Casa desolada

38. Un combate

38. Un combate

Cuando llegó el momento de que volviéramos a Casa Desolada, fuimos de una puntualidad exacta, y se nos hizo objeto de una bienvenida abrumadora. Yo había recuperado toda mi salud y mis fuerzas, y al ver que mis llaves estaban ya puestas en mi habitación, las sacudí como si se tratara de recibir alegremente el Año Nuevo. «Una vez más, a tus obligaciones, a tus obligaciones, Esther», me dije, «y si no te llena de alegría el tenerlas, y no estás colmada de contento y satisfacción, deberías estarlo. ¡Y eso es todo lo que tengo que decirte, querida mía!».

Las primeras mañanas fueron tan agitadas y ocupadas, dedicadas a pagar cuentas, a hacer tantos viajes de ida y vuelta al Gruñidero y a todas las demás partes de la casa, a volver a ordenar tantos cajones y armarios, y volverlo a empezar todo de nuevo, que no tuve ni un momento libre. Pero una vez ordenado y organizado todo, hice una visita de unas horas a Londres, visita que había decidido mentalmente hacer, debido a algo que contenía la carta que había destruido yo en Chesney Wold.

El pretexto para aquella visita fue Caddy Jellyby (me resultaba tan natural llamarla por su nombre de soltera, que así la llamaba siempre), y antes le escribí una nota en la que le pedía el favor de su compañía en una pequeña expedición de negocios. Salí de casa a primera hora de la mañana, y llegué a Londres tan temprano en la diligencia, que cuando arrivé a Newman Street todavía tenía todo el día por delante.

Caddy, que no me había visto desde el día de su boda, estuvo tan alegre y tan afectuosa conmigo, que casi me dio miedo de que su marido sintiera celos. Pero él, en su propio estilo, estuvo igual de mal, quiero decir de bien, y en resumen fue igual que siempre, y nadie me dejó la menor posibilidad de hacer nada meritorio.

El señor Turveydrop padre estaba en la cama, me dijeron, y Caddy le estaba moliendo el chocolate, y que un muchachito melancólico que era aprendiz (me pareció muy curioso que se pudiera ser aprendiz del oficio del baile) estaba esperando para llevárselo al piso de arriba. Caddy me dijo que su suegro era sumamente amable y considerado, y que vivían muy contentos juntos (cuando ella decía vivir juntos, quería decir que el anciano caballero se quedaba con todas las cosas buenas y los apartamentos buenos, mientras que ella y su marido se quedaban con lo que podían y estaban apretadísimos en dos habitaciones que daban encima de los establos).

—¿Y cómo está tu mamá, Caddy?

—Bueno, Esther, tengo noticias suyas —respondió Caddy— por Papá, pero la veo muy poco. Celebro decir que nos llevamos muy bien, pero Mamá cree que es algo absurdo que me haya casado con un maestro de baile, y teme que se le contagie algo a ella.

Pensé que si la señora Jellyby hubiera cumplido con sus obligaciones y deberes naturales, antes de contemplar el horizonte con un telescopio en busca de otros, habría tomado todas las precauciones posibles contra el contagio del absurdo, pero huelga decir que no se lo comenté a nadie.

—¿Y tu papá, Caddy?

—Viene todas las tardes —me dijo Caddy—, y le gusta tanto quedarse sentado en ese rincón, que da gusto verle.

Miré al rincón, y vi marcada claramente la huella de la cabeza del señor Jellyby en la pared. Resultaba un consuelo saber que había encontrado ese lugar en que reposarla.

—¿Y tú, Caddy —pregunté—, siempre ocupada, estoy segura?

—Bueno, querida mía —me contestó—, la verdad es que sí, porque voy a decirte un gran secreto: estoy aprendiendo a dar lecciones. Prince no tiene una salud muy fuerte, y quiero ayudarle. Entre la escuela y las clases de aquí y los alumnos particulares y los aprendices, el pobre la verdad es que tiene mucho que hacer.

