Casa desolada

14. El buen Porte

14. El buen Porte

Richard se marchó el día siguiente por la tarde, a iniciar una nueva carrera, y me encargó que cuidara de Ada con grandes manifestaciones de amor hacia ésta y de gran confianza en mí. Me conmovió entonces reflexionar, y todavía me conmueve más ahora el recordar (dado lo que todavía he de narrar), cómo se ocupaban de mí, incluso en aquellos momentos tan importantes. Yo formaba parte de todos sus planes, presentes y futuros. Debía escribir a Richard una vez a la semana e informarle fielmente cómo le iba a Ada, que le iba a escribir una vez cada dos días. Él, por su parte, debía escribirme por su propia mano para comunicarme todas sus tareas y todos sus triunfos; yo observaría lo decidido y perseverante que iba a ser él, sería la madrina de Ada cuando se casaran, después viviría con ellos y tendría todas las llaves de su casa; sería feliz por siempre jamás.

—Y si saliéramos ricos del pleito, Esther ¡que es muy posible, ya sabes…! —añadió Richard para acabar de coronarlo todo.

Pasó una sombra por la cara de Ada.

—Pero, Ada, querida mía, ¿por qué no?

—Preferiría que nos declarasen pobres de una vez —dijo Ada.

—¡Ah, pues no sé! —replicó Richard—, pero en todo caso no nos van a declarar nada de momento. Sabe Dios cuántos años hace que no declaran nada.

—Es verdad —dijo Ada.

—Sí, pero —insistió Richard en respuesta, más bien, al gesto de ella que a sus palabras— cuanto más tiempo continúe, mi querida prima, más cerca tiene que estar la solución, sea lo que sea. ¿No es razonable lo que digo?

—Tendrás razón tú, Richard. Pero me temo que si confiamos en eso, vamos a ser muy infelices.

—¡Pero, Ada mía, no vamos a confiar en eso! —exclamó Richard en tono alegre—. Ya sabemos que no es posible. Lo único que decimos es que si nos hace ricos, entonces no tenemos ninguna objeción fundamental a ser ricos. El Tribunal, por una solemne decisión de la ley, es nuestro austero tutor, y hemos de suponer que lo que nos conceda (cuando nos conceda algo) es nuestro por derecho propio. No tenemos por qué renunciar a lo que es nuestro.

—No —dijo Ada—, pero quizá sea mejor que nos olvidemos de todo eso.

—¡Bueno, bueno! —exclamó Richard—. ¡Entonces nos olvidamos de todo! Lo dejamos todo sumido en el olvido. ¡La señora Durden pone un gesto de aprobación, y se acabó!

—El gesto de aprobación de la señora Durden —dije yo, levantando la vista de la caja en la que estaba colocados los libros de Richard— no era muy visible cuando has hablado de él, pero sí que lo aprueba, y cree que es lo mejor que podéis hacer.

De manera que Richard dijo que aquello había acabado, y empezó inmediatamente, sin ningún fundamento a hacer tantos castillos en el aire que más bien aquello parecía la gran muralla china. Se marchó muy animado. Ada y yo, seguras de que lo echaríamos mucho de menos, iniciamos una vida más pausada.

A nuestra llegada a Londres habíamos ido con el señor Jarndyce a visitar a la señora Jellyby, pero por desgracia no la habíamos encontrado en casa. Según parecía, había ido a tomar el té a alguna parte y se había llevado a la señorita Jellyby. Además de tomar el té, en aquella reunión se iban a hacer muchos discursos y a escribir muchas cartas sobre las ventajas en general del cultivo del café, conjuntamente con los indígenas, en la Colonia de Borriobula-Gha. Todo aquello, sin duda, implicaba un uso lo bastante activo de pluma y tinta como para que la participación de su hija en las actividades no fuera precisamente una diversión.

Como ya había pasado la fecha en la que debía regresar la señora Jellyby, volvimos otra vez. Estaba en la ciudad, pero no en casa, pues había ido a Mile End, inmediatamente después de desayunar, para algo que ver con Borriobula-Gha, relacionado con una Sociedad llamada la Sección Auxiliar Asistencial del Este de Londres. Como en nuestra última visita yo no había tenido oportunidad de ver a Peepy (porque no aparecía por ninguna parte y la cocinera creía que debía de haberse ido a dar un paseo en la carretera del barrendero), volví a preguntar por él. Todavía estaban en el pasillo las conchas de ostras con las que había estado construyendo una casita, pero no se lo podía ver por ninguna parte, y la cocinera supuso que debía de haberse «ido con las ovejas». Cuando repetimos, un tanto sorprendidas, «¿con las ovejas?», nos dijo que sí, que los días de mercado a veces las seguía hasta que salían de Londres, y volvía en un estado imposible.

A la mañana siguiente estaba yo sentada con mi Tutor al lado de la ventana, mientras Ada escribía muy ocupada (a Richard, naturalmente), cuando anunciaron a la señorita Jellyby, y entró ésta llevando consigo al propio Peepy, a quien había intentado dejar presentable, para lo cual no lo había dejado sucio más que en los rincones de la cara y de las manos, le había mojado mucho el pelo y después se lo había revuelto violentamente con los dedos. Todo lo que llevaba puesto el pobrecillo le estaba demasiado grande o demasiado pequeño. Entre otros adornos contradictorios, llevaba un solideo de obispo y unos mitoncitos de bebé. Las botas que llevaba eran, a pequeña escala, dignas de un pocero, y las piernas, surcadas de cicatrices por todas partes, de manera que parecían un mapa, las llevaba desnudas bajo un par de pantaloncitos muy cortos a cuadros, cada una de cuyas perneras estaba rematada con unas puntillas diferentes. Los deficientes botones de su chaqueta a cuadros provenían evidentemente de una de las levitas del señor Jellyby, dados su gran brillo metálico y su colorido exagerado. En varias partes de su atavío aparecían especímenes de costura de lo más extraordinario, donde se lo habían remendado a toda prisa, y en el atuendo de la señorita Jellyby percibí huellas de la misma mano. Sin embargo, ella tenía un aspecto increíblemente mejor, y estaba muy atractiva. Tenía conciencia de que, pese a todos sus esfuerzos, el pobrecito Peepy era un fracaso, como mostró al entrar, por la forma en que primero lo miró a él y luego a nosotros.

—¡Ay, Dios mío! —gimió mi tutor—. ¡Sopla de Levante!

Ada y yo le dimos una cordial bienvenida y la presentamos al señor Jarndyce, a quien dijo al sentarse:

—Los saludos de mi Mamá, que espera que la excuse usted, porque está corrigiendo las pruebas del plan. Va a tirar cinco mil circulares nuevas, y está segura de que le interesará a usted ver un ejemplar. Se lo he traído con los saludos de mi Mamá. —Y se lo dio con gesto enfadado.

