él quien tenga problemas o dificultades. Como ya estoy aquí, si se dan ustedes prisa, esperaré, y después podré declarar por él, si es que llega a ser necesario, que todo se ha hecho como se debía. Amigo mío, si mantiene usted en alto la vela para el señor Snagsby, pronto averiguará si hay algo por aquí que le sirva de ayuda.

—En primer lugar, señor, hay un portamantas viejo —dice Snagsby.

—¡Vaya, pues es verdad! —El señor Tulkinghorn parece no haberlo visto antes, aunque está justo a su lado, y aunque Dios sabe que no hay muchas más cosas en la habitación.

El trapero sostiene la luz y el papelero realiza la búsqueda. El médico se apoya en la esquina de la chimenea; la señorita Flite mira y tiembla junto al umbral. El viejo erudito de la vieja escuela, con sus calzones negros mate atados con lazos bajo las rodillas, su gran chaleco negro, su levita negra de largas mangas y su trocito de pañuelo blanco y blando, anudado con el lazo que la Nobleza conoce tan bien, sigue exactamente en el mismo sitio y con la misma actitud.

En el viejo portamantas hay algo de ropa sin valor, un manojo de resguardos de casas de empeños, cual billetes de peaje expedidos en la carretera de la Pobreza; hay unos papeles arrugados que huelen a opio, en los que están garabateados recordatorios, como «tal y tal día tomé tantos granos», «tal y tal día tomé tantos más», iniciados hace algún tiempo, como con la intención de continuar regularmente, pero abandonados al cabo de poco tiempo. Hay unos trozos sucios de periódico, todos ellos referidos a Encuestas del Coroner ; no hay nada más. Buscan en la alacena y en el cajón del escritorio manchado de tinta. No hay ni un fragmento de una carta antigua ni ningún otro escrito. El joven médico examina lo que lleva puesto el copista. No encuentra más que una navaja y unas cuantas monedas de medio penique. Después de todo, la sugerencia del señor Snagsby es una sugerencia práctica, y hay que llamar al bedel.

Así que la viejecita loca va a buscar al bedel y los demás salen de la habitación. El médico dice:

—¡No deje ahí al gato! No estaría bien —ante lo cual el señor Krook echa a la gata para que salga antes que él, y el animal baja furtivamente las escaleras, enroscando la flexible cola y lamiéndose los labios.

—¡Buenas noches! —dice el señor Tulkinghorn, y se va a casa con su Alegoría y sus meditaciones.

La noticia ya ha llegado a la plazuela. Se reúnen grupos de sus habitantes a comentar lo ocurrido, y las avanzadillas del ejército de observación (integradas, sobre todo, por muchachos) llegan hasta la ventana del señor Krook, que someten a un estrecho cerco. Ya ha subido al cuarto un policía, que ha vuelto a bajar a la puerta, donde queda erguido como una torre, sin condescender más que de vez en cuando a mirar a los muchachos que hay en su base. Perkins, que llevaba unas semanas sin hablarse con la señora Piper, debido a un incidente en el que el joven Perkins le «atizó» al joven Piper «un sopapo», reanuda sus relaciones de amistad, dado lo fausto de la circunstancia. El mozo de la taberna de la esquina, que es un observador privilegiado, pues posee un conocimiento oficial de la vida y a veces tiene que tratar con borrachos, intercambia información confidencial con el policía, y tiene todo el aspecto de ser un joven inexpugnable, inasaltable por las porras e indetenible en las comisarías. La gente se habla desde las ventanas de uno a otro lado de la plazuela, y de Chancery Lane llegan corriendo a toda prisa exploradores sin sombrero para enterarse de lo que pasa. En general, parece existir la sensación de que es una suerte que no se cargaran primero al señor Krook, mezclada con un pequeño desencanto natural de que no haya sido así. En medio de esta sensación, llega el bedel.

Aunque, en general, en el vecindario se opina que la del bedel es una institución ridícula, en estos momentos no carece de una cierta popularidad, aunque sólo sea como encargado de ir a ver el cadáver. El policía considera que se trata de un civil imbécil, una reliquia de los tiempos bárbaros en que había vigilantes nocturnos, pero lo deja pasar, como algo que es necesario soportar hasta que el Gobierno decida abolirlo. Aumenta la sensación al correr de boca en boca la noticia de que ha llegado el bedel y ha entrado en la casa.

