40. Noticias nacionales y locales
40. Noticias nacionales y locales
Inglaterra lleva unas semanas sumida en un estado terrible. Lord Coodle quería salir, Sir Thomas Doodle no quería entrar, y como no había nadie (digno de mención) en la Gran Bretaña más que Coodle y Doodle, no ha habido Gobierno. Menos mal que el encuentro hostil entre estos dos grandes hombres, que en cierto momento parecía inevitable, no se produjo, porque si ambas pistolas hubieran surtido efecto, y Coodle y Doodle se hubieran matado el uno al otro, cabe suponer que Inglaterra hubiera esperado a tener Gobierno hasta que el joven Coodle y el joven Doodle, que todavía visten de bata y medias largas, fueran adultos. Sin embargo, aquella escalofriante calamidad nacional se vio conjurada cuando Lord Coodle descubrió oportunamente que si en el calor del debate había dicho que despreciaba y vilipendiaba toda la innoble carrera de Sir Thomas Doodle, en realidad lo que había querido decir era que las diferencias de partido nunca lo inducirían a negar el testimonio de su más cálida admiración, y cuando en igual oportunidad, por la otra parte, Sir Thomas Doodle había dicho sincera y expresamente que, a su juicio, Lord Coodle pasaría a la posteridad como el más fiel reflejo de la virtud y la honorabilidad. Pero Inglaterra lleva varias semanas en la horrible situación de no tener un piloto (como expresó tan acertadamente Sir Leicester Dedlock) para capear el temporal, y lo más extraño del caso es que a Inglaterra no ha parecido preocuparle demasiado, sino que ha seguido comiendo y bebiendo y casándose y dando a sus hijos en matrimonio, como se hacía en la antigüedad, en los viejos tiempos antes del Diluvio. Pero Coodle advirtió el peligro, y Doodle advirtió el peligro, y todos sus seguidores y sus fieles tuvieron la percepción más clara posible del peligro. Por fin, Sir Thomas Doodle no sólo ha condescendido a entrar, sino que lo ha hecho en toda regla, y con él han entrado todos sus sobrinos, todos sus primos y todos sus cuñados. De manera que el viejo buque todavía tiene posibilidades.
Doodle ha concluido que debía entregarse al país, entrega que se efectúa, sobre todo, en forma de monedas de a soberano y de jarras de cerveza. En este estado metamorfoseado se halla disponible en muchas partes a la vez y puede entregarse a una parte considerable del país al mismo tiempo. Como Britannia está muy ocupada en embolsarse a Doodle en forma de monedas de a soberano y en tragarse a Doodle en forma de cerveza, y en jurar y perjurar que no está haciendo ninguna de las dos cosas (evidentemente, como contribución a su gloria y su moralidad), la temporada de Londres termina repentinamente porque todos los Coodleístas y todos los Doodleístas se dispersan para ayudar a Britannia en esos ejercicios piadosos.
En consecuencia, la señora Rouncewell prevé, aunque todavía no le han enviado instrucciones, que cabe esperar en breve a la familia, junto con un buen séquito de primos y otros que puedan ayudar de un modo u otro en la gran Tarea Constitucional. Y de ahí que esa anciana majestuosa aproveche al máximo el tiempo disponible para subir y bajar las escaleras, pasar por galerías y pasillos y por los aposentos para presenciar, antes de pasar más adelante, que todo está listo, que los pisos están encerados y brillantes, las alfombras extendidas, las cortinas desempolvadas, las camas hechas y las almohadas ahuecadas, las alacenas y cocinas listas para la acción, y todo dispuesto como corresponde a la dignidad de los Dedlock.
Esta tarde de verano, cuando se pone el sol, han terminado los preparativos. La casa presenta un aspecto serio y solemne, con todo dispuesto para que la habiten, pero sin más habitantes que los retratados en las paredes. Así vivieron y murieron éstos, podría cavilar un Dedlock en residencia al pasar a su lado; así vieron esta galería callada y en calma, como la veo yo ahora; así pensarían, como pienso yo ahora, en el hueco que dejarían en este reino cuando se fueran; así les parecería, como me parece a mí, difícil de creer que pudiera existir sin ellos; así se alejarían de mi mundo, como me alejo yo del de ellos y cierro ahora la puerta que resuena; así pasearían sin dejar un hueco tras ellos, y así morirían.
