Casa desolada

51. Se aclaran las cosas

51. Se aclaran las cosas

Cuando el señor Woodcourt llegó a Londres se fue el mismo día al bufete del señor Vholes, en Symond's Inn. Porque jamás, desde el momento en que le rogué que fuera un amigo para Richard, olvidó aquella promesa, ni la descuidó. Me dijo que aceptaba aquel encargo como algo sagrado, y siempre se comportó fielmente al respecto. Se encontró al señor Vholes en su despacho y le comunicó que Richard le había pedido que fuera allí a preguntar sus señas.

—Exactamente, señor mío —dijo el señor Vholes—, y las señas del señor no están a 100 millas de aquí; no señor, no están a 100 millas de aquí. ¿Quiere usted sentarse, caballero?

El señor Woodcourt dio las gracias al señor Vholes, pero no tenía otra pregunta que hacerle que la ya expuesta.

—Exactamente, señor mío. Creo, caballero —continuó el señor Vholes, insistiendo todavía discretamente en que tomara asiento, meramente con no darle las señas—, que tiene usted influencia con el señor C. Tengo conciencia de ello.

—Pues yo no la tengo —respondió el señor Woodcourt—, pero si usted lo dice, sus motivos tendrá.

—Caballero —replicó el señor Vholes, siempre tan contenido, tanto en su tono de voz como en todo lo demás—, es parte de mi función profesional decir las cosas con motivo. Es parte de mi función profesional estudiar y comprender a un caballero que me confía sus intereses. Y no voy a faltar a mi capacidad profesional a sabiendas, caballero. Puedo, aun con la mejor de mis intenciones, faltar a ella, señor mío, pero nunca a sabiendas.

El señor Woodcourt volvió a mencionar la cuestión de las señas.

—Permítame, señor mío —dijo el señor Vholes—. Tenga usted un momento de paciencia. Caballero, el señor C. está jugando una partida muy fuerte y no la puede jugar sin… ¿necesito decir sin qué?

—¿Dinero, supongo?

—Caballero —contestó el señor Vholes—, para ser honrado con usted (y la honradez es mi regla dorada, tanto si me hace ganar como perder, y veo que generalmente pierdo), dinero es la palabra exacta. Ahora bien, señor mío, no voy a expresar ninguna opinión acerca de las posibilidades que tiene el señor C. en esa partida, ninguna opción. Es posible que fuera una imprudencia por parte del señor C. dejar la partida después de jugarla tanto tiempo y con apuestas tan altas, y es posible que fuera lo contrario. Yo no digo nada. No, señor; nada —siguió el señor Vholes, poniendo la mano en el escritorio, con un gesto definitivo.

—Parece usted olvidar —replicó el señor Woodcourt— que no le he pedido que me diga nada y que no tengo ningún interés en nada de lo que diga usted.

—¡Perdóneme, señor mío! —replicó el señor Vholes—, pero se hace usted una injusticia. ¡No, señor! No va usted a cometer una injusticia consigo mismo…, no la va a cometer en mi bufete y a sabiendas mías. A usted le interesan todas y cada una de las cosas relativas a su amigo. Conozco lo suficiente la naturaleza humana, caballero, como para admitir ni por un instante que un caballero de su aspecto no sienta interés por todo lo relativo a un amigo suyo.

—Bien —dijo el señor Woodcourt—, es posible. Ahora lo que más me interesa son sus señas.

—(El número caballero) —dijo el señor Vholes entre paréntesis— (creo que ya lo he mencionado). Si el señor C. desea seguir jugando esta partida tan fuerte, ha de disponer de fondos. ¡Entiéndame! Por ahora hay fondos disponibles. Yo no pido nada; hay fondos disponibles. Pero, para seguir jugando, hay que contar con más fondos, salvo que el señor C. quiera tirar por la borda lo que ya ha apostado, cosa que depende única y exclusivamente de él. Esto se lo digo abiertamente, señor mío, como amigo que es usted del señor C. Si no hay fondos, siempre celebraré ir a los Tribunales a actuar en nombre del señor C, en la medida en que todas las costas que ello represente puedan cargarse a la herencia; nada más. No podría hacer nada más, señor mío, sin hacer daño a alguien. Habría de perjudicar a mis tres queridas hijas o a mi venerable padre, que depende totalmente de mí, allá en el Valle de Taunton, o a alguna otra persona. Y yo estoy decidido (puede usted considerarlo una debilidad o una locura) a no perjudicar a nadie.

