8. Que abarca una multitud de pecados
8. Que abarca una multitud de pecados
Resultó interesante, cuando me vestí antes del amanecer, mirar por la ventana, donde mis velas se reflejaban como dos faros en los cristales negros, y vi que todo lo que había más allá estaba todavía envuelto en la misma densidad que anoche, ver después cómo iba cambiando con la llegada del día. A medida que se iba aclarando gradualmente la perspectiva, y se revelaba la escena que había recorrido el viento en la oscuridad, igual que mi memoria había recorrido mi vida, sentí placer al ir descubriendo los objetos desconocidos que me habían rodeado durante el sueño. Al principio, apenas si eran discernibles en la neblina, y sobre ellos seguían brillando las últimas estrellas. Pasado aquel pálido intervalo, la imagen empezó a ampliarse y a llenarse a tal velocidad que a cada nueva mirada podía encontrar suficiente para seguir contemplando durante una hora. Imperceptiblemente, mis velas se fueron convirtiendo en la única parte incongruente de la mañana, los puntos oscuros de mi habitación fueron fundiéndose y el día brilló sobre un paisaje animado, en el cual se destacaba la vieja iglesia de la Abadía, con su enorme torre, que lanzaba sobre la vista una cola de sombra más suave de lo que parecía compatible con su rudo aspecto. Pero (según espero haber aprendido) de exteriores ásperos, muchas veces proceden influencias serenas y dulces.
Estaba tan nerviosa con mis dos racimos de llaves, que desde una hora antes de levantarme había estado soñando que cuanto más trataba de abrir con ellas una serie de cerraduras, más determinadas estaban aquéllas a no entrar en ninguna. Ningún sueño hubiera podido ser menos profético.
Todas las partes de la casa estaban en tal orden, y todo el mundo fue tan atento conmigo, que no tuve ningún problema con mis dos montones de llaves, aunque entre tratar de recordar el contenido de cada cajoncito de la despensa y el respostero, y tomar notas en una pizarra sobre las mermeladas y los encurtidos, y las conservas y las botellas y la cristalería y la vajilla y tantísimas otras cosas, y con mi costumbre de comportarme como una especie de vieja solterona un poco boba, estuve tan ocupada, que cuando oí sonar la campanilla no podía creer que era la hora del desayuno. Sin embargo, me eché a correr e hice el té, pues ya se me había asignado la responsabilidad por la tetera, y después, como estaban un tanto atrasados, y todavía no había bajado nadie, creí que podía echar un vistazo al jardín para empezar a conocerlo también. Me pareció un lugar delicioso: en la parte de delante, la avenida y el paseo tan bonitos por los que habíamos llegado (y donde, dicho sea de paso, habíamos dejado tales huellas en la gravilla con nuestras ruedas, que le pedí al jardinero que pasara el rodillo); en la trasera estaban las flores, y allí arriba, asomada a su ventana, estaba mi niña, que la abría para sonreírme, como si me diera un beso a aquella distancia. Más allá del jardín de las flores había un huerto, y después un picadero y un sitio para los carros, y después un patio de granja precioso. En cuanto a la casa en sí, con sus tres picos en el tejado, sus ventanas multiformes, unas muy grandes y otras muy pequeñas, y todas ellas muy bonitas, su reja frente a la fachada sur, para las rosas y la madreselva, y su aire hogareño, confortable y acogedor, la Casa era, como dijo Ada cuando vino a encontrarme del brazo del dueño y señor, digna de su primo John, lo cual era un atrevimiento, aunque él le dio un pellizquito en la mejilla en premio.
El señor Skimpole estuvo tan agradable en el desayuno como lo había estado la noche anterior. Había miel en la mesa, lo cual lo llevó a un discurso sobre las Abejas. No tenía nada que objetar a la miel, dijo (desde luego que no, diría yo, pues parecía gustarle), pero protestaba contra las pretensiones de ejemplaridad de las Abejas. No veía en absoluto por qué iban a proponerle a él como modelo la industriosa Abeja; suponía que a la Abeja le gustaba hacer miel, porque si no, no la haría: nadie le había pedido que se pusiera a hacerla. La Abeja no tenía por qué convertir en un mérito enorme el hacer lo que para ella era un placer. Si todos los pasteleros se pasaran la vida zumbando por ahí, metiéndose contra todo lo que se les interponía en el camino y exigiendo egoístamente a todo el mundo que se dieran cuenta de que estaban trabajando y de que nadie les debía interrumpir, el mundo sería un lugar totalmente insoportable. Además, después de todo, era algo ridículo que lo privaran a uno de la posesión de su fortuna justo cuando uno acababa de hacerla, nada más que con echarle azufre. Si alguien de Manchester se dedicara a tejer algodón nada más que por tejer, la gente tendría una opinión muy mala de él. A su entender, los Zánganos eran la encarnación de una idea más agradable y más sabia. El Zángano decía sin ninguna afectación: «Ustedes perdonen; ¡no puedo ponerme a trabajar! Me encuentro en un mundo en el que hay tantas cosas que ver, y tengo tan poco tiempo para verlas, que debo tomarme la libertad de echar un vistazo y rogar que subvenga a mis necesidades alguien que no tenga curiosidad por ver las cosas». Ésta le parecía al señor Skimpole la filosofía del Zángano, y la consideraba muy acertada, siempre de suponer que el Zángano estuviera dispuesto a llevarse bien con la Abeja, y, que él supiera, siempre lo estaba, con tal de que el otro animalito, tan ocupado siempre, lo dejara en paz y no presumiera tanto de su miel.
Continuó con estas fantasías en el tono más animado y por terrenos muy emotivos, y nos divirtió mucho a todos, aunque, una vez más, parecía darle un cierto sentido serio, en la medida en que era posible en él. Los dejé a todos mientras seguían escuchándolo, y me retiré a desempeñar mis nuevas funciones. Llevaba algún tiempo en ellas, y estaba haciendo mi recorrido de vuelta por los pasillos, con mi cesto de llaves al brazo, cuando el señor Jarndyce me llamó a un cuartito junto a su dormitorio, que resultó ser en parte una pequeña biblioteca y archivo, y por otra todo un pequeño museo de sus zapatos y botas, y sombrereras.
—Siéntate, hija mía —dijo el señor Jarndyce—. Debes saber que éste es mi Gruñidero. Cuando estoy de mal humor, vengo aquí a gruñir.
—Debe usted de venir aquí muy pocas veces, señor —contesté.
