Casa desolada

25. La señora Snagsby lo comprende todo

25. La señora Snagsby lo comprende todo

Reina la intranquilidad en Cook’s Court, Cursitor Street. Una sospecha negra se cierne sobre esa pacífica región. La masa de sus habitantes se halla en su estado habitual de ánimo, ni mejor ni peor; pero el señor Snagsby está cambiado, y su mujercita lo sabe.

Porque Tomsolo y Lincoln’s Inn Fields persisten en engancharse, como un par de caballos desbocados, al carro de la imaginación del señor Snagsby; el conductor es el señor Bucket, y los pasajeros son Jo y el señor Tulkinghorn, y todo el carruaje recorre el comercio de la papelería de los Tribunales a enorme velocidad, y durante todo el día. Incluso en la cocinita de la parte delantera, donde come la familia, surgen a velocidad de relámpago de la mesa, cuando el señor Snagsby hace una pausa al cortar la primera tajada de la pierna de cordero al horno con patatas y contempla la pared de la cocina.

El señor Snagsby no puede comprender qué tiene que ver él con todo eso. Hay algo que anda mal por alguna parte, pero lo que no entiende es qué es ese algo, qué resultado puede tener, para quién, cuándo ni de qué sector del que nada sabe ni nada ha oído procederá. Todo: sus remotas impresiones de las túnicas y las coronas de nobleza, de las estrellas y las jarreteras, de aquel resplandor entrevisto a través del polvo de la oficina del señor Tulkinghorn; su veneración por los misterios custodiados por los mejores y más conocidos de sus clientes, a quienes todos los Inns de los Tribunales, toda Chancery Lane y todo el barrio judicial están de acuerdo en reverenciar; su recuerdo del Detective Bucket y su dedo índice, y sus modales confidenciales que era imposible eludir o negar; todo ello lo persuade de que él mismo ha pasado a su parte en algún peligroso secreto, sin saber cuál es. Y la terrible peculiaridad de esa condición es que a cualquier hora de su vida cotidiana, a cualquier apertura de la puerta de la tienda, a cualquier llamada al timbre, a cualquier entrada de un mensajero, o a cualquier entrega de una carta, el secreto puede impregnarse de aire y de fuego, estallar y hacer que salte en pedazos… sólo el señor Bucket sabe quién.

Motivo por el cual, cada vez que entra en la tienda un desconocido (y suelen entrar muchos desconocidos), y pregunta si está el señor Snagsby o cualquier cosa igual de inocente, el corazón del señor Snagsby palpita acelerado en su pecho culpable. Sufre tanto con esas preguntas, que cuando quienes las hacen son muchachos, se venga tirándoles de las orejas por encima del mostrador, preguntando a los mozalbetes qué quieren decir con eso y por qué no dicen inmediatamente lo que quieren. Hay hombres y muchachos menos reales que persisten en introducirse en los sueños del señor Snagsby y aterrarlo con preguntas inexplicables; de manera que muchas veces, cuando el gallo de la pequeña lechería de Cursitor Street estalla como suele hacerlo absurdamente por la mañana, el señor Snagsby se encuentra sufriendo la crisis de una pesadilla, con su mujercita que lo sacude y se pregunta: «¿Qué le pasa a este hombre?».

Esa misma mujercita no es la menor de sus dificultades. El saber que está siempre ocultándole un secreto, que en todas las circunstancias ha de disimular y retener en la boca una muela careada, que ella con su agudeza está siempre a punto de arrancarle de la cabeza, da al señor Snagsby, ante la presencia de dentista que asume ella, un aspecto muy parecido al de un perro que tiene algo que esconder a su amo, y que mira a cualquier parte con tal de no tropezar con la mirada de éste.