La idea de los aprendices me seguía pareciendo tan rara, que pregunté a Caddy si eran muchos.

—Cuatro —dijo Caddy—. Uno interno y tres externos. Son unos niños muy buenos, sólo que cuando se juntan, se empeñan en ponerse a jugar, como niños que son, en lugar de dedicarse a su trabajo. Así que ahora el muchachito que acabas de ver valsea a solas en la cocina, y a los otros los repartimos por la casa como podemos.

—Sólo para aprender los pasos, ¿no? —pregunté.

—Sólo los pasos —me aclaró Caddy—. Así practican un número determinado de horas seguidas, sean los que sean los pasos que les tocan. Bailan en la academia, y en esta época del año hacemos Figuras todas las mañanas a las cinco.

—¡Qué vida más laboriosa! —exclamé.

—Te aseguro, querida mía —me dijo Caddy, con una sonrisa—, que cuando nos llaman por la mañana los aprendices externos (el timbre suena en nuestro cuarto, para no molestar al señor Turveydrop padre), y cuando subo las persianas y los veo en la puerta, con sus zapatillas bajo el brazo, hay veces que me recuerdan a los deshollinadores.

Todo aquello me hacía ver su arte bajo una luz especial, claro. Caddy disfrutó con el efecto de su relato, y siguió contando, animada, los detalles de sus propios estudios.

—Mira, hija mía, a fin de ahorrar gastos, tengo que saber algo de Piano, y también tengo que saber algo de Violín, y, en consecuencia, tengo que practicar en estos dos instrumentos, además de aprender los detalles de nuestra profesión. Si Mamá hubiera sido como todo el mundo, yo ya sabría algo de música. Pero no sé nada, y al principio esa parte del trabajo resulta un tanto desalentadora, he de reconocerlo. Pero tengo muy buen oído, y estoy acostumbrada a trabajar mucho (algo que tengo que agradacerle a Mamá, en todo caso), y ya sabes, Esther, que, sea en lo que sea, querer es poder.

Con estas palabras, Caddy se sentó, riéndose, ante un piano pequeñito y cuadrado, y tocó a toda velocidad una cuadrilla con gran animación. Después se volvió a levantar, toda ruborizada y bienhumorada, y, mientras seguía riéndose, me dijo:

—¡Por favor, sé buena y no te rías de mí!

Yo más bien tenía ganas de llorar, pero no hice ninguna de las dos cosas. La alenté y la elogié con todo mi corazón. Pues creía conscientemente que, por mucho que fuera la mujer de un maestro de baile y aspirase a ser ella maestra de baile, en su limitada ambición había encontrado un camino de industria y perseverancia tan natural, sano y amoroso, que era tan bueno como una Misión.

—Querida mía —dijo Caddy, encantada—, no sabes cuánto me animas. No sabes hasta qué punto estaré siempre en deuda contigo. ¡Cuántos cambios, Esther, incluso en mi reducido mundo! ¿Recuerdas aquella primera noche, cuando estuve tan descortés y andaba toda llena de tinta? ¡Quién hubiera pensado entonces que jamás iba yo a enseñar a la gente a bailar, entre tantas posibilidades e imposibilidades!

Al volver su marido, que nos había dejado sostener esta breve conversación a solas, antes de irse a ver a los aprendices en la sala de baile, Caddy me comunicó que estaba a mi entera disposición. Pero todavía no había llegado el momento, celebré decirle, pues no me hubiera agradado llevármela en aquel momento. En consecuencia, nos fuimos los tres juntos a ver a los aprendices, y participé en el baile.

Los aprendices eran unos personajillos de lo más raro. Además del muchacho melancólico, que yo esperaba no se hubiera quedado así a fuerza de valsear a solas en la cocina, había otros dos muchachos y una chiquita sucia y desgalichada con un vestido de gasa. Era una muchachita precoz, con un sombrero mugriento (también hecho de gasa), que llevaba las zapatillas de baile en un viejo ridículo de terciopelo muy gastado. Los muchachitos, cuando no estaban bailando, eran muy desagradables, y llevaban los bolsillos llenos de cordeles, de canicas y de huesos para la buena suerte, y tenían los pies y las piernas (y sobre todo los talones) de lo más sucio.