—¡Ay, no me conoces! —replicó él—. Cuando me siento engañado, o desilusionado por… el viento, y éste es de Levante, me refugio aquí. El Gruñidero es la habitación más utilizada de toda la casa. Todavía no sabes los malos humores que me dan. ¡Pero, hija mía, estás temblando!
No podía evitarlo; lo intenté con todas mis fuerzas, pero al estar allí a solas ante aquella presencia benévola, mirando a sus ojos tan amables y sentirme tan feliz y tan honrada allí, con el corazón tan henchido…
Le besé la mano. No sé lo que dije, ni siquiera si dije algo. Él se sintió tan desconcertado, que se acercó a la ventana, casi creí que con la intención de saltar por ella, y después se dio la vuelta y me tranquilicé al ver en sus ojos lo que se había ido a disimular. Me dio una palmadita suave en la cabeza y me senté.
—¡Vamos, vamos! —dijo—. Ya está. ¡Bah! No seas tonta.
—No volverá a ocurrir, señor —repliqué—, pero al principio resulta difícil…
—¡Bobadas! —dijo él—. Es muy fácil, muy fácil. ¿Por qué no? Me entero de que hay una huerfanita sin nadie que la proteja y se me ocurre la idea de protegerla yo. Crece y justifica sobradamente mi buena opinión, y yo sigo siendo su protector y amigo. ¿Qué tiene de raro todo eso? ¡Vamos, vamos! Bueno, ya está aclarado todo, y vuelvo a tener ante mí tu cara agradable, confiada y digna de confianza.
Me dije a mí misma: «¡Esther, querida mía, me sorprendes! ¡Verdaderamente, no era esto lo que esperaba de ti!», y tuvo tan buen efecto que crucé las manos sobre mi cesto de llaves y me recuperé totalmente. El señor Jarndyce manifestó su aprobación con un gesto y empezó a hablarme con tanta confianza como si yo tuviera el hábito de conversar con él todas las mañanas desde hacia no sé cuánto tiempo. Y casi tuve la sensación de que así era.
—Naturalmente, Esther —dijo—, tú no entiendes nada de todo este asunto de la Cancillería.
Y naturalmente negué con la cabeza.
—No sé quién lo entenderá —continuó—. Los abogados lo han retorcido hasta dejarlo tan enredado que los datos iniciales del asunto han desaparecido hace tiempo de la faz de la tierra. Se trata de un Testamento, y de los beneficiarios de ese Testamento, o de eso se trataba en un principio. Ahora ya sólo se trata de las Costas. Siempre estamos compareciendo, y desapareciendo, y jurando, e interrogando, y demandando y contrademandando, y argumentando, y sellando, y proponiendo, y remitiendo, e informando, y girando en torno al Lord Canciller y todos sus satélites, y avanzando tranquilamente hacia la muerte polvorienta, y siempre se trata de las Costas. Ésa es la gran cuestión. Todo lo demás, por algún medio extraordinario, ha desaparecido.
—Pero, señor —dije para que volviera atrás, porque había empezado a frotarse la cabeza—, ¿al principio se trataba de un Testamento?
—Pues sí, se trataba de un Testamento cuando todavía se trataba de algo —replicó—. Un tal Jarndyce, en mala hora, hizo una gran fortuna, e hizo un gran Testamento. En la cuestión de cómo se han de administrar los bienes dejados en ese Testamento se despilfarra la fortuna que el Testamento deja; los beneficiarios del Testamento quedan reducidos a una condición tan miserable que si hubieran cometido un crimen horrible, ya sería suficiente expiación el que les hubieran dejado ese dinero, y el Testamento en sí queda en letra muerta. A lo largo de toda la deplorable causa, todo lo que saben todos los que intervienen en ella, salvo un hombre, se remite a ese solo hombre que no sabe nada y que ha de averiguarlo, y a todo lo largo de la deplorable causa, todo el mundo tiene que recibir copias, una vez tras otra, de todo lo que se ha ido acumulando en torno a ella en forma de carretadas de papeles (o debe pagar por ellas aunque no las reciba, que es lo que suele ocurrir, porque nadie las quiere), y tiene que volver otra vez al principio, y volver a empezar, a lo largo de tal zarabanda infernal de costas y honorarios y tonterías y corrupciones como jamás se ha imaginado en las visiones más fantasiosas de un aquelarre. Equidad hace preguntas a Derecho, que devuelve las preguntas a Equidad; el Derecho decide que no puede hacer tal cosa, Equidad averigua que no puede hacer tal otra; ninguno de los dos puede ni siquiera decir que no puede hacer nada, sin que el procurador informe y el abogado comparezca en nombre de A, y tal otro procurador informe y tal otro abogado comparezca en nombre de B, y así hasta recorrer todo el alfabeto, como la historia del pastel de manzana en los Cuentos de Madre Gansa. Y así pasamos años y años, y vidas y vidas, y todo continúa, y vuelve a empezar constantemente una vez tras otra, y nada termina jamás. Y no podemos salirnos del pleito bajo condición alguna, porque nos hicieron partes en él y hemos de ser partes en él, querámoslo o no. ¡Pero no hay que pensar en esas cosas! Cuando mi pobre tío-abuelo, el pobre Tom Jarndyce, empezó a pensar en ellas, ¡fue el principio del fin!
—Señor, ¿es el señor Jarndyce cuya historia me han contado?
Asintió gravemente.
—Yo era su heredero, y ésta era su casa, Esther. Cuando llegué aquí era verdaderamente una casa desolada. Había dejado impresa en ella la huella de sus sufrimientos.
—¡Pues qué cambiada debe estar desde entonces! —comenté.
—Antes de él, la llamaban Los Picos. Fue él quien le dio su nombre actual, y aquí vivía encerrado día y noche, estudiando esos horribles montones de papeles del pleito, y esperando contra toda esperanza desenredarlo de sus mistificaciones y ponerle fin. Entre tanto, la casa se fue deshaciendo, el viento silbaba por las paredes agrietadas, la lluvia entraba por las goteras del techo y las malas hierbas cerraban la entrada de la puerta, que se iba pudriendo. Cuando traje aquí lo que quedaba de él, me pareció que también había saltado la tapa de los sesos de la casa, de lo destrozada y en ruinas que estaba.
Tras decir estas últimas palabras, que pronunció con un temblor, se paseó por la habitación, y después se detuvo a mirarme, alegró el gesto, se acercó y volvió a sentarse con las manos en los bolsillos.
—Ya te dije, hija mía, que éste era el Gruñidero. ¿Dónde estábamos?
