37. Jarndyce y Jarndyce
37. Jarndyce y Jarndyce
Si el secreto que se me había confiado hubiera sido mío se lo habría comunicado a Ada al cabo de poco rato. Pero no lo era, y creí que no tenía derecho a revelarlo, ni siquiera a mi Tutor, salvo en caso de gran emergencia. Era una carga que tenía que soportar sola, pero de momento mi deber aparecía bien claro y, feliz con el cariño de mi ángel, no me faltaban impulsos ni alientos para cumplir con él. Aunque muchas veces, cuando ella ya se había dormido y todo estaba en silencio, el recuerdo de mi madre me mantenía despierta y llenaba de pena mis noches, no volví a dejarme abatir por segunda vez, y Ada me encontró igual que antes, salvo, naturalmente, en ese particular del que ya he dicho bastante, y que no tengo el propósito de volver a mencionar más, si puedo evitarlo.
¡Qué difícil me resultó expresarme con calma aquella primera noche, cuando Ada me preguntó, mientras cosíamos, si la familia estaba en la casa y me vi obligada a decir que sí, que eso creía, pues anteayer me había hablado Lady Dedlock en el bosque! Y todavía fue mayor mi dificultad cuando Ada me preguntó qué me había dicho y repliqué que había estado amable y atenta, y cuando Ada, tras reconocer lo bella y elegante que era, comentó lo orgullosos que eran sus modales, e imperioso y cortante, que era su aspecto. Pero Charley me ayudó inconscientemente en todo cuando nos dijo que Lady Dedlock sólo había pasado dos noches en la mansión, pues estaba de paso, en camino desde Londres, pues iba a hacer una visita a otra mansión del condado de al lado, y que se había marchado a primera hora de la mañana siguiente de habernos visto en nuestro banco, como lo llamábamos. Charley verificó el adagio de que los niños se enteran de todo, pues oía más cosas y frases en un día que yo en todo un mes.
Íbamos a quedarnos un mes en casa del señor Boythorn. Apenas llevaba allí una semana mi ángel, tal como lo recuerdo ahora, cuando una tarde, después de ayudar a regar al jardinero, y justo cuando se estaban encendiendo las velas, apareció Charley con aire de gran importancia detrás de la silla de Ada y me pidió misteriosamente que saliera de la habitación.
—Con su permiso, señorita —dijo Charley en un susurro, con los ojos más redondos que nunca—. Preguntan por usted en Las Armas de Dedlock.
—¡Pero Charley —dije—, quién va a preguntar por mí en la taberna!
—No lo sé, señorita —respondió Charley, adelantando la cabeza y apretándose las manos sobre la cinta del delantalito, como hacía siempre que disfrutaba con algo misterioso o confidencial—, pero se trata de un señor, señorita, que envía sus saludos y pregunta si podría usted ir sin decirle nada a nadie.
—¿Quién es el que me envía sus saludos, Charley?
—El mismo, señorita —contestó Charley, cuyo aprendizaje de la gramática iba progresando, pero no a gran velocidad.
—¿Y cómo es que eres tú la mensajera, Charley?
—Con su permiso, señorita, pero no soy la mensajera —replicó mi doncellita—. Fue W. Grubble, señorita.
—¿Y quién es W. Grubble, Charley?
—El señor Grubble, señorita —me dijo Charley—. ¿No le conoce, señorita? Las Armas de Dedlock, W. Grubble —recitó Charley, como si estuviera leyendo el letrero con alguna dificultad.
—¿Sí? ¿El propietario, Charley?
—Sí, señorita. Con su permiso, señorita, su mujer es muy guapa, pero se le rompió el tobillo y no le sanó bien. Y su hermano es el leñador al que mandaron a chirona, y se temen que vaya a morirse de tanta cerveza que bebe —dijo Charley.
Como no sabía de qué podía tratarse, y ahora me sentía aprensiva por todo, creí que lo mejor sería ir yo sola a la taberna. Le dije a Charley que me trajera inmediatamente el sombrero, el velo y el chal, y tras ponérmelo todo, bajé la callecita empinada, donde me sentía tan en casa como en el jardín del señor Boythorn.
El señor Grubble estaba en mangas de camisa a la puerta de su tabernita, que era muy pulcra, esperándome. Se quitó el sombrero con las dos manos cuando me vio llegar, y llevándolo así, como si fuera un recipiente de hierro (así de pesado parecía), me precedió por el pasillo cubierto de serrín hasta su mejor aposento: una salita alfombrada con más plantas de las que cabían, una litografía en colores de la Reina Carolina, varias conchas, muchas bandejas para el té, dos pescados disecados en vitrinas de cristal y un extraño huevo, o quizá una extraña calabaza (no estoy segura de lo que era, y no creo que mucha gente lo supiera) que colgaba del techo. Yo conocía muy bien de vista al señor Grubble, porque se pasaba mucho tiempo a la puerta. Era un hombre de aspecto agradable, robusto, de mediana edad, que nunca parecía considerarse vestido cómodamente para estar en su propia casa si no llevaba el sombrero y las botas altas, pero que nunca se ponía la levita más que para ir a la iglesia.
Apagó la vela y, tras dar un paso atrás para ver qué aspecto tenía todo, salió de la salita, de modo inesperado para mí, pues iba a preguntarle quién me había hecho llamar. Entonces se abrió la puerta de la salita de enfrente y oí algunas voces, que me parecieron conocidas, que después se interrumpieron. Se acercaron unos pasos rápidos a la sala en que estaba yo, y, para gran sorpresa mía, apareció Richard.
—¡Mi querida Esther! —dijo—. ¡Mi mejor amiga! —y verdaderamente estuvo tan cariñoso y tan atento, que con la primera sorpresa y el placer de su saludo fraternal apenas si encontré aliento para decirle que Ada estaba bien.
—Te adelantas a mis propios pensamientos, ¡siempre eres la misma, querida mía! —exclamó Richard, llevándome hacia una silla y sentándose a mi lado.
