28. El metalúrgico
28. El metalúrgico
Sir Leicester Dedlock ha superado, de momento, la gota familiar, y está una vez más en pie, tanto en el sentido literal como en el figurado. Está en su mansión de Líncolnshire, pero las aguas vuelven a anegar las tierras bajas, y el frío y la humedad se cuelan en Chesney Wold, aunque éste está bien defendido, y calan a Sir Leicester hasta los huesos. Las llamas de leña y de carbón —madera de Dedlock y bosque antediluviano— que crepitan en las amplias chimeneas y que relumbran en el crepúsculo de los bosques ceñudos, entristecidos al contemplar el sacrificio de los árboles, no rechazan al enemigo. Las tuberías de agua caliente que recorren toda la casa, las puertas y las ventanas con burletes, las pantallas y las cortinas, no logran suplir las deficiencias de las chimeneas ni satisfacer las necesidades de Sir Leicester. Por eso, los rumores del gran mundo proclaman una mañana a la tierra que los escucha que se prevé que en breve Lady Dedlock vuelva a pasar unas semanas en la ciudad.
Es una triste verdad que incluso los grandes hombres tienen sus parientes pobres. De hecho, los grandes hombres suelen tener más de su parte alícuota de parientes pobres, dado que la sangre rojísima de las personas de superior calidad, al igual que la sangre de la de inferior calidad ilegalmente derramada, es más espesa que el agua, y acaba por descubrirse. Los primos de Sir Leicester, hasta el enésimo grado, son como otros tantos crímenes, en el sentido de que siempre acaban por descubrirse. Entre ellos hay primos que son tan pobres que casi cabría decir que sería mejor para ellos no haber figurado nunca entre los eslabones de la cadena de oro de los Dedlock, sino entre hechos de hierro común para empezar y haber desempeñado servicios comunes.
Pero precisamente lo que no pueden hacer es servir para nada (con algunas reservas, de buen tono, pero lucrativas), dado que tienen la dignidad de ser unos Dedlock. De modo que visitan a sus primos más ricos, y se endeudan cuando pueden, y viven pobremente cuando no pueden, y las mujeres no encuentran maridos, ni los hombres esposas, y andan en coches prestados, y asisten a banquetes que nunca dan ellos, y así van recorriendo la vida de la alta sociedad. La rica suma de la familia se ha dividido entre tantas cifras que ellos son el resto con el que nadie sabe qué hacer.
Todos los que participan de la posición de Sir Leicester Dedlock y comparten las opiniones de éste parecen estar más o menos emparentados con él. Desde Milord Boodle, pasando por el Duque de Foodle, hasta llegar a Noodle, Sir Leicester, como una araña gloriosa, extiende los hilos de su parentela. Pero aunque él comparte pomposamente el parentesco con el Gran Mundo, es una persona amable y generosa, a su aire digno, en su parentesco, con los Don Nadies, y en estos momentos, pese a la humedad, está soportando en Chesney Wold la visita de varios de esos parientes, con la constancia de un mártir.
De todos ellos, quien más se destaca es Volumnia Dedlock, una jovencita (de sesenta años) que tiene grandes parientes por partida doble, pues tiene el honor de ser la pariente pobre de otra gran familia por el lado materno. Como la señorita Volumnia exhibió en su juventud un gran talento para recortar adornos de papel de colores, así como para cantar en la lengua española acompañándose a la guitarra, y proponer adivinanzas en francés en las casas de campo, pasó los veinte años de su existencia comprendidos entre los veinte y los cuarenta de manera bastante agradable. Como entonces se quedó anticuada y se consideró que aburría a la humanidad con sus frases en la lengua española, se retiró a Bath, donde vive frugalmente con una subvención anual que le pasa Sir Leicester, y desde donde hace reapariciones de vez en cuando en las casas de campo de sus primos. En Bath tiene muchos conocidos entre ancianos espantosos de piernas flacas y calzones de nankín, y ocupa un lugar destacado en esa aburrida ciudad. Pero es temida en otras partes, debido a una profusión indiscreta de colorete y a su persistencia en adornarse con un collar de perlas anticuado que parece un rosario de huevos de pajarito.