Al cabo de un rato sale el bedel, lo cual vuelve a aumentar la sensación, que había languidecido algo entre tanto. Hace saber que necesita testigos para la Encuesta de mañana, para que digan al Coroner y al jurado lo que haga falta acerca del difunto. Inmediatamente le dan una serie innumerable de nombres de personas que no saben nada en absoluto. Lo ponen cada vez más atontado con constantes datos, como que el hijo de la señora Green «también era copista, y lo conocía mejor que nadie», pero cuando se pregunta, resulta que el tal hijo de la señora Green lleva tres meses embarcado en un buque rumbo a China, aunque se considera que se le puede preguntar por telégrafo, si se pide a los Lores del Almirantazgo. El bedel entra en varios comercios y salones para interrogar a sus habitantes; siempre cierra al puerta al entrar, y con esa exclusión, los retrasos y su idiotez general, exaspera al público. Se ve al policía sonreír al mozo de la taberna. El público pierde interés y reacciona. Acusa al bedel, con voces agudas de adolescentes, de haber hervido un niño; se cantan fragmentos del estribillo de una canción popular en el sentido de que el niño se convirtió en sopa para el asilo. El policía, por fin, considera necesario defender la ley y agarrar a uno de los vocalistas, al que suelta cuando los demás echan a correr, a condición de que se vaya inmediatamente, ¡vamos!, y termine de una vez, condición que se cumple inmediatamente. Y así va desapareciendo de momento la sensación, y el policía, impasible (para quien un poco de opio más o menos no es nada), con su casco brillante, su corbatín rígido, su capote inflexible, su ancho cinturón y su brazalete, y todos sus arreos, sigue su camino a paso lento, dándose palmadas con las manos enguantadas de blanco, y parándose de vez en cuando en las esquinas para ver si encuentra cualquier cosa, desde un niño perdido hasta un asesinato.

Bajo el manto de la noche, el tonto del bedel va recorriendo Chancery Lane con sus citaciones, en las que están escritos mal los nombres de todos los jurados, y no hay nada bien salvo el nombre del propio bedel, que nadie quiere saber ni puede leer. Una vez entregadas las citaciones y advertidos los testigos, el bedel va a casa del señor Krook, a acudir a una cita que tiene con unos mendigos, a los que al llegar se lleva arriba, donde dan a los grandes ojos de las persianas algo nuevo que contemplar, en esa última forma que las moradas terrenales adoptan para quien ya no es Nadie y que somos Todos.

Y toda aquella noche, el ataúd queda al lado del portamantas, y la figura solitaria de la cama, cuyo camino en la vida duró cuarenta y cinco años, yace allí, sin haber dejado más huella tras de sí, que nadie sepa, que si fuera un recién nacido abandonado.

Al día siguiente, la plazuela hierve; es igual que una feria, como dice la señora Perkins, más que reconciliada con la señora Piper, en amigable conversación con esta excelente dama. El Coroner celebrará la Encuesta en la sala del primer piso de la taberna de las Armas del Sol, donde se celebran las Reuniones de la Filarmonía dos veces por semana, y donde ocupa la presidencia un caballero profesionalmente célebre, frente al Pequeño Swills , el vocalista cómico, el cual espera (según dice el programa que hay en la ventana) que vengan a verlo sus amigos, en apoyo de un talento de primera. Las Armas del Sol está muy concurrida toda la mañana. Incluso los niños están en tal necesidad de sustento, que un vendedor ambulante que se ha establecido momentáneamente en la esquina de la plazuela, comenta que sus bolas de limón se venden a toda velocidad. Y el bedel, que corre de la puerta del establecimiento del señor Krook a la de las Armas del Sol, muestra el curioso objeto que se halla bajo su custodia a unos cuantos espíritus discretos y acepta a cambio el cumplido de algún que otro vaso de cerveza.