La luz, rica, lujuriante, abundante como la abundancia que da el verano al país, la misma luz que está excluida de otras ventanas, entra por algunas de las ventanas a las que hace brillar, tan bellas desde fuera y que a esta hora del atardecer no están enmarcadas en piedra de un gris monótono, sino en una casa gloriosa de oro. Y entonces, los Dedlock congelados se deshielan. Sus rasgos se llenan de extraños movimientos cuando juegan en ellos las sombras de las hojas. Un estólido Justicia Mayor que hay en una esquina hace un guiño caprichoso. Un baronet contemplativo, con un bastón de mando, adquiere un hoyuelo en la barbilla. Por el seno de una pastora de piedra entra un brillo de luz y calor que le hubiera venido bien hace cien años. Una antepasada de Volumnia, con zapatos muy altos, igual que los de esta última (como si proyectara ante ella la sombra virginal de esa doncella con doscientos años de antelación) se dota de un halo y se convierte en una santa. Una dama de honor de la corte de Carlos II, con grandes ojos redondos (y otros encantos en consonancia), parece estar bañada en agua brillante, que hace ondulaciones con la luz.
Pero va apagándose el fuego del sol. Ahora, incluso el piso empieza a caer en la sombra, y ésta va ascendiendo lentamente por las paredes y va abatiendo a los Dedlock, como la edad y la muerte. Y ahora, sobre el retrato de Milady que hay encima de la gran chimenea, cae de algún árbol añoso una extraña sombra, que le hace ponerse pálido y tembloroso, y da la sensación de que un gran brazo sostuviera un velo o un capuchón en espera de echárselo encima. La sombra de la pared va subiendo y ennegreciéndose, ya hay un brillo rojizo en el techo, y por fin se apaga el fuego.
Toda la perspectiva, que tan próxima parecía desde la terraza, se, ha ido alejando solemnemente y ha cambiado (no es la primera ni será la última de las cosas hermosas que parecían tan cercanas y que cambian) para transformarse en un fantasma distante. Se levantan unas leves nieblas, va cayendo el rocío y el aire se llena de los dulces aromas del jardín. Ahora los bosques se asientan en grandes bloques, como si cada uno de ellos se resolviera en un solo árbol profundo. Y ahora se levanta la luna, que los separa y que brilla acá y acullá en líneas horizontales tras sus troncos, y convierte a la avenida en un pavimento de luz entre altos arcos catedralicios fantásticamente rotos.
Ya está alta la luna, y la gran casa, que necesita más que nunca estar habitada, es como un cuerpo sin vida. Ahora resulta incluso terrible deslizarse por su interior, pensar en los seres vivientes que han dormido en sus solitarios dormitorios, por no decir nada de los muertos. Ya es el momento de las sombras, en el que cada rincón es una caverna y cada paso de bajada es como un pozo, cuando las vidrieras de colores se reflejan en tonos pálidos y desvaídos en los suelos, cuando se puede ver en las grandes vigas de la escalera todo, cualquier cosa, salvo sus verdaderas formas, cuando las armaduras emiten reflejos oscuros que no se pueden distinguir fácilmente de un movimiento cauteloso, y cuando los cascos con celada sugieren temerosamente que hay cabezas en su interior. Pero, de todas las sombras que hay en Chesney Wold, la sombra que en el salón largo se cierne sobre el retrato de Milady es la primera en llegar y la última en verse perturbada. A esta hora y con esta luz se convierte en unas manos que se levantan amenazantes y que se dirigen contra la hermosa faz con cada soplo de aire.
—No está bien, señora —dice un lacayo en la sala de audiencias de la señora Rouncewell.
—¡Que no está bien Milady! ¿Qué le pasa?
—Bueno, señora, la verdad es que Milady no está bien desde la última vez que vino. No quiero decir con la familia, señora, sino cuando vino aquí como ave de paso, digamos. Milady no ha salido mucho para su costumbre, y ha pasado mucho tiempo en sus aposentos.
—Thomas, ¡Chesney Wold hará que Milady se sienta bien! —replica el ama de llaves con complacencia orgullosa—. No hay aire más sano ni tierra más saludable en el mundo.
