63. Hierro y acero
63. Hierro y acero
LA GALERÍA de tiro de George tiene el letrero de «Se alquila», se han vendido sus existencias y el propio George está en Chesney Wold para cuidar de Sir Leicester en sus paseos a caballo, montando a su lado, porque Sir Leicester guía a su caballo con mano muy incierta. Pero hoy George no está ocupado en eso. Hoy viaja al país del hierro, en el Norte, para ver cómo están las cosas.
Al llegar más al norte del país del hierro, deja tras él los bosques verdes y jugosos como los de Chesney Wold, y los elementos del paisaje pasan a ser los pozos de carbón y las cenizas, altas chimeneas y ladrillos rojos, un verdor agostado, unos fuegos ardientes y una nube de humo denso que no se disipa nunca. Entre esos objetos cabalga el soldado, mirando en su derredor y siempre buscando algo que ha venido a encontrar.
Por último, en el puente negro del canal de una ciudad muy activa, en la que resuena el hierro y hay más fuegos y más humos que jamás haya visto en su vida, el soldado, ennegrecido por el polvo de los caminos del carbón, frena a su caballo y pregunta un obrero si conoce a alguien llamado Rouncewell en las cercanías.
—¡Hombre, jefe —dice el obrero—, eso es como preguntarme si conozco a mi padre!
—¿Tan conocido es por aquí, camarada? —pregunta el soldado.
—¿Rouncewell? ¡Y tanto!
—¿Y dónde podría encontrarlo? —vuelve a preguntar el soldado, que echa un vistazo en su derredor.
—¿El banco, la fábrica o la casa? —quiere saber el obrero.
—¡Jem! Según parece, Rouncewell es tan importante —murmura el soldado—, que casi me dan ganas de darme la vuelta. Pero es que no sé exactamente lo que quiero. ¿Cree usted que podré encontrar al señor Rouncewell en la fábrica?
—No es fácil saber dónde va usted a encontrarlo; a esta hora del día podría usted encontrarlo ahí, a él o a su hijo, si está en la ciudad; pero como tiene muchos contratos, ha de salir mucho.
¿Y cuál es la fábrica? Pues si ve esas chimeneas… ¡las más altas! Sí, las ve. Bueno, pues siga atento a esas chimeneas, vaya hacia ellas todo derecho, pronto verá una vuelta a la izquierda, cerrada por un gran muro de ladrillo que forma un lado de la calle. Ésa es la fábrica de Rouncewell.
El soldado da las gracias a su informador y sigue adelante lentamente, pero deja su caballo (y casi le dan ganas de ponerse a cepillarlo) en una taberna en la que están comiendo algunos de los empleados de Rouncewell, según le dice el hostelero. Algunos de los empleados de Rouncewell acaban de salir para la comida y parecen invadir toda la ciudad. Los empleados de Rouncewell son muy musculosos y fuertes, y también están un tanto ennegrecidos.
Llega a una puerta en medio del gran muro, mira y ve una confusión de hierros tirados por el suelo, en todo género de estados y de toda clase de formas: lingotes, cuñas, planchas; tanques, calderas, ejes, ruedas; engranajes, raíles; hierros retorcidos y rotos en formas excéntricas y curiosas, como trozos sueltos de maquinaria, montañas de chatarra y de hierro oxidado; hornos distantes de hierro que vibra y gorgotea en su juventud; hogueras de él que echan chispas por todas partes bajo los golpes del martillo pilón; hierro al rojo, hierro al blanco, hierro negro; un sabor a hierro, un olor a hierro y una Babel de sonidos de hierro.
—¡Esto es como para darle a uno dolor de cabeza! —se dice el soldado, que busca con la mirada una oficina—. ¿Quién viene aquí? Debe de parecerse a mí antes de alistarme. Si el parecido es de familia, debe de ser mi sobrino. A su servicio, señor mío.
—Y yo al suyo, caballero. ¿Busca usted a alguien?
—Con su permiso. ¿Es usted el hijo del señor Rouncewell?
—Sí.
—Estaba buscando a su padre, señor mío. Desearía hablar con él.
El joven le dice que ha escogido bien la hora, pues su padre está allí, y le enseña el camino a la oficina donde podrá encontrarlo.
«Se parece mucho a mí antes de alistarme, muchísimo», piensa el soldado, mientras lo sigue. Llegan a un edificio en el patio, con una oficina en un piso alto. Al ver al caballero que hay en la oficina, George enrojece totalmente.
—¿Qué nombre le digo a mi padre? —pregunta el joven.