Pregunté a Caddy qué era lo que había llevado a sus padres a escoger aquella profesión para ellos. Caddy dijo que no sabía, que quizá pretendieran hacerlos maestros, o quizá destinarlos a las tablas. Todos ellos eran de origen humilde, y la madre del muchacho melancólico tenía una tienda de cerveza de jengibre.

Pasamos una hora bailando con la mayor seriedad, y el muchacho melancólico hizo maravillas con sus extremidades inferiores, lo cual parecía darle una cierta sensación de alegría, aunque aquella alegría nunca parecía subirle más arriba de la cintura. Caddy observaba a su marido, y evidentemente lo imitaba, pero había adquirido una gracia y una seguridad propias, que, junto con sus bonitas cara y figura, resultaban extraordinariamente agradables. Ya lo había descargado de gran parte de la instrucción de aquellos muchachos, y él intervenía poco en ella, salvo para interpretar su parte de la figura si le tocaba. Siempre era él quien interpretaba la melodía. La afectación de la niña de las gasas, y su actitud condescendiente para con los muchachos, eran algo digno de verse. Y así nos pasamos bailando una hora justa.

Cuando terminó el ejercicio, el marido de Caddy se preparó para irse a una escuela que estaba fuera de la ciudad, y Caddy se fue corriendo a vestir para venirse conmigo. Entre tanto, yo me quedé sentada en la sala de baile, contemplando a los aprendices. Los dos muchachos externos se fueron a la escalera a calzarse y a tirarle del pelo al interno, según pensé, por el carácter de las objeciones de éste. Cuando volvieron con las chaquetas abrochadas y las zapatillas de baile metidos en los bolsillos, sacaron envoltorios de pan con fiambres y montaron un vivac bajo una lira que había pintada en la pared. La niña de las gasas, tras meterse las sandalias en el ridículo y ponerse un par de zapatos muy gastados, se colocó como pudo el sombrero mugriento, y cuando le pregunté si le gustaba bailar, replicó:

—Con chicos no —después de lo cual se ató las cintas del sombrero bajo la barbilla y se fue toda despectiva a su casa.

—El señor Turveydrop padre lamenta mucho —dijo Caddy— no haberse terminado de vestir, de forma que no puede tener el placer de saludarte antes de que te vayas. Ya sabes que te tiene gran afecto, Esther.

Contesté que le estaba muy agradecida, pero no consideré oportuno añadir que me podía pasar muy bien sin sus atenciones.

—Tarda mucho en vestirse —dijo Caddy— porque ya sabes que en esas cosas hay muchos que lo consideran un modelo, y tiene que mantener su reputación. No puedes ni imaginarte lo amable que es con papá. Cuando a veces le habla a papá por las tardes sobre el Príncipe Regente, nunca he visto a papá tan interesado.

La imagen del señor Turveydrop impartiendo su Porte al señor Jellyby capturó mi imaginación. Pregunté a Caddy si hacía que su papá hablara mucho.

—No —me —respondió Caddy—; que yo sepa no, pero él le habla a Papá y Papá le admira mucho y le escucha y le gusta. Claro que ya comprendo que Papá no es quién para hablar mucho de Porte, pero se llevan magníficamente. No te puedes imaginar qué buenos compañeros son. Antes, nunca había visto a Papá tomar rape, pero cuando está con el señor Turveydrop siempre toma un poquito de su caja, y se pasa la velada llevándoselo a la nariz y retirándolo otra vez.

Pensé que el que el señor Turveydrop hubiera rescatado jamás, por las casualidades de la vida, al señor Jellyby de Borriobula-Gha era una de las cosas más agradables que pudiera darse.