Es posible que Thomas tenga sus propias opiniones a estos respectos; es probable que las sugiera por la forma en que se atusa el pelo repeinado desde la nuca hasta las cejas, pero se abstiene de expresarlas de otro modo y se retira a la sala de la servidumbre para regalarse con una empanada de carne y una cerveza.
Este lacayo es el pez piloto que viene antes del noble tiburón. A la tarde siguiente llegan Sir Leicester y Milady con el mayor de sus séquitos, y con ellos llegan los primos y otros personajes procedentes de todos los puntos de la rosa de los vientos. Durante varias semanas seguirán llegando y marchándose hombres misteriosos y anónimos que pululan por todas las partes del país por las que Doodle se esparce ahora cual chaparrón dorado y acervezado, pero que no son sino personas de ánimo inquieto y que nunca hacen nada en ninguna parte.
En esas ocasiones nacionales, Sir Leicester encuentra útiles a sus primos. Imposible encontrar a nadie mejor que el Honorable Bob Stables para invitar a cenar a los miembros de la Partida de Caza. Dificilísimo sería encontrar caballeros más presentables que los otros primos para cabalgar hasta los centros de votación y los mítines a demostrar que son los defensores de Inglaterra. Volumnia es un poco lenta, pero de buen linaje, y son muchos los que aprecian su animada conversación, sus adivinanzas francesas (tan antiguas que gracias al paso del tiempo casi se han vuelto a hacer nuevas), así como el honor de llevar a la bella Dedlock a cenar o incluso el privilegio de sostener su mano en el baile. En esas ocasiones patrióticas, el baile puede ser un servicio patriótico, y a Volumnia se la ve dar saltitos constantemente, en aras de un país desagradecido y que no le confiere una pensión.
Milady no se toma demasiadas molestias para atender a sus múltiples invitados, y como todavía no se siente bien, es raro verla aparecer hasta el final del día. Pero durante todas las cenas aburridas, los almuerzos soporíferos, los bailes mortíferos y otros festejos melancólicos, su mera aparición es un alivio para todos. En cuanto a Sir Leicester, considera totalmente imposible que a nadie que tenga la buena fortuna de verse recibido bajo su techo le pueda faltar nada de nada, y en un estado de sublime satisfacción se pasea entre la concurrencia con majestuosa impavidez.
A diario, los primos trotan por el polvo y galopan por la hierba de los caminos, van a los mítines y a las cabinas de votación (con guantes de cuero y látigos de caza a las sedes del condado, y con guantes de cabritilla y bastones de montar a los pueblos), y a diario vuelven con informes sobre los que pensará Sir Leicester después de cenar. A diario, los hombres inquietos que no tienen una ocupación en la vida presentan el aspecto de estar muy ocupados. A diario, Volumnia celebra una conversación entre primos con Sir Leicester sobre el estado de la nación, por la que Sir Leicester está dispuesto a concluir que Volumnia es más reflexiva de lo que pensaba él.
—¿Qué tal nos va? —pregunta la señorita Volumnia con una palmadita—. ¿Entramos seguros?
Ya está casi terminada la gran empresa, y dentro de unos días Doodle dejará de clamar al país. Sir Leicester acaba de aparecer en el salón largo después de la cena, como una estrella brillante rodeada de nubes de primos.
—Volumnia —replica Sir Leicester, que lleva una lista en una mano—, nos va tolerablemente bien.
—¡Sólo tolerablemente!
Aunque es verano, Sir Leicester siempre tiene encendida su propia chimenea. Ocupa su asiento de costumbre cerca de la pantalla, y repite, con gran firmeza y algo de desagrado, como quien dice: «Yo no soy un hombre corriente, y cuando digo «tolerablemente» no se debe entender en el sentido corriente»:
—Volumnia, nos va tolerablemente bien.
—Por lo menos tú no tendrás oposición —afirma Volumnia con seguridad.
—No, Volumnia. Lamento decir que este país desquiciado ha perdido el sentido en muchos respectos, pero…
—No ha llegado a ese grado de locura. ¡Celebro saberlo!
La forma en que Volumnia termina su frase la devuelve al favor. Sir Leicester, con una graciosa inclinación de cabeza, parece decirse a sí mismo: «Esta mujer es sensata, a fin de cuentas, aunque a veces sea una precipitada».