El señor Woodcourt contestó en tono bastante severo que celebraba saberlo.

—Abrigo el deseo, señor mío —continuó el señor Vholes— de dejar a mi muerte una buena reputación. Por ello aprovecho toda oportunidad posible de decir abiertamente a un amigo del señor C cuál es la situación del señor C. En cuanto a mí mismo, señor mío, el obrero es digno de su salario. Si me comprometo a arrimar el hombro, lo arrimo, y me gano lo que cobro. Para eso estoy aquí. Ése es el objeto de tener mi nombre pintado en la puerta.

—¿Y las señas del señor Carstone, señor Vholes?

—Señor mío —contestó el señor Vholes—, como creo haber mencionado son las de al lado. En el segundo piso hallará usted el apartamento del señor C. El señor C. desea estar al lado de su asesor profesional, y yo disto mucho de oponerme, pues me agrada que se me consulte. Tras oír esto el señor Woodcourt se despidió del señor Vholes y fue en busca de Richard, y entonces empezó a comprender claramente por qué había cambiado tanto de aspecto.

Lo encontró en una habitación oscura y mal amueblada, en situación parecida a como lo había encontrado yo poco antes en su habitación del cuartel, salvo que no estaba escribiendo, sino sentado con un libro ante sí, pero con la mirada y el pensamiento muy lejos de allí. Como daba la casualidad de que la puerta estaba abierta, el señor Woodcourt lo estuvo mirando un momento sin ser visto él, y me dijo que nunca podría olvidar lo demacrada que tenía la cara y lo triste de su aspecto antes de que saliera de su ensueño.

—¡Woodcourt, amigo mío! —exclamó Richard, levantándose con las manos extendidas—, apareces ante mí como un fantasma.

—Pero amistoso —le contestó—, y sin esperar, como los fantasmas, a qué vengan a mí. ¿Cómo va el mundo de los mortales? —ya se habían sentado en sillas próximas.

—Bastante mal y bastante lento —dijo Richard—, al menos por lo que respecta a mi parte de él.

—¿Qué parte es esa?

—La parte de la Cancillería.

—Nunca he sabido —contestó el señor Woodcourt— que en esa parte nada fuera bien.

—Ni yo —dijo Richard melancólicamente—. Ni nadie.

Se recuperó en un momento y dijo con su franqueza natural:

—Woodcourt, lamentaría mucho que se me entendiera mal, aunque con ello ganara en tu estima. Debes saber que llevo mucho tiempo en que no hago nada bien. No he pretendido hacer demasiado daño, pero parece que no he sido capaz de hacer otra cosa. Quizá hubiera hecho mejor en no meterme en la red en la que me ha atrapado el destino, pero creo que no, aunque me atrevo a decir que dentro de poco oirás, si es que no has oído ya, una opinión muy diferente. Para abreviar, me temo que antes me faltaba un objetivo, pero ahora tengo un objetivo, o más bien él me tiene a mí, y ya es demasiado tarde para pensármelo. Tómame como soy y aprovecha sólo mis buenos aspectos.

—Trato hecho —dijo el señor Woodcourt—, y tú haz lo mismo conmigo.

—¡Bueno! Tú —replicó Richard— puedes practicar tu arte como algo valioso en sí mismo, puedes echar mano al arado y no deshacer nunca el surco, y puedes encontrar un objetivo en cualquier parte. Tú y yo somos personajes muy diferentes.

Hablaba con pena, y volvió a caer un momento en su tristeza.

—¡Bueno, bueno! —exclamó saliendo de ella—. Todo tiene un final. ¡Ya veremos! ¿Así que estás dispuesto a tomarme como soy y aceptarme tal cual?