—Y en cuanto a Peepy —dijo Caddy con un cierto titubeo—, que era lo que más temía yo, salvo tener familia yo misma Esther, lo que más temía yo que causara in comodidades al señor Turveydrop, he de decirte que es increíble la amabilidad con que se comporta el señor con ese niño. ¡Pide verle, querida mía! ¡Le deja que le lleve el periódico a la cama! Le da las sobras de sus tostadas, le envía a hacer recados por la casa, le dice que venga a que le dé monedas de seis peniques. En resumen —añadió Caddy—, y para no alargarme, soy una mujer con suerte, y debería sentirme muy agradecida. ¿Dónde vamos, Esther?

—A Old Street Road —dije—, donde tengo unas palabras que decirle al pasante de abogado al que enviaron a buscarme a la parada de la diligencia el día que llegué a Londres, cuando te conocí, hija mía. Ahora que lo pienso, es el caballero que nos trajo a tu casa.

—Entonces, es evidente que yo parezco ser la persona indicada para acompañarte —replicó Caddy.

Fuimos a Old Street Road, donde preguntamos por la señora Guppy en las señas que teníamos de esta señora. Como la señora Guppy habitaba lo que antes habían sido los salones de la mansión, y de hecho había corrido visiblemente el peligro de abrirse como una nuez en el salón de la fachada a fuerza de mirar antes de que preguntásemos por ella, se presentó inmediatamente y nos pidió que entrásemos. Era una anciana que llevaba un gorro enorme, y tenía una nariz bastante roja y una mirada bastante errática, pero que no paraba de sonreír. Tenía la salita de estar preparada para las visitas, y en ella había un retrato de su hijo que, estaba yo ahora a punto de escribir, le hacía más que justicia, a fuerza de exagerar su personalidad y de no dejar fuera un solo detalle.

No sólo estaba allí el retrato, sino que también nos encontramos con el original. Estaba vestido con algo de muchos colores, y lo descubrimos sentado a una mesa y leyendo documentos de los Tribunales, con un dedo en la frente.

—Señorita Summerson —dijo el señor Guppy, levantándose—, verdaderamente esto se convierte en un Oasis. Madre, tenga la bondad de acercar una silla para la otra señora y de dejar libre el paso.

La señora Guppy, cuyas incesantes sonrisas le daban un aire un tanto jovial, hizo lo que le pedía su hijo, y después se sentó en un rincón, con un pañuelo apretado contra el pecho con ambas manos, como si se estuviera aplicando fomentos.

Presenté a Caddy, y el señor Guppy dijo que todas mis amistades eran bien venidas a su casa. Después procedí a exponer el objeto de mi visita.

—Me he tomado la libertad de enviarle una nota, caballero —le dije.

El señor Guppy acusó recibo sacándosela del bolsillo del pecho y llevándosela a los labios, tras lo cual se la volvió a meter en el bolsillo con una reverencia. La señora Guppy se sintió tan divertida que movió la cabeza con otra sonrisa e hizo en silencio una indicación a Caddy con un codazo.

—¿Podría hablar a solas con usted un momento? —pregunté.

Creo que nunca en mi vida había visto yo jovialidad como la de la madre del señor Guppy en aquel momento. No es que emitiera sonido alguno de risa, pero meneó la cabeza y la sacudió, y se llevó el pañuelo a la boca, e hizo gestos a Caddy con el codo, con la mano, con el hombro, y en general se manifestó tan divertida que le costó un cierto trabajo llevarse a Caddy por la puertecita corredera que daba al dormitorio de al lado.

—Señorita Summerson —dijo el señor Guppy—, espero que sepa usté escusar los nervios de una madre que no piensa más que en la felicidá de su hijo. Mi madre, aunque pueda ponerse nerviosa está motivada sólo por el instinto materno.

Apenas hubiera podido yo creer que nadie pudiera ponerse tan colorado en un instante, ni cambiar tanto como ocurrió con el señor Guppy cuando me levanté el velo.