En cualquier país decente, Volumnia merecería claramente una pensión. Se han hecho esfuerzos por conseguírsela, y cuando llegó al poder William Buffy, todo el mundo esperaba que se le concedieran 200 libras al año. Pero, no se sabe bien cómo, William Buffy descubrió, en contra de todas las previsiones, que no era el momento adecuado, y aquél fue el primer indicio claro que percibió Sir Leicester Dedlock de que el país se estaba yendo al garete.
El resto de los parientes son señoras y caballeros de diversas edades y capacidades, en su mayor parte amigables y sensatos, y a los que probablemente les hubiera ido bien en la vida de haber podido superar su condición de familia; de hecho, están casi todos superados por ella, y recorren perezosamente caminos sin objetivo ni meta, y parecen estar tan despistados acerca de lo que deben hacer con sus vidas como el resto de la gente acerca de lo que se debe hacer con ellos.
En esta sociedad, como en todas, Milady Dedlock reina majestuosamente. Bella, elegante, refinada y poderosa en su microcosmos (pues el universo del Gran Mundo no se extiende enteramente desde un polo al otro), su influencia en la casa de Sir Leicester, por altivos e indiferentes que sean sus modales, lleva a mejorar y refinar mucho la mansión. Los primos, incluso los de más edad que se sintieron paralizados cuando Sir Leicester se casó con ella, le rinden homenaje feudal, y el Honorable Bob Stables repite a diario a alguna persona escogida, entre el desayuno y la comida, su observación original favorita: que es la mujer mejor entrenada de toda la cuadra.
Esos son los invitados del salón largo de Chesney Wold en esta noche desapacible en que los pasos del Paseo del Fantasma (aunque aquí no se pueden oír) podrían ser los de un primo muerto y abandonado a la intemperie. Es casi hora de acostarse. En toda la casa están encendidas las chimeneas de los dormitorios, que hacen aparecer fantasmas de muebles sombríos en las paredes y los techos. En la mesa que hay al otro extremo, junto a la puerta, brillan los candelabros para los dormitorios, y los primos bostezan en las otomanas. Hay primos al piano, primos junto a la bandeja de botellas de agua mineral, primos que se levantan de la mesa de juegos, primos reunidos en torno a la chimenea. Al lado de su propia chimenea (porque hay dos) está Sir Leicester. Al otro lado de la amplia chimenea está Milady sentada a su mesa. Volumnia, que es una de las primas más privilegiadas, está en una silla lujosa entre los dos. Sir Leicester contempla con un desagrado olímpico el colorete y el collar de perlas.
—De vez en cuando me encuentro aquí en mi escalera —desgrana lentamente Volumnia, que quizá esté ya pensando en subir por ella hacia su cama, tras una larga velada de charla inane— con una de las mocitas más guapas que he visto en mí vida, según creo.
—Una protégée de Milady —observa Sir Leicester.
—Eso pensaba yo. Estaba segura de que tenía que haber sido alguien con gran discernimiento quien la escogiera. Verdaderamente, es una maravilla. Quizá un poco demasiado como una muñequita —dice la señorita Volumnia, que defiende su propio estilo—, pero perfecta en su género; ¡jamás he visto tal lozanía!
Sir Leicester parece manifestar su acuerdo con una magnífica mirada de desagrado al colorete.
—De hecho —observa lánguidamente milady—, si hay alguien que haya mostrado discernimiento en este caso es la señora Rouncewell, y no yo. Fue ella quien descubrió a Rosa.
—¿Doncella tuya, supongo?
—No. No es nada mío en concreto: favorita… secretaria… mensajera… No sé qué.