Todos esos indicios y signos, observados por la mujercita, no pasan inadvertidos a ésta. La inducen a decir: «¡Snagsby tiene alguna preocupación!». Y así es cómo la sospecha se introduce en Cook’s Court, Cursitor Street. De la sospecha a los celos, la señora Snagsby encuentra que hay un camino tan natural como el que va de Cook’s Court a Chancery Lane. Y esos celos penetran en Cook’s Court, Cursitor Street. Una vez llegados (y siempre han estado muy próximos), se muestran muy activos y ágiles en el seno de la señora Snagsby, y la impulsan a realizar exámenes nocturnos de los bolsillos del señor Snagsby, a hacer inspecciones privadas de su Libro Diario y su Mayor, su caja registradora, su caja de reserva y su caja de caudales; a mirar por las ventanas, a escuchar detrás de las puertas y a hacer que una serie de cosas verdaderamente disparatadas parezcan encajar unas con otras.

La señora Snagsby está tan perpetuamente en estado de alarma, que la casa se llena de fantasmas, de planchas que chirrían y vestidos que rozan las paredes. Los aprendices piensan que allí debe de haber muerto asesinado alguien en tiempos antiguos. Guster tiene unos átomos de una idea (recogidos en Tooting, donde se hallaban flotando entre unos niños huérfanos) de que existe dinero enterrado bajo la bodega, custodiados por un anciano de barbas blancas, que no podrá salir hasta dentro de siete mil años, porque una vez dijo el Padrenuestro al revés.

«¿Quién era Nimrod?» , se pregunta reiteradamente la señora Snagsby. «¿Quién era aquella dama, aquel ser? ¿Y quién es ese chico?». Ahora bien, como Nimrod está más muerto que aquel gran cazador cuyo nombre le ha atribuido la señora Snagsby, y la dama no está visible, dirige su mirada mental, de momento y con vigilancia redoblada, al muchacho. «¿Y quién», se pregunta la señora Snagsby por milyunésima vez, «es ese muchacho? ¿Quién es ese…?». Y ahí, por primera vez, la señora Snagsby siente el soplo de la inspiración.

Él no respeta en absoluto al señor Chadband. Desde luego que no, y es natural en alguien así. Naturalmente que no, en tamañas circunstancias. El señor Chadband lo invitó y lo conminó (¡pero si lo oyó la señora Snagsby con sus propios oídos!) a volver, y el señor Chadband le dijo adónde tenía que ir para hablar con él; ¡y no ha ido nunca! ¿Por qué no ha ido nunca? Porque alguien le ha dicho que no fuera. ¿Quién le ha dicho que no fuera? ¿Quién? ¡Ja, ja! La señora Snagsby lo ha comprendido todo.

Pero, por suerte (y la señora Snagsby hace tensos movimientos con la cabeza y esboza una tensa sonrisa), el señor Chadband se encontró ayer en la calle con aquel muchacho, y el señor Chadband agarró a aquel muchacho, como tema apropiado sobre el cual el señor Chadband desea predicar para gran delicia espiritual de una congregación selecta, y lo amenazó con entregarlo a la policía si no mostraba al reverendo caballero dónde vivía y si no contraía, y cumplía, el compromiso de ir a Cook’s Court mañana por la noche; «ma-ña-na-por-la-no-che», repite la señora Snagsby como para subrayarlo, con otra sonrisita tensa y otro tenso movimiento de la cabeza; y mañana por la noche estará aquí aquel muchacho, y mañana por la noche la señora Snagsby estará atenta a él y a otra persona, y, «¡Oh, mucho puedes recorrer en tus misteriosos caminos», dice la señora Snagsby con altivez y desprecio, «pero no podrás engañarme a mí!».