Me levanté el velo, pero no del todo.
—¡Siempre eres la misma, querida mía! —repitió Richard, igual que antes.
Me levanté el velo del todo, puse una mano en el brazo de Richard y, mirándole a los ojos, le dije cuánto le agradecía su amable acogida y cuánto me alegraba de verlo, tanto más dada la decisión que había adoptado durante mi enfermedad, que ahora le comuniqué.
—Encanto —dijo Richard—, tú eres la persona a quien más deseo hablar, porque quiero que me comprendas.
—Y yo, Richard —dije con un gesto de la cabeza—, quiero que comprendas a otra persona.
—Como siempre, te refieres inmediatamente a John Jarndyce —dijo Richard—, supongo que es él.
—Naturalmente.
—Entonces, permíteme qué te diga inmediatamente que lo celebro, porque ése es el tema en el que quiero que se me comprenda. ¡Pero, fíjate, que me comprendas tú, hija! ¡No tengo que dar cuentas al señor Jarndyce ni a ningún señor!
Me dolió que hablara en aquel tono, y él lo observó.
—Bueno, bueno, hija mía —dicho Richard—, no entremos en eso ahora. Quiero aparecer tranquilamente en tu casa de campo, contigo del brazo, y dar una sorpresa a mi encantadora prima. ¿Supongo que tu lealtad a John Jarndyce te lo permite?
—Mi querido Richard —repliqué—, sabes que él te acogería encantado en su casa, que es la tuya si tú lo deseas, e igualmente te acogemos en ésta.
—¡Has hablado como la mejor de las mujercitas! —exclamó Richard, alegre.
Le pregunté qué le parecía su profesión.
—¡Bueno, no me disgusta! —contestó Richard—. No está mal. De momento, vale igual que otra. No sé si me va a gustar mucho cuando me asiente, pero entonces puedo vender el despacho de oficial y…, pero todas estas bobadas no importan ahora.
¡Tan joven y tan guapo, y exactamente todo lo contrario de la señorita Flite en todos los respectos! ¡Y, sin embargo, en la mirada nublada, ansiosa, preocupada que tenía ahora, tan terriblemente parecido a ella!
—Ahora estoy en la ciudad, de permiso.
—¿Ah, sí?
—Sí. He venido a cuidar de…, de mis intereses en la Cancillería, antes de las vacaciones de verano —dijo Richard, fingiendo una risa despreocupada—. Te aseguro que vamos a darle un nuevo impulso a ese viejo pleito.
¡No es de extrañar que yo negara con la cabeza!
—Como dices tú, no es un tema agradable —dijo Richard, mientras le pasaba por la cara la misma sombra que antes—. Que se vaya a los cuatro vientos por ahora. ¡Paf! ¡Fuera! ¿Con quién crees que he venido?
—¿No era la voz del señor Skimpole la que he oído antes?
—¡Exactamente! Me es más útil que nadie. ¡Qué niño tan fascinante!
Pregunté a Richard si alguien sabía que habían venido juntos. Dijo que no, que nadie. Había ido a ver a aquel simpático niño viejo (así llamaba al señor Skimpole), y el simpático niño viejo le había dicho dónde estábamos, y él le había dicho al simpático niño viejo que quería venir a vernos, y el simpático niño viejo había dicho inmediatamente que también él quería venir, así que lo había traído consigo.
—Y la verdad es que vale, no digamos sus sórdidos gastos, sino tres veces su peso en oro —dijo Richard—. Es tan animado. No conoce el mundo. ¡Es tan inocente y de un corazón tan virginal!
Desde luego, yo no veía que el hacer que Richard le pagara sus gastos demostrase que el señor Skimpole fuera tan inocente, pero no dije nada. De hecho, entonces entró él e hizo cambiar el tono de nuestra conversación. Se manifestó encantado de verme; dijo que se había pasado seis semanas derramando lágrimas deliciosas de compasión y de alegría, según el momento, en relación conmigo, que nunca se había sentido tan feliz como cuando se enteró de que iba recuperándome; que ahora empezaba a comprender la mezcla del bien y el mal en el mundo; que consideraba que apreciaba tanto más la buena salud cuando alguien se ponía enfermo; que no sabía si quizá estuviera preordenado que A tuviera que ser bizco para que B se sintiera más feliz por tener bien los ojos, o que C tuviera que tener una pata de palo para que D se sintiera más satisfecho de llevar su pierna envuelta en una media de seda.
—Mi querida señorita Summerson, fíjese en nuestro amigo Richard —dijo el señor Skimpole—, henchido de perspectivas brillantes para el futuro, que él hace salir de las tinieblas de Cancillería. ¡Qué cosa más deliciosa, más estimulante, más llena de poesía! En los viejos tiempos, los bosques y las soledades se alegraban a los ojos del pastorcillo gracias a las melodías y las danzas imaginarias de Pan y de las ninfas. El pastorcillo de hoy, nuestro pastor Richard, ilumina las sombrías salas de los Tribunales al hacer que la Fortuna y su séquito dancen en ellas a los tonos melodiosos de un fallo emitido por el Presidente. ¡Eso es muy agradable, sépalo! Un tipo malhumorado y gruñón puede decirme: «¿De qué valen todos esos abusos del Derecho y la Equidad? ¿Cómo puede usted defenderlo?». Y yo le contesto: «Mi gruñón amigo, yo no los defiendo, pero me resultan muy agradables. Ahí tiene usted a un pastorcillo, un amigo mío, que los convierte en algo demasiado fascinante para mi sencillez. No digo que existan para eso, porque yo soy como un niño en su mundo de gruñidos y no tengo que explicar a usted ni explicarme a mí mismo nada, pero quizá sea así».