—¿Te gusta tenerla a tu lado como te gustaría tener una flor o un perrito de aguas… o cualquier cosa igual de mona? —pregunta Volumnia, simpatizante—. Sí, ¡qué encantador resulta! Y qué buen aspecto tiene esa deliciosa ancianita de la señora Rouncewell. Debe de tener una edad inmensa, ¡y, sin embargo, es tan activa y tiene tan buen aspecto! ¡Os aseguro que es mi mejor amiga en el mundo!
Sir Leicester considera oportuno y apropiado que el ama de llaves de Chesney Wold sea una persona notable. Aparte de eso, estima de verdad a la señora Rouncewell, y le gusta que se la elogie. Por eso dice: «Tienes razón, Volumnia», lo cual alegra mucho a esta última.
—No tiene hijas, ¿verdad?
—¿La señora Rouncewell? No, Volumnia. Tiene un hijo. La verdad es que tenía dos.
Milady, cuya enfermedad crónica de aburrimiento se ha visto tristemente agravada esta tarde por Volumnia, contempla cansada los candelabros y exhala un suspiro silencioso.
—Y eso constituye un notable ejemplo de la confusión en que hemos caído en estos tiempos, de la forma en que se destruyen los puntos de referencia, de cómo se abren las compuertas y se desarraigan las distinciones —dice Sir Leicester con gran solemnidad—, pues el señor Tulkinghorn me ha informado de que al hijo de la señora Rouncewell se le ha invitado a presentarse para el Parlamento.
La señorita Volumnia lanza un chillido.
—Sí, es cierto —repite Sir Leicester—. Para el Parlamento.
—¡Jamas he oído cosa igual! Dios mío, ¿qué hace ese hombre? —exclama Volumnia.
—Es eso que llaman… creo… un… metalúrgico —dice lentamente Sir Leicester, con mucha gravedad y grandes dudas, como si no estuviera seguro de que quizá el título adecuado fuera el de fontanero, o de que la expresión correcta quizá fuera otra que denotara alguna otra relación con algún tipo concreto de metales.
Volumnia da otro chillido.
—Ha rechazado la oferta, si la información que me ha dado el señor Tulkinghorn es correcta, de lo cual no me cabe duda, porque el señor Tulkinghorn siempre es correcto y exacto; pero eso —dice Sir Leicester— no corrige la anomalía, que está preñada de graves consideraciones… de consideraciones alarmantes, a mi juicio.
Cuando la señorita Volumnia se levanta con una mirada hacia los candelabros, Sir Leicester cortésmente efectúa la vuelta entera al salón, trae uno y lo enciende en la lámpara con pantalla de milady.
—Te ruego, Milady —dice al mismo tiempo—, que te quedes unos momentos, porque esta persona a la que acabo de mencionar llegó esta tarde poco antes de la hora de cenar y pidió, de forma muy cortés —explica Sir Leicester, con su habitual respeto por la verdad— el favor de una breve entrevista, en una nota muy bien redactada y expresada, contigo y conmigo acerca del tema de esa muchacha. Como, según parecía, se proponía volver a marcharse esta noche, repliqué que lo veríamos antes de retirarnos.
La señorita Volumnia huye con un tercer chillido, mientras manifiesta a sus anfitriones:
—¡Dios mío! ¡Más vale deshacerse de…! ¿Cómo has dicho?… ¡Del metalúrgico!
Pronto se dispersan los demás primos, hasta el último de ellos. Sir Leicester toca la campanilla:
—Mis saludos al señor Rouncewell, en los apartamentos del ama de llaves, y díganle que ya puedo recibirlo.
Milady, que ha escuchado todo esto con pocas muestras de prestar atención, observa al señor Rouncewell cuando éste entra. Tiene poco más de cincuenta años, buena figura, igual que su madre, y tiene la voz clara, una frente despejada con entradas en el pelo, y una cara inteligente y franca. Es un caballero de aspecto responsable, vestido de negro, bastante corpulento, pero firme y activo. Actúa con toda naturalidad y franqueza, y no se siente en lo más mínimo nervioso ante la excelencia de quienes lo reciben.
—Sir Leicester y Lady Dedlock, como ya he presentado mis excusas por molestar a ustedes, lo mejor que puedo hacer es ser breve. Le agradezco que me reciba, Sir Leicester.