—¡Sí! Te lo aseguro —para confirmar lo cual se dieron un apretón de manos, sonrientes, pero muy en serio. Respecto de uno de ellos lo puedo confirmar desde el fondo de mi corazón.

—Me vienes como anillo al dedo —dijo Richard—, porque desde que estoy aquí no he visto a nadie más que a Vholes. Woodcourt, hay un tema que desearía mencionar, de una vez para siempre, al comienzo de nuestro trato. Me atrevo a decir que ya sabes que tengo mucho cariño a mi prima Ada.

El señor Woodcourt replicó que ya se lo había sugerido yo.

—Te ruego —comentó Richard— que no me creas un monstruo de egoísmo. No te creas que me estoy partiendo la cabeza y casi el corazón por este siniestro pleito en Cancillería, sólo por mis propios intereses y derechos. Los de Ada son afines a los míos; no se pueden separar. Vholes está trabajando en pro de ambos. ¡Te ruego que lo tengas en cuenta!

Tanto le preocupaba aquello que el señor Woodcourt le dio las más firmes seguridades de que no tenía una mala opinión de él.

—Comprenderás —dijo Richard en un tono un tanto patético al insistir a este respecto, aunque era sincero y no fingía nada— que ante una persona digna como tú, que vienes aquí a mostrar una cara amiga, no puedo soportar la idea de aparecer como un egoísta y un mezquino. Quiero que Ada tenga lo que es justo, Woodcourt, y no sólo lo tenga yo; quiero hacer todo lo posible para que tenga lo que le corresponde, y no sólo lo tenga yo; aventuro todo lo que puedo conseguir para sacarla a ella de problemas, y no sacarme sólo a mí mismo. ¡Te ruego que siempre lo tengas presente!

Más tarde, cuando el señor Woodcourt reflexionó sobre lo que había ocurrido, se sintió tan impresionado por la gran preocupación de Richard a este respecto que al hablarme en general de su primera visita a Symond's Inn se refirió a ello en particular. Volvió a despertar en mí el temor que ya había sentido antes, de que las escasas propiedades de mi niña quedaran engullidas por el señor Vholes, y de que Richard se sintiera sinceramente justificado al hacerlo. Aquella entrevista se celebró justo cuando yo estaba empezando a cuidar a Caddy, y ahora regreso al momento en que Caddy ya se había recuperado, mientras persistía la sombra entre mí y mi niña.

Aquella mañana propuse a Ada que fuéramos a ver a Richard. Me sorprendió un tanto el ver que ella titubeaba, y que no estaba tan radiantemente dispuesta como yo había esperado.

—Querida mía —le dije—, ¿no habrás tenido alguna diferencia con Richard durante estos días en que he pasado tanto tiempo fuera?

—No, Esther.

—¿Quizá no has tenido noticias de él? —pregunté.

—Sí que he tenido noticias de él —contestó Ada.

No podía comprender que mi niña tuviera tantas lágrimas en los ojos y reflejara tanto amor en su expresión. ¿Debía ir yo a ver a Richard sola?, pregunté. No, Ada pensaba que era mejor que no fuera yo sola. ¿Vendría ella conmigo? Sí, Ada pensaba que era mejor que viniera ella conmigo. ¿Nos íbamos ya? Sí, vámonos ya. ¡La verdad era que no podía comprender a mi niña, con tantas lágrimas en los ojos y tanto amor en su expresión!

Pronto nos vestimos y salimos. Era un día sombrío, y caían frías gotas de lluvia a intervalos. Era uno de esos días incoloros en que todo parece cargado y duro. Las casas nos miraban hostiles, el polvo saltaba a nuestros pies, el humo caía sobre nosotras, nada transigía ni se ablandaba. Me pareció que mi angelito estaba fuera de lugar en aquellas calles ásperas, y que por las calzadas tristonas pasaban más funerales de los que jamás había visto yo en mi vida.

Primero teníamos que encontrar Symond's Inn. Ibamos a preguntar en una tienda cuando Ada dijo que creía que estaba cerca de Chancery Lane.