Empecé a pensar en serio que difícilmente podía Richard haber encontrado un amigo peor. Me inquietaba que en un momento así, cuando más necesitaba unos principios y unos objetivos decentes, tuviera a su lado esta fascinante soltura y este dejarlo todo de lado, esta prescindencia despreocupada de todo principio y todo objetivo. Creía que yo podía comprender cómo un carácter como el de mi Tutor, experto en las cosas del mundo y obligado a contemplar las lamentables evasiones y los tristes enfrentamientos de la desgracia familiar, encontraba un enorme alivio en la forma en que el señor Skimpole confesaba sus debilidades y exhibía su candor inocente, pero no podía convencerme de que aquello fuera tan candoroso como parecía, o que no resultara tan favorable como cualquier otro papel a la pereza del señor Skimpole, y con menos problemas para representarlo.
Ambos volvieron conmigo, y cuando el señor Skimpole se despidió de nosotros a la puerta, seguí andando en silencio con Richard, y dije:
—Ada, cariño, he traído a un caballero de visita. No fue nada difícil leer en aquella cara ruborosa y asombrada. Lo amaba mucho, y él lo sabía, y yo también. Era transparente que no se veían como meros primos.
Casi desconfié de mí misma por abrigar sospechas demasiado infames, pero no estaba tan segura de que Richard la amara igual a ella. La admiraba mucho (¿y quién podía no admirarla?), y me atrevo a decir que hubiera reiterado su compromiso de adolescentes con gran orgullo y ardor, salvo que sabía que ella respetaría la promesa dada a mi Tutor. Pero yo tenía la torturadora idea de que la influencia bajo la que estaba él llegaba incluso hasta aquí, que estaba aplazando la verdad y la seriedad, en esto igual que en todo, hasta que pudiera quitarse de encima a Jarndyce y Jarndyce. ¡Ay, Dios mío! ¡Ya no sabré jamás lo que hubiera podido ser de Richard sin aquella maldición!
Dijo a Ada, con su aire más franco, que no había venido para cometer ninguna infracción secreta de las condiciones que había aceptado ella (de manera excesivamente implícita y confiada, a juicio de Richard) del señor Jarndyce, que había venido abiertamente a verla y a justificarse por su situación actual con respecto al señor Jarndyce. Como dentro de poco estaría con nosotros aquel simpático niño viejo, me rogó a mí que le diera hora para la mañana siguiente, con objeto de aclarar su posición mediante una conversación sin reservas conmigo. Le propuse que a las siete nos diéramos un paseo por el parque, y así convinimos. Poco después apareció el señor Skimpole, que nos divirtió durante una hora. Pidió en especial ver a la pequeña Coavinses (es decir, a Charley), y le dijo con aire patriarcal que había dado a su padre todo el trabajo que había podido, y que si alguno de sus hermanitos se apresuraba a dedicarse a la misma profesión, todavía podría conseguirle bastante trabajo.
—Porque siempre me encuentro atrapado en esas redes —dijo el señor Skimpole, mirándonos sonriente por encima de un vaso de vino con agua— y constantemente me están sacando de ellas, como a un pez. O me están sacando a flote, igual que a un barco. Siempre hay alguien que lo hace por mí. Ya saben ustedes que yo no puedo hacerlo, porque nunca tengo dinero. Pero siempre hay Alguien que lo hace. Salgo de ellas gracias a Alguien. Yo no soy como el estornino enjaulado; yo siempre salgo. Si me preguntaran ustedes quién es ese Alguien, les doy mi palabra de que no podría decírselo. Bebamos a la salud de Alguien. ¡Que Dios lo bendiga!
Por la mañana Richard llegó un poco tarde, pero no me hizo esperar demasiado, y salimos al parque. El aire estaba luminoso y húmedo del rocío, y no había ni una nube en el cielo. Los pájaros cantaban deliciosamente, y resultaba exquisito ver cómo brillaban los helechos, la hierba y los árboles; la riqueza de las plantas parecía haberse multiplicado por 20 desde ayer, como si en el silencio de la noche, cuando parecían unánimemente cobijadas en el sueño, la Naturaleza, en todos los detalles diminutos de cada hoja maravillosa, hubiera estado más despierta que de costumbre preparando la gloria de aquel día.
—Este sitio es precioso —dijo Richard, mirando en su derredor—. ¡Aquí no llegan los enfrentamientos y las discordias de los pleitos!
Pero había otros problemas.
—Te voy a decir una cosa, Esther —dijo Richard—: cuando logre arreglar las cosas en general, creo que me voy a venir aquí a descansar.
—¿No sería mejor descansar ahora?
—Bueno, en cuanto a descansar ahora —respondió Richard—, o a hacer algo claro ahora, no resulta fácil. En resumen, es imposible; por lo menos, para mí.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Ya sabes por qué no, Esther. Si estuvieras viviendo en una casa sin acabar, donde lo mismo te pueden poner el tejado que quitártelo, donde lo mismo pueden empezarte a construir por arriba que derribarlo todo hasta los cimientos, mañana, pasado, la semana que viene, el mes que viene, te resultaría muy difícil descansar ni asentarte. Eso es lo que me pasa a mí. ¿Ahora? Los pleiteantes no tenemos un ahora.
Casi hubiera podido creer yo en aquel momento lo del atractivo que mencionaba mi pobre amiga divagante, de no haberle vuelto a ver aquella mirada sombría de anoche. Por terrible que sea pensarlo, también recordaba en algo a aquel pobre hombre que había muerto.
—Mi querido Richard —dije—, éste es un mal principio para nuestra conversación.
—Ya sabía que me ibas a decir eso, señora Durden.
—Y no seré yo la única, querido Richard. No fui yo quien te aconsejó una vez que nunca buscaras esperanzas en la maldición de la familia.
—¡Ya vuelves otra vez a John Jarndyce! —exclamó Richard, impaciente—. ¡Bien! Tarde o temprano teníamos que llegar a él, pues se halla en la clave de lo que tengo que decir, y más vale que sea temprano. Mi querida Esther, ¿cómo puedes estar tan ciega? ¿No ves que es parte interesada, y que quizá a él le venga muy bien desear que yo no sepa nada del pleito ni me interese por éste, pero que quizá a mí no me venga tan bien?