Le recordé que estábamos en los cambios tan esperanzadores que había introducido en la Casa Desolada.
—La Casa Desolada; es verdad. Allá, en esa ciudad de Londres, hay una propiedad nuestra que hoy día es muy parecida a lo que era entonces esta Casa Desolada…, y cuando digo propiedad nuestra, digo propiedad del Pleito, pero debería decir propiedad de las Costas, pues las Costas son la única fuerza del mundo que jamás van a sacar algo de todo esto, y que jamás lo considerarán más que como algo horrible y sórdido. Es una calle de casas en ruinas y ciegas, con los ojos apedreados, sin un solo cristal, sin un solo marco de ventana, con unas contraventanas desnudas y agrietadas que caen de sus goznes y se hacen pedazos; las barandillas de hierro van deshaciéndose con el orín, las chimeneas se hunden, los pasos de piedra de todas las puertas (y cada una de ellas podría ser la Puerta de la Muerte) volviéndose de un verde mugriento, y los puntales mismos que sirven de muleta a esas ruinas están deshaciéndose. Aunque la Casa Desolada no estaba en Cancillería, su dueño sí, y quedó estampada con el mismo sello. Hija mía, ese Gran Sello está estampado por toda Inglaterra… ¡Lo conocen hasta los niños!
—¡Cómo ha cambiado! —repetí.
—¡Pues es verdad! —respondió mucho más animado—, y es muy sabio por tu parte hacer que vea el lado bueno de las cosas (¡llamarme sabia a mí!). Son cosas de las que no hablo nunca, en las que ni siquiera pienso nunca, salvo aquí en el Gruñidero. Si consideras oportuno mencionárselas a Rick y a Ada, puedes hacerlo. Lo dejo a tu discreción, Esther. —Esto último, con una mirada muy seria.
—Espero, señor… —empecé.
—Creo, hija mía, que sería mejor que me llamaras Tutor.
Sentí otra vez un nudo en la garganta, y me lo reproché, «Vamos, Esther, esto no debe ser», cuando fingió decirlo con levedad, como si fuera un capricho, en lugar de una delicadeza conmovedora por su parte. Pero les di a las llaves de la casa una pequeña sacudida, como recordatorio a mí misma, y cruzando las manos de forma todavía más determinada en mi cesto, lo miré con calma.
—Espero, Tutor —dije—, que no confíe usted demasiado en mi discreción. Espero que no se confunda conmigo. Me temo que se sienta usted desengañado cuando vea que no soy inteligente, pero la verdad es que no lo soy, y pronto lo vería usted si no tuviera yo la honradez de confesarlo.
No parecía nada desengañado, sino todo lo contrario. Me dijo, con una sonrisa de oreja a oreja, que, de hecho, me conocía muy bien, y que era todo lo inteligente que él necesitaba.
—Ojalá sea así —dije—, pero me da miedo, Tutor.
—Eres lo bastante inteligente para ser la buena mujercita de nuestras vidas, hija mía —dijo en tono juguetón—, la ancianita de la Canción de los Niños (y no me refiero a Skimpole).
Ancianita, ¿dónde subes tan cimero?
A limpiar de telarañas el cielo.
—Seguro que vas a dejar nuestro cielo tan limpio de ellas al hacerte cargo de la casa, Esther, que un día de estos tendremos que dejar el Gruñidero y condenar la puerta.
Y así fue como me empezaron a llamar la Ancianita, y Viejecita, y Telaraña, y señora Shipton, y Madre Hubbard, y señora Durden, y tantos nombres por el estilo, que el mío propio pronto quedó perdido entre todos ellos .
—Sin embargo —dijo el señor Jarndyce—, volvamos a nuestros chismes. Empecemos por Rick, un muchacho estupendo y muy prometedor. ¿Qué vamos a hacer con él?
¡Dios mío, qué idea la de consultarme a mí a ese respecto!
—Hay que estudiarlo, Esther —dijo el señor Jarndyce poniéndose cómodamente las manos en los bolsillos y estirando las piernas—. Hay que darle una profesión, y tiene que elegir algo por sí mismo. Claro que va a haber más peluconeo que nada, supongo, pero algo hay que hacer.
—¿Más qué, Tutor? —pregunté.
—Más peluconeo —me contestó—. Es el único nombre que puedo dar a las cosas de este género. Es pupilo de la Cancillería, hija mía. Kenge y Carboy tendrán algo que decir al respecto; el señor No sé Qué (una especie de sacristán ridículo que excava tumbas en busca del fondo de las causas en un despacho trasero al final de Quality Court, Chancery Lane) tendrá algo que decir al respecto; el procurador tendrá algo que decir al respecto; el Canciller tendrá algo que decir al respecto; los Satélites tendrán algo que decir al respecto; todos ellos tendrán que cobrar unos honorarios sustanciosos al respecto; todo tendrá que ser indeciblemente ceremonioso, verborreico, insatisfactorio y caro, y es lo que llamo, en general, peluconeo. La verdad es que no sé cómo ha llegado la humanidad a verse afligida por el peluconeo, ni qué pecados se hace purgar a estos muchachos al ponerlos en tamañas situaciones, pero así son las cosas.
Empezó a frotarse la cabeza otra vez, y a sugerir que soplaba un cierto viento. Pero para mí era un maravilloso ejemplo de su bondad conmigo el que tanto si se frotaba la cabeza como si se ponía a dar paseítos o hacía ambas cosas, su rostro siempre recuperaba su expresión benigna cuando me miraba, y siempre volvía a ponerse cómodo, y se metía las manos en los bolsillos y estiraba las piernas.
—Quizá lo mejor de todo fuera empezar por preguntar al señor Richard qué inclinaciones tiene —dije.
—Exactamente —replicó—. ¡Eso es lo que quiero decir! Mira, lo mejor es que vayas acostumbrándote a hablar del asunto, con tu tacto y tu estilo discreto, con él y con Ada, a ver lo que pensáis entre todos. Seguro que gracias a ti llegaremos al fondo del asunto, mujercita.
Verdaderamente me asustó la idea de la importancia que estaba adquiriendo yo y de la serie de cosas que se me confiaban. No era esto lo que yo había pretendido en absoluto, sino que hablara él con Richard. Pero, naturalmente, no dije nada en respuesta, salvo que haría todo lo posible, aunque me temía (verdaderamente me pareció necesario repetirlo) que él me considerase mucho más sagaz de lo que verdaderamente era yo. Ante lo cual, mi tutor se limitó a soltar una de las carcajadas más agradables que he escuchado en mi vida.