La señora Snagsby no puede hacer que suene un pandero en las orejas de nadie, pero se mantiene firme en su propósito, y guarda silencio. Llega mañana, llegan los preparativos suculentos para el Comercio del Aceite de Ballena, llega la noche. Llega el señor Snagsby con su levita negra; llegan los Chadband; llegan (cuando está repleta la máquina de ingurgitar) los aprendices y Guster, para que el reverendo les predique; llega por fin, con la cabeza baja y arrastrando los pies a derecha y a izquierda, con su mínima gorra de piel en la mano embarrada, esa gorra a la que va quitando los pelos como si fuera un pajarito que acabara de recoger de la calle, y al que fuera a desplumar antes de comérselo crudo, Jo, el mismo, el mismísimo personaje al que desea salvar el señor Chadband.

La señora Snagsby mira escudriñadora a Jo cuando Guster lo introduce en la salita. Jo mira al señor Snagsby en el mismo momento en que entra. ¡Ajá! ¿Por qué mira al señor Snagsby? El señor Snagsby lo mira. ¿Por qué lo hace, cuando la señora Snagsby lo está viendo todo? ¿Por qué pasa esa mirada entre ellos? ¿Por qué tiene el señor Snagsby ese aspecto tan confuso y exhala una tosecilla tan significativa tras la mano? Es un indicio transparente de que el señor Snagsby es el padre de ese muchacho.

—Que la paz sea con nosotros, amigos míos —dice Chadband, levantándose y limpiándose las exudaciones oleaginosas de su reverenda faz—. ¡Que la paz sea con nosotros! Amigos míos, ¿por qué con nosotros? Porque —añade, con su fatua sonrisa— no puede ser en contra de nosotros, porque ha de ser con nosotros, porque la paz no es dura, sino blanda, porque no hace la guerra como el halcón, sino que viene a casa entre nosotros, como la paloma. Por consiguiente, amigos míos, ¡que la paz sea con nosotros! ¡Mi querido muchacho humano, ven con nosotros!

El señor Chadband alarga una zarpa fofa, la extiende sobre el brazo de Jo y reflexiona sobre dónde colocar a éste. Jo, que siente grandes dudas acerca de las intenciones de su reverendo amigo, y que no está seguro de nada, salvo de que van a hacerle algo concreto y doloroso, murmura:

—Que me dejen en paz. Yo no he dicho . Que me dejen en paz.

—No, mi joven amigo —dice plácidamente el señor Chadband—. No te voy a dejar en paz. ¿Y por qué? Porque soy el que recoge las mieses, porque soy un trabajador encarnizado, porque me has sido entregado y te has convertido en un instrumento precioso en mis manos. ¡Amigos míos!, permítanme emplear este instrumento en beneficio de ustedes, para la edificación de ustedes, para ventaja de ustedes, para bienestar de ustedes, para el enriquecimiento de ustedes. Joven amigo mío, siéntate en este taburete.

Jo, aparentemente poseído de la impresión de que el reverendo caballero le quiere cortar el pelo, se protege la cabeza con ambos brazos, y cuesta mucho trabajo hacer que adopte la postura requerida, lo que hace con todas las manifestaciones posibles de renuencia.

Cuando por fin queda colocado como un maniquí de pintor, el señor Chadband se retira detrás de la mesa, levanta una mano como zarpa de oso y dice:

—¡Amigos míos! —lo cual es la señal para que el público, en general, se siente. Los aprendices se ríen por lo bajinis, y se dan codazos los unos a los otros. Guster cae en un estado de contemplación vacua, mezclado de admiración asombrada por el señor Chadband y de compasión por el proscrito sin amigos, cuya condición le afecta en lo más íntimo de su ser. La señora Snagsby va colocando en silencio las municiones en sus bandejas. La señora Chadband se compone sombría junto a la chimenea y se calienta las rodillas, sensación que considera favorable para ser objeto de la elocuencia de su marido.