—Ay, Richard —le contesté—, ¿es posible que puedas haberlo visto y oído, que puedas haber vivido bajo su techo y que, sin embargo, puedas insinuarme, ni siquiera aquí, en este lugar solitario, donde nadie puede oírnos, sospechas tan indignas?
Se ruborizó hasta las orejas, como si su generosidad natural sintiera una punzada de reproche. Se quedó callado un momento, antes de replicarme con voz mansa:
—Esther, estoy seguro de que sabes que no soy un mezquino, y que comprendo que la sospecha y la desconfianza son malas cualidades en alguien de mi edad.
—Lo sé perfectamente —dije—. Estoy totalmente segura de ello.
—Eres una buena amiga —comentó Richard—, y me agrada, porque me reconfortas. Necesitaba a alguien que me reconfortara en todo este asunto, porque, en el mejor de los casos, es un mal asunto, como no hace falta que te explique.
—Lo sé perfectamente —dije—. Lo sé tan bien, Richard…, ¿cómo podría decírtelo? Igual de bien que tú. Y sé igual de bien que tú qué es lo que te hace cambiar tanto.
—Vamos, hermanita, vamos —dijo Richard en torio más alegre—, sé justa conmigo en todo caso. Si yo tengo la desgracia de hallarme bajo esa influencia, también él la tiene. Si me ha cambiado en algo, quizá lo haya cambiado en algo también a él. No digo que no sea hombre honorable, aparte de todas estas complicaciones e incertidumbres; estoy seguro de que lo es. Pero esto nos ensucia a todos. Tú sabes que nos ensucia a todos. Se lo has oído decir a él más de cincuenta veces. Entonces, ¿por qué va él a escapar?
—Porque —dije— es una persona extraordinaria, y porque se ha mantenido resueltamente fuera de ese círculo, Richard.
—¡Tantos porqués! —replicó Richard, con su tono vivaz—. No estoy seguro, querida mía, de que sea prudente y acertado mantener esa indiferencia externa. Puede llevar a otras partes interesadas a descuidar sus intereses, y la gente puede irse muriendo y las cosas pueden irse olvidando, y pueden pasar en silencio muchas cosas que resultan muy cómodas.
Me sentí tan llena de compasión por Richard, que no pude hacerle otro reproche, ni siquiera con la mirada. Recordé lo comprensivo que había sido mi Tutor con sus errores, y la falta total de resentimiento con que los había mencionado.
—Esther —continuó diciendo Richard—, no vayas a suponer que he venido aquí a hacer acusaciones subrepticias contra John Jarndyce. No he venido más que a justificarme. Lo que digo es que todo estaba muy bien, y nos llevábamos muy bien, cuando yo era un muchacho, independientemente de este mismo pleito; pero en cuanto empecé a interesarme en él y a estudiarlo, entonces todo cambió. Después, John Jarndyce descubre que Ada y yo tenemos que romper, y que si yo no cambio esa conducta reprensible, no soy digno de ella. Pues, bueno, Esther, no tengo intención de modificar esa conducta reprensible: no quiero obtener la buena opinión de John Jarndyce en esas condiciones tan injustas que no tiene ningún derecho a dictar. Le guste o no, tengo que mantener mis derechos, y los de Ada. He estado pensando mucho al respecto, y ésa es la conclusión a la que he llegado.
¡Mi pobre Richard! Desde luego que lo había estado pensando mucho. Se veía claramente en su cara, en su voz, en su actitud.
—De manera que le he dicho (quiero que sepas que le he escrito una carta sobre el tema) que estamos enfrentados, y que más vale enfrentarnos abiertamente que a escondidas. Le doy las gracias por su buena voluntad y su protección, y que él siga su camino, y yo seguiré el mío. El hecho es que nuestros caminos no son los mismos. Conforme a uno de los testamentos impugnados, me debe corresponder a mí mucho más que a él. No quiero decir que vaya a ser este testamento el que se ratifique, pero ahí está, y tiene posibilidades.
—No hace falta que me digas tú que has escrito esa carta, mi querido Richard. Ya había oído hablar de ella, y no escuché una palabra de amargura ni de cólera.
—¿Ah, sí? —replicó Richard, ablandándose—. Celebro haber dicho que era una persona honorable, aparte de todo este maldito asunto. Pero siempre lo he dicho y nunca lo he dudado. Ahora bien, mi querida Esther, ya sé que estas opiniones mías deben de parecerte muy duras, y lo mismo le parecerán a Ada cuando le cuentes lo que hemos hablado. Pero si te hubieras adentrado en el caso como lo he hecho yo, si hubieras estudiado los documentos como hice yo cuando estaba en el bufete de Kenge, si supieras qué acumulación entrañan de cargos y contracargos, de sospechas y contrasospechas, me creerías moderado en comparación.
—Quizá —respondí—. Pero, Richard, ¿crees que en todos esos documentos hay muchos que digan la verdad y lo que es justo?
—En alguna parte del caso tienen que hallarse la verdad y la justicia, Esther.
—O se hallaron alguna vez, hace mucho tiempo —comenté.
—Se hallan, se hallan, se deben hallar en alguna parte —continuó diciendo Richard impetuosamente—, y hay que descubrirlas. La forma de sacarlas a la luz no es convertir a Ada en una forma de sobornarme, de mantenerme en silencio. Tú dices que el pleito me está haciendo cambiar. John Jarndyce dice que cambia, que ha cambiado y que cambiará a todos los que intervienen en él. Entonces, tanta más razón tengo yo al decidir que he de hacer todo lo que pueda para ponerle fin.
—¡Todo lo que puedas, Richard! ¿Crees que en todos estos años no ha habido otros que han hecho todo lo que han podido? ¿Se han allanado las dificultades gracias a tantos fracasos?