El jefe de los Dedlock ha hecho un gesto hacia un sofá que hay entre él y Milady. El señor Rouncewell se sienta pausadamente.
—En momentos tan ocupados, cuando están en marcha tan grandes empresas, quienes como yo empleamos a tantos obreros en tantos sitios, siempre andamos corriendo de un lado a otro.
Sir Leicester le satisface que el fabricante considere que no hay prisa allí, en aquella casa antigua, arraigada en su parque silencioso, donde la hiedra y el musgo han tenido tiempo para madurar y donde los olmos retorcidos y nudosos, y los robles umbríos están hundidos en medio de los helechos y las hojas centenarias, y donde el reloj de sol de la terraza lleva registrando desde hace siglos el Tiempo, que era tan de la propiedad de los Dedlock (mientras éstos durasen) como la casa y las tierras. Sir Leicester se sienta en una butaca, y opone su reposo y el de Chesney Wold a las idas y venidas inquietas de los metalúrgicos.
—Lady Dedlock ha tenido la amabilidad —continúa diciendo el señor Rouncewell, con una mirada respetuosa y una inclinación hacia ella— de colocar a su lado a una joven belleza llamada Rosa. Resulta que mi hijo se ha enamorado de Rosa, y me ha pedido permiso para proponerle matrimonio, y para comprometerse con ella si ella está dispuesta, y yo supongo que sí lo estará. No he visto a Rosa hasta hoy, pero tengo bastante confianza en el buen sentido de mi hijo, incluso en asuntos de amor. Veo que la forma en que él la representa es cierta, a mi leal saber y entender, y mi madre habla de ella con grandes elogios.
—Los merece en todos los respectos —dice Milady.
—Celebro mucho oírselo decir a usted, Lady Dedlock, y huelga añadir comentarios sobre el valor que me merece su amable opinión de ella.
—Eso —observa Sir Leicester, con una grandeza indecible, pues considera que el fabricante es demasiado elocuente— es algo que resulta innecesario.
—Totalmente innecesario, Sir Leicester. Ahora bien, mi hijo es muy joven, y Rosa también. Al igual que yo tuve que abrirme camino por mi cuenta, mi hijo debe hacer lo mismo, y es imposible que se case de momento. Pero de suponer que yo diera mi consentimiento a que se comprometiera en absoluto con esa muchachita, y que esa muchachita quisiera comprometerse con él, creo que estoy obligado por sinceridad a decir inmediatamente (estoy seguro, Sir Leicester y Lady Dedlock, de que me comprenderán y me perdonarán) que impondría como condición que ella no se quedara en Chesney Wold. Por consiguiente, antes de seguir hablando con mi hijo, me tomo la libertad de decir que si la marcha de ella provocara en cualquier sentido una incomodidad o una molestia, le daré a él un plazo razonable de espera y dejaré las cosas exactamente igual que están.
¡No quedarse en Chesney Wold! ¡Imponer eso como condición! Todas las dudas de Sir Leicester acerca de Wat Tyler y de la gente de las metalurgias que no hacen más que manifestarse a la luz de antorchas le caen de golpe en la cabeza como un chaparrón, y de hecho el fino pelo gris de la cabeza, al igual que el de las patillas, se le ponen de punta de la indignación.
—¿He de entender, señor mío —pregunta Sir Leicester—, y ha de entender Milady —a la que introduce así en la discusión especialmente, en primer lugar como cuestión de cortesía, y en segundo lugar como cuestión de prudencia, pues confía mucho en el buen sentido de Milady—, he de entender, señor Rouncewell, y ha de entender Milady, caballero, que considera usted que esa joven vale demasiado para Chesney Wold o que es probable que le haga algún perjuicio al seguir aquí?
—Desde luego que no, Sir Leicester.
—Celebro saberlo —dice Sir Leicester en tono muy altivo.