—¡Vamos! —dijo, levantándose y echando atrás su silla—. ¡Creo que por un día ya tienes bastante del Gruñidero! Sólo una última observación: Esther, hija mía, ¿deseas preguntarme algo?
Me miró de forma tan atenta al decirlo, que yo también lo miré atentamente, y me sentí segura de comprenderlo.
—¿Acerca de mí, señor? —pregunté.
—Sí.
—Tutor —dije, aventurándome a poner mi mano, que de pronto estaba más fría de lo que yo hubiera deseado—. ¡Nada! Estoy segura de que si hubiera algo que debiera saber yo, o que necesitara saber, no tendría que pedirle que me lo dijera. Si no depositara en usted toda mi confianza y toda mi fe, tendría un corazón muy duro. No tengo nada que preguntarle; nada en el mundo.
Me pasó la mano por el brazo y salimos en busca de Ada. A partir de aquel momento me sentí muy a mis anchas con él, sin reservas, perfectamente satisfecha de no saber nada más, perfectamente feliz.
Al principio llevamos una vida muy activa en la Casa Desolada, pues teníamos que familiarizarnos con muchos de los residentes de las cercanías o de más lejos que conocían al señor Jarndyce. A Ada y a mí nos parecía que lo conocían todos los que querían hacer cosas con dinero de otros. Nos sorprendió, cuando empezamos a clasificar sus cartas y a responder a algunas de ellas en el Gruñidero una mañana, averiguar hasta qué punto el principal objeto de las vidas de sus corresponsales parecía ser el de constituirse en comités para recibir y gastar dinero. Las señoras eran tan persistentes como los caballeros; de hecho, creo que lo eran todavía más. Se lanzaban a formar comités con el mayor apasionamiento, y recababan suscripciones con una vehemencia verdaderamente extraordinaria. Nos pareció que algunas de ellas debían de pasar todas sus vidas en el envío de tarjetas de suscripción a todo el Anuario de Correos: resguardos de a chelín, resguardos de a media corona, resguardos de a medio soberano, resguardos de a penique. Pedían de todo. Pedían prendas de vestir, pedían trapos, pedían dinero, pedían carbón, pedían sopa, pedían interés, pedían autógrafos, pedían franela, pedían todo lo que tenía el señor Jarndyce, y lo que no tenía. Sus objetivos eran tan variados como sus peticiones. Iban a levantar nuevos edificios, iban a pagar las deudas de edificios antiguos, iban a establecer en un edificio pintoresco (grabado de la Sección Norte adjunto) la Hermandad de Marías Medievales; iban a hacer un homenaje a la señora Jellyby; iban a hacer que se pintara el retrato de su Secretario, para regalárselo a la suegra de éste, que según era bien sabido, lo quería mucho; iban a hacer de todo, creo verdaderamente, desde imprimir 500.000 folletos hasta conseguir una pensión anual, y desde erigir un monumento de mármol hasta conseguir una tetera de plata. Tenían multitud de títulos. Eran las Mujeres de Inglaterra, las Hijas de la Gran Bretaña, las Hermanas de Todas las Virtudes Cardinales, una por una, o las Mujeres de América, las Damas de cien sectas. Parecían estar siempre nerviosísimas con sus encuestas y sus elecciones. A nuestro pobre juicio, y conforme a lo que ellas mismas decían, parecían estar constantemente consultando a docenas de miles de personas, pero sin presentar jamás candidatos a ningún cargo. Nos daba dolor de cabeza pensar en las vidas tan febriles que debían llevar en general.
Entre las damas que más se distinguían por esta benevolencia rapaz (si se me permite utilizar la expresión) figuraba una tal señora Pardiggle que parecía, a juzgar por el número de sus epístolas al señor Jarndyce, ser una corresponsal casi tan vigorosa como la propia señora Jellyby. Observamos que cuando el tema de la conversación pasaba a la señora Pardiggle siempre cambiaba la dirección del viento, lo cual invariablemente le impedía a él continuar con ese tema, salvo observar que había dos clases de personas caritativas: la primera era la de la gente que hacía pocas cosas y mucho ruido; la segunda, la de la gente que hacía muchas cosas y poco o nada de ruido. Por eso sentíamos curiosidad por ver a la señora Pardiggle, pues sospechábamos que pertenecía a la primera de esas clases, y nos alegramos mucho cuando llegó un día con sus cinco hijos pequeños.
Era una señora de aspecto imponente, con gafas, una gran nariz y una voz muy alta, que daba la sensación de que necesitaba mucho espacio. Y efectivamente era así, pues con las faldas iba tumbando sillitas que estaban bastante lejos de ella. Como no estábamos en casa más que Ada y yo, la recibimos con timidez, pues parecía penetrarlo todo, como el frío, y hacer que los pequeños Pardiggles se fueron volviendo de color azul al seguirla.
—Señoritas, éstos —dijo la señora Pardiggle con gran desenvoltura tras los primeros saludos— son mis cinco chicos. Es posible que hayan visto ustedes sus nombres en una lista impresa de suscriptores (quizá en más de una), en posesión de nuestro estimado amigo el señor Jarndyce. Egbert, que es el mayor (tiene doce años), es el chico que envió su dinero de bolsillo, por un total de cinco chelines y tres peniques, a los indios tockahupos. Oswald, que es el segundo (diez años y medio), es el que contribuyó con dos chelines y nueve peniques al Gran Homenaje Nacional a Smithers. Francis, que es el tercero (nueve años), un chelín y seis peniques y medio. Félix, el cuarto (siete años), ocho peniques a las Viudas sin Recursos. Alfred, el más pequeño (cinco años), se ha enrolado voluntariamente en las Ligas Infantiles de la Alegría, y se ha comprometido a no utilizar jamás en su vida el tabaco en forma alguna.
Jamás había visto yo unos niños tan malhumorados. No era sólo que estuvieran marchitos y encanijados —aunque desde luego lo estaban—, sino que además parecían estar ferozmente descontentos. Cuando se mencionaron las palabras «indios tockahupos», yo hubiera podido suponer que Egbert era uno de los miembros más melancólicos de esa tribu, dada la mirada salvaje que me dirigió con el ceño fruncido. La cara de cada uno de los chicos, a medida que se mencionaba el volumen de su contribución, iba ensombreciéndose con un aspecto claramente vengativo, pero quien peor miraba era Egbert. Sin embargo, debo exceptuar al pequeño recluta de las Ligas Infantiles de la Alegría, que estaba silenciosa y totalmente sintiéndose desgraciado.