—Gracias —dijo mi Tutor—. Le estoy muy agradecido a la señora Jellyby. ¡Dios mío, qué viento más molesto!

Ada y yo nos ocupábamos de Peepy, a quien despojamos de su sombrero clerical y preguntamos si se acordaba de nosotras, Peepy primero se tapó la cara con el codo, pero se ablandó al ver el pastel y me dejó que lo sentara en mis rodillas, donde se quedó comiendo en silencio. Después, el señor Jarndyce se retiró a su gruñidero provisional y la señorita Jellyby inició una conversación con su brusquedad acostumbrada:

—En Thavies Inn todo sigue igual de mal que de costumbre. No tengo ni un minuto de tranquilidad. ¡Todo el tiempo hablando de África! No podía irme peor si fuera uno de esos como-se-llame. ¡Ese que es hermano mío!

Traté de decirle algo para calmarla.

—¡Bah, es todo inútil, señorita Summerson! —exclamó la señorita Jellyby—, aunque de todos modos le agradezco su buena intención. Ya sé que se me utiliza, y nadie me va a convencer de lo contrario. Usted no se dejaría convencer si la estuvieran utilizando así. ¡Peepy, vete debajo del piano a jugar a las fieras!

—¡No quiero! —dijo Peepy.

—¡Muy bien, niño mimado, desagradecido, cruel! —replicó la señorita Jellyby con lágrimas en los ojos— No voy a volver a vestirte nunca.

—¡Ya voy, Caddy, ya voy! —dijo Peepy, que en realidad era un niño muy bueno y que se conmovió tanto ante las lágrimas de contrariedad de su hermana que se puso a jugar inmediatamente.

—Parece una bobada llorar por algo tan insignificante —dijo la pobre señorita Jellyby—, pero es que estoy agotada. He estado escribiendo las direcciones en las nuevas circulares hasta las dos de la mañana. Detesto tanto todo el asunto que basta con eso para que me duela la cabeza y lo vea todo borroso. ¡Y miren a ese pobrecito! ¿No les horroriza?

Peepy, felizmente inconsciente de los defectos de su atavío, estaba sentado en la alfombra, detrás de una de las patas del piano, contemplándonos con calma desde su refugio, mientras se comía el pastel.

—Le he dicho que se fuera al otro lado de la sala —observó la señorita Jellyby acercando su silla a las nuestras— porque no quiero que oiga nuestra conversación. ¡Son tan listos estos chiquillos! Iba a decir que en realidad las cosas van peor que nunca. Mi papá va a caer en la quiebra dentro de nada, y espero que entonces se quede contenta mi Mamá. La culpa de todo la tendrá ella.

Dijimos que esperábamos que los negocios del señor Jellyby no estuvieran en tan mal estado.

—De nada valen las esperanzas, aunque son ustedes muy amables —replicó la señorita Jellyby meneando la cabeza—. Ayer por la mañana me dijo mi Papá (y no saben ustedes lo triste que está) que ya no puede capear el temporal. Me sorprendería mucho que pudiera. Cuando todos los proveedores nos mandan a casa lo que quieren ellos, y los criados hacen lo que quieren con eso, y yo no tengo tiempo para arreglar las cosas, aunque supiera, y a mi Mamá le da todo igual, me gustaría saber cómo va mi Papá a capear el temporal. Desde luego, si yo fuera mi Papá, me iría de casa.

—¡Pero hija mía! —dije yo con una sonrisa—. Sin duda, tu padre piensa en su familia.

—Ah, sí, su familia está muy bien, señorita Summerson —respondió la señorita Jellyby—, pero, ¿de qué le vale a él su familia? Su familia no son más que facturas, suciedad, despilfarro, ruido, caídas por las escaleras, confusión y padecimientos. Cuando llega a casa, una semana tras otra semana, es como si siempre fuera día de limpieza general, ¡pero nunca se limpia nada!

La señorita Jellyby golpeó el suelo con un pie y se secó los ojos.

—¡Lo único que sé es que mi Papá me da mucha pena, y mi Mamá me da tanta rabia que no hallo palabras para expresarla! —continuó diciendo— Pero no estoy dispuesta a seguir soportándolo. Estoy decidida a no seguir siendo una esclava toda la vida, y no voy a aguantar que se me declare el señor Quale. ¡Vaya un negocio, casarse con un filántropo! ¡Como si no estuviera yo harta de esos! —dijo la pobre señorita Jellyby.

Debo confesar que no pude evitar sentirme yo también bastante enfadada con la señora Jellyby, tras oír y escuchar a aquella joven abandonada a sí misma, y sabiendo cuánta verdad satírica reflejaban sus palabras.

—Si no fuera porque nos hicimos amigas cuando estuvieron ustedes en casa —siguió diciendo la señorita Jellyby—, me hubiera dado vergüenza venir hoy, porque sé lo que debo de parecerles a ustedes dos. Pero, dadas las circunstancias, me decidí a venir a verlas, especialmente porque no es probable que nos volvamos a ver la próxima vez que vengan ustedes a Londres.

Lo dijo con tanta intensidad que Ada y yo intercambiamos una mirada, previendo algo más.

—¡No! —exclamó la señorita Jellyby meneando la cabeza—. ¡No es nada probable! Sé que puedo confiar en ustedes dos. Estoy segura de que no me van a traicionar. Estoy prometida.

—¿Y no lo saben en su casa? —pregunté.

—¡Por el amor del cielo, señorita Summerson! —respondió ella, justificándose en tono intenso, pero no airado—. ¿Cómo iba a decírselo? Ya saben cómo es mi Mamá… y no tengo por qué hacer que mi Papá sufra todavía más si se lo digo a él.

—Pero, ¿no va a hacer que sufra todavía más si se casa sin su conocimiento ni su permiso, hija mía? —pregunté.

—No —dijo la señorita Jellyby, ablandándose—. Espero que no. Trataré de hacer que se sienta a gusto y contento cuando venga a verme, y Peepy y los demás pueden venir a verme por turno, y entonces ya me encargaré yo de que estén bien atendidos.

La pobre Caddy era muy afectuosa. Según iba hablando de aquellas cosas se iba ablandando cada vez más, y tanto lloró al trazar la imagen de aquel hogar imaginario que se había ido creando, que Peepy se emocionó en su refugio debajo del piano y se tiró al suelo con grandes lamentaciones. No pudimos lograr que se tranquilizara hasta que lo llevé a dar un beso a su hermana, lo volví a sentar en mis rodillas y le demostramos que Caddy se estaba riendo (se puso a reír adrede por eso); e incluso entonces, para que siquiera tranquilo tuvimos que permitirle que nos fuera cogiendo de la barbilla por turnos y nos pasara la mano por la cara, una por una. Por fin, como no estaba de ánimo para volver a jugar detrás del piano, lo colocamos en una silla para que mirase por la ventana, y la señorita Jellyby, que lo tenía agarrado de una pierna, siguió con sus confidencias.