—No puede durar eternamente —dijo Richard, en el cual volvía a renacer una terquedad que me recordó la misma triste imagen de unos momentos antes—. Yo soy joven y decidido, y son muchas las veces en que la energía y la decisión han hecho milagros. Otros no se han metido en el asunto más que a medias. Yo me consagro a él. Lo convierto en el objetivo de mi vida.
—¡Tanto peor, mi querido Richard, tanto peor!
—No, no, no; no tengas miedo por mí —me replicó afectuosamente—. Eres una muchacha cariñosa, buena, prudente, tranquila, magnífica; pero tienes tus prejuicios. Por eso vuelvo a John Jarndyce. Te digo, mi buena Esther, que cuando él y yo teníamos la relación que tan cómoda le resultaba a él, no era una relación natural.
—¿Te parece que lo natural son la discordia y la animosidad, Richard?
—No, no digo eso. Quiero decir que todo este asunto nos coloca en una relación antinatural, con la que es incompatible toda relación natural. ¡Mira, otro motivo para acelerarlo! Cuando termine, quizá comprenda que me he equivocado con John Jarndyce. Cuando me libere de él, es posible que se me aclaren las cosas, y entonces quizá esté de acuerdo con lo que tú dices. Muy bien. Entonces lo reconoceré y le presentaré mis excusas.
¡Todo aplazado hasta aquel momento imaginario! ¡Todo suspendido en la confusión y la indecisión hasta entonces!
—Y ahora, confidente mía —dijo Richard—, quiero que mi prima Ada comprenda que no soy insidioso, inconstante y terco con John Jarndyce, sino que estoy respaldado por este objetivo y estas razones; quiero exponérselo a ella por conducto tuyo, porque tiene en gran estima y respeto a su primo John, y sé que tú explicarás el rumbo que sigo, aunque lo desapruebes, y…, y en resumen —dijo Richard, que titubeaba al pronunciar aquellas palabras—, yo…, yo no quiero presentarme como una persona litigiosa, pugnaz y suspicaz a ojos de una chica tan confiada como Ada.
Le dije que con estas últimas palabras era más fiel a sí mismo que en todo lo que había dicho hasta entonces.
—Bueno, querida mía —reconoció Richard—, es posible que sea así. A mí también me lo parece. Pero ya volveré a mi ser. Entonces haré todo lo que haga falta, no temas.
Le pregunté si aquello era todo lo que deseaba que le dijera yo a Ada.
—No todo —dijo Richard—. No puedo dejar de decirle que John Jarndyce contestó a mi carta en su tono habitual, encabezándola con un «Querido Rick», y que trató de disuadirme de mis opiniones y me dijo que no afectaban a su actitud (todo lo cual está muy bien, claro, pero no cambia las cosas). También quiero que Ada sepa que si bien ahora la vengo a ver poco a menudo, velo tanto por sus intereses como por los míos, porque los dos estamos exactamente en la misma situación, y que espero que no crea, por algún rumor fugaz que le llegue, que soy frívolo ni imprudente; por el contrario, no ceso de desear que termine el pleito, y mis planes van siempre en ese sentido. Como ya soy mayor de edad, y he adoptado la medida que he adoptado, me considero libre de toda responsabilidad ante John Jarndyce; pero como Ada sigue estando bajo la tutela del Tribunal, no le pido que renueve nuestro compromiso. Cuando esté en libertad para actuar por su cuenta, yo habré vuelto a mi ser, y ambos estaremos en circunstancias materiales muy distintas, creo. Si le dices todo esto, con la ventaja de tus dulces modales, me harás un favor enorme y muy amable, mi querida Esther, y atacaré con mayor vigor el caso Jarndyce y Jarndyce. Naturalmente, no te pido que me guardes el secreto en Casa Desolada.
—Richard —le dije—, confías mucho en mí, pero me temo que no vas a aceptarme ningún consejo, ¿verdad?
—Acerca de este tema no puedo aceptarlo, hija mía. Acerca de cualquier otro, con mucho gusto.
¡Como si hubiera algún otro tema en su vida! ¡Como si toda su carrera y toda su personalidad no tuvieran un solo y único norte!
—Pero, ¿puedo hacerte una pregunta, Richard?
—Creo que sí —me dijo, riendo—. Si no me la puedes hacer tú, no sé quién va a poder.
—Tú mismo dices que no llevas una vida muy asentada.
—¿Cómo iba a llevarla, Esther, cuando nada está asentado?
—¿Has vuelto a contraer deudas?
—Naturalmente que sí —contestó Richard, asombrado de mi simpleza.
—¿Es lo natural?
—Pues claro, hija mía. No puedo meterme de forma tan absoluta en algo sin realizar algunos gastos. Olvidas, o quizá no sepas, que conforme a cualquiera de los testamentos, a Ada y a mí nos corresponde algo. Se trata únicamente de decidir si serán las sumas mayores o las menores. En todo caso, quedaré a cubierto. Bendita seas, hija mía —dijo Richard, muy divertido conmigo—, ¡a mí no me va a ir nada mal! ¡Me las arreglaré muy bien, mi querida Esther!
Me sentí tan aterrada ante el peligro que corría él, que intenté, en nombre de Ada, en el de mi Tutor, en el mío propio, por todos los medios fervientes que logré imaginar, advertirle de él, y mostrarle algunos de los errores que estaba cometiendo. Acogió todo lo que le dije con paciencia y amabilidad, pero todo rebotaba contra él sin surtir el menor efecto. No me extrañó, tras la forma en que su mente preocupada había recibido la carta de mi Tutor, pero decidí volver a probar con la influencia de Ada.
De manera que cuando nuestro paseo nos hizo volver al pueblo y me fui a desayunar, preparé a Ada para lo que le iba a contar, y le dije exactamente qué motivos teníamos para temer que Richard fuera a perderse y a destrozar totalmente su vida. Naturalmente, ella se sintió muy desgraciada, aunque tenía mucha más fe en la capacidad de él para corregir sus errores de la que hubiera podido tener yo (¡lo cual era tan natural y tan encantador en mi ángel!), y poco después le escribió la siguiente cartita:
Mi querido primo:
Esther me ha contado todo lo que le has dicho esta mañana. Te escribo para repetirte con absoluta sinceridad todo lo que te ha dicho ella y para informarte de lo segura que estoy de que tarde o temprano verás que nuestro primo John es un modelo de veracidad, de sinceridad y de bondad, y lamentarás profundamente haberle hecho tanto daño (aunque haya sido sin querer).