—Por favor, señor Rouncewell —dice Milady, advirtiendo a Sir Leicester que no intervenga con un gesto levísimo de la manita, como si él fuera una mosca—, explíqueme lo que quiere decir.
—Con mucho gusto, Lady Dedlock. Es lo que más deseo.
Milady vuelve su cara compuesta, cuya inteligencia, sin embargo, es demasiado viva y activa para que la pueda disimular ninguna impasibilidad estudiada, por habitual que sea en ella, hacia la fuerte cara sajona del visitante, imagen de resolución y perseverancia, y escucha atentamente, bajando la cabeza de vez en cuando.
—Lady Dedlock, yo soy el hijo de su ama de llaves, y he pasado mi infancia en esta casa. Mi madre lleva medio siglo aquí, y no me cabe duda de que morirá aquí. Es uno de esos ejemplos (quizá uno de los mejores) del amor, la lealtad y la fidelidad de un tipo de personas, de las que Inglaterra puede estar muy orgullosa, pero en los que ninguna de las partes interesadas puede atribuirse el mérito exclusivo, porque esos casos dicen mucho de ambas partes; sin duda de la parte de los grandes, pero también sin duda de la parte de los humildes.
Sir Leicester lanza un pequeño respingo al oír cómo se comparten así los méritos, pero, dicho sea en su honor y en el de la verdad, reconoce sincera aunque silenciosamente la justicia de lo que acaba de decir el metalúrgico.
—Perdónenme por decir algo que resulta obvio, pero no quiero que se suponga apresuradamente —con una levísima mirada hacia Sir Leicester— que me da vergüenza la posición que ocupa mi madre aquí, ni que sienta la más mínima falta de respeto hacia Chesney Wold y la familia. Desde luego, es posible que yo haya deseado (y, desde luego, lo he deseado, Milady) que mi madre pudiera retirarse al cabo de tantos años, y terminar sus días conmigo. Pero como he visto que el romper este vínculo tan fuerte sería como destrozarle el corazón, hace mucho tiempo que he renunciado a esa idea.
Sir Leicester se pone muy digno otra vez ante la idea de que alguien pensara en llevarse a la señora Rouncewell de su hogar natural, para determinar sus días con un metalúrgico.
El visitante continúa diciendo modestamente:
—He sido aprendiz y he sido obrero. He vivido con el salario de un obrero durante años y años, y más allá de un cierto punto, he tenido que educarme solo. Mi mujer era hija de un capataz y se educó modestamente. Tenemos tres hijas, además de este hijo del que he hablado, y como afortunadamente les hemos podido dar más ventajas que las que gozamos nosotros, las hemos educado bien; muy bien. Una de nuestras principales preocupaciones y de nuestros mayores placeres ha sido hacerlos dignos de ocupar cualquier posición.
Su tono paternal adquiere ahora una cierta jactancia, como si añadiera en su fuero interno: «incluso la posición de Chesney Wold». Por eso Sir Leicester se va poniendo cada vez más digno.
—Todo ello es tan frecuente, Lady Dedlock, donde vivo yo, y entre la clase a la que pertenezco, que entre nosotros no son tan infrecuentes como en otras partes lo que se calificaría en general de matrimonios desiguales. Hay veces en que un hijo comunica a su padre que se ha enamorado, digamos, de una joven de la fábrica. El padre, que en su juventud también trabajó en una fábrica, probablemente se sentirá un poco decepcionado al principio. Quizá tuviera otras aspiraciones para su hijo. Sin embargo, lo más probable es que tras averiguar que la joven es de carácter intachable, le diga a su hijo: «Necesito estar seguro de que vas en serio. Se trata de un asunto muy serio para vosotros dos. Por eso voy a hacer que esa chica reciba una educación durante dos años; o quizá diga: «Voy a colocar a esta chica en la misma escuela que tus hermanas durante tanto o cuanto tiempo, y tú me vas a dar tu palabra de que no la vas a ver más que con tal o cual frecuencia. Si al final de este tiempo, cuando ella haya aprovechado tanto ese favor que podáis estar más o menos en pie de igualdad, seguís pensando lo mismo, yo haré lo que pueda por mi parte para que seáis felices». Conozco varios casos como los que acabo de describir, milady, y creo que me indican el rumbo que debo seguir yo ahora.