—Todo empezó cuando vinieron ustedes a casa —dijo.

Naturalmente, le preguntamos por qué.

—Me di cuenta de que era tan torpe —replicó— que decidí corregirme en ese sentido, por lo menos, y aprender a bailar. Le dije a Madre que estaba avergonzada de mí misma y que tenía que aprender a bailar. Madre me miró con ese aire provocador suyo, como si yo fuera invisible, pero yo estaba decidida a aprender a bailar y empecé a ir a la Academia del señor Turveydrop, en la Calle Newman.

—Y fue allí donde… —empecé a decir yo.

—Sí, allí fue —dijo Caddy—, y ahora estoy comprometida con el señor Turveydrop. Hay dos señores Turveydrop, padre e hijo. Lo único que desearía es que me hubieran dado una educación mejor, para ser mejor esposa, porque lo quiero mucho.

—Debo confesar que lo siento —dije.

—No sé por qué ha de sentirlo —respondió, un tanto nerviosa—, pero en todo caso estoy comprometida con el señor Turveydrop, que me quiere mucho. Todavía es secreto, incluso por su parte, porque el señor Turveydrop padre también tiene que dar su permiso, y quizá le rompiera el corazón, o le diera un ataque, si se lo dijéramos de golpe. El señor Turveydrop padre es todo un caballero…, todo un caballero.

—¿Lo sabe su esposa? —preguntó Ada.

—¿La esposa del señor Turveydrop padre, señorita Clare? —preguntó la señorita Jellyby, abriendo mucho los ojos—. No existe. Es viudo.

Entonces nos interrumpió Peepy, a quien su hermana le había tirado tanto de la pierna, porque se la sacudía inconscientemente como la cuerda de una campana cada vez que quería subrayar algo, que ahora el pobre niño empezó a quejarse de que le dolía, y a llorar muy alto. Como me pidió compasión a mí, y como mi papel se limitaba al de oyente, lo volví a poner en mis rodillas. La señorita Jellyby siguió adelante, tras pedirle perdón con un beso y asegurarle que había sido sin querer.

—Y así están las cosas —dijo Caddy—. Si alguna vez me lo reprocho, pienso que es culpa de Madre. Nos vamos a casar en cuanto podamos, y entonces iré a ver a Padre a la oficina y le escribiré una carta a Madre. A ella no le importará demasiado; para ella no soy más que un tintero y una pluma. Una cosa que me alegra mucho pensar —dijo Caddy con un gemido— es que cuando me case ya no volveré a oír hablar de África. El señor Turveydrop hijo ya la odia por lo que me ha oído decir, y si el señor Turveydrop padre sabe que existe, ya es mucho.

—Es el que es todo un caballero, ¿no? —pregunté.

—Efectivamente, todo un caballero —dijo Caddy—. Es famoso casi en todas partes por su Porte.

—¿Enseña él también? —preguntó Ada.

—No, no enseña nada en particular —replicó Caddy—, pero tiene un Porte magnífico.

Caddy dijo después, tras muchas dudas y titubeos, que tenía otra cosa que decirnos, que creía que debíamos saber, y que esperaba que no nos ofendiéramos. Era que había trabado más conocimiento con la señora Flite, la ancianita loca, y que iba a verla muchas mañanas, y que unos minutos antes del desayuno se encontraba allí con su enamorado, pero sólo unos minutos. «Yo voy a verla a otras horas», dijo Caddy, «pero entonces no viene Prince. El señor Turveydrop hijo se llama Prince. No me gusta, porque parece el nombre de un perro, pero, claro, no se lo puso él. El señor Turveydrop padre lo hizo bautizar Prince en recuerdo del Príncipe Regente. El señor Turveydrop padre adoraba al Príncipe Regente por el majestuoso Porte que tenía. Espero que no les parezca mal a ustedes que tenga estas pequeñas citas en casa de la señorita Flite, a la que conocí con ustedes, porque me agrada mucho la pobrecita, y creo que yo a ella también. Si pudieran ustedes conocer al señor Turveydrop hijo, estoy segura de que tendrían muy buena impresión de él, o, por lo menos, estoy convencida de que no podrían jamás pensar nada malo de él. Ahora voy a ir a su casa a que me dé la clase. No soy capaz de pedirle a usted, señorita Summerson, que me acompañe allí, pero si pudiera venir» —dijo Caddy, que había hecho todos aquellos comentarios con gran preocupación y nerviosismo—, «me daría una gran alegría…, una gran alegría».

Daba la casualidad de que aquel mismo día habíamos quedado con mi Tutor en ir a ver a la señorita Flite. Le habíamos contado nuestra visita anterior, y nuestro relato le había interesado, pero siempre había habido algo que nos impedía volver a verla. Como yo creía que tendría la suficiente influencia sobre la señorita Jellyby para impedirle que tomara una medida demasiado imprudente si aceptaba plenamente la confianza que la pobre estaba tan dispuesta a depositar en mí, propuse que Peepy, ella y yo fuéramos a la Academia y después a reunirnos con mi Tutor y Ada en casa de la señorita Flite, cuyo nombre oía ahora por primera vez. Aquello comportaba la condición de que la señorita Jellyby y Peepy fuesen después a cenar con nosotros. Cuando ambos accedieron, encantados, a esta última parte del acuerdo, arreglamos un poco a Peepy con ayuda de unos cuantos alfileres, algo de agua y de jabón y un cepillo para el pelo, y nos fuimos camino de Newman Street, que estaba muy cerca.

Vi que la Academia estaba establecida en un edificio bastante destartalado en la esquina de un pasaje, con bustos en todas las ventanas de la escalera. Según pude observar por las placas de la puerta, en aquel mismo edificio estaban establecidos un maestro de dibujo, un mayorista de carbón (aunque allí, desde luego, no había sitio para carbón) y un artista litógrafo. En la placa que por su tamaño y su posición tenía precedencia sobre todas las demás, leí: SR. TURVEYDROP. La puerta estaba abierta, y el vestíbulo estaba bloqueado por un piano de cola, un arpa y varios instrumentos musicales más, que estaban llevando de un lado a otro, y todos los cuales tenían aspecto un tanto desvencijado a la luz del día. La señorita Jellyby nos comunicó que la noche anterior se habían alquilado los locales de la Academia para que se celebrase un concierto.