No sé exactamente cómo escribir lo que quiero decirte ahora, pero confío en que comprenderás el sentido en el que quiero decírtelo. Siento un cierto temor, mi querido primo, de que quizá sea en parte por mí por lo que te estás creando tanta infelicidad, y si tú eres infeliz, también yo lo soy. Si es así, o si piensas mucho en mí al hacer lo que estás haciendo, te ruego y te suplico encarecidamente que desistas. No puedes hacer nada por mí que me pueda hacer ni la mitad de feliz como el volver la espalda a la sombra bajo la que ambos nacimos. No te enfades conmigo por decirte esto. Te ruego, querido Richard, te ruego que por mí y por ti mismo, y con una repugnancia natural por esa fuente de problemas que tuvo parte de culpa en que nos quedáramos huérfanos cuando ambos éramos pequeños, te ruego que la abandones para siempre. Ya tenemos motivos para saber que todo este asunto no contiene nada de bueno ni ninguna esperanza, que de él no nos pueden venir sino desgracias.
Mi querido primo, huelga que te diga que eres totalmente libre y que es muy probable que encuentres a alguien a quien amar mejor que a tu primer amor. Estoy segura, si me permites decirlo, que el objeto de tu elección preferiría con mucho seguir tu destino por el mundo entero, en la riqueza o en la pobreza, y verte feliz, cumpliendo con tu deber y siguiendo la vocación que has escogido, que tener la esperanza de ser, o incluso el hecho de ser, muy rica contigo (de suponer que ello fuera posible) a costa de años angustiosos de aplazamientos y ansiedad, y de tu indiferencia a otros objetivos. Quizá te extrañe que te lo diga con tanta seguridad cuando tan escasos son mis conocimientos y mi experiencia, pero lo sé con toda certidumbre en el fondo de mi corazón.
Siempre, mi querido primo, seré tu cariñosa,
ADA
Aquella nota hizo que Richard viniera a vernos en seguida, pero lo hizo cambiar poco o nada. Ya veríamos, nos dijo, quién tenía razón y quién no, ya nos iba a enseñar… ¡ya lo veríamos! Estaba animado y ardoroso, como si la ternura de Ada lo hubiera complacido, pero yo no pude por menos de esperar, con un suspiro, que la carta tuviera más efecto sobre él cuando la volviera a leer que el apreciable hasta ese momento.
Como iban a quedarse con nosotras hasta el día siguiente, y habían tomado billetes para volver en la diligencia de la mañana, busqué una oportunidad de hablar con el señor Skimpole. Como nos pasábamos el tiempo al aire libre, me resultó muy fácil encontrar una, y le dije delicadamente que el dar alas a Richard comportaba una cierta responsabilidad.
—¿Responsabilidad, mi querida señorita Summerson? —repitió él, repitiendo aquella palabra con la más agradable de las sonrisas—. Yo sería el último de los mortales a quien aplicar ese concepto. No he sido responsable en mi vida, y no puedo serlo.
—Me temo que todo el mundo tiene la obligación de serlo —dije con bastante timidez, pues él era mucho mayor e inteligente que yo.
—¿No me diga usted? —replicó el señor Skimpole, recibiendo aquella información con una sorpresa jocosa de lo más agradable—. Pero no todo el mundo tiene la obligación de ser solvente, ¿verdad? Yo no lo soy. Nunca lo he sido. Mire, mi querida señorita Summerson —dijo, sacándose un puñado de monedas del bolsillo—, esto es dinero. No tengo ni idea de cuánto. Digamos que son cuatro chelines y nueve peniques…, digamos que son cuatro libras y nueve chelines. Según me dicen, debo mucho más que eso. Seguro que sí. Seguro que tengo tantas deudas como me acepta la gente de buen carácter. Si ellos no me frenan, ¿por qué me voy a frenar yo? Y, en resumen, ése es Harold Skimpole. Si eso es tener responsabilidad, entonces tengo responsabilidad.
La perfecta tranquilidad con la que se volvió a meter el dinero en el bolsillo y se me quedó mirando con una sonrisa en su rostro refinado, como si hubiera estado mencionando algo curioso relativo a otra persona, casi me dio la sensación de que verdaderamente él no tenía nada que ver con todo aquello.
—Pero cuando me habla usted de responsabilidades —continuó diciendo—, estoy dispuesto a afirmar que nunca he tenido la dicha de conocer a nadie a quien pudiera considerar tan agradablemente responsable como a usted. Me parece que es usted modelo de la responsabilidad personificada. Cuando la veo a usted, mi querida señorita Summerson, tan consagrada al perfecto funcionamiento de todo el sistemita ordenado del cual es usted el centro, me siento inclinado a decirme, y de hecho muchas veces me digo: ¡eso es responsabilidad!
Después de aquello me resultó difícil explicar lo que quería decir yo, pero persistí hasta el punto de decir que todos esperábamos que refrenara a Richard en las opiniones superoptimistas que mantenía en aquellos momentos, en lugar de confirmarlo en ellas.
—Con sumo gusto —replicó—, si pudiera. Pero, mi querida señorita Summerson, yo no soy artificioso, no sé disimular. Si me toma de la mano y me conduce alegremente por Westminster Hall en busca de la Fortuna, he de ir con él. Si me dice: «¡Skimpole, entra en el baile!», he de entrar en él. Ya sé que no es lo que dicta el sentido común, pero es que yo no tengo sentido común.
—Es una verdadera lástima por Richard —dije.