—Desde luego, no es probable que nos quede muy lejos si vamos en esa dirección, cariño —dije Así que fuimos hacia Chancery Lane, y efectivamente allí vimos el letrero de Symond's Inn.

Después teníamos que averiguar el número. «O bastará con el del bufete del señor Vholes», recordé, «puesto que vive al lado del bufete». Ante lo cual Ada dijo que quizá el bufete del señor Vholes estuviera en la esquina de allá. Y efectivamente lo estaba.

Después había que decidir cuál de las dos puertas. Yo iba hacia una cuando mi niña se dirigió hacia la otra, y nuevamente volvió a tener razón. Así que subimos al segundo piso y vimos el nombre de Richard escrito en grandes caracteres blancos en un panel como el de un coche funerario.

Yo iba a llamar, pero Ada dijo que mejor era abrir la puerta con el picaporte. Y así nos encontramos con, Richard, leyendo ante una mesa llena de montones polvorientos de papeles que me parecieron como polvorientos espejos que reflejaban su propio estado de ánimo. Dondequiera que mirase, veía las palabras ominosas escritas en ellos, «Jarndyce y Jarndyce».

Nos recibió con mucho cariño y nos sentamos.

—Si hubiérais venido un poco antes —dijo— os habríais encontrado con Woodcourt. No conozco persona mejor que Woodcourt. Siempre encuentra el tiempo para venir a verme de vez en cuando, mientras que cualquiera que tuviese la mitad de trabajo que él pensaría que nunca podía venir. Y siempre tan animado, tan tranquilo, tan sensato, tan serio, tan… todo lo que no soy yo, que este apartamento se ilumina cada vez que viene él, y se oscurece cuando vuelve a marcharse.

«¡Bendito sea», pensé, «por mantener así la palabra que me dio!»

—No es tan optimista, Ada —continuó Richard mirando triste hacia los montones de papeles—, como lo solemos ser Vholes y yo, pero no está en el asunto y no conoce sus misterios. Nosotros hemos entrado en ellos y él no. No es de esperar que sepa mucho de un laberinto como éste.

Cuando volvió a pasear la vista sobre los documentos, y se pasó las manos por la cabeza advertí lo hundidos y grandes que tenía los ojos, lo secos que tenía los labios y lo mordidas que tenía las uñas.

—Richard, ¿crees que éste es un sitio sano para vivir?

—Pero mi querida Minerva —respondió Richard con su alegre risa de antaño— no es un lugar rural ni animado, y cuando aquí luce el sol puedes estar convencida de que en algún lugar abierto está brillando resplandeciente. Pero no está mal por ahora. Está cerca de los Tribunales y cerca de Vholes.

—Quizá —sugerí— un cambio respecto de ambas cosas…

—… ¿me sentaría bien? —preguntó Richard, forzando una risa al terminar la frase—. ¡No me extrañaría nada! Pero ya sólo puede ocurrir en una de dos formas, diría yo. O bien termina el pleito, Esther, o termina el pleiteante. ¡Pero lo que va a terminar va a ser el pleito, hija mía, el pleito, hija mía!

Esas últimas palabras se las dirigió a Ada, que estaba sentada a su lado. Como ella tenía la cara vuelta hacia él, y no hacia mí, yo no podía verla.

—Nos va muy bien —prosiguió Richard—. Ya os lo dirá Vholes. La verdad es que las cosas marchan. No paramos un minuto. Vholes conoce todos los giros y los recovecos, y atacamos en todos los terrenos. Ya los tenemos asombrados. ¡Os aseguro que vamos a despertar a esa banda de dormilones!

Desde hacía mucho tiempo, su optimismo me causaba más dolor que su melancolía; era algo tan distinto del verdadero optimismo, contenía algo tan feroz en su determinación de ser optimista, era tan hambriento y tan ansioso, y sin embargo tan consciente de ser forzado e insostenible, que desde hacía tiempo me había tocado el corazón. Pero el comentario que aquel optimismo le había dejado impreso indeleblemente en su atractivo rostro hacía que resultara todavía más preocupante que de costumbre. Digo indeleblemente, pues me sentía persuadida de que si jamás se pudiera terminar la famosa causa, conforme a sus mejores esperanzas, aquella misma hora, las huellas de la ansiedad prematura, del autorreproche y de la desilusión que le había dejado quedarían impresas en sus rasgos hasta la hora de su muerte.