Subimos las escaleras (había sido una casa excelente hacía tiempo, cuando había quien se ocupara de mantenerla limpia y ventilada, y cuando nadie fumaba en ella a todo lo largo del día) y entramos en el salón del señor Turveydrop, que daba a unas antiguas caballerizas por la parte de atrás y estaba iluminado por una claraboya. Era un salón desnudo, lleno de ecos y de olor a establo, con bancos de enea a lo largo de las paredes, las cuales estaban adornadas también a intervalos regulares con pinturas de liras y receptáculos de cristal para las velas, en forma de ramajes, que parecían estar derramando sus lágrimas anticuadas igual que otras ramas podrían estar dejando caer sus hojas de otoño. Había reunidas varias alumnas jóvenes, desde los trece o los catorce años hasta los veintidós o los veintitrés, y estaba yo buscando a su profesor en medio de ellas cuando Caddy me pellizcó el brazo y repitió la ceremonia de presentación:

—¡Señorita Summerson, el señor Prince Turveydrop!

Hice una reverencia a un hombre bajito, de piel clara y ojos azules, de aspecto juvenil, con pelo muy rubio, peinado con raya al medio y que le formaba rizos a ambos lados de la cabeza. Llevaba bajo el brazo un violín pequeño, de los que en la escuela llamábamos «de bolsillo», y en la misma mano llevaba el arco. Sus zapatillas de baile eran especialmente pequeñas, y tenía unos modales un poco inocentes y femeninos, que no sólo me resultaron atractivos y amistosos, sino que me hicieron, un efecto singular: me dio la impresión de que yo era su madre y de que su madre no había sido una persona bien atendida ni bien tratada.

—Celebro mucho conocer a la amiga de la señorita Jellyby —dijo, haciéndome una profunda reverencia, y añadió con dulzura tímida—: Estaba empezando a temer que no viniera la señorita Jellyby, dado que ya había pasado su hora habitual.

—Le ruego tenga la bondad de atribuírmelo a mí, que la he retenido, y que reciba mis excusas, señor mío —dije.

—¡Dios mío! —respondió.

—Y le ruego —proseguí— que no me permita ser motivo de más retrasos.

Con aquellas excusas me retiré a un asiento entre Peepy (que como ya estaba acostumbrado al lugar se había encaramado a un puesto en un rincón) y una señora anciana de gesto adusto, que había llevado a dos sobrinas suyas a la clase y que estaba muy indignada con las botas de Peepy. Entonces, Prince Turveydrop rasgueó con los dedos las cuerdas de su violincito y las jovencitas se pusieron en pie para bailar. En aquel preciso momento apareció por una puerta lateral el señor Turveydrop padre, con toda la majestuosidad de su Porte.

Se trataba de un señor viejo y grueso, de falso buen color, dentadura falsa, patillas falsas y peluca. Llevaba un cuello de piel y un chaleco forrado bajo la levita, a la que no faltaba más que una estrella o una banda azul para estar completa . Iba todo lo ajustado, lo holgado, lo vestido y lo calzado que era humanamente posible. Llevaba tal corbatín (que le hacía abultar los ojos de forma antinatural), con la barbilla y hasta las orejas totalmente hundidas en él, que parecía inevitable que estuviera a punto de caer hacia adelante si de pronto se le desanudara. Llevaba bajo el brazo un sombrero de gran tamaño y peso, que iba estrechándose desde la copa hacia el ala, y en la mano un par de guantes blancos con los que lo golpeaba, mientras se apoyaba en una sola pierna, con los hombros bien tiesos, los codos hacia atrás, en una actitud de elegancia insuperable. Llevaba un bastón, un monóculo, una caja de rapé, anillos, puños almidonados; tenía aire de cualquier cosa, menos de naturalidad; no parecía joven y no parecía viejo, no se parecía a nada en el mundo, más que a un modelo de Porte.

—¡Padre! Una visita. La señorita Summerson, amiga de la señorita Jellyby.

—Nos distingue mucho —dijo el señor Turveydrop— la presencia de la señorita Summerson —y cuando me hizo una reverencia, tan comprimido como estaba, creo que casi vi que se le salían las arrugas hasta en los blancos de los ojos.

—Mi padre —me dijo su hijo en un aparte, tan lleno de fe que resultaba enternecedor— es un personaje famoso. Mi padre es objeto de gran admiración.

—¡Sigue adelante, Prince, sigue adelante! —dijo el señor Turveydrop, dándole las espaldas a la chimenea, con un gesto condescendiente de los guantes—. ¡Continúa lo que estabas haciendo, hijo mío!

Ante aquella orden, o aquella amable autorización, continuó la clase. A veces, Prince Turveydrop tocaba el violincito mientras bailaba, y otras veces tocaba el piano en pie; a veces tarareaba la melodía con el escaso resuello que le quedaba, mientras corregía a una de las alumnas; siempre acompañaba atentamente a las menos adelantadas en cada paso y cada parte de la figura, y no descansaba un momento. Su distinguido padre no hacía nada en absoluto, salvo seguir ante la chimenea como un modelo de buen Porte.

—Y nunca hace más que eso —comentó la anciana señora de gesto adusto—. ¿Se podría usted imaginar que el nombre de la placa de abajo es el de ése?

—Bueno, su hijo se llama igual que él —le dije.

—Si pudiera quitárselo, no le dejaría a su hijo ni el nombre —replicó la señora—. ¡Mire cómo va vestido el hijo! —desde luego, no era nada elegante; llevaba la ropa incluso un poco gastada, casi de pobre. Y la anciana añadió—: Sin embargo, el padre, siempre vestido de punta en blanco, ¡y todo por culpa de su Porte! ¡Ya lo iba yo a portar! ¡Más bien, a deportar, eso es lo que le haría yo!

Sentí curiosidad por saber algo más acerca de aquella persona, y pregunté:

—¿Es que ahora da lecciones de Porte?

—¡Ahora! —respondió la anciana inmediatamente—. Nunca las ha dado.

Tras un momento de reflexión, pregunté si quizá su fuerte era la esgrima.

—No creo que sepa nada de esgrima en absoluto, señorita —contestó la anciana.

Puse un gesto de sorpresa y curiosidad. La anciana, que se iba poniendo cada vez más irritada contra el Maestro del Porte a medida que se iba metiendo en el tema, me dio algunos detalles de su carrera, con grandes seguridades de que, si acaso, se quedaba corta.

