53. La pista
53. La pista
El señor Bucket y su grueso dedo índice están celebrando muchas consultas, dadas las circunstancias. Cuando el señor Bucket tiene un asunto de gran interés en estudio, el grueso dedo índice parece adquirir la categoría de un demonio familiar. Se lo lleva a los oídos, y el índice le susurra información; se lo lleva a los labios, y el índice le aconseja discreción; se lo pasa por la nariz, y el índice le aguza el olfato; lo sacude ante un culpable, y el índice lo seduce para que confiese. Los Augures del Templo de los Detectives predicen invariablemente que cuando el señor Bucket y su índice celebran una conferencia, falta poco para que se tengan noticias de una terrible venganza.
El señor Bucket, que en otros respectos es moderadamente estudioso de la naturaleza humana, que en general es un filósofo benigno, y que no está dispuesto a ser demasiado severo con las locuras de la Humanidad, invade gran número de casas y recorre una infinidad de calles, y a ojos de un observador ignorante, se pasea porque no tiene nada mejor que hacer. Actúa de la manera más amistosa con sus congéneres, y está dispuesto a beber con la mayor parte de ellos. Es liberal con su dinero, afable en sus modales, inocente en su conversación, pero en esta plácida corriente de su vida siempre flota por debajo la otra corriente: la del índice.
Los lugares y las horas no pueden atar al señor Bucket. Al igual que el hombre, en sentido abstracto, aparece hoy y desaparece mañana, pero al revés que ese hombre, reaparece al día siguiente. Esta tarde va a contemplar distraídamente los tubos de hierro de las lámparas de la casa que tiene Sir Leicester Dedlock en la ciudad, y mañana por la mañana se paseará por los tejados de Chesney Wold, donde hace algún tiempo se asomaba el anciano cuyo fantasma se propicia con 100 guineas. El señor Bucket examina los cajones, las mesas, los bolsillos, todo lo que le pertenecía. Unas horas después estará junto con el romano, comparando dedos índices.
Es probable que estas ocupaciones sean irreconciliables con los placeres hogareños, pero es seguro que en estos días el señor Bucket no va a su casa. Aunque en general aprecia mucho la compañía de la señora Bucket —dama de genio detectivesco natural, que de haberse perfeccionado mediante el ejercicio de esa profesión podría haber hecho grandes cosas, pero que se ha detenido al nivel de un amateur bien dotado—, se mantiene alejado de ese amable solaz. La señora Bucket depende de su pensionista (que afortunadamente es una amable dama y que le parece interesante) para gozar de compañía y conversación.
El día del funeral se reúne una gran multitud en Lincoln’s Inn Fields. Sir Leicester Dedlock asiste a la ceremonia en persona; estrictamente hablando, hay sólo otros tres— seguidores humanos, es decir, Lord Doodle, William Buffy y el primo debilitado (añadido como relleno), pero la cantidad de carruajes inconsolables es inmensa . La Aristocracia contribuye más sentimiento en cuatro ruedas de lo que jamás se haya visto en el distrito. Tal es la cantidad de escudos nobiliarios en los paneles de los coches, que cabría suponer que el Colegio de Heráldica ha perdido de un solo golpe su padre y su madre. El Duque de Foodle envía un montón espléndido de polvo y cenizas, con guardabarros de plata, ejes patentados y todos los perfeccionamientos más recientes, así como seis gusanos afligidos de seis pies de alto cada uno, aferrados a la trasera y manifestando un gran pesar. Todos los cocheros de gala de Londres parecen haberse puesto de luto, y si el anciano muerto de vestimenta descolorida se interesa por la raza equina (como parece probable), debe de estar muy satisfecho hoy.
Entre los enterradores y los lacayos, y las pantorrillas de tantas piernas sumidas en el dolor, el señor Bucket se sienta en silencio en uno de los carruajes inconsolables y contempla tranquilamente la multitud por la ventanillas encortinadas. Tiene la mirada acostumbrada a las multitudes, y al ir mirando acá y allá, unas veces desde un lado del carruaje y otras desde el otro, unas veces a las ventanas de las casas y otras a las cabezas de la gente, no se le escapa nada.