Da la causalidad de que el señor Chadband tiene la costumbre de los predicadores de mirar directamente a alguno de los miembros de su congregación, y de ir lanzando todos los aspectos de su argumentación hacia esa persona concreta, de la cual se espera que de vez en cuando se sienta impulsada a exhalar un gruñido, un suspiro, un jadeo o alguna otra expresión audible de sentimientos interiores, cuyas expresiones de sentimientos internos reciben el eco de alguna señora anciana del reclinatorio de al lado, y así se van comunicando, como la caída de los dominós, por el círculo de los pecadores más expresivos de entre los presentes y van desempeñando la función de los aplausos parlamentarios, lo cual va animando al señor Chadband. Por mera fuerza de la costumbre, cuando el señor Chadband ha exclamado: «¡Amigos míos!», ha mirado de frente al señor Snagsby, y procede a hacer que el infortunado papelero, que ya estaba lo bastante confuso, sea el receptor de su discurso.

—Tenemos entre nosotros, amigos míos —dice el señor Chadband—, a un Gentil y un Pagano, a un residente en los campos de Tomsolo y a un vagabundo por la superficie de la Tierra. Tenemos entre nosotros, amigos míos —y el señor Chadband enfatiza lo que va diciendo con la punta de una uña sucia; confiere una sonrisa aceitosa al señor Snagsby para significarle que le va a poner argumentativamente de espaldas contra la lona, si es que ya no lo está—, a un hermano y un muchacho. Sin padres, sin parientes, sin rebaños ni manadas, sin oro ni plata, sin piedras preciosas. Ahora bien, amigos míos, ¿por qué digo que carece de esas preciosas posesiones? ¿Por qué? ¿Por qué carece de ellas? —El señor Chadband formula la pregunta como si estuviera proponiendo un enigma misteriosísimo, lleno de ingenio y de mérito, al señor Snagsby, y encareciendo a este último que no se rinda.

El señor Snagsby, totalmente perplejo ante la mirada misteriosa que acaba de recibir de su mujercita, aproximadamente en el mismo momento en que el señor Chadband pronunció la palabras «padres», cae en la tentación de contestar: «Yo no lo sé, se lo aseguro», ante cuya interrupción la señora Chadband lo mira ferozmente y la señora Snagsby exclama: «¡Qué vergüenza!».

—Oigo una voz —dice Chadband—; ¿no es más que una vocecita, amigos míos? Me temo que no, aunque verdaderamente tendría la esperanza de que…

(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)

—Que dice «yo no lo sé». Entonces voy a deciros por qué. Digo que el hermano presente entre nosotros carece de padres, carece de parientes, carece de rebaños y de manadas, carece de oro, de plata y de piedras preciosas porque le falta la luz que brilla sobre algunos de otros. ¿Qué es esa luz? ¿Qué es? Os pregunto: ¿Qué es esa luz?

El señor Chadband echa atrás la cabeza y hace una pausa, pero el señor Snagsby no va a caer otra vez en su propia destrucción. El señor Chadband vuelve a inclinarse sobre la mesa y mira penetrantemente al señor Snagsby para decirle, mientras usa la uña antes mencionada:

—Es el rayo de los rayos, el sol de los soles, la luna de las lunas, la estrella de las estrellas. Es la luz de la Verdad.

El señor Chadband vuelve a erguirse y mira triunfante al señor Snagsby, como si quisiera saber lo que opina éste después de tamaña frase.

—De la Verdad —repite el señor Chadband, volviendo a golpearlo—. No me digáis que no es la antorcha de las antorchas. Yo os digo que lo es. Os digo un millón de veces que lo es. ¡Lo es! Os digo que os lo proclamaré, tanto si os gusta como si no; incluso que cuanto menos os guste, más os la proclamaré. ¡Con un clarín! Os digo que si os levantáis en contra de ella, caeréis, os golpearéis, os quebraréis, os romperéis, os aplastaréis.