—Según tengo entendido —continuó la señora Pardiggle—, han estado ustedes de visita en casa de la señora Jellyby.
Dijimos que sí, que habíamos pasado una noche allí.
—La señora Jellyby —siguió diciendo aquella señora, siempre en el mismo tono altisonante, enfático y duro, de manera que su voz me daba la sensación de que también llevara impertinentes en la boca (y aquí debo aprovechar la oportunidad de observar que sus impertinentes eran tanto menos atractivos porque tenía los ojos que Ada calificaba de «ojos de asfixiado», es decir, muy saltones). La señora Jellyby es una benefactora de la sociedad, y merece que se le ayude. Mis chicos han contribuido al proyecto africano: Egbert con un chelín y seis peniques, que es toda su paga de nueve semanas; Oswald con un chelín y un penique y medio, que es lo mismo; el resto conforme a sus escasos medios. Pero yo no estoy de acuerdo con la señora Jellyby en todo. No estoy de acuerdo con la forma en que trata la señora Jellyby a su joven familia. Ya se ha comentado. Se ha observado que su joven familia está excluida de la participación en los temas a los que se consagra ella. Quizá tenga razón y quizá se equivoque, pero con razón o sin ella, yo no trato así a mi joven familia. La llevo a todas partes.
Después quedé convencida (y también Ada) de que el enfermizo hijo mayor dio un grito agudo al oír aquellas palabras. Lo transformó en un bostezo, pero al principio era un grito.
—Vienen a Maitines conmigo (son unos oficios muy bonitos) a las seis y medía de la mañana todo el año, incluido claro está, en pleno invierno —dijo rápidamente la señora Pardiggle— y permanecen conmigo a lo largo de las diversas actividades del día. Visito las escuelas, visito a los enfermos, les leo, estoy en el Comité de Distribución; pertenezco al Comité Local de Ropa Blanca y a muchos comités generales, y recorro muchas casas, quizá más que nadie. Pero ellos me acompañan a todas partes, y así van adquiriendo ese conocimiento de los pobres y adquiriendo esa capacidad de hacer caridad en general (en resumen, la afición a estas cosas) que cuando sean mayores les permitirá ser útiles a sus prójimos y sentirse satisfechos consigo mismos. Mi joven familia no es frívola; los chicos se gastan toda su paga en suscripciones, bajo mi orientación, y han asistido a tantas reuniones, y escuchado tantas conferencias, tantos discursos y debates como la mayor parte de los adultos. Alfred (cinco años), como ya he mencionado, ha ingresado, por su propia voluntad, en las Ligas Infantiles de la Alegría, fue uno de los pocos niños que en aquella ocasión dio muestras de seguir despierto tras un ferviente discurso de dos horas del presidente de la velada.
Alfred nos miró ceñudo, como si jamás quisiera, ni pudiera, perdonar el insulto de aquella velada.
—Quizá haya observado usted, señorita Summerson —dijo la señora Pardiggle—, en algunas de las listas que he mencionado y que se hallan en posesión de nuestro estimado amigo el señor Jarndyce, que los nombres de mi joven familia terminan siempre con el de O. A. Pardiggle, Miembro de la Real Sociedad de Estudios Científicos, una libra. Es su padre. Generalmente seguimos el mismo orden. Yo pongo mi óbolo en primer lugar; después viene mi joven familia, que ponen sus contribuciones, conforme a sus edades y sus escasos medios, y después el señor Pardiggle cierra la retaguardia. El señor Pardiggle celebra poder hacer su limitada contribución, bajo mi orientación, y así no sólo se hacen las cosas agradables para nosotros, sino que, según confiamos, sirven para mejorar la condición de los demás.
¿Y si el señor Pardiggle comiera con el señor Jellyby, y si el señor Jellyby se sincerase con el señor Pardiggle después de comer, haría el señor Pardiggle, a cambio, alguna confidencia al señor Jellyby? Me sentí muy confusa al pensar aquello, pero la verdad es que me lo pregunté.
—¡Están ustedes muy bien situadas aquí! —dijo la señora Pardiggle.
Celebramos cambiar de tema y fuimos a la ventana a enseñarle las bellezas de la perspectiva, en las que los impertinentes parecieron posarse con curiosa indiferencia.
—¿Conocen al señor Gusher? —preguntó nuestra visitante.
Nos vimos obligadas a decir que no teníamos el placer de haber visto al señor Gusher.
—Pues lo siento por ustedes, se lo aseguro —dijo la señora Pardiggle con su tono de ordeno y mando—. Es un orador ferviente y apasionado: ¡lleno de ardor! Si se pusiera a hablar desde una carreta en ese jardín, que según veo por la configuración del terreno, es un lugar ideal para una reunión pública, daría relieve durante horas y horas a cualquier ceremonia que quisieran ustedes mencionar. Pero seguro, señoritas —dijo la señora Pardiggle, volviendo a su silla y tirando al suelo, como si fuera mediante una agencia invisible, una mesita redonda que estaba a considerable distancia, con mi costurero encima—, que ya han advertido ustedes lo que soy yo.
Verdaderamente, era una pregunta tan asombrosa que Ada se me quedó mirando sin saber en absoluto qué decir. En cuanto al carácter culpable de mi propia conciencia, tras lo que había estado pensando yo, debe de haberse expresado en el rubor de mis mejillas.
—Han advertido, quiero decir —continuó la señora Pardiggle— el aspecto más notable de mi carácter. Tengo conciencia de que es tan notable que se descubre inmediatamente. Sé que se me descubre en seguida. ¡Bueno! Lo reconozco francamente: soy una mujer de negocios. Me gusta trabajar mucho; me agrada el trabajo intenso. La emoción me sienta bien. Estoy tan acostumbrada al trabajo intenso, y soy tan inmune a él, que no sé lo que es el cansancio.
Murmuramos que aquello era asombroso y muy de celebrar, o algo por el estilo. Creo que tampoco sabíamos lo que decíamos, pero eso era lo que expresaban nuestras palabras de cortesía.
—No sé lo que es estar cansada; ¡no me puedo cansar aunque lo intente! —dijo la señora Pardiggle—. La cantidad de esfuerzo (que para mí no es esfuerzo), la cantidad de negocios (que a mí me parecen como si nada) que hago es algo que a veces me sorprende a mí misma. ¡He visto a mi joven familia y al señor Pardiggle quedarse agotados sólo de mirarme, mientras que yo puedo decir sinceramente que seguía fresca como una rosa!