—¿Lo cree usted? —me preguntó Skimpole—. No diga eso, no diga eso. Supongamos que estuviera en compañía del Sentido Común, hombre excelente, muy arrugado, horriblemente práctico, con cambio de un billete de diez libras en cada bolsillo, con un bloc cuadriculado de cuentas en cada mano, o sea, en todos los respectos igual que un recaudador de contribuciones. Nuestro querido Richard, optimista, ardiente, corredor de obstáculos, repleto de poesía como un capullo de rosa, dice a este respetabilísimo compañero: «Veo ante mí una perspectiva dorada, es luminosa, es preciosa, es alegre, ¡ahí voy, a saltos por la naturaleza en persecución de ella!». Inmediatamente, el respetable compañero le da un golpe con el libro de cuentas, le dice, con su estilo literal y prosaico, que él no ve tal cosa, le demuestra que no se trata más que de una serie de honorarios, fraudes, pelucas de crin de caballo y togas negras. Bueno, usted comprenderá que se trata de un cambio para peor, muy sensato, sin duda, pero desagradable. Yo no puedo hacer eso. No tengo el bloc cuadriculado para las cuentas, no tengo en mi personalidad ninguno de los elementos del recaudador de contribuciones, no soy en absoluto respetable ni quiero serlo. ¡Quizá sea raro, pero así es!
Era inútil decir nada más, así que propuse que fuéramos a reunirnos con Ada y Richard, que iban un poco por delante de nosotros, y renuncié, desesperada, al señor Skimpole. Aquella mañana él había ido a la Mansión, y a lo largo del paseo nos describió ingeniosamente los cuadros de familia. Entre las ladies Dedlock del pasado había unas pastoras tan portentosas que en sus manos los pacíficos cayados se convertían en armas de asalto. Cuidaban de sus ganados ataviadas severamente de tafetán y cuidadosamente empolvadas, y se colocaban sus lunares artificiales para aterrar a los campesinos, igual que los jefes de otras tribus se ponían su pintura de guerra. Había un Sir Nosequé Dedlock en medio de una batalla, se veía estallar una mina, había mucho humo, relámpagos, una ciudad incendiada y un fuerte atacado, todo lo cual se apercibía entre las patas traseras de su caballo, lo cual demostraba, suponía el señor Skimpole, la poca importancia que atribuía un Dedlock a tamañas futesas. Nos contó que, evidentemente, toda aquella raza había sido en vida lo que él calificaba de «gente disecada»: una gran colección de personas con ojos de cristal, asentada de forma perfectamente correcta en sus diversas ramas y perchas, sin ningún movimiento, y siempre metidas en fanales de cristal.
Ahora yo ya no me sentía nada cómoda cuando alguien mencionaba aquel apellido, de forma que me sentí aliviada cuando Richard, con una exclamación de sorpresa, se fue corriendo al encuentro de un desconocido, a quien vio acercándose lentamente hacia nosotros.
—¡Dios mío! —dijo Skimpole—. ¡Vholes!
Todos preguntamos si era un amigo de Richard.
—Amigo y asesor jurídico —dijo Skimpole—. Bueno, mi querida señorita Summerson, si busca usted sentido común, responsabilidad y respetabilidad, todo junto; si busca usted un hombre ejemplar, ese hombre es Vholes.
Dijimos que no sabíamos que Richard contara la asistencia de nadie que se llamara así.
—Cuando salió de la infancia legal —nos explicó el señor Skimpole—, se separó de nuestro convencional amigo Kenge y se unió, según creo, a Vholes. De hecho, sé que fue así, porque fui yo quien se lo presentó a Vholes.
—¿Lo conocía usted desde hacía mucho tiempo? —preguntó Ada.
—¿A Vholes? Mi querida señorita Clare, he tenido el mismo trato con él que con varios caballeros de la misma profesión. Había hecho algo de forma muy agradable y cortes: actuado contra mí, creo que es la expresión, y todo aquello terminó en que me llegó una orden de detención. Alguien tuvo la bondad de intervenir y pagar la suma…, era algo con cuatro peniques; no recuerdo cuántas libras ni cuántos chelines, pero recuerdo los cuatro peniques, porque entonces me pareció sorprendente que yo pudiera deberle a alguien cuatro peniques, y después lo presenté el uno al otro. Vholes me pidió que los presentara, y lo hice. Ahora que lo pienso —dijo, mirándonos interrogante, y con la más franca de sus sonrisas al descubrirlo—, Vholes quizá me sobornó. Me dio algo y dijo que era mi comisión. ¿Fue un billete de cinco libras? ¡La verdad es que creo que debe de haber sido un billete de cinco libras!
No pudo seguir reflexionando sobre el asunto, porque se nos volvió a unir Richard, muy agitado, y nos presentó a Vholes: individuo cetrino con labios apretados como si tuviera frío, erupciones rojizas en distintos puntos de la cara, alto y delgado, de unos cincuenta años, la cabeza metida entre los hombros y un poco jorobado. Iba vestido de negro, con guantes negros, y estaba abotonado hasta la barbilla, pero lo más notable en él eran sus modales desganados y la forma en que contemplaban fijamente a Richard.
—Espero no molestarlas, señoras —dijo el señor Vholes, y entonces observé que tenía otra cosa de notable, y era que hablaba como para sus adentros—. Había quedado con el señor Carstone en que estuviera siempre informado de cuándo aparecía su causa en el diario del Canciller, y como anoche uno de mis pasantes me informó después del correo de que había aparecido, de forma un tanto inesperada, en el diario de mañana, me metí en la diligencia a primera hora de hoy, y he venido a conferenciar con él.
—Sí —dijo Richard, acalorado y mirándonos triunfal a Ada y a mí—, ahora no hacemos las cosas lentamente, como antes. ¡Ahora vamos a toda velocidad! Señor Vholes, hemos de alquilar algo para llegar al pueblo de las postas y atrapar la diligencia de esta noche, a fin de llegar a la capital a tiempo.
—Como usted diga, señor mío —contestó el señor Vholes—. Estoy a su servicio.