«Ahí estás, mi cara mitad, ¿eh?», se dice a sí mismo el señor Bucket, pero refiriéndose a la señora Bucket, apostada por recomendación suya en las escaleras de la casa del difunto. «Ahí estás. ¡Claro que sí! ¡Y tienes muy buen aspecto, señora Bucket!»
El cortejo no se ha iniciado todavía, sino que espera a que se saque a quien es la causa de toda la reunión. El señor Bucket, en el primero de los carruajes engalanados, utiliza sus dos gruesos dedos índices para levantar un poco la cortinilla mientras mira.
Y dice mucho de su afecto marital el que siga ocupándose de la señora B. «Ahí estás, ¿eh?», repite con un murmullo. «Y veo que a tu lado está nuestra pensionista. Me estoy fijando en ti, señora Bucket, y espero que te encuentres bien, querida mía».
El señor Bucket no dice nada más, sino que sigue sentado, con la vista bien atenta, hasta que bajan empaquetado al depositario de nobles secretos (¿dónde están esos secretos ahora? ¿Los sigue conservando? ¿Volaron con él en su repentino viaje?), y hasta que se pone en marcha el cortejo y cambia la visión del señor Bucket. Después se prepara para hacer el viaje tranquilamente, y toma nota de los adornos del carruaje, por si alguna vez le resulta útil recordarlos.
Existe bastante contraste entre el señor Tulkinghorn encerrado en su carruaje y el señor Bucket encerrado en el suyo. Entre la pista inconmensurable de espacio que se abre a partir de la pequeña herida que ha lanzado a uno al sueño eterno, que tanto le hace traquetear sobre las piedras de las calles, y la leve pista de sangre que mantiene al otro en estado de vigilancia que expresa cada pelo de su cabeza. Pero a ambos les da igual; a ninguno de ellos le importa.
El señor Bucket deja a su aire tranquilo que pase el cortejo, y se apea del carruaje cuando le llega la oportunidad que esperaba. Se dirige a casa de Sir Leicester Dedlock, que ya es una especie de segundo hogar para él, donde entra y sale cuando quiere y a todas horas, donde siempre se le recibe y se le acoge muy bien, donde conoce a todos los habitantes, y avanza rodeado de una atmósfera de misteriosa grandeza.
El señor Bucket no tiene que golpear el llamador ni tocar el timbre. Se le ha dado una llave, y puede entrar como quiera. Cuando cruza el vestíbulo, Mercurio le informa:
—Otra carta para usted, señor Bucket. Ha llegado en el correo.
—Otra más, ¿eh? —comenta el señor Bucket.
Si Mercurio poseyera alguna leve curiosidad acerca de las cartas del señor Bucket, este prudente personaje no es quién para satisfacerla. El señor Bucket lo contempla como si fuera un panorama de varias millas de largo y lo estuviera contemplando en un rato de ocio.
—¿Tiene usted una petaca? —pregunta el señor Bucket.
Por desgracia, Mercurio no es aficionado al rapé.
—¿Podría usted traerme algo de donde sea? —continúa el señor Bucket—. Gracias. No importa lo que sea; me da igual el género. ¡Gracias!
Tras servirse calmosamente de una lata tomada prestada a alguien del piso de arriba para ese objetivo, y tras hacer grandes muestras de probarlo, primero con una aleta de la nariz y luego con la otra, el señor Bucket, con gran prosopopeya, declara que es de buena clase, y se marcha con la carta en la mano.