A la hora designada llega el Coroner, a quien están esperando los jurados y a quien se recibe con un retumbar de bolos de la estupenda bolera que hay en terreno seco junto a las Armas del Sol. El Coroner frecuenta más tabernas que nadie. En su profesión, el olor a serrín, cerveza, humo de tabaco y licores es inseparable de la muerte en sus más terribles formas. El bedel y el tabernero lo llevan a la Sala de Reuniones de la Filarmonía, donde deja el sombrero encima del piano y toma una silla Windsor a la cabecera de una mesa larga, formada por varias mesas cortas puestas juntas, y ornamentada con anillos glutinosos en interminables círculos no concéntricos, dejados por jarras y vasos. Todos los Tarados que pueden amontonarse a la mesa se sientan a ella. El resto se distribuye entre las escupideras y las barricas, o se apoya en el piano. Sobre la cabeza del Coroner hay una pequeña guirnalda de hierro, el tirador de una campana, lo que da a la Majestad del Tribunal el aspecto de que dentro de poco la van a ahorcar.

¡Que preste juramento el Jurado! Mientras avanza la ceremonia se crea una sensación por la entrada de un hombrecillo regordete con un cuello de camisa enorme, los ojos húmedos y la nariz inflamada, que modestamente ocupa un puesto cerca de la puerta como si perteneciera al público en general, pero que también parece conocer la sala. Circula el rumor de que es el Pequeño Swills. No se considera improbable que vaya a preparar una imitación del Coroner y la convierta en el programa principal de la Reunión de la Filarmonía de la tarde.

—Bien, señores —empieza a decir el Coroner.

—¡Silencio en la sala! —exclama el bedel. No se dirige al Coroner, aunque lo parezca.

—Bien, señores —continúa diciendo el Coroner—. Se han reunido ustedes aquí para investigar el fallecimiento de cierto hombre. Escucharán ustedes testimonios acerca de las circunstancias en que se produjo ese fallecimiento y pronunciarán su veredicto conforme a (¡Esos bolos! ¡Haga usted que se paren, bedel!) esos testimonios, y no conforme a ninguna otra cosa. Lo primero que hay que hacer es examinar el cadáver.

—¡Dejen paso! —grita el bedel.

Y salen todos en procesión informe, como un cortejo funerario que se ha ido rezagando, y realizan su inspección en el cuarto de atrás del segundo piso del señor Krook, del cual algunos de los Jurados se retiran pálidos y precipitadamente. El bedel se encarga atentamente de que dos caballeros, cuyos puños y botones no están demasiado limpios (para cuya comodidad ha colocado una mesita especial cerca del Coroner, en la Sala de Reuniones de la Filarmonía), puedan ver todo lo que hay que ver. Porque son los cronistas públicos de esas investigaciones, que cobran por línea publicada, y él no está por encima de la enfermedad humana universal, sino que espera leer en letra impresa lo que «Mooney, el activo e inteligente bedel del distrito», hizo y dijo, e incluso aspira a ver el nombre de Mooney mencionado con tanta familiaridad y respeto como el del Verdugo, según los últimos ejemplos.

El Pequeño Swills está esperando al Coroner y al jurado cuando vuelven éstos. También el señor Tulkinghorn. Se brinda al señor Tulkinghorn una acogida deferente, y se le da una silla cerca de la del Coroner, entre ese alto funcionario judicial, un billar romano y la caja del cisco. Continúa la Encuesta. Al Jurado se le informa de cómo murió el objeto de su investigación, pero no se le dice nada más a su respecto. El Coroner anuncia:

—Señores, se halla entre nosotros un jurista eminentísimo, que, según se me ha comunicado, estaba presente por casualidad cuando se descubrió el fallecimiento, pero no podría más que repetir la información que ya han oído ustedes del médico, el casero, la huésped y el papelero, y no es necesario molestarlo. ¿Hay entre el público alguien que pueda aportar más datos?

La señora Perkins empuja adelante a la señora Piper. La señora Piper presta juramento.

—Anastasia Piper, señores. Casada. Y bien, señora Piper, ¿qué tiene usted que comunicarnos?