—Le he pedido por favor ver a usted unos momentos aquí —dije—, mejor que ir al bufete del señor Kenge, porque, al recordar lo que dijo usted en cierta ocasión en que me habló en confianza, me temía que de lo contrario podría ponerlo a usted en apuros, señor Guppy.

Estoy segura de que ya lo había puesto en bastante apuro. Jamás he visto tales titubeos, tal confusión, tal sorpresa y tal aprensión.

—Señorita Summerson —tartamudeó el señor Guppy—. Le… le… ruego me escuse, pero en nuestra profesión a… a… veces consideramos necesario ser explícitos. Se refiere usté a una ocasión, señorita, en la que… en la que tuve el honor de hacer una declaración que…

Pareció como si tuviera en la garganta algo que le resultara imposible tragar. Se llevó la mano a ella, tosió, hizo muecas, volvió a tratar de tragárselo, volvió a toser, volvió a hacer muecas, miró por toda la salita y revolvió entre sus papeles.

—Me ha venido una especie de mareo, señorita —explicó— que me deja un tanto atontao. Soy… padezco… cosas así… ¡diablo!

Le di un cierto tiempo para recuperarse. Lo dedicó a llevarse la mano a la cabeza y volvérsela a quitar, y a apartar la silla hacia el rincón que había detrás de él.

—Lo que me proponía, señorita, era señalar —continuó diciendo el señor Guppy— que… ay, Dios mío…, deben ser los bronquios, creo…, ¡ejem!…, señalar que en aquella ocasión tuvo usted la bondad de rechazar y repudiar aquella declaración. ¿No… no tendría usted objeciones a reconocerlo? Aunque no hay testigos presentes, quizá le resultara… satisfactorio… por usted misma… reconocer que así fue.

—No cabe duda —le dije— de que rechacé su proposición sin reservas ni matices de ningún tipo, señor Guppy.

—Gracias, señorita —respondió, midiendo la mesa con manos preocupadas—. Hasta el momento, todo va bien y dice bien de usté. ¡Jem! No cabe duda de que es bronquitis, deben de ser los pulmones… ¡Jem!…, quizá no se sintiera usté ofendida si yo le dijera… aunque no es necesario, porque su buen sentido, el buen sentido de cualquiera debe bastar… si yo le mencionara que aquella declaración mía fue la última y terminó ahí, ¿verdad?

—Lo entiendo perfectamente —dije.

—Quizá… ¡jem!…, quizá no merezca la pena, pero quizá le fuera satisfactorio a usté…, quizá no le importaría reconocerlo explícitamente, señorita —insistió el señor Guppy.

—Lo reconozco explícita y cabalmente.

—Muchas gracias —dijo el señor Guppy—. Es lo más honorable, estoy seguro. Lamento que la forma en que está organizada mi vida, junto con circunstancias ajenas a mi voluntad, me impidan repetir jamás aquel ofrecimiento, o renovarlo en cualquier forma, pero será siempre un recuerdo ligado por los ¡ejem!…, ligado por los lazos de la amistad. —La bronquitis del señor Guppy vino en su ayuda y dejó de medir la mesa con las manos.

—¿Puedo decirle ahora lo que he venido a decirle? —empecé.

—Será un honor para mí —dijo el señor Guppy—. Estoy tan persuadido de que su buen sentido y sus buenos sentimientos la harán actuar con toda corrección que estoy seguro de que será para mí un placer el escuchar cualquier observación que desee usté hacer.

—Tuvo usted la bondad de implicar en aquella ocasión…

—Perdón, señorita —interrumpió el señor Guppy—, pero es mejor que no nos apartemos de las pruebas a las implicaciones. No puedo admitir que implicara nada.