La dignidad de Sir Leicester estalla. Pausada, pero terrible.
—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, poniéndose la mano derecha en la solapa de su levita azul, con la actitud de estadista en la que está pintado en la galería—, ¿está usted estableciendo un paralelo entre Chesney Wold y una —se le atraganta la palabra— una fábrica?
—No necesito decirle, Sir Leicester, que los dos lugares son muy diferentes, pero para los fines del caso, creo que no es injusto establecer un paralelo entre las dos situaciones.
Sir Leicester dirige su majestuosa mirada por uno de los costados del salón largo, y luego por el otro, antes de convencerse de que efectivamente no está soñando.
—¿Tiene usted conciencia, señor mío, de que esa joven a la que Milady, insisto, Milady, ha puesto cerca de su persona se educó en la escuela de la aldea, al lado del parque?
—Sir Leicester, tengo plena conciencia de ello. Es una escuela muy excelente, y generosamente subvencionada por esta familia.
—Entonces, señor Rouncewell —replica Sir Leicester—, me resulta incomprensible la aplicación de lo que acaba usted de decir.
—¿Le resultará más comprensible, Sir Leicester, si le digo —el metalúrgico está ruborizándose un poco— que no considero que la escuela de la aldea enseñe todo lo que debe saber la esposa de mi hijo?
De la escuela rural de Chesney Wold, intacta como está este mismo minuto, hasta todo el tejido de la sociedad; de todo el tejido de la sociedad hasta que ese mismo tejido se vea brutalmente rasgado porque hay gente (metalúrgicos, fontaneros o lo que sea) que se olvida del catecismo y se sale del puesto que le corresponde en la sociedad (que ha de ser necesariamente y para siempre, conforme a la lógica rápida de Sir Leicester, el primer puesto que ocuparon al nacer), y de ahí pasa a educar a otra gente para que salga de sus puestos, con lo que se derrumban los puntos de referencia y se abren las compuestas y todo lo demás; así razona rápidamente la mentalidad Dedlock.
—Perdón, Milady. Permíteme un momento —porque ella ha mostrado un leve indicio de que iba a hablar—. Señor Rouncewell, nuestras opiniones de lo que son las obligaciones, y nuestras opiniones de lo que es la posición, y nuestras opiniones de…, en resumen, todas nuestras opiniones son tan diametralmente opuestas, que el prolongar esta conversación debe de ser repugnante para sus sentimientos, como lo es para los míos. Esa jovencita se ve honrada por la atención y el favor de Milady. Si desea renunciar a esa atención y ese favor, o si decide colocarse bajo la influencia de cualquiera que con sus opiniones peculiares (permítame decir sus opiniones peculiares, aunque estoy dispuesto a reconocer que no tiene la culpa de ellas), que con sus opiniones peculiares quiera que renuncie a esa atención y ese favor, puede hacerlo en el momento que decida. Le agradecemos la franqueza con que nos ha hablado. No tendrá ninguna consecuencia, en un sentido u otro, para la posición de esa jovencita aquí. Aparte de eso, no podemos establecer ni aceptar condiciones. Y ahora le rogamos, si tiene la bondad, que dejemos el tema.
El visitante hace una pausa para dar a Milady una oportunidad, pero ella no dice nada. Entonces él se levanta y responde:
—Sir Leicester y Lady Dedlock, permítanme agradecerles su atención y observar únicamente que recomendaré muy en serio a mi hijo que venza sus inclinaciones actuales. ¡Buenas noches!
—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, en quien brilla todo el carácter de la hidalguía—, es tarde, y las carreteras están oscuras. Espero que su tiempo no sea tan precioso para no permitir que Milady y yo le ofrezcamos la hospitalidad de Chesney Wold, por lo menos esta noche.
—Espero que acepte —dice Milady.