Bueno, la señora Piper tiene mucho que decir, sobre todo entre paréntesis y sin puntuación, pero no muchas cosas que comunicar. La señora Piper vive en la plazuela (y su marido es ebanista) y es muy conocida en el vecindario (desde la antevíspera del bautismo en privado de Alexander James Piper, de dieciocho meses y cuatro días de edad, porque no esperábamos que viviera mucho tiempo ay señores cómo sufría el pobrecito de las encías) cuando se dijo que el Demandante (que es como insiste la señora Piper en llamar al muerto) se dijo que había vendido su alma. Cree que fue por el aire que tenía el Demandante por lo que se empezó a hablar de eso. Veía a menudo al Demandante y tenía un aire tan feroz que no permitía que los niños se le acercaran que eran tímidos (y si alguien lo duda, que venga la señora Perkins porque aquí está y que diga ella que nadie puede decir nada malo de ella ni de su marido ni de su familia). Ha visto al Demandante atacado e insultado por los niños (porque ya se sabe cómo son los niños y no hay que esperar que sobre todo si son niños sanos que se porten como si fueran Matusalenes y encima él no era ningún santo). Por eso y por la manera que tenía la piel, ella ha soñado muchas veces que se sacaba un hacha del bolsillo y le partía la cabeza a Johnny (porque el niño no sabe lo que es el miedo y ha ido corriendo detrás de él muchas veces). Pero nunca vio que el Demandante se sacara del bolsillo un hacha ni ningún arma ni mucho menos. Veía que se echaba a correr cuando le insultaban o le corrían detrás, como si no le gustaran los niños, y nunca le vio hablar con niños ni con mayores nunca (menos el chico que barre el cruce de la calle, allá junto a la esquina, que si estuviera aquí le diría que le ha hablado muchas veces).

¿Está aquí ese chico?, pregunta el Coroner. Y el bedel dice que no, señor, no está. Dice el Coroner que vayan a buscarlo. En ausencia de personas activas e inteligentes, el Coroner conversa con el señor Tulkinghorn.

—¡Ah! ¡Aquí está el muchacho, señores!

Aquí está, todo sucio, todo ronco, todo harapos. ¡Vamos, chico! Pero un momento, atención, a este chico hay que pasarlo por las fases preliminares.

Nombre, Jo. Nada más, que él sepa. No sabía que todo el mundo tiene nombre y apellido. Naide se lo había dicho. No sabía que Jo es un diminutivo. A él le basta y le sobra. A él no le paice mal. Que cómo se escribe. No, él no sabe escribir. No tiene padre, ni madre, ni amigos. Nunca ha ido a la escuela. ¿Su casa? Lo único que sabe es que una escoba es una escoba, y que no hay que contar mentiras. No recuerda quién le habló de la escoba, ni de los de las mentiras, pero ésas son las dos cosas de las que está seguro. No sabe exactamente lo que le harán cuando se muera si dice una mentira a estos señores, pero cree que será algo muy malo para castigarle, y bien merecido, y por eso él dice la verdad.

—¡Señores, esto no puede ser! —observa el Coroner con un gesto melancólico de la cabeza.

—¿Cree usted que no puede recibir su declaración, señoría? —pregunta un jurado atento.

—Imposible —replica el Coroner—. Ya han oído al chico. «No lo sé exactamente» es algo que no se puede admitir. No podemos admitir eso en un Tribunal de justicia, señores. Es verdaderamente horrible. ¡Que se lleven al muchacho!

Se llevan al muchacho, para gran edificación del público, y especialmente del Pequeño Swills, el Vocalista Cómico.

—Bien, ¿hay más testigos? —No hay más testigos.

—¡Bien, señores! Tenemos a un hombre desconocido, que según se ha demostrado tenía el hábito de tomar opio en grandes cantidades desde hacía un año y medio, y al que se encuentra muerto de una sobredosis de opio. Si creen ustedes que tienen pruebas para llegar a la conclusión de que se suicidó, ésa es la conclusión a la que deben llegar. Si creen que se trata de un caso de muerte por accidente, deben llegar a un Veredicto en consecuencia.

Veredicto en consecuencia. Muerte por accidente. Sin duda. Señores, pueden ustedes retirarse. Buenas tardes.

Mientras el Coroner se abotona el capote, el señor Tulkinghorn y él escuchan lo que ha de decirles el testigo rechazado, que se ha quedado en un rincón.