Se había casado con una mujercita mansa que daba clases de baile y que tenía una clientela pasable (pues él nunca había hecho nada en la vida, salvo exhibir su Porte), y la había matado a trabajar, o, en el mejor de los casos, había permitido que se matara a trabajar, a fin de que él pudiera subvenir a los gastos indispensables en su posición. Tanto para exhibir su Porte ante los mejores modelos como para mantener siempre ante sí los mejores modelos, había considerado necesario frecuentar los lugares públicos de moda y de ocio, hacerse ver en Brighton y otros puntos en las temporadas de moda y llevar una vida de ocio, siempre vestido a la última moda. Para que se lo pudiera permitir, la afectuosa maestrita de baile había trabajado y trabajado, y hubiera seguido trabajando y trabajando todavía si le hubieran durado las fuerzas. Pues la clave de la historia era que, pese al egoísmo absorbente de aquel hombre, su mujer (dominada por el buen Porte de él) había creído en él hasta el final, y en su lecho de muerte lo había confiado, en los términos más conmovedores, a su hijo, como alguien que tenía un derecho inextinguible sobre él, y a quien nunca podría contemplar con suficiente orgullo y deferencia. El hijo, que había heredado la fe de su madre y que siempre tenía ante sí aquel modelo de Porte, había vivido y crecido con la misma fe, y ahora, a los treinta años de edad, trabajaba para su padre doce horas al día, y lo colocaba sobre el mismo pedestal imaginario.

—¡Pero qué aires se da ese hombre! —dijo mi informante, sacudiendo la cabeza en dirección al señor Turveydrop padre con una indignación muda cuando él se puso los guantes ajustados, inconsciente, claro está, del homenaje que se le estaba haciendo—. ¡Está totalmente convencido de pertenecer a la aristocracia! Y es tan condescendiente con el hijo, al que engaña tan paladinamente, que cabría suponer que es el más virtuoso de los padres. ¡Ay, me gustaría abofetearlo! —dijo la anciana, apostrofándolo con infinita vehemencia.

No pude evitar el sentirme divertida, aunque lo que decía la anciana me llenaba de la mayor preocupación. Era difícil dudar de ella, cuando tenía ante mí a padre e hijo. No puedo decir lo que hubiera pensado de ellos de no ser por el relato de la anciana, ni lo que hubiera pensado del relato de la anciana de no tenerlos a ellos delante. Pero la suma de todo aquello resultaba muy convincente.

Seguía yo mirando alternativamente al señor Turveydrop hijo, que tanto trabajaba, y al señor Turveydrop padre, que tan buen Porte tenía, cuando se me acercó este último e inició una conversación.

Primero me preguntó si confería yo encanto y distinción a Londres como residente en la ciudad. No me pareció necesario responderle que tenía perfecta conciencia de que en cualquier caso no conferiría tales cosas, sino que me limité a decirle dónde residía.

—Dama tan graciosa y llena de virtudes —dijo, besándose el guante derecho y señalando después con él a las alumnas— contemplará con lenidad los defectos que aquí ve. ¡Hacemos todo lo posible por educar, educar y educar! —Se sentó a mi lado, con cierto cuidado, me pareció, para adoptar la misma postura que el grabado de su ilustre modelo en el sofá. Y la verdad es que se le parecía mucho.—¡Educar, educar y educar! —repitió, tomando un poco de rapé y agitando delicadamente los dedos—. Pero, si se me permite decirlo a alguien formado para la gracia, tanto de la Naturaleza como del Arte, no estamos a la altura a la que estábamos en materia de buen Porte —dijo, con aquella reverencia metiendo la cabeza entre los hombres, que según parecía le resultara imposible hacer sin al mismo tiempo enarcar las cejas y cerrar los ojos.

—¿No lo estamos, caballero? —pregunté.

—Hemos degenerado —respondió, sacudiendo la cabeza, lo cual sólo podía hacer hasta donde se lo permitía el corbatín—. Estos tiempos igualitarios no son favorables al buen Porte. Fomentan la vulgaridad. Es posible que yo no hable con imparcialidad. Quizá no debiera decir que desde hace ya unos años se me conoce como el Caballero Turveydrop, o que Su Alteza Real, el Príncipe Regente, me hizo una vez el honor de preguntar, cuando me quité el sombrero al salir él del Pabellón de Brighton (magnífico edificio): «¿Quién es? ¿Quién diablos es? ¿Por qué no lo conozco? ¿Por qué no tiene una renta de treinta mil al año?». Pero eso no son sino pequeñas anécdotas, muy conocidas, señora, muy conocidas todavía entre las clases altas.

—¿Verdaderamente? —dije.

Replicó con aquella inclinación suya de los hombros:

—En cuanto a lo que nos queda de buen Porte —añadió—, Inglaterra (¡pobre país mío!) ha degenerado muchísimo, y sigue degenerando día tras día. Ya no le quedan muchos caballeros. Somos pocos. No veo que nos pueda suceder más que una raza de tejedores.

—Cabría esperar que la raza de los caballeros se perpetuara aquí —comenté.

—Es usted muy amable —sonrió, una vez más con aquella inclinación de los hombres—. Me halaga. Pero no…, ¡no! Jamás he podido imbuir a mi pobre muchacho de esa parte de su arte. Dios impida que hable yo mal de mi querido hijo, pero… no tiene Porte.

—Parece ser un excelente profesor —observé.

—Compréndame usted, mi querida señora, es un excelente profesor. Ha adquirido todo lo que se puede adquirir. Sabe impartir todo lo que se puede impartir. Pero hay cosas… —y tomó otro poco de rapé y volvió a inclinarse, como para decir: «cosas así, por ejemplo».

Miré hacia el centro de la sala, donde el enamorado de la señorita Jellyby, que ahora trabajaba con sus alumnas una por una, se esforzaba más que nunca.

—Este hijo mío es excelente —murmuró el señor Turveydrop, ajustándose el corbatín.

—Su hijo es infatigable —dije.

—Es para mí un honor —respondió el señor Turveydrop— oírselo decir a usted. En algunos respectos sigue el camino de su santa madre. Era muy leal. Pero, ¡aah, Mujer, aah, Mujer —añadió el señor Turveydrop con una galantería desagradable—, qué sexo tan difícil!

Me levanté para ir a reunirme con la señorita Jellyby, que se estaba poniendo el sombrero. Como ya había pasado todo el tiempo asignado a la clase, todas se estaban poniendo los sombreros. No sé cómo encontraron la señorita Jellyby y el pobre Prince tiempo para prometerse, pero, desde luego, en aquella ocasión no tuvieron tiempo para intercambiar ni una docena de palabras.

—Hijo mío —preguntó benignamente el señor Turveydrop a su hijo—, ¿sabes qué hora es?

—No, padre. —El hijo no tenía reloj. El padre tenía uno muy bueno y de oro, que sacó con un gesto que era un ejemplo para toda la Humanidad.