Ahora bien, aunque el señor Bucket sube las escaleras hacia la pequeña biblioteca que hay dentro de la grande, con el gesto de quien está acostumbrado a recibir docenas de cartas a diario, da la casualidad de que en su vida no interviene mucha correspondencia. No es un gran escritor, pues más bien maneja la pluma como el bastoncillo pequeño que siempre tiene a mano, y desalienta a los demás de que le escriban, como forma demasiado inocente y directa de hacer transacciones delicadas. Además ve cómo a menudo se presentan como pruebas cartas imprudentes y dispone de tiempo para reflexionar que fue una simpleza escribirlas. Por todos esos motivos, no ve muchas cartas, ni como destinatario ni como remitente. Y, sin embargo, en las últimas veinticuatro horas ha recibido media docena de ellas.
—Y ésta —dice el señor Bucket, abriéndola encima de la mesa— viene de la misma mano y contiene las mismas dos palabras.
—¿Qué dos palabras?
Hace girar la llave en la cerradura, quita la goma de su cuaderno negro (ominoso para muchos) y pone dentro de él otra carta, y lee, escrito en letras mayúsculas en cada una de ellas: «LADY DEDLOCK».
«Sí, sí», se dice el señor Bucket, «pero podría haber obtenido la recompensa sin necesidad de esta información anónima».
Tras poner las cartas en su cuaderno del Destino, y volverle a poner la goma, abre la puerta, justo a tiempo para que le traigan la cena, que viene en una buena bandeja, con una botella de jerez. El señor Bucket observa a menudo, en círculos de sus amistades donde no hay que andarse con disimulos, que lo mejor que se le puede ofrecer es un traguito de un buen jerez oscuro de las Indias Orientales. En consecuencia, llena su vaso y lo vacía con un chasquido de la lengua, y está procediendo a restaurarse cuando le viene a la mente una idea.
El señor Bucket abre silenciosamente la puerta que comunica el aposento en que se halla con el de al lado, y mira. La biblioteca está vacía, y el fuego está a punto de apagarse. La mirada del señor Bucket recorre todos los rincones del aposento y cae en una mesa en la que se suelen depositar las cartas que llegan. En ella hay varias para Sir Leicester. El señor Bucket se acerca y mira los sobres. «No», se dice, «ninguna con esa letra. No me escribe más que a mí. Mañana se lo puedo decir a Sir Leicester Dedlock, Baronet».
Tras lo cual vuelve a terminar su cena con buen apetito, y tras una breve siesta lo llaman al salón. Sir Leicester lo ha recibido todas estas tardes, para saber si tiene información que darle. Lo acompañan el primo debilitado (al que el funeral ha dejado agotado) y Volumnia.
El señor Bucket hace tres reverencias distintas a estas tres personas. Una reverencia de homenaje a Sir Leicester, una reverencia de galantería a Volumnia, y una reverencia de reconocimiento al primo debilitado, al que parece decir: «Usted es un paseante en corte, y me conoce, y yo lo conozco a usted». Tras distribuir estos pequeños especímenes de su tacto, el señor Bucket se frota las manos.
—¿Tiene usted algo nuevo que comunicar, agente? —pregunta Sir Leicester—. ¿Desea usted tener una conversación conmigo en privado?
—Pues…, esta noche, no, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
—Porque mi tiempo —continúa Sir Leicester— está totalmente a su disposición con miras a vindicar la majestad ultrajada de la ley.
El señor Bucket tose y mira a Volumnia, maquillada y encollarada, como si quisiera observar respetuosamente: «Le aseguro que está usted muy guapa. He visto centenares peores que usted a su edad, se lo aseguro».
La bella Volumnia, que quizá no sea inconsciente de la influencia humanizadora de sus encantos, hace una pausa en su redacción de notas en papelillos de forma triangular y se ajusta meditabunda el collar de perlas. El señor Bucket almacena ese ornamento mentalmente y considera probable que Volumnia esté escribiendo poesía.
—Si no he exhortado a usted, agente —sigue diciendo Sir Leicester—, de la manera más enfática a aplicar toda su capacidad a este atroz caso, deseo particularmente aprovechar esta ocasión para rectificar toda posible omisión por mi parte. Que no haya problemas con los gastos. Estoy dispuesto a correr con todos. Imposible que realice usted ninguno en la búsqueda del objetivo que ha emprendido, que vaya yo a titubear ni un momento en costear.