George, que tiene la cabeza llena de hierro, responde, desesperado: «Steel» [Acero], y por ese nombre lo presentan. Se queda a solas con el caballero de la oficina, que está sentado a una mesa con unos libros de contabilidad ante sí y unas hojas de papel, llenas de multitudes de cifras y dibujos de formas complicadas. Es una oficina desnuda, de ventanas desnudas, que da al patio del hierro de abajo. Amontonados en la mesa hay algunos pedazos de hierro, rotos adrede para ponerlos a prueba en diversos momentos de sus diversas funciones. Hay polvo de hierro por todas partes, y por las ventanas se ve el humo que sale denso de las altas chimeneas, para mezclarse con el humo de la vaporosa Babilonia de otras chimeneas.
—A su servicio, señor Steel —dice el ocupante cuando su visitante toma una silla llena de polvo de hierro.
—Pues bien, señor Rouncewell —responde el soldado, que se inclina adelante, con el brazo izquierdo apoyado en la rodilla y el sombrero en la mano, evitando cautelosamente mirar a los ojos de su hermano—, no me extrañaría nada que en esta visita me haya tomado demasiadas libertades para que me dé usted la bienvenida. En tiempos serví en Caballería, y un camarada mío, con el que trabé bastante amistad, era, si no me equivoco, hermano de usted. Usted tuvo un hermano que causó algunos problemas a su familia y se escapó, y nunca hizo nada bueno, salvo mantenerse lejos de ustedes, ¿verdad?
—¿Está usted seguro —responde el industrial, con voz alterada— de llamarse Steel?
El soldado titubea y lo mira. Su hermano se pone en pie, lo llama por su verdadero nombre y le da un abrazo.
—¡Eres demasiado agudo para mí! —exclama el soldado, con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo estás, querido hermano? Nunca me imaginé que te pusieras ni la mitad de contento de verme. ¿Cómo estás, mi querido hermano, cómo te va?
Se dan la mano y se abrazan una y otra vez, y el soldado sigue repitiendo: «¿Cómo estás, mi querido hermano?», junto con sus protestas de que nunca se había imaginado que su hermano se alegrara ni siquiera la mitad de volverlo a ver.
—Tanto así —declara tras un relato minucioso de todo lo que ha precedido a su llegada—, que no estaba nada decidido a darme a conocer. Pensé que si reaccionabas con clemencia al oír mi nombre, podría ir llegando gradualmente a la decisión de escribirte una carta. Pero, hermano, no me hubiera sorprendido nada si hubieras considerado que el tener noticias mías no era precisamente una buena noticia.
—Vamos a enseñarte en casa qué clase de noticias nos parecen éstas, George —responde su hermano—. Éste es un gran día para la familia, y tú, mi viejo soldado bronceado, no podías haber llegado en uno mejor. Hoy he llegado a un acuerdo con mi hijo en que dentro de doce meses se casará con una joven que no has visto más guapa ni más buena en todos tus viajes. Ella sale mañana para Alemania con una de tus sobrinas a completar un poco su educación. Hemos decidido celebrarlo con una fiesta, y tú vas a ser el héroe de ella.
El señor George se siente tan abrumado al principio por esa perspectiva que se resiste con gran seriedad al honor que se propone. Vencido, sin embargo, por su hermano y su sobrino (al cual renueva sus protestas de que nunca hubiera imaginado que se fueran a alegrar ni la mitad de verlo), se lo llevan a una elegante casa, en toda la disposición de la cual se observa una agradable mezcla de los hábitos inicialmente sencillos del padre y de la madre con los que corresponden a su cambio de condición y a las fortunas mayores de sus hijos. Aquí el señor George se siente superado por los encantos y las perfecciones de sus sobrinas y por los de la que va a serlo, Rosa, así como por los saludos afectuosos con que lo acogen todas estas señoritas, que él recibe sumido en una especie de sueño. También se ve muy sorprendido por el comportamiento de su sobrino, y tiene una penosa conciencia de haber sido un pródigo. Sin embargo, reina una gran alegría, la compañía está muy animada, todo el mundo disfruta mucho, y el señor George se comporta con gran firmeza y marcialidad a lo largo de la fiesta, y su promesa de venir a la boda y de actuar como padrino de la novia se recibe con el favor universal.
Al señor George le da vueltas la cabeza esa noche cuando yace en la habitación principal de la casa de su hermano y piensa en todo eso y ve las imágenes de sus sobrinas (imponentes toda la noche con sus vestidos de muselina) que bailan el vals a la alemana con sus parejas.
A la mañana siguiente los dos hermanos se encierran en la habitación del industrial, donde el mayor de los dos procede a su aire claro y sensato a indicar cuál es el mejor empleo que puede dar a George en sus negocios, cuando George le aprieta la mano y le hace parar.