—La visión de nuestra querida mujercita —dijo Richard, mientras Ada permanecía en silencio e inmóvil— me resulta algo tan natural, y su rostro compasivo es tan igual al de los viejos tiempos…

—¡Ah! No, no. —Sonreí y negué con la cabeza.

—… tan exactamente igual al de los viejos tiempos —continuó Richard con su tono más cordial, y tomándome la mano con aquella mirada fraternal que nada hizo cambiar jamás—, que con ella no puedo andarme con engaños. Es verdad que yo fluctúo un poco. A veces tengo esperanzas, querida mía, y a veces… no es que desespere, pero casi. ¡Es que me canso mucho! —dijo Richard soltándome suavemente la mano y poniéndose a dar vueltas por la habitación.

Siguió dando vueltas un rato y después se dejó caer en el sofá, repitiendo sombrío:

—Me canso mucho, mucho. ¡Es un trabajo tan fatigoso!

Se apoyaba en un brazo al decir aquellas palabras en voz baja y meditabunda, y miraba al suelo, cuando se levantó mi niña, que se quitó el sombrero, se arrodilló a su lado con sus cabellos dorados caídos como rayos de sol sobre la cabeza de él, le echó los brazos al cuello y volvió la cara hacia mí. ¡Y qué cara tan amante y abnegada vi entonces!

—Esther, querida mía —me dijo con gran calma—, no voy a volver a casa.

De pronto se me hizo la luz.

—Nunca más. Voy a quedarme con mi bienamado marido. Hace más de dos meses que nos casamos. Vete a casa sin mí, mi querida Esther; ¡yo no vuelvo más a casa! —y con aquellas palabras mi niña dejó caer la cabeza sobre el pecho y la dejó así. Y si alguna vez en mi vida he visto un amor que no pudiera cambiar nada más que la muerte, lo vi entonces ante mí.

—Díselo a Esther, querida mía —dijo Richard, rompiendo el silencio al cabo de un rato—. Cuéntale lo que pasó.

Fui hacia ella antes de que ella viniera hacia mí y la acogí en mis brazos. No hablamos ninguna de las dos, pero con su mejilla al lado de la mía, no quería oír nada.

—Cariño mío —le dije—. Amor mío, pobrecita mía—, pues la compadecía mucho. Yo le tenía mucho cariño a Richard, pero el impulso que me vino fue el de compadecerla a ella.

—Esther, ¿me podrás perdonar? ¿Me podrá perdonar mi primo John?

—Querida mía —le contesté—, el sólo dudarlo ya es hacerle una grave injusticia. ¡Y en cuanto a mí!… En cuanto a mí, ¿qué es lo que tengo que perdonar yo?

Le sequé los ojos a mi pobrecita niña y me senté a su lado en el sofá, con Richard a mi otro lado, mientras yo recordaba aquella otra noche tan diferente cuando habían confiado en mí por primera vez y me habían dicho a su estilo propio y despreocupado cómo iban las cosas entre ellos.

—Todo lo mío era de Richard —dijo Ada—, y Richard no quería tomarlo, Esther, y, ¿qué iba yo a hacer más que ser su esposa cuando lo quiero tanto?

—Y tú estabas tan ocupada en algo tan meritorio, querida señora Durden, excelente señora Durden —dijo Richard—, que, ¿cómo íbamos a hablarte en aquellos momentos? Y, además, no era nada que no viniéramos pensando desde hacía mucho tiempo. Salimos una mañana y nos casamos.

—Y cuando estuvo hecho, querida mía —siguió diciendo Ada—, yo no pensaba más que en cómo decírtelo y en qué sería lo mejor. Y a veces me parecía que lo mejor sería decirte las cosas inmediatamente, y otras que no tenías por qué saberlo, y que había que mantenerlo oculto a mi primo John, y no sabía qué hacer y estaba muy preocupada.