Como respuesta a tamaña liberalidad, el señor Bucket repite su reverencia a Sir Leicester.
—Mi ánimo —añade Sir Leicester con generoso calor— no ha recuperado su equilibrio, como cabría fácilmente suponer, desde ese acontecimiento diabólico. Y no es probable que jamás lo recupere. Pero esta noche está lleno de indignación, tras sufrir la prueba de enviar a la tumba los restos de un seguidor fiel, celoso y abnegado.
A Sir Leicester le tiembla la voz, y sus cabellos grises se agitan. Tiene lágrimas en los ojos; se ha despertado la parte mejor de su carácter.
—Declaro —dice—; declaro solemnemente, que hasta que se haya descubierto este crimen y lo haya castigado la justicia, siento casi como si hubiera caído una mancha sobre mi nombre. Un caballero que me ha consagrado una gran parte de su vida, un caballero que me ha consagrado el último día de su vida, un caballero que se ha sentado constantemente a mi mesa y ha dormido bajo mi techo, se va de mi casa a la suya y muere menos de una hora después de salir de mi casa. Cabe incluso pensar que lo hayan seguido desde mi casa, observado en mi casa, incluso espiado en primer lugar por su relación con mi casa, lo cual puede haber sugerido que poseía más riqueza y tenía más importancia de lo que podría haber indicado su comportamiento modesto. Si con mis medios y mi influencia, y mi posición, no puedo sacar a la luz a los perpetradores de tamaño crimen, es que miento cuando afirmo mi respeto a la memoria de ese caballero y mi lealtad a alguien que siempre me fue leal.
Mientras hace estas protestas con gran emoción y seriedad, mirando por todo el salón como si se estuviera dirigiendo a una asamblea, el señor Bucket lo mira a él con una gravedad atenta en la que podría haber, si no fuera por la osadía de tamaña idea, un matiz de compasión.
—La ceremonia de hoy —continúa diciendo Sir Leicester—, claro ejemplo del respeto que tenía por mí fallecido amigo —y subraya esta última palabra, pues la muerte elimina todas las distinciones— la flor y nata del país, ha agravado, como decía, la impresión que me ha causado este crimen horrible y audaz. Aunque lo hubiera perpetrado mi propio hermano, no se lo perdonaría.
El señor Bucket tiene un aire muy grave. Volumnia dice del fallecido que era la persona más de fiar y más amable del mundo.
—Sin duda debe usted de considerarlo una pérdida, señorita —replica el señor Bucket para calmarla—. Estoy seguro de que su desaparición tiene que ser una grave pérdida.
Volumnia, en respuesta, da a entender al señor Bucket que su sensible espíritu está plenamente decidido a no recuperarse mientras viva, que tiene los nervios rotos para siempre y que no tiene la más mínima esperanza de volver a sonreír jamás. Entre tanto, dobla uno de sus papelitos triangulares, destinado al temible general de Bath, en el cual describe su melancólico estado.
—Tiene que impresionar a una mujer delicada —dice el señor Bucket, en señal de solidaridad—, pero acabará por pasársele.
Volumnia quiere, por encima de todo, saber qué está pasando. ¿Van a condenar, o como se diga, a ese horrible soldado? ¿Tuvo cómplices o como se llame eso en Derecho? Y muchas más preguntas igual de inanes.
—Pues mire, señorita —responde el señor Bucket, que pone en marcha su persuasivo índice, y tal es su natural galantería, que casi le dice «querida mía»—, no resulta fácil responder a esas preguntas por ahora. Por ahora, no. Me he ocupado únicamente de este caso, Sir Leicester Dedlock, Baronet —a quien ahora introduce el señor Bucket en la conversación, por razón de su importancia—, mañana, tarde y noche. Salvo una copita o dos de jerez, creo que no podría mantener mi atención más enfocada en una sola cosa. Podría contestar a sus preguntas, señorita, pero el deber me lo impide. Sir Leicester Dedlock, Baronet, estará pronto informado de todo lo que se ha descubierto. Y espero que lo encuentre satisfactorio —dice el señor Bucket, que ha vuelto a adoptar su aire grave.