—Hermano, te doy un millón de gracias por tu acogida más que fraternal, y un millón más por tus fraternales intenciones. Pero mis planes están hechos. Antes de decirte una palabra de ellos quiero consultarte sobre una cuestión de familia —dice el soldado, cruzándose de brazos y mirando con una firmeza indomable a su hermano—. ¿Cómo lograr que mi madre me borre?
—No estoy seguro de comprenderte, George —replica el industrial.
—Digo, hermano, que cómo se puede lograr que mi madre me borre. No sé cómo, pero hay que lograrlo.
—¿Quieres decir que te borre de su testamento?
—Claro. En resumen —insiste el soldado, que se cruza de brazos con más firmeza todavía—. Quiero decir ¡que me borre!
—Pero, mi querido George —responde su hermano—, ¿es que te parece indispensable pasar por ese proceso?
—¡Totalmente! ¡Absolutamente! No puedo cometer la mezquindad de volver si no es así. Siempre podría volverme a marchar otra vez. No he vuelto a casa a escondidas para robar a tus hijos, por no decir a ti mismo, hermano, de vuestros derechos, ¡yo, que renuncié a los míos hace tanto tiempo! Si quiero quedarme y llevar alta la cabeza, tiene que borrarme. Vamos. Tú eres hombre conocido por tu agudeza y tu inteligencia, y me puedes decir cómo lograrlo.
—Lo que te puedo decir, George —responde lentamente el industrial—, es cómo no lograrlo, lo cual creo que te puede valer— igual de bien. Mira a nuestra madre, piensa en ella, recuerda su emoción al recuperarte. ¿Crees que existe una sola consideración en el mundo para inducirla a hacer algo así en contra de su hijo favorito? ¿Crees que hay alguna posibilidad de que consienta, que compense el insulto que sería para ella (¡nuestra querida y anciana madre!) el proponérselo? Si lo crees, te equivocas. ¡No, George! Tienes que decidirte a que no te borre. Creo —y el industrial tiene una sonrisa divertida al contemplar a su hermano— que, sin embargo, puedes arreglar algo que te valdría igual que si lo hicieras, sin embargo.
—¿Qué, hermano?
—Si te empeñas, puedes disponer en tu testamento lo que quieres que se haga de la forma que quieras, con todo lo que tengas la desgracia de heredar, ya sabes.
—¡Es verdad! —exclama el soldado, que vuelve a reflexionar. Después pregunta pensativo, con la mano de su hermano entre las suyas:— ¿Te importaría mencionárselo, hermano, a tu mujer y tu familia?
—En absoluto.
—Gracias. ¿No te importaría decir, quizá, que, aunque sin duda soy un vagabundo, soy más bien un vagabundo cabeza loca, y no del género de los malvados?
El industrial sofoca una sonrisa divertida y asiente.
—Gracias. Gracias. Eso me quita un peso de encima —dice el soldado, exhalando un suspiro mientras descruza los brazos y se apoya una mano en cada pierna—, ¡aunque la verdad es que estaba decidido a que me borrase!
Los hermanos, sentados frente a frente, se parecen mucho, pero la verdad es que quien tiene los modales más sencillos y está evidentemente menos acostumbrado a los usos mundanos es el soldado.
—Bueno —continúa diciendo éste, que olvida su desencanto—, pasemos a lo último, que son los planes que te dije. Has sido lo bastante fraternal como para proponer me que me quedara aquí y que ocupara un lugar entre los productos de tu perseverancia y tu buen sentido. Te doy las gracias de todo corazón. Como te he dicho antes, eso es más que fraternal, y te doy las gracias de todo corazón —con un largo apretón de manos—. Pero la verdad, hermano, es que yo soy una especie de mala hierba y es demasiado tarde para plantarme en un jardín.
—Mi querido George —responde el hermano mayor, concentrando en él su firme mirada y con una sonrisa confiada—, déjame eso a mí, déjame que lo intente.
George niega con la cabeza:
—No me cabe duda de que si alguien pudiera lograrlo serías tú, pero no se puede lograr. ¡No se puede lograr, señor mío! Y en cambio, por otra parte, puedo resultarle algo útil a Sir Leicester Dedlock desde que cayó enfermo, por desgracias de familia, y que prefiere contar con la ayuda del hijo de nuestra madre que con la de ningún otro.