De hecho, en cuanto a esta cuestión de la oposición, la observación de la bella Dedlock era superflua, pues en estas ocasiones Sir Leicester siempre hace triunfar su propia candidatura, como una especie de magnífico pedido al por mayor, que se le ha de entregar inmediatamente. Hay otras dos circunscripciones que le pertenecen y a las que trata como pequeños pedidos sin importancia, pues se limita a enviar a ellas sus candidatos y decir a los comerciantes: «Tengan la bondad de hacerme con estos materiales dos Miembros del Parlamento y mandármelos a casa cuando estén hechos».
—Lamento decir, Volumnia, que en muchas partes la gente ha dado muestras de ánimo avieso, y que esta oposición al Gobierno ha sido del carácter más decidido e implacable.
—¡Malvados! —exclama Volumnia.
—Incluso —continúa Sir Leicester, contemplando a los primos circunyacentes, tendidos en sofás y otomanas—, incluso en muchos (de hecho en casi todos) de los lugares en los que el Gobierno ha triunfado contra una facción…
(Obsérvese, dicho sea de paso, que para los doodleístas los coodleístas siempre son una facción, y que los coodleístas ocupan exactamente la misma posición respecto de los doodleístas.)
—Incluso allí me siento escandalizado, y lo digo como buen inglés, al verme obligado a deciros que el Partido no ha podido triunfar sino a costa de grandes gastos —y Sir Leicester contempla a los primos con una indignación cada vez mayor y una mayor dignidad—. ¡Cientos, cientos de miles de libras!
Si Volumnia tiene un defecto, es el de ser un poquito inocente, dado que esa inocencia, que iría muy bien con un delantal y un babero, está un poco fuera de tono con el colorete y el collar de perlas. En todo caso, impulsada por su inocencia, pregunta:
—¿Para qué?
—Volumnia —le reprocha Sir Leicester con la mayor severidad—. ¡Volumnia!
—No, no, si no quería preguntar para qué —exclama Volumnia con su gritito favorito—. ¡Qué tonta soy! ¡Quería decir que qué pena!
—Celebro —replica Sir Leicester— que quisieras decir qué pena.
Volumnia se apresura a expresar su opinión de que a esa gente horrible habría que juzgarla por traición y obligarla a dar su apoyo al Partido.
—Celebro, Volumnia —repite Sir Leicester, sin tener en cuenta esos dulces sentimientos—, que quisieras decir qué pena. Pero, como sin darte cuenta y sin pretender hacer esa impertinente pregunta, has preguntado «¿Para qué?», permíteme que te responda. Para los gastos necesarios. Y confío, Volumnia, en que tengas el buen sentido de no seguir con el tema, ni aquí ni en ninguna parte.
Sir Leicester se considera obligado a mirar a Volumnia con aire aplastante, porque se ha rumoreado por ahí que esos gastos necesarios figurarán en desagradable relación con el soborno en 200 solicitudes de anulación de las elecciones, y porque algunos bromistas de mal gusto han sugerido, en consecuencia, que en los servicios religiosos se suprima en adelante la oración ordinaria por las intenciones del Alto Tribunal Parlamentario, y en su lugar han recomendado que se pidan las oraciones de la congregación por 658 caballeros en muy mal estado de salud .
—Supongo —observa Volumnia, que ha tardado algo en recuperar la tranquilidad tras su reciente reprimenda— que el señor Tulkinghorn se ha estado matando a trabajar.
—No sé —dice Sir Leicester, abriendo los ojos— por qué iba el señor Tulkinghorn a matarse a trabajar. No sé cuáles son las obligaciones del señor Tulkinghorn. No es candidato.
Volumnia pensaba que quizá le hubieran encargado algún trabajo. Sir Leicester desearía saber por quién y para qué. Volumnia, decaída una vez más, sugiere que por Alguien, para dar su consejo y tomar disposiciones. Sir Leicester no sabe que ningún cliente del señor Tulkinghorn haya necesitado de su ayuda.
Lady Dedlock, sentada junto a una ventana abierta con el brazo apoyado en un cojín en el alféizar, y contemplando cómo caen en el parque las sombras del atardecer, parece estar prestando atención desde que se mencionó el nombre del abogado.