Si aquel muchacho, el mayor de todos, el de la cara cetrina, pudiera tener una expresión más maliciosa de la que ya exhibía entonces, entonces fue cuando la puso. Observé que doblaba el puño derecho y le daba a escondidas un golpe a la copa de la gorra, que llevaba bajo el brazo izquierdo.
—Eso me da una gran ventaja cuando salgo a hacer mis recorridos —continuó la señora Pardiggle—. Si me encuentro con alguien que no está dispuesto a escuchar mis palabras, le digo directamente: «Amigo mío, soy incapaz de cansarme, nunca estoy fatigada, y me propongo seguir hasta haber terminado». ¡Da unos resultados admirables! Señorita Summerson, ¿espero que dispondré inmediatamente de su asistencia en mis recorridos de visitas, y la de la señorita Clare, dentro de muy poco?
Al principio traté de excusarme de momento, so pretexto general de las muchas ocupaciones que tenía, y que no debía descuidar. Pero fue una protesta inútil, en vista de lo cual dije de modo más concreto que no estaba segura de ser competente para ello. Que no tenía experiencia en el arte de adaptar mi mente a otras de situación muy distinta, y dirigirme a ellas con los puntos de vista adecuados. Que no tenía ese conocimiento delicado del corazón que debe ser indispensable para las obras de ese tipo. Que yo misma tenía mucho que aprender antes de enseñar a otros, y que no podía confiar sólo en mis buenas intenciones. Por todos aquellos motivos, me parecía mejor ser de utilidad donde podía, y prestar los servicios que pudiera a quienes estaban en mi entorno inmediato, tratar de dejar que ese círculo fuera ampliándose natural y gradualmente. Dije todo ello sin ninguna confianza, porque la señora Pardiggle era mucho mayor que yo, y tenía mucha experiencia, además de ostentar unos modales muy militares.
—Se equivoca usted, señorita Summerson —dijo—; pero quizá no esté usted acostumbrada al trabajo intenso ni a las emociones que comporta, lo cual es muy importante. Si desea usted ver cómo hago yo mis obras, ahora mismo estoy a punto de visitar —con mi joven familia a un ladrillero de las cercanías (de muy mal carácter), y celebraré mucho que me acompañe. La señorita Clare también, si quiere hacerme ese favor.
Ada y yo intercambiamos una mirada, y como en todo caso íbamos a salir, aceptamos el ofrecimiento. Cuando volvimos corriendo de ponernos los sombreros, encontramos a la joven familia aburrida en un rincón y a la señora Pardiggle dándose vueltas por la habitación, tirando al suelo casi todos los objetos de poco peso que había en ella. La señora Pardiggle tomó posesión de Ada y yo las seguí con la familia.
Ada me contó después que la señora Pardiggle le habló en el mismo tono altisonante (tanto que hasta yo podía oírla) durante todo el camino hasta la casa del ladrillero acerca de una emocionante competición en la que estaba empeñada desde hacía dos o tres años contra una pariente anciana en torno a cuál de sus candidatos respectivos podía obtener una pensión no sé dónde. Cada una de ellas se había dedicado a imprimir, a prometer, a obtener votos por correo y a hacer visitas casa por casa, y parecía que aquello había impartido gran animación a todos los participantes, salvo a los candidatos a recibir la pensión, que seguían sin recibirla.
A mí me agrada mucho que los niños confíen en mí, y por lo general es un placer contar con esa confianza, pero en aquella ocasión me produjo gran desasosiego. En cuanto salimos de la casa, Egbert, con los modales de un pequeño salteador, me exigió un chelín, porque según dijo, le habían «mangao» su dinero del bolsillo. Cuando le señalé lo incorrecto que era utilizar esa palabra, especialmente en relación con su madre (porque había añadido en tono hostil que había «sido ésa»), me dio un pellizco y dijo: «¡Eh! ¡Vamos! ¿Qué cuentas? ¿A que a ti no te gustaría eso? ¿Para qué hace esa comedia de hacer como que me da dinero y luego me lo quita? ¿Por qué dice que es mi paga y luego nunca me deja gastarla?». Aquellas preguntas exasperantes le encendieron tanto el ánimo, y los de Oswald y Francis, que todos se pusieron a pellizcarme al mismo tiempo, y de manera terriblemente experta: cogiéndome por unos pedacitos tan pequeños de carne de los brazos que apenas si pude evitar el dar un grito. Al mismo tiempo, Felix me pisaba los dedos de los pies, Y el de la Liga de la Alegría, que como tenía descontada su paga para siempre, se había comprometido de hecho a abstenerse tanto de comer dulces como de fumar, estaba tan lleno de pena y de rabia cuando pasamos al lado de una pastelería que me dejó aterrada al ver que se ponía de color azul. Nunca he sufrido tanto, física como espiritualmente, durante un paseo con gente joven como con aquellos niños antinaturalmente encorsetados cuando me hicieron el honor de comportarse con naturalidad conmigo.
Me alegré cuando llegamos a casa del ladrillero, aunque no era sino parte de un grupo de casuchas miserables en una ladrillería, con pocilgas al lado de las ventanas rotas y unos huertecillos miserables delante de las puertas, en los que no crecía nada más que unos cuantos charcos fangosos. Acá y acullá había un barreño viejo puesto fuera para atrapar el agua de lluvia que goteaba de los tejados, o había una pequeña presa hecha para contener otro charquito, como un montoncito sucio de tierra. En las puertas y las ventanas había algunos hombres y mujeres acodados o paseándose, y casi ni se fijaron en nosotros, salvo para reír entre sí o decir algo a nuestro paso en relación con que la gente fina debía ocuparse de sus cosas y no meterse en líos y mancharse los zapatos por venir a meterse en los asuntos de otra gente.
La señora Pardiggle, que abría camino con grandes muestras de determinación moral y que hablaba con gran verborrea de las costumbres desordenadas de la gente (aunque a mí me parecía muy dudoso que cualquiera de nosotros hubiera podido ser ordenado en un sitio así), nos llevó a una casita en el punto más remoto, cuyo piso bajo casi llenamos nosotras. Además de nosotras, en aquella habitacioncita maloliente y húmeda había una mujer con un ojo amoratado que estaba junto a la chimenea cuidando de un pobre bebé jadeante, un hombre todo manchado de arcilla y de barro, que parecía hallarse en mal estado, echado en el suelo y fumando una pipa, un muchacho robusto que le estaba poniendo un collar a un perro y una chica descarada que estaba lavando algo en agua muy sucia. Todos ellos levantaron la vista cuando entramos, y la mujer pareció volver la cara hacia la chimenea, como para disimular el ojo amoratado; nadie nos saludó.