El infortunado sólo sabe que el muerto (a quien acaba de reconocer por la cara cetrina y el pelo negro) era objeto de irrisión y persecuciones en las calles. Que una fría noche de invierno en la que el chico estaba temblando en un portal cerca de su cruce, el hombre se volvió a mirarlo, se dio la vuelta y, tras hacerle unas preguntas y averiguar que no tenía un solo amigo en el mundo, le dijo: «Yo tampoco. ¡Ni uno solo!», y le dio dinero para cenar y dormir una noche. Que el hombre le había hablado muchas veces desde entonces, y le había preguntado si dormía bien por las noches, y cómo soportaba el frío y el hambre, y si a veces no le daban ganas de morirse, y otras cosas igual de raras. Que cuando el hombre no tenía dinero le decía al pasar: «Hoy estoy igual de pobre que tú, Jo», pero que cuando tenía algo, siempre (como cree firmemente el chico) se alegraba de darle una parte.

—Conmigo era mu güeno —dice el chico limpiándose los ojos con una manga sucia—. Cuando le he visto ahí estirado ahora me dieron ganas de decírselo. ¡Conmigo siempre fue mu güeno!

Cuando baja las escaleras a trompicones, el señor Snagsby, que lo está esperando, le da media corona y le dice, poniendo un dedo en la nariz:

—Si me ves alguna vez en el cruce con mi mujercita (¡quiero decir, con mi señora!), no digas nada.

Los Jurados se pasan un rato charlando en las Armas del Sol. Después, media docena se queda atrapada en una nube de humo de pipa que llena el salón de las Armas del Sol; dos de ellos se van de paseo a Hampstead, y cuatro de ellos deciden ir a mitad de precio a la obra que representan, pues eso es lo que les cobrarán por llegar tarde, y terminar tomándose unas ostras. Varios de los asistentes invitan al Pequeño Swills. Cuando le preguntan lo que opina de la sesión, dice que ha «tenido bemoles» (porque su punto fuerte es hablar en jerga). El propietario de las Armas del Sol, al advertir la popularidad del Pequeño Swills, elogia mucho a éste ante los jurados y el público, y observa que no hay nadie como él para interpretar una canción cómica, y que el vestuario de disfraces de ese hombre no tiene igual.

Así, gradualmente, las Armas del Sol va desvaneciéndose en la noche oscura, y luego surge de en medio de ella en un resplandor de luz de gas. Al llegar la hora de la Reunión de la Filarmonía llega el caballero de fama profesional, y frente a él (con la frente ya muy colorada) está el Pequeño Swills; sus amigos se reúnen en torno a ellos y dan su apoyo a un talento de primera. En el cenit de la velada el Pequeño Swills dice: «Señores, si me lo permiten, voy a intentar una breve descripción de una escena de la vida real que se ha interpretado aquí hoy». Recibe grandes aplausos y aliento. Sale de la sala como Swills, vuelve vestido de Coroner (sin parecérsele en lo más mínimo), describe la Encuesta con intervalos recreativos de acompañamiento al piano, y con el estribillo de «con todo el permiso del Coroner, tra la la la, tra la la la, le, le».

Por fin queda silencioso el alegre piano, y los Amigos de la Filarmonía van en busca de sus almohadas. Y todo es silencio en torno a la figura silenciosa, que está acostada en su último lecho terrenal, y a quien observan los ojos descarnados de las contraventanas a lo largo de unas cuantas horas tranquilas de la noche. Si la madre a cuyo pecho se abrazó cuando era niño, con los ojos levantados al rostro amante de ella, con una mano blanda que apenas sabía agarrarse al cuello que buscaba, hubiera podido ver proféticamente a ese abandonado allí acostado, ¡qué imposible le hubiera parecido aquel espectáculo! Si en momentos más felices jamás ardió el fuego que ahora lleva apagado dentro de él por una mujer que le apretó contra su corazón, ¿dónde está ella, ahora que esas cenizas están todavía sobre la tierra?