Un primo lánguido y bigotudo, en estado de suma debilidad, observa ahora desde su sofá que «una persona le ha dicho ayer que Tulkinghorn había ido, ya sabéis, a la fábrica esa, y que como la elección termina hoy, ya sabéis, sería divino que Tulkinghorn viniera con la noticia, ya sabéis, de que el candidato de Coodle ha perdido; sería divino».
Aparece Mercurio con el café, e informa inmediatamente a Sir Leicester de que ha llegado el señor Tulkinghorn, que está cenando. Milady vuelve la cabeza hacia la sala por un momento, y luego vuelve a quedarse mirando al parque.
Volumnia está encantada de saber que ha llegado su Maravilla. ¡Es un ser tan original, tan inmutable, un ser tan inmenso, que sabe todo género de cosas y no habla nunca de ellas! Volumnia está convencida de que debe de ser francmasón. Seguro que es el jefe de su logia y se pone mandiles y es el perfecto ídolo de todos, que llevan candelabros y escuadras. La bella Dedlock hace estas observaciones animadas con su tono juvenil habitual, mientras teje un bolso de punto.
—No ha venido ni una vez —añade— desde que llegué yo. Os aseguro que he pensado que iba a morirme de pena. Casi me llegué a creer que se había muerto.
Puede que sea la oscuridad cada vez mayor de la tarde, o la oscuridad todavía mayor que siente en su corazón, pero a Lady Dedlock le pasa una sombra por la cara, como si pensara: «¡Ojalá!».
—El señor Tulkinghorn —dice Sir Leicester— siempre será bien acogido aquí, y será discreto dondequiera que se halle. Es una persona muy valiosa, y merecidamente respetada.
El primo debilitado supone que «Es un tipo inmensamente rico, qué maravilloso».
—Si el país prospera, él también —dice Sir Leicester—, sin duda. Naturalmente, está muy bien pagado, y se relaciona con la sociedad más alta casi en pie de igualdad.
Todo el mundo se sobresalta, porque ha sonado un disparo cerca.
—Dios mío, ¿qué es eso? —pregunta Volumnia; con su gritito sofocado.
—Una rata —dice Milady—, y la han matado.
Entra el señor Tulkinghorn, seguido por dos mercurios con lámparas y velas.
—No, no —dice Sir Leicester—, creo que no. Milady, ¿tienes algo que objetar a la media luz?
Por el contrario, Milady la prefiere.
—¿Volumnia?
¡Oh! No hay nada que le parezca tan delicioso a Volumnia como estar charlando sentada en la oscuridad.
—Entonces que se las lleven —ordena Sir Leicester—. Perdone, Tulkinghorn. ¿Cómo le va?
El señor Tulkinghorn avanza con su calma de costumbre, hace una reverencia de pasada a Milady, estrecha la mano de Sir Leicester y se hunde en la silla que le corresponde cuando tiene algo que comunicar, frente a la mesita de la prensa del Baronet. Sir Leicester teme que como Milady no está muy bien, le dé frío en esa ventana abierta. Milady se lo agradece, pero prefiere seguir sentada ahí para tomar el aire. Sir Leicester se levanta, le pone el chal y vuelve a su asiento. Entre tanto, el señor Tulkinghorn toma un poquito de rapé.
—Bien —pregunta Sir Leicester—, ¿cómo ha ido la elección?
—Pues mal desde el principio. Ni una posibilidad. Han sacado sus dos candidatos. Los han derrotado totalmente a ustedes. Tres a uno.
Parte de la política y de la destreza del señor Tulkinghorn es que no tiene opiniones políticas. Por eso dice que «ustedes» han salido derrotados, y no «nosotros».
Sir Leicester se encoleriza majestuosamente. Volumnia nunca ha oído cosa igual. El primo debilitado sostiene que «eso es lo que pasa, ya sabéis, cuando se da el voto al… populacho».
—Claro, es la circunscripción —continúa diciendo el señor Tulkinghorn, en medio de la oscuridad, que cae a velocidad cada vez mayor— donde querían presentar al hijo de la señora Rouncewell.