—Se lo agradezco mucho, pero tengo que viajar toda la noche para llegar puntualmente a un lugar bastante lejano, pues estoy citado por la mañana.
Con lo cual el metalúrgico se despide; Sir Leicester toca la campanilla, y Milady se levanta cuando él sale de la sala.
Cuando Milady va a su tocador, se sienta, pensativa, junto a la chimenea y, sin prestar atención al Paseo del Fantasma, mira a Rosa, que está escribiendo en una saleta. Al cabo de un rato, Milady la llama:
—Ven, hija mía. Dime la verdad. ¿Estás enamorada?
—¡Ay, Milady!
Milady contempla la cara bajada y sonrojada y dice sonriente:
—¿Quién es? ¿Es el nieto de la señora Rouncewell?
—Sí, Milady, con su permiso. Pero no sé si estoy enamorada de él. No estoy segura.
—¡No estás segura, tontita! ¿No sabes que él sí está seguro de quererte?
—Creo que le gusto un poco, Milady —y Rosa rompe a llorar.
¿Es Lady Dedlock la que está ahí, de pie junto a la belleza rural, atusándole el pelo oscuro con ese toque maternal, y mirándola con unos ojos tan llenos de interés y curiosidad? ¡Sí, efectivamente lo es!
—Escúchame, hija mía. Eres joven y franca, y creo que me tienes cariño.
—Sí, Milady, sí. De verdad que no hay nada en el mundo que no esté dispuesta yo a hacer para demostrarle cuánto.
—Y no creo que quieras dejarme todavía, Rosa, aunque sea por un novio.
—¡No, Milady! ¡Ay, no! —Rosa levanta la mirada por primera vez, aterrada ante la mera idea.
—Confía en mí, hija mía. No me tengas miedo. Quiero que seas feliz, y voy a hacer que lo seas…, si es que puedo hacer feliz a alguien en este mundo.
Rosa se echa a llorar otra vez, se arrodilla a sus pies y le besa la mano. Milady toma la mano con la que ha cogido la suya y, de pie, con la mirada fija en el fuego, la acaricia con las dos manos y la deja caer lentamente. Al verla tan absorta, Rosa se retira en silencio, pero Milady sigue con la mirada fija en la chimenea.
¿Qué busca? ¿Una mano que ya no existe, una mano que nunca existió, un contacto que podría haber cambiado mágicamente su vida? ¿O escucha el Paseo del Fantasma y piensa a qué se parecen más sus pasos? ¿A los de un hombre? ¿A los de una mujer? ¿A los pasitos de un niño pequeño que se acercan… y se acercan? Está sometida a alguna influencia melancólica, pues, si no, ¿por qué iba una dama tan orgullosa a cerrar las puertas y sentarse tan desolada ante la chimenea?
Volumnia se marcha al día siguiente, y antes de la cena se han dispersado todos los primos. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta asombrado durante el desayuno al oír a Sir Leicester hablar de la eliminación de todos los puntos de referencia y de la apertura de las compuertas y de los rasguños en el tejido de la sociedad, todo lo cual manifiesta la conducta del hijo de la señora Rouncewell. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta verdaderamente indignado, y que lo relacione todo con la debilidad de William Buffy cuando estuvo en el poder, y que se sienta verdaderamente despojado de sus intereses en la nación, o en la lista de pensiones, o en lo que sea, por el fraude y la maldad. En cuanto a Volumnia, Sir Leicester la acompaña por la gran escalera, hablando con tanta elocuencia del tema como si existiera un insurrección general en el norte de Inglaterra para quedarse con la caja de colorete y el collar de perlas de su prima. Y así, en medio del escándalo que forman las doncellas y los ayudas de cámara —pues una característica de los primos es que, por difícil que les resulte mantenerse, tienen que mantener doncellas y ayudas de cámara—, los primos se dispersan a los cuatro vientos, y el viento de invierno que sopla hoy hace que de los árboles al lado de la casa desierta caiga un chaparrón, como si todos los primos se hubieran transformado en hojas.