El primo debilitado sólo espera que se castigue a alguien, ¿no? Un buen ejemplo, vaya. Pero hace falta más interés, ¿verdad?, para conseguir que ahorquen a alguien hoy día que para darle a uno una pensión de diez mil-año, ¿no? No cabe duda, un ejemplo, más vale colgar a un inocente que no ahorcar a nadie.
—Usted sí que conoce la vida, caballero, de verdad —dice el señor Bucket, con un guiño del ojo, en expresión de cumplido y haciendo un gancho con el índice—, y puede confirmar lo que he dicho a esta dama. Usted no quiere que le diga que gracias a una información que he recibido ya me he puesto en marcha. Usted está a una altura que no se puede exigir a una dama. ¡Dios mío! Especialmente de una condición social tan elevada como la suya, señorita —termina el señor Bucket, ruborizándose al escapar otra vez por los pelos de decir «querida mía».
—El agente, Volumnia —observa Sir Leicester—, cumple con su deber y tiene toda la razón.
El señor Bucket murmura:
—Celebro tener el honor de contar con su aprobación, Sir Leicester Dedlock, Baronet.
—De hecho, Volumnia —continúa diciendo Sir Leicester—, no es un modelo digno de imitación el hacer al agente preguntas como las que le has hecho tú. Él es el mejor juez de su responsabilidad y actúa conforme a su responsabilidad. Y no nos incumbe a nosotros, que ayudamos a promulgar las leyes, el obstaculizar o interferir a quienes se encargan de su ejecución. O —dice Sir Leicester, un tanto severamente, pues Volumnia iba a interrumpirlo antes de que redondeara él su frase—… o que vindican su majestad ultrajada.
Volumnia explica con toda humildad que no sólo tenía la excusa de la curiosidad (con todas las jóvenes de su sexo), sino que está muriéndose de pena y de interés por aquel querido hombre, cuya pérdida deploran tanto todos.
—Muy bien, Volumnia —replica Sir Leicester—, en tal caso, toda discreción es poca.
El señor Bucket aprovecha la oportunidad de una pausa para hacerse oír otra vez:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, no tengo objeciones a decir a esta dama, con su permiso y entre nosotros, que considero el caso prácticamente resuelto. Es un caso magnífico, un caso magnífico, y lo poco que falta para cerrarlo preveo tenerlo hecho en unas pocas horas.
—Pues celebro muchísimo oírlo —dice Sir Leicester—. Dice mucho de usted.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket, muy serio—, espero que al mismo tiempo que dice algo de mí, de satisfacción a todos. Mire usted, señorita —continúa el señor Bucket, mirando gravemente a Sir Leicester—, cuando digo que es un caso magnífico, quiero decir desde mi punto de vista. Considerado desde otros puntos de vista, estos casos siempre implican más o menos cosas desagradables. Llegan a nuestro conocimiento cosas muy extrañas de algunas familias, señorita; usted, tan delicada, quizá las calificaría de fenómenos.
Volumnia, con su gritito inocente, supone que sí.
—Sí, sí, incluso en familias bien, en familias altas, en grandes familias —prosigue el señor Bucket, que vuelve a lanzar a Sir Leicester una mirada oblicua—. He tenido el honor de ser empleado por grandes familias antes, y no tiene usted idea…, bueno, estoy dispuesto hasta decir que ni siquiera usted tiene idea, caballero —esto, dirigido al primo debilitado—, de los juegos a los que se dedican.
El primo, que ha estado poniéndose los almohadones del sofá en la cabeza, en manifestación de aburrimiento, bosteza y dice:
—Muy probable, claro.