—Propuesta que, como me informó usted acertadamente en su momento, él tuvo el buen gusto y la inteligencia de no aceptar —observa Sir Leicester—. No puedo decir que apruebe en absoluto los sentimientos expresados por el señor Rouncewell cuando pasó una media hora en este salón, pero su decisión tenía un carácter ponderado, que celebro reconocer.
—¡Ja! —comenta el señor Tulkinghorn—, pero eso no le impidió participar muy activamente en estas elecciones. Se oye claramente que Sir Leicester da un respingo antes de decir:
—¿He comprendido bien? ¿Ha dicho usted que el señor Rouncewell había participado muy activamente en estas elecciones?
—Con una actividad extraordinaria.
—En contra…
—Ay, sí, en contra de ustedes. Es muy buen orador. Claro y penetrante. Ha hecho mucho daño, y tiene gran influencia. En el aspecto de la gestión del trabajo ha sido el principal organizador.
Es evidente para todos los reunidos, aunque nadie pueda verlo, que Sir Leicester está mirando ante sí con aire majestuoso.
—Y, además —señala el señor Tulkinghorn como para terminar—, su hijo lo ayudó mucho.
—¿Su hijo, señor mío? —repite Sir Leicester con una cortesía helada.
—Su hijo.
—¿El hijo que deseaba casarse con la joven que se halla al servicio de Milady?
—Ese hijo. Es el único que tiene.
—Entonces, por mi honor —exclama Sir Leicester tras una pausa terrorífica, durante la cual se le ha oído dar otro respingo y se ha sentido que se quedaba con la mirada fija—, entonces, por mi honor, por mi vida, por mi reputación y mis principios, es que se han roto los diques de la sociedad y las aguas han…, ¡ejem!…, borrado los hitos del marco de la cohesión que mantiene las cosas en orden!
Estallido general de indignación entre los primos. Volumnia cree que verdaderamente ya es hora, sabéis, de que alguien con poder intervenga y haga algo con decisión. El primo debilitado cree que «el país, ya sabéis, se está yendo al D-I-A-B-L-O a paso de carga».
—Ruego —dice Sir Leicester— que no sigamos comentando esa circunstancia. Todo comentario es superfluo. Milady, permíteme sugerirte con respecto a esa muchacha…
—No tengo ninguna intención —observa Milady desde su ventana, en voz baja, pero decidida— de privarme de ella.
—No era eso lo que iba a decir —replica Sir Leicester—. Celebro saberlo. Iba a sugerirte que, como la consideras digna de tu protección, ejercieras tu influencia para alejarla de esas manos peligrosas. Podrías mostrarle qué violencia haría esa relación a sus deberes y sus principios, y podrías reservarla para un destino mejor. Podrías señalarle que, con el tiempo, probablemente encontraría en Chesney Wold un marido que no… —añade Sir Leicester tras un momento de reflexión— la arrancaría de los altares de sus antepasados.
Brinda esas observaciones con su cortesía acostumbrada y con la deferencia con la que siempre se dirige a su esposa. Ésta se limita a mover la cabeza en respuesta. Está saliendo la luna, y desde donde está sentada ella, es como un riachuelo de luz pálida y fría que le enmarca la cabeza.
—Merece la pena señalar, sin embargo —dice el señor Tulkinghorn—, que, a su estilo, esa gente es muy, pero que muy orgullosa.
—¿Orgullosa? —Sir Leicester no da crédito a sus oídos.
—No me sorprendería que todos ellos abandonaran voluntariamente a la muchacha (sí, su enamorado y todos ellos), en lugar de abandonarlos ella, de suponer que ella siguiera en Chesney Wold en estas circunstancias.
—¡Bueno! —dice Sir Leicester con voz trémula—. ¡Bueno! Usted debe saberlo, señor Tulkinghorn. Ha estado usted con ellos.
—De verdad, Sir Leicester —responde el abogado—, me limito a hacer constar un hecho. Pero sí les podría contar una historia… Con el permiso de Lady Dedlock.
Lo concede con un gesto de asentimiento, y Volumnia está encantada. ¡Una historia! ¡Ay, por fin va a contar algo! ¿Habrá un fantasma? (espera Volumnia).