¡Qué egoísta debía de haber sido yo para que no se me hubiera ocurrido antes! No sé qué dije entonces. ¡Lo lamentaba tanto, y al mismo tiempo les tenía tanto cariño, y estaba tan contenta de que ellos me tuvieran cariño, me daban tanta pena, y al mismo tiempo sentía una especie de orgullo de que se quisieran tanto! Nunca había experimentado una emoción tan dolorosa y tan placentera al mismo tiempo, y en el fondo de mi corazón no sabía qué era lo que predominaba. Pero no era función mía el oscurecer su camino, así que no lo hice.

Cuando me sentí menos estupefacta y más compuesta, mi niña se sacó del seno su anillo de bodas, lo besó y se lo puso. Entonces me acordé de la noche anterior y le dije a Richard que desde que se habían casado ella siempre se lo ponía por la noche cuando no se lo podía ver nadie. Ada, entonces, me preguntó ruborizada cómo lo sabía yo. Y yo le dije a Ada que había visto que escondía la mano bajo la almohada y no se me había ocurrido el motivo. Todo con expresiones de cariño mutuas. Entonces empezaron a contarme otra vez lo que había ocurrido, y yo empecé otra vez a sentir pesar y alegría al mismo tiempo, y a esconder mi cara de vieja desfigurada todo lo que podía, para no desanimarlos.

Así fue pasando el tiempo, hasta que fue necesario pensar en volver a casa. Cuando llegó aquel momento, fue el peor de todos, porque fue entonces cuando mi niña se deshizo totalmente. Se me colgó al cuello, diciéndome todas las cosas cariñosas que se podían imaginar, y que qué iba a hacer sin mí. Tampoco Richard se portó mucho mejor, y en cuanto a mí, hubiera sido la peor de los tres de no haberme dicho severamente: «¡Vamos, Esther, si te portas así, no te vuelvo a dirigir la palabra en la vida!».

—Bueno, la verdad —dije— es que nunca he visto a una recién casada así. No creo que quiera a su marido en absoluto. Vamos, Richard, quédate con esta niña, por el amor del cielo —pero mientras lo decía la tenía abrazada, y hubiera podido seguir llorando no sé cuánto tiempo—. Advierto a los recién casados —continué diciendo— que me voy, pero volveré mañana, y que me voy a pasar la vida yendo y viniendo, hasta que Symond's Inn ya no me pueda soportar. Por eso no te digo adiós, Richard. ¡No valdría de nada cuando sabes que vas a volver a verme dentro de muy poco!

Ya le había entregado a mi niña y quería irme, pero me quedé un momento más para mirar aquella cara tan bonita, que parecía romperme el corazón al marcharme.

Así que dije (con tono alegre y activísimo) que si no me alentaban más a volver, no estaba segura de quererme tomar esa libertad, ante lo cual mi niña levantó la vista, con una débil sonrisa entre lágrimas, y tomé su encantadora cara entre mis manos, le di un último beso, me reí y me marché.

Y cuando llegué abajo, ¡ay, cuánto lloré! Casi me pareció que había perdido para siempre a mi Ada. Me sentía tan sola y tan vacía sin ella, y me resultaba tan triste el irme a casa sin esperanzas de volver a verla en ella, que tardé un rato en tranquilizarme y tuve que pasearme un rato en torno a una esquina sombría mientras gemía y lloraba.

Por fin me fui calmando, tras reñirme a mí misma, y tomé un coche para ir a casa. El pobre muchacho que había encontrado yo en St. Albans había reaparecido hacía poco tiempo y estaba al borde de la muerte; de hecho, ya había muerto, aunque yo no lo sabía. Mi Tutor había salido a preguntar cómo estaba, y no había vuelto a cenar. Como yo estaba completamente sola, volví a llorar un poquito, aunque en general creo que no me porté tan mal.