—Bien, amigos míos —dijo la señora Pardiggle, aunque a mí no me pareció que lo dijera con tono nada amistoso; tenía la voz demasiado oficiosa y mandona—. ¿Cómo estáis todos? Ya estoy aquí. Recordad que os dije que a mí no me podíais cansar. A mí me gusta el trabajo intenso, y cumplo con mi palabra.
—Ya no van a venir más de ustedes, ¿verdad? —gruñó el hombre que estaba echado en el suelo, apoyándose la cabeza en la mano mientras nos contemplaba.
—No, amigo mío —dijo la señora Pardiggle, sentándose en un taburete y echando otro a rodar—. Ya estamos todos.
—A lo mejor se creen que no son bastantes —dijo aquel hombre, con la pipa en la boca, mientras nos miraba fijamente.
El muchacho y la chica se echaron a reír. Dos amigos del muchacho a quienes habíamos atraído a la puerta de entrada, y que se habían quedado allí con las manos en los bolsillos, hicieron eco sonoramente a sus risas.
—Amigos míos, no podéis cansarme —dijo la señora Pardiggle a estos últimos—. Me gusta el trabajo, y cuanto más trabajo me deis, más me gusta.
—¡Pues hay que darle en el gusto! —gruñó el hombre desde el suelo—. Por mí, que haga lo que quiera, pero cuanto antes. Estoy harto de que se tomen estas libertades con mi casa. Estoy harto de que me persigan como a un tejón. Ahora se va usted a hurgar por ahí y a hacer preguntas sobre cosas que no le importan nada, como siempre… Ya me la conozco a usted. ¡Vale! Pero no hace falta, le voy a ahorrar el esfuerzo. ¿Está mi hija lavando? Sí, está lavando. Miren el agua. ¡Huélanla! ¡Y eso es lo que bebemos! ¿Qué les parece y que les parecería si en lugar de esa agua tuviéramos ginebra? ¿Tengo sucia la casa? Pues claro. Está sucia por naturaleza, y es malsana por naturaleza, y hemos tenido cinco hijos sucios y malsanos, que por eso se nos han muerto de chicos, y mejor para ellos, y para nosotros también. ¿He leído el librito que me dejó usted? No, no he leído el librito que me dejó usted. Aquí ninguno de nosotros sabe leer, y si supiéramos, no es libro para mí. Es un libro para niños, y yo no soy ningún niño. Y si me dejara usted una muñeca, no me iba a poner a jugar con ella. ¿Cómo me he estado portando? Pues he estado borracho tres días, y estaría cuatro si tuviera con qué. ¿Es que no voy a ir nunca a la iglesia? No, no voy a ir nunca a la iglesia. Y si fuera no me recibirían en ella; el sacristán es demasiado fino para la gente como yo. ¿Y cómo es que mi mujer tiene un ojo amoratado? ¡Pues se lo puse yo, y si lo niega, es que miente!
Para decir todo aquello se había quitado la pipa de la boca, y después se recostó del otro lado y se volvió a poner a fumar. La señora Pardiggle, que lo había estado contemplando por entre los impertinentes con una compostura forzada y calculada, según no pude por menos de pensar, para aumentar el antagonismo del hombre, se sacó una biblia como si fuera la porra de un policía y detuvo a toda la familia. Quiero decir, claro, que la detuvo religiosamente, pero de verdad que lo hizo como si fuera un policía moral inexorable que se los llevara a todos a una comisaría.
Ada y yo nos sentíamos muy incómodas. Las dos nos sentíamos como unas intrusas y fuera de lugar, y ambas opinábamos que la señora Pardiggle se llevaría infinitamente mejor con aquella gente si no hubiera tenido aquella forma mecánica de tomar posesión de las personas. Los niños lo contemplaban todo malhumorados; la familia no nos hacía el menor caso, salvo cuando el muchacho hizo ladrar al perro, que es lo que hacía cada vez que la señora Pardiggle se ponía más enfática. Las dos advertíamos dolorosamente que entre nosotras y aquella gente existía una barrera férrea, que nuestra nueva amiga no podía levantar. No sabíamos quién ni cómo podría levantarla, pero sí sabíamos que ella no. Nos parecía que incluso lo que leía y decía estaba mal escogido para aquel público, aunque se hubiera impartido con la mayor modestia y el mayor tacto del mundo. En cuanto al librito que había mencionado el hombre recostado, después nos enteramos de lo que era, y el señor Jarndyce comentó que dudaba que ni siquiera Robinson Crusoe hubiera sido capaz de leerlo, aunque no hubiera tenido ningún otro en su isla desierta.
En aquellas circunstancias, nos sentimos muy aliviadas cuando la señora Pardiggle dejó de leer. El hombre del suelo volvió la cabeza otra vez y dijo desganado:
—¡Bueno! Eso es que ya ha terminado, ¿no?
—Por hoy, amigo mío. Pero yo no me canso nunca. Ya volveré a verlos en su momento —respondió la señora Pardiggle en tono muy animado.
—¡Con tal que ahora se vaiga —dijo él, cruzándose de brazos y cerrando los ojos mientras pronunciaba un juramento—, haga usted lo que quiera!
En consecuencia, la señora Pardiggle se levantó y organizó un torbellino en aquella habitacioncita, al que apenas si escapó ni la pipa. Después, tomando a uno de sus hijos de cada mano, y diciendo a los otros que la siguieran de cerca, y con la expresión de su esperanza de que el ladrillero y toda su familia estuvieran en mejores circunstancias cuando volviera ella a visitarlos, pasó a otra casita. Espero que no parezca demasiado duro por mi parte si digo que en todo aquello, como en todo lo que ella hacía, no mostró ningún ánimo conciliatorio, sino el de hacer la caridad al por mayor y de convertirla en un negocio de grandes dimensiones.
Ella suponía que la seguíamos, pero en cuanto vimos que se alejaba, nos acercamos a la mujer que estaba ante la chimenea y le preguntamos si el bebé estaba enfermo.
Se limitó a mirarlo mientras él yacía en su regazo. Ya habíamos visto antes que cuando lo miraba se tapaba el ojo amoratado con la mano, como si deseara alejar al pobre niñito de toda idea del ruido, la violencia y los malos tratos.
Ada, cuyo buen corazón se había conmovido al ver cómo estaba el niño, se inclinó a acariciarle la carita. Entonces vi yo lo que había ocurrido y le hice echarse atrás. El niño había muerto.