La noche brinda cualquier cosa menos el reposo en casa del señor Snagsby, en Cook’s Court, donde Guster asesina toda posibilidad de sueño al pasar, como reconoce el propio señor Snagsby (por no andar con circunloquios) de un ataque a veinte. El motivo de este ataque es que Guster tiene un corazón muy tierno, y es susceptible a algo que cabría llamar imaginación de no haber sido por Tooting y su santo patrón. En todo caso, se ha sentido tan terriblemente impresionada por la relación que ha hecho el señor Snagsby a la hora del té de la Encuesta a la que ha asistido, que a la hora de la cena se ha lanzado a la cocina, precedida de un queso holandés volante, y caído en una crisis de una duración desusada, de la cual no ha salido más que para caer en otra, y en otra, y así a lo largo de toda una cadena de ataques, con breves intervalos entre uno y otro, que ha aprovechado patéticamente para consagrarse a suplicar a la señora Snagsby que no la despida cuando «acabe de volver en sí», así como a exhortar a todos los presentes que la dejen acostada en las losas y se vayan a dormir. De ahí que el señor Snagsby, al oír por fin que el gallo de la lechería de Cursitor Street cae en ese éxtasis desinteresado característico de él acerca del tema del amanecer, diga con un largo suspiro, aunque es la persona más paciente del mundo: «¡Menos mal, estaba seguro de que te habías muerto!».

Lo que esta entusiástica ave se cree que resuelve cuando se entrega a esos enormes esfuerzos, o por qué cacarea así (claro que también hay hombres que cacarean en diversas ocasiones de triunfo en público) acerca de algo que para ella no puede tener el menor interés, es asunto suyo. Basta con saber que llega la luz del día, llega la mañana, llega el mediodía.

Entonces, el individuo activo e inteligente, que efectivamente se ha visto mencionado como tal en la prensa de la mañana, llega con su compañía de mendigos a casa del señor Krook y se lleva el cadáver de nuestro querido hermano difunto a un cementerio de iglesia rodeado de edificios, apestoso y siniestro, a partir del cual se difunden enfermedades malignas a los cuerpos de nuestros queridos hermanos y hermanas que no han fallecido, mientras que nuestros queridos hermanos y hermanas que zanganean en las antecámaras oficiales (¡ojalá hubieran desaparecido ellos!) se muestran muy complacientes y agradables. A nuestro querido hermano fallecido lo llevan a recibir cristiano enterramiento en un agujero asqueroso, en una tierra que rechazaría un turco como abominación salvaje y que causaría tiritones a un cafre.

Un lugar rodeado de casas por todas partes, salvo donde un túnel pequeño y maloliente da acceso a una cancela de hierro, donde todos los horrores de la vida están presentes al lado de la muerte, donde todos los elementos, ponzoñosos de la muerte están activos al lado de la vida, ahí es donde bajan a nuestro querido hermano a una profundidad de uno o dos pies; donde lo siembran en la corrupción, para que resucite en la corrupción: fantasma vengador ante los lechos de muchos enfermos; testimonio de vergüenza para los siglos del futuro de cómo en esta isla arrogante la civilización y la barbarie iban de la mano.

¡Que llegue la noche, que llegue la oscuridad, pues no pueden llegar demasiado pronto, ni quedarse demasiado tiempo en un sitio así! ¡Que vengan las luces aisladas a las ventanas de las horribles casas, y que quienes cometan sus iniquidades en ellas lo hagan por lo menos sin ver esa horrenda escena! ¡Que venga la llama del gas a brillar triste sobre la cancela de hierro, en la cual el aire envenenado deposita su ungüento embrujado, untuoso al tacto! ¡Está bien que esa llama sirva para decir a todos los que pasan: «¡Mirad aquí dentro!»!

Con la noche llega a la calleja una figura encorvada que pasa por el túnel de entrada a la parte de fuera de la cancela de hierro. Sostiene la cancela con las manos y mira entre los barrotes; se queda mirando un rato.

Después, con la vieja escoba que lleva, barre suavemente el escalón y deja limpia la entrada. Lo hace con mucho cuidado y precisión; vuelve a mirar un ratito y se marcha.

¿Eres tú, Jo? ¡Vaya, vaya! Aunque te hayan rechazado como testigo por no «saber exactamente» lo que van a hacer contigo manos más poderosas que las de los hombres, no estás del todo sumido en la oscuridad. Y la razón que murmuras para hacer lo que estás haciendo contiene algo así como un rayo distante de luz:

«¡Conmigo fue mú güeno, de verdá

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