—Bueno, mi querido George —replica el otro, cuyo rostro se ensombrece un poco—, si prefieres servir en la brigada doméstica de Sir Leicester Dedlock mejor que…
—¡Ya lo ves, hermano! —exclama el soldado, frenándolo y volviéndose a poner una mano en la rodilla—, ¡ya lo ves! No te gusta la idea. No estás acostumbrado a recibir órdenes de oficiales; yo sí. Tú eres todo orden y disciplina, yo necesito que alguien me los imponga. No estamos acostumbrados a llevar las cosas en la misma mano, ni a 'mirarlas desde el mismo punto de vista. No quiero hablar de mis soldadescos modales, porque anoche no les parecieron mal a nadie, y estoy seguro de que aquí nadie les haría ningún caso. Pero lo mejor es que me vaya a Chesney Wold, donde hay más sitio que aquí para una mala hierba, y además nuestra anciana madre se alegrará mucho de tenerme a su lado. Por eso acepto las propuestas de Sir Leicester Dedlock. Cuando aparezca por aquí el año que viene para ser el padrino de la novia, o cuando sea que aparezca, tendré el buen sentido de mantener lejos a la brigada doméstica y de no llevarla de maniobras en tu terreno. Te doy las gracias de todo corazón una vez más y me siento orgulloso al pensar en la dinastía Rouncewell que estás fundando.
—Tú te conoces, George —dice el hermano mayor, devolviéndole el apretón de manos—, y quizá me conoces a mí mejor que yo mismo. Sigue tu camino. Con tal de que no nos volvamos a perder el uno del otro, sigue tu camino.
—¡Eso no lo temas! —responde el soldado—. Y ahora, hermano, antes de llevar a mi caballo a casa, te pido (si tienes la amabilidad) que te hagas cargo de una carta en mi nombre. La he traído para enviarla desde aquí, porque ahora mismo el nombre de Chesney Wold podría resultar doloroso para la persona a la que está dirigida. Yo no estoy muy acostumbrado a la correspondencia, y me preocupa en particular esta carta, porque quiero que sea al mismo tiempo clara y delicada.
Con lo cual entrega una carta, escrita con una tinta algo pálida, pero con clara letra redonda, al industrial, que lee lo siguiente:
«SRTA. ESTHER SUMMERSON:
Como el Inspector Bucket me ha comunicado que entre los papeles de una cierta persona se ha encontrado una carta dirigida a mí, me tomo la libertad de informar a usted de que no eran más que unas líneas de instrucciones enviadas desde el extranjero acerca de dónde, cuándo y cómo entregar una carta adjunta a una dama joven y bella, que entonces todavía no estaba casada y vivía en Inglaterra. Yo cumplí las órdenes como era debido.
Me tomo además la libertad de comunicar a usted que si salió de mis manos fue únicamente como prueba de caligrafía, y que de lo contrario yo no la hubiera entregado, por parecerme que donde menos daño podía hacer era en mi posesión, salvo que me hubieran pegado un tiro en el corazón.
Me tomo además la libertad de decir que, de haber supuesto que cierto infortunado caballero seguía existiendo, jamás hubiera descansado, ni podido descansar, hasta haber descubierto su paradero y haber compartido hasta mi último medio penique con él, como hubiera sido tanto mi deber como mi agrado. Pero (oficialmente) había muerto ahogado, y no cabe duda de que había caído por la borda de un transporte de tropas una noche en un puerto irlandés, pocas horas después de que el buque llegara de las Indias Occidentales, como comunicaron a quien esto escribe tanto los oficiales como el resto de los hombres que iban a bordo, y como sé que se vio confirmado (oficialmente).
Me tomo además la libertad de afirmar que, en mi humilde calidad de miembro de la tropa, soy, y seguiré siendo siempre, su humilde y devoto servidor, y que considero las cualidades que usted posee por encima del resto de la humanidad, muy superiores a los límites del presente parte.
Siempre a sus pies,
GEORGE».
—Un tanto formal —comenta el hermano mayor, que vuelve a plegar la carta con gesto de confusión.
—Pero ¿no contiene nada que no se pueda enviar a una señorita que es todo un modelo de virtudes? —pregunta el menor.
—Nada en absoluto.
Tras lo cual se sella y se deposita para enviarla con el resto de la férrea correspondencia del día. Una vez hecho esto, el señor George se despide animadamente del grupo familiar y se dispone a ensillar su caballo y montarlo. Sin embargo, su hermano, que no quiere separarse de él tan pronto, propone que vayan juntos en un carruaje pequeño hasta el lugar donde va a pasar esa noche, y quedarse con él hasta la mañana siguiente, mientras un criado lleva al caballo gris de pura raza de Chesney Wold durante esa parte del viaje. La oferta se acepta con alegría, y a ella siguen un viaje agradable, una cena agradable y un desayuno agradable, todo ello en fraternal comunión. Vuelven a darse fuertes apretones de manos y se separan, el industrial camino del humo y los fuegos, el soldado camino del país verde. A primera hora de la tarde se oye el ruido sofocado de su pesado trote militar en la avenida, cuando él cabalga imaginándose el tintineo y el golpeteo de sus arneses militares bajo los viejos álamos.