—¡Ay, Esther! —exclamó Ada cayendo de rodillas ante él—. ¡Míralo! ¡Ay, Esther, querida mía, pobrecito! ¡Pobrecito, debe de haber sufrido tanto! ¡Lo siento tanto por él! ¡Lo siento tanto por su pobre madre! ¡Nunca en mi vida había visto nada más triste! ¡Ay, niño, niño!
Tanta compasión, tanta dulzura, al inclinarse ella llorando, y cogerle la mano a la madre, hubiera ablandado el alma de cualquier madre del mundo. La mujer primero la miró asombrada y después rompió en sollozos.
Al cabo de un rato le tomé del regazo su leve carga, hice lo que pude para que el descanso del niño pareciese más armonioso y más blando, lo puse en un cajón y lo cubrí con mi pañuelo. Tratamos de consolar a la madre y le susurramos lo que decía de los niños Nuestro Salvador. Ella no nos respondió nada, sino que siguió allí sentada llorando, llorando mucho.
Cuando me di la vuelta vi que el muchacho había sacado al perro y estaba mirándonos desde la puerta, con los ojos secos, pero en silencio. También la chica estaba en silencio, sentada en un rincón y mirando al suelo. El hombre se había levantado. Seguía fumando su pipa con aire desafiante, pero estaba callado.
Mientras yo los miraba entró corriendo una mujer muy fea y mal vestida, que fue directamente a la madre, diciendo: «¡Jenny! ¡Jenny!» Cuando la madre oyó su nombre se levantó y se lanzó al cuello de la mujer.
También ésta tenía en la cara y en los brazos huellas de malos tratos. No tenía ningún rasgo agradable, salvo su gesto de conmiseración, pero cuando se condolió con la mujer, y empezó a llorar también ella, no le hacía falta ser bella. Digo que se condolió, pero no decía más que: «¡Jenny! ¡Jenny!». Todo estaba en el tono con que lo decía.
Me pareció muy emocionante ver tan unidas a aquellas dos mujeres, tan ordinarias, desaseadas y maltratadas; ver lo que podían ser la una para la otra; ver lo que sentían la una por la otra; cómo se ablandaba el corazón de ambas ante las duras pruebas de sus vidas. Creo que nunca vemos el lado bueno de esa gente. Es poco lo que se sabe de lo que son los pobres para los pobres, salvo lo que saben ellos mismos y Dios.
Consideramos mejor retirarnos y dejarlas a solas. Nos fuimos en silencio y sin que nadie se fijara en nosotras, salvo el hombre. Éste estaba apoyado en la pared junto a la puerta, y al ver que apenas si teníamos sitio para pasar, salió antes que nosotras. Parecía como si quisiera disimular que lo hacía por nosotras, pero nos dimos cuenta de que era así y le dimos las gracias. No nos respondió.
Al volver a casa, Ada estaba tan triste, y Richard, a quien encontramos allí, se preocupó tanto al verla llorar (¡aunque cuando ella salió me comentó que también verla así era muy hermoso!), que decidimos volver por la noche a llevarles algo y repetir nuestra visita a casa del ladrillero. Al señor Jarndyce le dijimos lo menos posible, pero en seguida cambió la dirección del viento.
—Pues es una gente excelente —dijo, empezando a pasearse—, la señora Pardiggle y todos los demás. ¡Gente excelente! Hacen mucho bien y quieren hacer mucho más. Pero quieren que de todos los Telares salga el mismo modelo, lo quieren todo; se empeñan en matar moscas a cañonazos, en armar jaleo por todo, ¡y son tan condenadamente infatigables…! ¡Ay, Dios mío, es verdad, siento el viento por todas partes!
Aquella noche, Richard nos acompañó a la escena de nuestra expedición matutina. Por el camino tuvimos que pasar junto a una taberna ruidosa, junto a cuya puerta había varios hombres. Entre ellos, y metido en una discusión, estaba el padre del bebé. Poco después pasamos al muchacho, acompañado por el perro. La hermana estaba riéndose y charlando con otras jóvenes en la esquina de la fila de casitas, pero pareció sentir vergüenza al vernos y nos dio la espalda.
Dejamos a nuestra escolta a escasa distancia de la vivienda del ladrillero, y seguimos solas adelante. Cuando llegamos a la puerta, nos tropezamos con la mujer que tanto había consolado a la madre, que estaba de pie allí y miraba afuera, preocupada.
—¿Son ustedes, señoritas? —preguntó en un susurro—. Estoy mirando por si llega mi hombre. Tengo el corazón en la boca. Si me pesca fuera de casa, seguro que me mata.
—¿Se refiere usted a su marido? —pregunté.
—Sí, señorita, mi hombre. Jenny está dormida, está agotada. La pobrecita apenas si se había quitado a la criatura del regazo, siete días y siete noches, menos cuando he venido yo para que descansara un rato.
Se hizo a un lado, y nosotras entramos en silencio y depositamos lo que habíamos traído al lado de la yacija miserable en que estaba durmiendo la madre. Nadie había hecho nada por arreglar el cuarto, que parecía, por su propia naturaleza, imposible de limpiar, pero la criaturita cerúlea, que parecía irradiar tanta solemnidad, estaba vuelta a arreglar y a lavar, y sobre mi pañuelo, que seguía cubriendo al pobre bebé, las mismas manos ásperas y llenas de cicatrices habían depositado tiernamente un ramillete de flores silvestres.
—¡Que el cielo se lo pague! —exclamé—. Es usted muy buena.
—¿Yo, señoritas? —contestó, sorprendida—. ¡Callen! ¡Jenny! ¡Jenny!
La madre había gemido en sueños y se había movido. Pareció que el sonido de aquella voz conocida volvía a calmarla. Quedó en silencio una vez más.
¡Qué poco me imaginaba yo, al levantar mi pañuelo para ver al pequeñito que dormía bajo él y sentir como que veía un halo brillar en torno al niño entre el pelo caído de Ada cuando ésta inclinó la cabeza conmiserativa, qué poco me imaginaba yo en qué seno inquieto llegaría a reposar aquel pañuelo, tras cubrir este otro pecho inmóvil y en paz! No pensé más que quizá el Ángel de aquel niño no dejaría de tener conciencia de la mujer que lo volvía a colocar con mano tan solícita, que quizá no la olvidara del todo poco después, cuando nos despidiéramos de ella y la dejáramos a la puerta, mirando unas veces y escuchando otras, aterrada por su propia suerte, mientras seguía diciendo con su aire tranquilizador de siempre: «¡Jenny! ¡Jenny!».