Como el efecto instantáneo de esa fuga oratoria (muy admirada por su vigor general por los seguidores del señor Chadband) no es sólo hacer que el señor Chadband se sienta incómodamente acalorado, sino representar al inocente señor Snagsby en la guisa de un enemigo decidido de la virtud, con una frente de bronce y un corazón de diamante, el infortunado comerciante se siente todavía más desconcertado, y se halla en un estado avanzado de pasión de ánimo, y se siente en falso, cuando el señor Chadband acaba con él de manera como de pasada:

—Amigos míos —continúa diciendo, tras enjugarse la cabeza grasienta durante un rato (y la cabeza le echa tanto humo que parece encender con él el pañuelo, que también humea después de cada pasada)—, por continuar con el objeto sobre el cual tratamos con nuestras humildes dotes de predicar, tratemos con ánimo de amor de preguntar qué es esa Verdad a la que he aludido. Porque, mis jóvenes amigos —dirigiéndose a Guster y los aprendices, para gran consternación de éstos—, si el médico me dice que lo que me conviene es el calomelo o el aceite de hígado de bacalao, naturalmente que puedo preguntar qué son el calomelo y el aceite de hígado de bacalao. Quizá desee que se me informe al respecto, antes de medicarme con una cosa o con la otra. Y entonces, mis jóvenes amigos, ¿qué es la Verdad? En primer lugar (y llevado del ánimo del amor), ¿cuál es el tipo vulgar de la Verdad, su ropa de trabajo, su ropa de diario, mis jóvenes amigos? ¿Es el engaño?

(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)

—¿Es la omisión?

(Temblor negativo por parte de la señora Snagsby.)

—¿Es la reserva?

(Gesto negativo de la señora Snagsby con la cabeza, muy largo y muy tenso.)

—No, amigos míos, no es nada de eso. No se la puede llamar por ninguno de esos nombres. Cuando este joven Pagano que se halla entre nosotros, que ahora, amigo míos, se acaba de dormir, con el sello de la indiferencia y de la perdición entre sus párpados (pero no lo despertéis, pues es justo que yo haya de luchar, y de combatir, y de debatirme y de vencer por su bien) cuando este joven Pagano endurecido nos habló de una historia rocambolesca de una dama y un Soberano, ¿es ésa la Verdad? No. O, si lo era en parte, ¿era ésa toda y la única Verdad? ¡No, amigos míos, no!

Si el señor Snagsby pudiera aguantar la mirada de su mujercita cuando tropieza con sus ojos, que son el espejo del alma, para penetrar en todas sus interioridades, sería otro hombre del que es. Se arruga y se encoge.

—O, juveniles amigos míos —dice Chadband, descendiendo al nivel de comprensión de éstos, con una demostración ostensible, que expresa mediante una sonrisa grasientamente humilde, de rebajarse mucho a fin de lograrlo—, si el amo de la casa hubiera de aventurarse en la ciudad y ver en ella una anguila y volver después y fuera a llamar ante sí al alma de esta casa y dijera: «¡Sara, regocíjate conmigo, pues he hallado a un elefante!», ¿sería eso la Verdad?

La señora Snagsby llora a moco tendido.

—O digamos, mis juveniles amigos, que viera a un elefante y a su regreso dijera: «He aquí que la ciudad está vacía y no he visto más que una anguila». ¿Sería eso la Verdad?

La señora Snagsby solloza a gritos.

—O digamos, mis juveniles amigos —dice Chadband, estimulado por esos sonidos—, que los padres desnaturalizados de este Pagano que duerme (pues no cabe duda, mis juveniles amigos, de que tuvo unos padres) tras echarlo a los lobos y a los buitres, a los perros asilvestrados y a las ágiles gacelas, y a las serpientes, volvieran a sus residencias, y disfrutaran con sus pipas y sus ollas, con sus flautas y sus bailes, y sus licores de malta, y con las carnes y las aves de su carnicero, ¿sería eso la Verdad?