—Hijo mío —dijo—, son las dos. Recuerda que tienes una clase en Kensington a las tres.

—Tengo tiempo de sobra, padre —respondió Prince—. Puedo comer algo sobre la marcha y llegar a la hora.

—Hijo mío querido —replicó su padre—, tienes que darte prisa. Como verás, en la mesa tienes algo de cordero frío.

—Gracias, padre. ¿Se marcha usted ya, padre?

—Sí, hijo mío. Supongo —dijo el señor Turveydrop, cerrando los ojos y levantando los hombros, con un gesto de modestia— que, como de costumbre, he de pasear en Corte.

—Tendría que comer bien en alguna parte —dijo su hijo.

—Es lo que me propongo, muchacho. Creo que comeré algo en la Casa de Francia, en la Columnata de la ópera.

—Eso está muy bien. ¡Adiós, padre! —dijo Prince, dándole la mano.

—¡Adiós, hijo mío! ¡Ve con mi bendición!

El señor Turveydrop dijo aquellas palabras en tono santurrón, lo que pareció agradar a su hijo, que al separarse de él estaba tan satisfecho de él, tan deferente con él y tan orgulloso de él que casi me pareció que fuera una falta de amabilidad para con el joven el no ser capaz de creer implícitamente en el viejo. Los pocos momentos que dedicó Prince a despedirse de nosotras (y especialmente de una de nosotras, como pude apreciar gracias a hallarme en el secreto) aumentaron mi impresión favorable de su carácter casi infantil. Sentí por él tal afecto y tal compasión cuando se puso su violincito en el bolsillo (y con él sus deseos de quedarse un rato más con Caddy) y se marchó bienhumorado hacia su cordero frío y su escuela de Kensington, que casi me quedé tan airada contra el padre como la anciana severa.

El padre nos abrió la puerta del salón y nos despidió con una reverencia, con unos modales, debo reconocerlo, dignos de su brillante modelo. Con ese mismo aire nos pasó al cabo de un rato, por el otro lado de la calle, camino de la parte aristocrática de la ciudad, donde iba a mostrarse entre los pocos caballeros más que quedaban. Por unos momentos me perdí en mis reflexiones sobre lo que había visto y oído en Newman Street, de forma que no podía hablar con Caddy, ni siquiera fijar la atención en lo que decía ella, sobre todo cuando me empecé a preguntar mentalmente si había o había habido jamás otros caballeros, no pertenecientes a la profesión danzarina, que vivieran y fundaran una reputación exclusivamente sobre la base de su porte. Era algo tan enigmático, y sugería la posibilidad de que hubiera tantos señores Turveydrop, que me dije: «Esther, tienes que decidirte a dejar totalmente de lado este tema y ocuparte de Caddy». Es lo que hice, y fuimos charlando todo el resto del camino hasta llegar a Lincoln’s Inn.

Caddy me dijo que la educación de su enamorado había sido tan descuidada que no siempre resultaba fácil leer las notas que le enviaba. Dijo que si no se preocupara tanto de la ortografía, y no se esforzara tanto por escribir con claridad, lo haría mejor; pero añadía tantas letras innecesarias en las palabras cortas que a veces parecían cualquier cosa menos inglés.

—Lo hace con la mejor intención —observó Caddy—, pero, ¡pobrecito!, no consigue el efecto que desea.

Después Caddy siguió razonando que no podía esperarse de él que fuera muy culto, criando se había pasado toda la vida en la escuela de baile, y no había hecho más que enseñar y azacanarse, azacanarse y enseñar, mañana, tarde y noche. Y, además, ¿qué más daba? Ella podía escribir todas las cartas que hicieran falta, como había aprendido a sus propias expensas, y más valía que él fuera bueno que culto.

—Además, no es como si yo fuera una chica preparadísima que tuviera derecho a darse aires de nada —añadió Caddy—. ¡Bien poco que sé yo, gracias a Madre! Y hay otra cosa que quiero decirle, ahora que estamos solas las dos —continuó—, que no me hubiera gustado mencionar si no hubiera visto usted ya a Prince, señorita Summerson. Ya sabe usted lo que es nuestra casa. De nada me vale que intente aprender en nuestra casa nada que le conviniera saber a la mujer de Prince. Vivimos en tal estado de desorden que es imposible, y cuando lo he intentado no ha valido sino para descorazonarme todavía más. Así que voy obteniendo algo de práctica (¿se lo podrá creer?) ¡con la pobre señorita Flite! A primera hora de la mañana la ayudo a limpiar su cuarto y a limpiar a los pájaros, y le hago una taza de café (claro que es ella la que me ha enseñado), y he aprendido a hacerlo tan bien que Prince dice que es el mejor café que ha tomado en su vida y que le gustaría mucho al señor Turveydrop padre, que es muy exigente con el café. También he aprendido a hacer pastelillos, y ya sé comprar cuello de cordero, y té y azúcar, y mantequilla, y muchas cosas de la casa. Todavía no soy muy hábil con la aguja —dijo Caddy echando una mirada a los arreglos de la ropa de Peepy—, pero quizá vaya mejorando, y desde que estoy comprometida con Prince y haciendo todas estas cosas me siento de mejor humor, creo yo, y tengo más paciencia con Madre. Esta mañana, al principio, me puse un poco nerviosa al ver a usted y la señorita Clare tan aseadas y tan guapas, y sentí vergüenza de mí misma, y también de Peepy, pero en general espero tener mejor humor que antes, y más paciencia con Madre.

La pobre chica se esforzaba tanto y hablaba con tal sinceridad que me emocionó.

—Caddy, encanto —repliqué—, empiezo a sentir gran afecto por ti, y espero que nos hagamos amigas.

—¿De verdad? —exclamó Caddy—. ¡Me gustaría tanto!

—Mi querida Caddy —dije—, seamos amigas a partir de ahora y hablemos a menudo de estas cosas para ver cómo se pueden arreglar.

Caddy estaba contentísima. Yo dije todo lo que pude, a mi aire anticuado, para tranquilizarla y animarla, y aquel día no hubiera tenido nada malo que decir el señor Turveydrop padre, salvo que hubiera servido para obtenerle una dote a su nuera.

Ya estábamos llegando a casa del señor Krook, cuya puerta particular estaba abierta. A la entrada había un cartel anunciando que quedaba un cuarto libre en el segundo piso. Aquello recordó a Caddy decirme, mientras subíamos la escalera, que allí se había producido una muerte repentina y se había celebrado una encuesta, y que nuestra anciana amiga se había puesto enferma del susto. Como la puerta y la ventana del cuarto libre estaban abiertas, nos detuvimos a mirar. Se trataba del cuarto de la puerta oscura que la señorita Flite había señalado en secreto a mi atención la última vez que estuve en aquella casa. Era un lugar triste y desolado, que me dio una extraña sensación de dolor e incluso de horror.