Era perfectamente natural que todavía no me acostumbrase a la pérdida de mi niña. Tres o cuatro horas no eran demasiado tiempo, al cabo de los años. Pero no podía dejar de pensar en el escenario inhóspito en el que la había dejado, y me parecía algo tan hosco, y sentía tantos deseos de hallarme a su lado y de cuidar de ella de una forma u otra, que decidí volver aquella noche, aunque sólo fuera para mirar a sus ventanas.

Era una locura, no cabe duda, pero entonces no me lo pareció, y todavía ahora no me lo acaba de parecer. Se lo confié a Charley, y salimos al caer la tarde. Ya era de noche cuando llegamos al extraño nuevo hogar de mi niña, y se veía una luz tras las persianas amarillas. Pasamos por allí en silencio tres o cuatro veces, mirando hacia ellas, y casi nos tropezamos con el señor Vholes, que salió de su bufete mientras estábamos nosotras allí y también miró hacia arriba antes de irse a su casa. La visión de aquella figura negra y flaca, y el aire solitario de aquel rincón en la oscuridad coincidían con mi estado de ánimo. Pensé en la juventud, en el amor y en la belleza de mi querida niña, metida en tan impropio refugio, casi como si fuera un lugar de encierro.

Todo estaba solitario y silencioso, y no dudé de que podría subir a salvo las escaleras. Dejé a Charley abajo y subí con pasos cautelosos, sin que me molestara el leve resplandor de las débiles lámparas de petróleo que había por el camino. Escuché un momento, y en medio del silencio decadente del edificio, creí oír el murmullo de sus voces juveniles. Posé los labios sobre el panel funerario de la puerta, como si besara a mi tesoro, y volví a bajar calladamente, pensando que algún día confesaría mi visita.

Y verdaderamente me sentó bien, pues aunque nadie más que Charley y yo se enteró de aquello, pensé que en cierto sentido había reducido la distancia entre Ada y yo y nos habíamos vuelto a reunir durante aquel instante. Volví a casa, no del todo acostumbrada al cambio, pero sintiéndome mejor por haberme cernido en las cercanías de mi tesoro.

Mi Tutor había vuelto, y estaba pensativo junto a la ventana oscura. Cuando entré yo se le iluminó la cara y fue a sentarse, pero advirtió mi expresión cuando me senté yo.

—Mujercita —me dijo—, has estado llorando.

—Pues sí, Tutor —contesté—, me temo que sí he llorado un poco. Ada ha estado pasando por un mal trance y está muy triste, Tutor.

Apoyé el brazo en el respaldo de su silla, y vi en su mirada que mis palabras, y mi vistazo a la silla vacía de ella lo habían preparado.

—¿Se ha casado, hija mía?

Se lo conté todo, y cómo lo primero que había rogado ella era que la perdonase.

—No necesita mi perdón —dijo—. ¡Que Dios la bendiga, a ella y a su marido! —Pero al igual que mi primer impulso había sido compadecerla, lo mismo le pasó a él—: ¡Pobrecita, pobrecita! ¡Pobre Rick! ¡Pobre Ada!

Después de eso ninguno de los dos dijimos nada, y al cabo de un instante continuó él con un suspiro:

—¡Bueno, bueno, hija mía! Casa Desolada se va despoblando a toda velocidad.

—Pero allí sigue su señora, Tutor —aunque me daba apuro decirlo, lo aventuré ante el tono triste con que había hablado él—, y hará todo lo posible para que reine la felicidad en ella.

—¡Y lo logrará, amor mío!

La carta no había producido ninguna diferencia entre nosotros, salvo que el asiento a su lado había pasado a ser el mío, y ahora tampoco la producía. Volvió a mí su antigua mirada luminosa y paternal, tomó una de mis manos en las suyas, a su viejo estilo, y volvió a decir:

—Y lo logrará, querida mía. Sin embargo, Casa Desolada se está despoblando a toda prisa, ¡ay, mujercita!

Poco después hube de lamentar que en aquel momento no habláramos más del asunto. Me sentí un tanto desilusionada. Temí no haber sido todo lo que quería ser, desde la carta y la respuesta.

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