Sir Leicester considera que ha llegado el momento de despedir al agente, e interviene majestuosamente con las siguientes palabras:
—Muy bien. ¡Gracias! —y hace un gesto con la mano, con lo cual implica que no sólo ha terminado la conversación, sino que si hay grandes familias que caen en hábitos vulgares, deben aceptar las consecuencia—. Y no olvide, agente —dicho con gran condescendencia—, que estoy a su disposición cuando usted quiera.
El señor Bucket (que sigue comportándose con mucha gravedad) pregunta si mañana por la mañana vendría bien, en caso de que avance tanto como espera. Sir Leicester replica:
—A mí me da igual cualquier hora —y el señor Bucket hace sus tres inclinaciones y se va a retirar cuando se le ocurre algo que había olvidado.
—A propósito, ¿podría preguntar —pregunta en voz baja y volviendo cautelosamente— quién ha colocado el cartel de la Recompensa en la escalera?
—Yo lo ordené —responde Sir Leicester.
—¿Consideraría usted impertinente, Sir Leicester Dedlock, Baronet, que le preguntase por qué?
—En absoluto. Lo escogí porque me pareció una parte destacada de la casa. Creo que no es posible exagerar en estas cosas ante el personal. Quiero que mi personal se sienta impresionado ante la enormidad del crimen, la determinación de castigarlo y la imposibilidad de escapar. Al mismo tiempo, agente, si usted, que está más informado sobre el tema, tiene alguna objeción…
El señor Bucket ya no tiene ninguna; si se ha puesto el cartel, más vale no quitarlo. Repite sus tres inclinaciones y se retira, cerrando la puerta cuando Volumnia lanza su gritito, que es un preludio a su observación de que esa persona encantadoramente horrible es un perfecto Cuarto Azul .
Con su afición a la compañía y su capacidad para adaptarse a todos los niveles, al cabo de un momento el señor Bucket está ante la chimenea del vestíbulo (que ilumina y calienta a estas primeras horas de la noche de invierno) admirando a Mercurio.
—Hombre, usted medirá seis pies y dos pulgadas, ¿no? —pregunta el señor Bucket.
—Y tres pulgadas —dice Mercurio.
—¿Tanto? Pero, claro, como también es usted muy ancho, no se nota. Desde luego, no es usted ningún alfeñique. ¿Ha posado usted alguna vez para un artista? —pregunta el señor Bucket, dando la impresión de que él mismo es artista, para lo cual ladea la cabeza y cierra un ojo. Mercurio no ha posado nunca.
—Pues debería hacerlo, mire —responde el señor Bucket—, y un amigo mío, del que algún día oirá usted hablar como escultor de la Academia de Bellas Artes, seguro que pagaría una buena suma por dejar constancia de sus proporciones en mármol. Milady ha salido, ¿verdad?
—Ha salido a una cena.
—Sale prácticamente todos los días, ¿no?
—Sí.
—¡No me extraña! —comenta el señor Bucket—. Una mujer tan fina como ella, tan hermosa y tan elegante es como un limón nuevo en una mesa, ornamenta cualquier parte donde vaya. ¿Su padre de usted tenía el mismo oficio que usted?
La respuesta es negativa.
—El mío, sí —dice el señor Bucket—. Mi padre fue primero paje, después lacayo, después mayordomo, después administrador y después hotelero. En vida, todo el mundo lo respetaba, y cuando murió, todos lo lloraron. En su último aliento dijo que el servicio era la parte más honorable de su carrera, y era verdad. Yo tengo en el servicio un hermano y un cuñado. ¿Milady es amable?
—Normal —responde Mercurio.
—¡Ah! —exclama el señor Bucket—. ¿Un poco mimada? ¿Un poco caprichosa? ¡Dios mío! ¿Qué se va a esperar de una persona tan hermosa? Y eso es lo que más nos gusta de ellas, ¿no?
Mercurio, con las manos en los bolsillos de su uniforme de diario, del color de la flor del melocotón, estira las piernas simétricas envueltas en seda con el aire de un hombre galante que no puede negarlo. Se oyen unas ruedas y un toque violento de la campanilla.