—¡Se ha puesto usted pálida —dijo Caddy cuando salimos— y fría!

Me sentía como si el cuarto me hubiera dado un escalofrío.

Mientras hablábamos habíamos andado despacio, y mi tutor y Ada habían llegado antes que nosotros. Los encontramos en la buhardilla de la señorita Flite. Estaban contemplando los pájaros, mientras un médico que tenía la bondad de atender a la señorita Flite con gran solicitud y compasión hablaba animadamente con ella ante la chimenea.

—Ya he terminado mi visita profesional —dijo levantándose—. La señorita Flite está mucho mejor y puede ir mañana al Tribunal (dado que es lo que más desea). Tengo entendido que allí la han echado mucho de menos.

La señorita Flite recibió el cumplido con agrado y nos hizo una reverencia general.

—Es un honor, de verdad —dijo—, recibir una visita de las pupilas de Jarndyce. ¡Un honor recibir a Jarndyce de Casa Desolada bajo mi humilde techo! —reverencia especial—. ¡Mi querida Fitz-Jarndyce —aparentemente le había puesto ese nombre a Caddy y siempre la llamaba así—, doblemente bienvenida!

—¿Ha estado muy enferma? —preguntó el señor Jarndyce al caballero a quien habíamos encontrado atendiéndola. Pero respondió ella directamente, aunque la pregunta se había hecho en un susurro.

—¡Ay, muy mal! ¡He estado malísima! —dijo en tono confidencial—. No es que hayan sido dolores, saben. Problemas. ¡No tanto corporales como nerviosos, nerviosos! —dijo en una voz baja y trémula—. La verdad es que hemos tenido una muerte en esta casa. Había veneno en la casa. Y yo soy muy susceptible a esas cosas horribles. Me dio miedo. El señor Woodcourt es el único que sabe cuánto miedo. ¡Mi médico, el señor Woodcourt! —dicho con gran pompa— Las pupilas de Jarndyce, Jarndyce de Casa Desolada, y Fitz-Jarndyce.

—La señorita Flite —dijo el señor Woodcourt con voz grave y amable, como si estuviera ordenándole algo al mismo tiempo que se dirigía a nosotros— describe su enfermedad con su exactitud habitual. Se sintió alarmada ante algo ocurrido en la casa que podría haber alarmado a alguien más fuerte que ella. Me llamó en las primeras prisas del descubrimiento, aunque ya era demasiado tarde para que le pudiera yo servir de nada a aquel pobrecillo. He tratado de compensar esa desilusión viniendo a verla desde entonces y siéndole de alguna utilidad.

—Es el médico más amable de todo el Colegio —me susurró la señorita Flite—. Estoy esperando una Sentencia. El Día del Juicio. Y entonces conferiré herencias.

—Dentro de uno o dos días va a estar bien —dijo el señor Woodcourt con una sonrisa observadora—, o todo lo bien que puede estar. ¿Se han enterado de su buena fortuna?

—¡Algo extraordinario! —dijo la señorita Flite con una sonrisa animada—. ¡Hija mía, jamás ha oído usted cosa igual! Todos los sábados, Kenge el Conversador, o Guppy (el pasante del Conversador K.), me pone en la mano un cartucho de chelines. ¡Chelines, se lo aseguro! Siempre hay la misma cantidad en el paquete. Siempre hay uno para cada día de la semana. ¡Verdaderamente, quién lo iba a imaginar! Tan oportuno, ¿verdad? ¡Sí! ¿Y de dónde vienen esos cartuchos, dirá usted? Ésa es la cuestión. Naturalmente. ¿Quiere que le diga lo que opino yo? Yo opino —dijo la señorita Flite, echándose atrás con una mirada de gran astucia, y sacudiendo el índice de manera muy significativa— que el Lord Canciller, consciente del tiempo que lleva abierto el Gran Sello (¡porque lleva abierto mucho tiempo!), es el que me los envía. Supongo que hasta que se pronuncie la Sentencia. Y eso es algo que lo honra mucho, ¿saben ustedes? Confesar así que él es un tanto lento para la vida humana. ¡Qué delicadeza! El otro día, cuando asistía a los Tribunales (a los que asisto regularmente) con mis documentos, se lo dije, y casi confesó. Es decir, le sonreí desde mi banco, y él me sonrió desde el estrado. Pero es una gran fortuna, ¿no? Y Fitz-Jarndyce me administra el dinero muy bien. ¡Sí, le aseguro que muy bien!

La felicité (porque era a mí a quien se dirigía) por aquel aumento afortunado de sus ingresos, y le deseé que continuara mucho tiempo. No me pregunté cuál sería su origen ni quién sería tan humano y considerado. Mi Tutor estaba a mi lado contemplando los pájaros y no me hacía falta mirar más lejos.

—¿Y cómo llama usted a estos animalitos, señora? —preguntó con su tono agradable de siempre—. ¿Tienen algún nombre?

—Puedo responder por la señorita Flite que sí los tienen —dije yo—, porque nos prometió decírnoslos. ¿Te acuerdas, Ada?

Ada lo recordaba perfectamente.

—¿Sí? —preguntó la señorita Flite—. ¿Quién llama a la puerta? ¿Por qué está usted escuchando a mi puerta, Krook?

El viejo de la casa abrió la puerta y apareció con su gorra de piel en la mano y su gato a los talones.

—No estaba escuchando, señorita Flite —dijo—. Estaba a punto de llamar, pero ¡es usted tan rápida!

—Que se marche esa gata. ¡Que se vaya inmediatamente! —exclamó airada la anciana.

—¡Vamos, vamos! No hay ningún peligro, señores —dijo el señor Krook mirándonos lenta y atentamente uno por uno hasta el último—, jamás se tiraría a los pájaros conmigo delante, salvo que se lo dijera yo.

—Excusen ustedes a mi casero —dijo la señorita Flite con aire muy digno—. ¡L,, totalmente L! ¿Qué quiere usted, Krook, cuando tengo visita?

—¡Eh! —dijo el viejo—. Ya sabe usted que yo soy el Canciller.

—¿Y qué? —contestó la señorita Flite—. ¿Qué pasa?

—Resulta curioso —dijo el viejo, con una risita— que el Canciller no conozca a un Jarndyce, ¿no, señorita Flite? ¿Me permite la libertad? A sus órdenes, caballero. Conozco el caso Jarndyce y Jarndyce casi tan bien como uste, señor. Conocí al viejo caballero Tom. Pero a usted, que yo sepa, no lo he visto nunca, ni siquiera en el Tribunal. Sí, voy allí muchas veces al cabo del año, un día con otro.