—No. De personajes de carne y hueso. —El señor Tulkinghorn se interrumpe brevemente y repite, con un pequeño énfasis superpuesto a su monotonía habitual—: De carne y hueso, señorita Dedlock. Sir Leicester, se trata de algo que no he sabido hasta hace muy poco. Es muy breve. Constituye un ejemplo de lo que acabo de decir. De momento no mencionaré nombres. Espero que Lady Dedlock no me considere maleducado.
A la luz del fuego, que está muy bajo, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna se puede ver a Lady Dedlock, totalmente inmóvil.
—Un conciudadano de este señor Rouncewell, una persona, según me han dicho, en circunstancias exactamente iguales, tuvo la buena fortuna de tener una hija que atrajo la atención de una gran dama. Hablo de una dama, verdaderamente grande, no sólo grande para él, sino casada con un caballero de la misma condición que usted, Sir Leicester.
Sir Leicester dice, condescendiente:
—Sí, señor Tulkinghorn —implicando que entonces debe de haber parecido de unas dimensiones morales muy considerables, a ojos de un metalúrgico.
—La dama era rica y bella, y se aficionó a la muchacha, la trató con gran amabilidad y la tenía siempre a su lado. Y aquella dama tenía un secreto bajo toda su grandeza, que había mantenido desde hacía muchos años. De hecho, en sus años mozos había estado prometida en matrimonio con un pícaro capitán del Ejército, que era incapaz de llegar a nada. No llegó a casarse con él, pero tuvo descendencia del capitán.
A la luz de la lumbre, puede verse cómo mira él hacia la luna. A la luz de la luna, puede verse de perfil a Lady Dedlock, totalmente impasible.
—Al morir el capitán, ella se creyó totalmente a salvo, pero sucedió una serie de circunstancias con las que no voy a aburrirlos, que llevaron a que se descubriera el asunto. Según me han contado la historia, todo comenzó un día con una imprudencia de ella, al verse sorprendida por algo, lo cual demuestra lo difícil que es incluso para los más firmes de nosotros (pues ella era muy firme) el mantenerse siempre alerta. Se produjeron grandes problemas domésticos, grandes sorpresas. Dejo a su imaginación; Sir Leicester, el dolor del marido. Pero ahora no estamos hablando de eso. Cuando el paisano del señor Rouncewell se enteró de la revelación, no permitió que la muchacha siguiera estando protegida y honrada, igual que no hubiera sufrido que la atropellaran delante de él. Tal fue su orgullo que se la llevó indignado, como si la arrancara a la vergüenza y la deshonra. No comprendía el honor que les había hecho a él y a su hija la condescendencia de la dama; no lo comprendía en absoluto. Lo que hacía era lamentar la posición de la muchacha, como si la dama hubiera sido la más plebeya de las plebeyas. Ésa es la historia. Espero que Lady Dedlock disculpe lo triste que es.
Hay varias opiniones sobre el fondo de la historia, que entran más o menos en conflicto con la de Volumnia. Esa bella jovenzuela no puede creer que jamás haya existido una dama así, y rechaza toda la historia del principio al fin. La mayoría se siente inclinada a apoyar los sentimientos del primo debilitado, que los expresa en pocas palabras: «No hay derecho…, paisano infernal de Rouncewell». Sir Leicester se remonta vagamente a Wat Tyler y organiza una secuencia de acontecimientos conforme a sus propios planes.
En total, no se conversa demasiado, pues en Chesney Wold se han estado acostando tarde desde que empezaron los gastos necesarios en otras partes, y ésta es la primera noche en que la familia ha estado sola. Son más de las diez cuando Sir Leicester pide al señor Tulkinghorn que llame para pedir velas. Para entonces, el riachuelo de la luna se ha convertido en un lago, y entonces es cuando Lady Dedlock se mueve por primera vez, se levanta y se acerca a la mesa a buscar un vaso de agua. Los primos guiñan los ojos como murciélagos a la luz de las velas cuando se apresuran a dárselo, y Volumnia (siempre dispuesta a tomar algo mejor si está disponible) toma otro, un sorbito diminuto del cual le resulta suficiente; Lady Dedlock, siempre amable y compuesta, contemplada por miradas de admiración, recorre lentamente la larga perspectiva junto a esa Ninfa, y la comparación entre la una y la otra no es precisamente favorable para Volumnia.