—Hablando del rey de Roma —dice el señor Bucket—. ¡Aquí está!
Se abren las puertas de golpe y pasa ella por el vestíbulo. Sigue estando muy pálida, va vestida de medio luto y lleva dos pulseras magníficas. Sea la belleza de éstas o la belleza de los brazos de ella, algo parece especialmente atractivo al señor Bucket. La contempla con una mirada penetrante y se acaricia algo en el bolsillo, quizá monedas de a medio penique.
Al verlo a esta distancia, ella lanza una mirada interrogante al otro Mercurio que la ha traído a casa.
—El señor Bucket, Milady.
El señor Bucket hace una inclinación y se adelanta, pasándose el demonio familiar por la región de la boca.
—¿Está usted esperando a ver a Sir Leicester?
—No, Milady. ¡Ya lo he visto!
—¿Tiene usted algo que decirme?
—Nada por el momento, Milady.
—¿Ha descubierto usted algo nuevo?
—Algo, Milady.
Todo esto mientras ella sigue adelante. Casi ni se para, y sube sola las escaleras. El señor Bucket avanza hasta el pie de la escalera, la contempla mientras asciende los mismos escalones que el anciano descendió camino de la muerte, mientras pasa los grupos de estatuas, repetidas en la pared con las sombras de sus armas, junto al cartel impreso al que echa una mirada al pasar, hasta que desaparece.
La verdad es que es una mujer encantadora —dice el señor Bucket, volviendo junto a Mercurio—. Pero no parece estar muy bien de salud.
—No está muy bien de salud —le informa Mercurio—. Tiene muchos dolores de cabeza.
¿De verdad? ¡Qué pena! El señor Bucket le recomendaría pasear mucho.
—Bueno, ya intenta pasear —responde Mercurio—. A veces se da paseos de dos horas, cuando se siente muy mal. Y de noche.
—¿Está usted seguro de medir nada menos que seis pies y tres pulgadas? —pregunta el señor Bucket—. Con mis excusas por interrumpir sus palabras.
—No cabe duda de ello.
—Está usted tan bien proporcionado que no lo hubiera pensado. Pero los soldados de la guardia, aunque dicen que son tan grandes, son muy flacos… ¿Con que da paseos de noche, eh? Pero será cuando hay luna, ¿no?
Sí, claro. ¡Cuando hay luna! Claro. ¡Claro! Uno menciona las cosas y el otro las confirma.
—Supongo que no tendrá usted la costumbre de darse paseos, ¿verdad? —pregunta el señor Bucket—. Seguro que no le sobrará el tiempo.
Además de lo cual, a Mercurio no le agrada. Prefiere el ejercicio de los carruajes.
—Naturalmente —dice el señor Bucket—. Eso es diferente. Ahora que lo pienso —dice el señor Bucket, calentándose las manos y contemplando el fuego con gesto de sentirse muy a gusto—, la noche misma de este asunto anduvo ella de paseo.
—¡Claro que sí! Yo mismo la llevé al jardín de enfrente.
—Y la dejó usted allí. Claro. Si lo vi yo.
—Yo no le vi a usted —dice Mercurio.
—Andaba con prisas —responde el señor Bucket—, porque iba a ver a una tía mía que vive en Chelsea, a dos puertas de la antigua Bun House, una señora que ya tiene noventa años, es soltera y tiene algunos bienes. Sí, pasaba por casualidad a aquella hora. ¿Qué hora era? Todavía no habían dado las diez.
—Las nueve y media.
—Tiene usted razón. Eso era. Y, si no me engaño, llevaba una capa negra suelta con flecos muy largos, ¿verdad?
—Claro que sí.
Claro que sí. El señor Bucket tiene que volver arriba a terminar unas cosillas, pero antes ha de darle la mano a Mercurio en agradecimiento por una conversación tan agradable y le pregunta (no pide más) si cuando tenga un rato libre pensará en concedérselo a ese escultor de la Academia de Bellas Artes que le ha dicho, lo cual sería beneficioso para ambas partes.