—Yo no voy nunca —dijo el señor Jarndyce (que no iba, pasara lo que pasara)—. Antes preferiría ir… a otra parte.

—¿De verdad? —replicó Krook, con una sonrisa—. Es usted muy duro con mi noble y erudito hermano al decir esas palabras, señor, aunque quizá sea natural en un Jarndyce. ¡Gato escaldado, señor mío! Pero veo que está usted mirando los pájaros de mi inquilina, señor Jarndyce—. El viejo había entrado poco a poco en el cuarto, hasta tocar ahora a mi Tutor en un codo, y se lo quedó mirando a la cara a través de las gafas—. Una de las rarezas que tiene es que nunca dice cómo se llaman los pájaros si puede evitarlo, aunque cada uno tiene su nombre—. Y añadió en un susurro—: ¿Quiere que se los diga, señorita Flite? —preguntó ya en voz alta, con un guiño e indicándola con la mano cuando ella se volvió de espaldas, haciendo como que limpiaba la chimenea.

—Si quiere —contestó ella secamente.

El viejo miró primero a las cajas, después a nosotros y recitó la lista:

—Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Reposo, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesidad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos, Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedad y Absurdo. Ésa es toda la colección —dijo el viejo—, toda ella enjaulada por mi noble y erudito hermano.

—¡Qué viento tan desagradable hace! —murmuró mi Tutor.

—Cuando mi noble y erudito hermano pronuncie su Sentencia, saldrán en libertad —continuó Krook con otro guiño dirigido a nosotros—. Y entonces —añadió, susurrante y sonriente—, si es que ocurre alguna vez (que no va a ocurrir), los pájaros que nunca han estado enjaulados los matarían.

—¡Si jamás ha soplado viento de Levante —dijo mi Tutor, haciendo como que miraba por la ventana en busca de una veleta—, seguro que es hoy!

Nos resultó muy difícil marcharnos de aquella casa. No fue la señorita Flite quien nos retuvo, pues era una persona de lo más delicado que cabe en cuanto a tener en cuenta los deseos de los demás. Fue el señor Krook. Parecía que le resultara imposible separarse del señor Jarndyce. Si hubiera estado atado a él no hubiera podido seguirlo más de cerca. Propuso mostrarnos su Tribunal de Cancillería, y todo el extraño batiburrillo que contenía; a lo largo de nuestra inspección (que él prolongó) se mantuvo al lado del señor Jarndyce, y a veces lo retenía, con un pretexto u otro, hasta que seguíamos adelante, como si estuviera atormentado por una inclinación a revelar algún tema secreto, que no acababa de decidirse a abordar. No puedo imaginar unos modales ni unos gestos más singularmente expresivos de cautela e indecisión, ni un impulso constante a hacer algo a lo que no acababa de atreverse, que la actitud de Krook aquel día. Vigilaba incesantemente a mi Tutor. Raras veces le apartaba los ojos de la cara. Si estaba a su lado, lo observaba con la mirada astuta de un viejo zorro blanco. Si se adelantaba, se volvía a mirarlo. Cuando nos parábamos, se ponía frente a él y se pasaba la mano ante la boca abierta, con una curiosa expresión de tener algún género de poder, y desviaba los ojos y bajaba las cejas grises hasta que parecía tener los ojos cerrados, mientras parecía escudriñar cada rasgo de la cara de mi Tutor.

Por fin, tras recorrer toda la casa (siempre seguidos por la gata) y haber contemplado todas las existencias de restos variados, que verdaderamente eran curiosas, llegamos a la trastienda. Allí, en la tapa de un tonel puesto del revés, había un tintero, varias plumas gastadas y unos cuantos programas de teatro sucios, y en la pared había pegados diversos abecedarios impresos en grandes caracteres y con distintos tipos de letra.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó mi Tutor.

—Estoy tratando de aprender a leer y escribir.

—¿Y qué tal le va?

—Lento. Mal —respondió impaciente el viejo—. Resulta difícil, a mi edad.

—Sería más fácil que le enseñara alguien —observó mi Tutor.

—¡Sí, pero a lo mejor me enseñaban mal! —replicó el viejo, con un brillo prodigiosamente suspicaz en la mirada—. No sé lo que he perdido por no haber aprendido antes. Y no quiero perder nada más si ahora me enseñan mal.

—¿Mal? —preguntó mi Tutor con su sonrisa bienhumorada—. ¿Y por qué cree que le iban a enseñar mal?

—¡No lo sé, señor Jarndyce de Casa Desolada! —contestó el viejo, poniéndose las gafas en la frente y frotándose las manos—. No creo que lo fuera a hacer nadie…, ¡pero prefiero confiar en mí mismo antes que en otro!

Aquellas respuestas y sus modales eran lo bastante raros como para hacer que mi Tutor preguntara al señor Woodcourt, mientras nos paseábamos juntos por Lincoln’s Inn, si era verdad, como decía su inquilina, que el señor Krook estaba perturbado. El joven médico dijo que no había advertido nada que lo indicara. Era muy desconfiado, como suele ocurrir entre los ignorantes, y siempre estaba más o menos intoxicado de ginebra pura, que bebía en grandes cantidades, y a la que olían mucho él mismo y su trastienda, como quizá hubiéramos observado, pero no creía que estuviera perturbado todavía.

Camino de casa obtuve hasta tal punto el afecto de Peepy cuando le compré un molinillo de viento y dos bolsas de harina, que no dejó que nadie más le quitara el sombrero y los guantes, y durante la cena no quiso sentarse más que a mi lado. Caddy se sentó a mi otro lado y junto a Ada, a quien en cuanto regresamos le contó toda la historia del noviazgo. Tratamos muy afectuosamente a Caddy y también a Peepy, y Caddy estuvo muy animada, igual que mi Tutor, y todos estuvimos muy contentos, hasta que Caddy volvió de noche a su casa, en un coche de alquiler, con Peepy totalmente dormido, pero todavía con el molinillo bien agarrado en la mano.

Se me ha olvidado mencionar —o por lo menos no he mencionado— que el señor Woodcourt era el mismo médico joven y moreno a quien habíamos conocido en casa del señor Badger. Y que el señor Jarndyce lo invitó a cenar al día siguiente. Y que efectivamente vino. Y que cuando se fueron todos y le dije a Ada: «Ahora, cariño mío, vamos a hablar un poco de Richard», Ada se echó a reír, y dijo…

Pero creo que no importa lo que dijo mi pequeña. Siempre estaba muy alegre.

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