—Veamos —dijo Richard mirando el reloj—. Si voy corriendo a las Armas y cierro mi portamantas y pido y consigo una tartana o una silla de posta, o lo que haya, dispondremos de una hora antes de ponernos en marcha. Prima Ada, ¿querréis tú y Esther atender al señor Vholes durante mi ausencia?
Se marchó inmediatamente, acalorado y apresurado, y pronto desapareció en la luz del atardecer. Los que quedábamos seguimos paseando hacia la casa.
—Caballero, ¿es necesario que el señor Carstone esté presente mañana? —pregunté—. ¿Sirve de algo?
—No, señorita —replicó el señor Vholes—. No que yo sepa.
Tanto Ada como yo manifestamos pesar porque en tal caso tuviera que irse, sólo para llevarse una desilusión.
—El señor Carstone ha establecido el principio de vigilar sus propios intereses —dijo el señor Vholes—, y cuando un cliente establece sus propios principios, y no son inmorales, me incumbe a mí obedecerlos. En los negocios pretendo ser exacto y abierto. Soy viudo con tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y deseo cumplir con todos mis obligaciones en esta vida, a fin de dejarles un buen nombre. Este lugar parece muy agradable, señorita.
Como esta observación iba dirigida a mí, por ser yo quien iba a su lado en nuestro paseo, asentí y enumeré sus principales atractivos.
—¿Verdaderamente? —comentó el señor Vholes—. Tengo el privilegio de mantener a mi anciano padre en el Valle de Taunton, que es donde nació, y me agrada mucho aquella comarca. No sabía que hubiera nada tan agradable por aquí.
A fin de mantener la conversación, pregunté al señor Vholes si le gustaría vivir siempre en el campo.
—Al decir eso, señorita —me contestó—, toca usted una fibra muy sensible. Mi salud no es buena (pues tengo graves problemas digestivos), y si no tuviera que pensar más que en mí mismo, me refugiaría en los hábitos rurales, dado especialmente que las preocupaciones del trabajo me han impedido siempre entrar en contacto con la sociedad en general, y especialmente con la sociedad femenina, que era con la que más aspiraba yo a tratar. Pero con mis tres hijas: Emma, Jane y Caroline, y con mi anciano padre, no puedo permitirme ser egoísta. Es cierto que ya no estoy obligado a mantener a mi querida abuela, que murió cuando tenía ciento dos años, pero sigo teniendo suficientes obligaciones como para que resulte indispensable seguir manteniendo la maquinaria en marcha.
Yo tenía que estar muy atenta para oír lo que decía, dada la forma que tenía de hablar para sus adentros y sus modales desganados.
—Les pido disculpas por mencionar a mis hijas —añadió—. Son mi debilidad. Quiero dejar a mis hijas una cierta independencia, además de un buen nombre.
Llegábamos ya a la casa del señor Boythorn, donde nos esperaba la mesa completamente preparada para el té. Volvió Richard, inquieto y apresurado, poco después, e inclinándose sobre la silla del señor Vholes le susurró algo al oído. El señor Vholes replicó en voz alta, o todo lo alta, supongo, que pudiera emplear para contestar a nadie:
—Me lleva usted, ¿verdad, señor mío? A mí me da igual. Como usted guste. Estoy enteramente a su servicio.
Por lo que siguió, colegimos que el señor Skimpole se quedaría hasta la mañana siguiente para ocupar las dos plazas que ya estaban pagadas. Como Ada y yo estábamos tristes por Richard, y lamentábamos mucho separarnos de él, aclaramos en toda la medida que la cortesía nos permitía que llevaríamos al señor Skimpole a Las Armas de Dedlock y nos retiraríamos cuando se hubieran marchado los viajeros.
Ambas nos sentimos sorprendidas cuando nos levantamos para acompañar a Richard a la posada y éste nos dijo que prefería ir solo.
—La verdad es —nos explicó por fin, con una carcajada—, aunque resulta ridículo, pero como hay que decirlo…, que allí no tienen nada, no había nada que alquilar más que coche de entierros que tiene que volver al punto de partida, y voy a llevar en él al señor Vholes.
Ada palideció y se preocupó mucho. Debo decir que yo también me sentí inquieta, y de nada me sirvió la gran disposición del señor Vholes a viajar en aquel carruaje.
Como el buen humor de Richard resultaba contagioso, subimos juntos a la colina que había encima del pueblo, donde había ordenado esperar un carricoche, y allí nos encontramos con un hombre que llevaba un farol y estaba en pie junto a un caballo blancuzco y flaco enganchado al vehículo.
Jamás me olvidaré de aquellos dos sentados juntos a la luz del farol: Richard, todo encendido, animado y reidor, con las riendas en la mano; el señor Vholes, completamente inmóvil, con sus guantes negros y abotonado hasta el cuello, mirándolo como si estuviera contemplando a su presa e hipnotizándola. Se presenta ante mí toda la imagen de la noche oscura y cálida, los relámpagos del verano, el tramo polvoriento de carretera cercado de setos y altos árboles, el caballo blancuzco y flaco con las orejas enhiestas y la marcha a toda velocidad hacia Jarndyce y Jarndyce.
Mi niña me dijo aquella noche que para ella el que en adelante Richard prosperase o se arruinase, estuviera lleno de amigos o solo, no le significaría más que, cuanto más necesitara el amor de un corazón firme, más amor le tendría que dar ese firme corazón; que él pensaba en ella pese a sus errores de aquellos momentos, y que ella pensaría siempre en él; nunca en sí misma, si podía consagrarse a él, nunca en sus propios gustos si podía satisfacer los de él.
¿Y mantuvo su palabra?
Ahora miro el camino que se extiende ante mí, cuando la distancia ya se está acortando y se empieza a ver el final del viaje, y por encima del mar muerto del pleito de la Cancillería y de toda la fruta cenicienta que lanzó a las playas , creo que veo a mi ángel, fiel y buena hasta el final.