La señora Snagsby responde cayendo en una serie de espasmos; no como una presa resignada, sino aullante y espasmódica, de forma que Cook’s Court se llena de sus chillidos. Por fin cae en la catalepsia, y hay que subirla por la estrecha escalera como si fuera un piano de cola. Tras unos sufrimientos indecibles, que producen la mayor consternación, los mensajeros enviados del dormitorio dicen que ya no sufre, aunque ha quedado agotada, en cuyo estado de las cosas el señor Snagsby, pisoteado y golpeado durante el traslado del pianoforte, y sumamente tímido y debilitado, se aventura a salir de detrás de la puerta de la sala.

Durante todo este tiempo, Jo se ha quedado de pie, inmóvil, en el mismo sitio en que se despertó, sin parar de quitarse pelos de la gorra y de llevársela a la boca, de la cual escupe de vez en cuando trocitos de piel con aire de remordimiento, pues considera que está en su carácter ser un réprobo irremediable, y que nada vale que él trate de mantenerse despierto, pues bien sabe él que nunca va a saber de . Si bien es posible, Jo, que exista una historia tan interesante y tan conmovedora como la tuya, incluso para mentalidades tan cercanas a las de las bestias como la tuya, en la cual quedara constancia de las cosas hechas en la tierra por gente del común, que si los Chadband de este mundo, al hacer mutis por el foro, te quisieran mostrar con un mínimo de respeto, que no sólo la dejarían sin más prédicas, sino que la considerarían lo bastante elocuente sin necesidad de su modesta ayuda, ello te haría quedar despierto, entonces quizá aprendieras algo!

Jo no ha oído jamás hablar de ningún libro de historia así. A él le dan lo mismo sus compiladores y el señor Chadband, salvo que conoce al reverendo Chadband, y prefiere pasarse una hora corriendo para huir de él que oírlo hablar durante cinco minutos. «No vale de que siga esperando aquí», piensa Jo. «El señor Snagsby no me va a decir esta noche». Y baja las escaleras arrastrando los pies.

Pero abajo está la caritativa Guster, que está agarrada a la balaustrada de la escalera de la cocina, y tratando de contener un ataque, en lucha todavía incierta; ataque provocado por los aullidos de la señora Snagsby. Tiene su propia cena de pan y queso que entregar a Jo, con el cual se aventura a intercambiar unas palabras por primera vez.

—Ten algo de comer, pobrecito —dice Guster.

—Gracias, señorita —contesta Jo.

—¿Tienes hambre?

—¡Más o menos! —replica Jo.

—¿Qué ha pasado con tu padre y con tu madre, eh?

Jo se interrumpe en medio de un mordisco y se queda petrificado. Porque esa huérfana criada por el santo cristiano cuyo santuario se halla en Tooting le ha tocado el hombro, y es la primera vez en su vida que lo han tocado con un gesto de amabilidad.

—No sé de ellos —dice Jo.

—Yo tampoco de los míos —exclama Guster. Está reprimiendo los síntomas típicos de su ataque, cuando parece que algo la alarma, y desaparece escaleras abajo.

—Jo —dice en voz baja el papelero cuando el muchacho se queda parado en el escalón.

—¡Aquí estoy, señor Snagsby!

—No sabía si te habías ido… Ten otra media corona, Jo. Tuviste toda la razón al decir que no sabías nada de aquella señora la otra noche, cuando salimos juntos. No haría más que crear problemas. El silencio es oro, Jo.

—¡Comprendido, señor!

Y se dan las buenas noches.

Una sombra fantasmal, en camisón y gorro de dormir, sigue al papelero a la sala de la que acaba de salir, y se desliza escalera arriba. Y a partir de ese día, dondequiera que vaya, lo seguirá otra sombra distinta de la suya, apenas menos fugaz que la suya, apenas menos silenciosa que la suya. Y en cualquier lugar secreto por el que vaya a pasar su propia sombra, más vale que todos los preocupados por su secreto estén alerta. Porque ahí está también la observadora señora Snagsby, la carne de su carne, la sangre de su sangre, la sombra de su sombra.

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