—Dijo usted en aquella ocasión —volví a empezar— que quizá tuviera usted los medios de defender mis intereses y de promover mi fortuna mediante unos descubrimientos que me afectarían. Supongo que basaba usted aquella opinión en su conocimiento general de que soy huérfana, y de que todo lo que tengo se lo debo a la benevolencia del señor Jarndyce. Pues bien, el principio y el fin de lo que he venido a rogarle, señor Guppy, es que tenga usted la bondad de renunciar a toda idea de prestarme servicio alguno. He pensado en ello a veces, y cuando mas he pensado ha sido últimamente…, desde que caí enferma. Por fin he tomado una decisión, en caso de que en algún momento recordara usted aquella intención, y actuara al respecto de una u otra forma, de venir a asegurarle que comete usted un error. No podría usted hacer un descubrimiento a mi respecto que me hiciera el más mínimo favor y ni me complaciera en absoluto. Conozco mi historia personal, y estoy en condiciones de asegurar a usted que nunca podrá defender mis intereses por esos medios. Es posible que haya abandonado usted ese proyecto hace tiempo. En tal caso, le ruego me perdone por causarle una molestia innecesaria. Si no es así, le ruego, conforme a las seguridades que acabo de darle, que en adelante renuncie a él. Se lo ruego para que yo pueda quedar en paz.

—Me siento obligado a confesar —dijo el señor Guppy— que se expresa usté, señorita, con los buenos sentimientos y el sentido de la justicia que le atribuía yo. Nada puede ser más satisfactorio que esos buenos sentimientos, y si hace un momento me equivoqué acerca de sus intenciones, estoy dispuesto a presentarla todas mis escusas. Quede constancia, señorita, de que por la presente le pido esas escusas… limitadas, como su propio buen sentido y sentido de la justicia le señalarán es necesario, al procedimiento en curso.

Debo decir en honor del señor Guppy que los modales evasivos de antes habían mejorado mucho. Parecía celebrar verdaderamente la posibilidad de hacer algo si yo se lo pedía, y parecía avergonzado de sí mismo.

—Si me permite usted terminar inmediatamente lo que tengo que decirle, para que no haya ocasión de volver sobre ello —continué al ver que se disponía a seguir hablando—, me hará usted un favor, caballero. He venido a ver a usted de la manera más discreta posible porque usted me anunció aquella impresión suya en una confidencia que he deseado auténticamente respetar, y que como recordará usted siempre he respetado. Ya le he mencionado mi enfermedad. No tengo ningún motivo para titubear en decir que sé muy bien que todo pequeño rebozo que pudiera sentir en hacerle una petición a usted ha desaparecido totalmente. De ahí el ruego que acabo de hacerle, y espero que me tenga usted en suficiente estima como para acceder a él.

Debo señalar otra vez en honor del señor Guppy que cada vez parecía más avergonzado de sí mismo, y que cuando más avergonzado y más serio pareció fue cuando me replicó todo sonrojado:

—Por mi palabra y por mi honor, por mi vida y por mi alma, señorita Summerson, que le prometo por mi hombría que actuaré conforme a sus deseos. Jamás daré un solo paso en oposición a ellos. Si le satisface, prestaré juramento. En todo lo que prometo en este momento, y en relación con los asuntos que se están tratando —continuó el señor Guppy rápidamente, como si estuviera repitiendo una fórmula conocida—, digo la verdad, toda la verdá y nada más que la verdá, con…

—Estoy convencida —dije levantándome—, y se lo agradezco mucho. ¡Caddy, hija mía, estoy lista!

Volvió la madre del señor Guppy con Caddy (y esta vez me hizo a mí la destinataria de sus risas silenciosas y de sus codazos) y nos despedimos. El señor Guppy nos acompañó a la puerta con un aire como de quien está medio dormido o sonámbulo, y allí lo dejamos contemplándonos.

Pero al cabo de un minuto vino detrás de nosotras sin haberse puesto el sombrero y con sus largos cabellos al viento y nos detuvo, diciendo fervientemente:

—Señorita Summerson, por mi honor y por mi alma que puede usté confiar en mí.

—Y confío —le dije—, confío totalmente.

—Perdóneme usté, señorita —dijo el señor Guppy, apoyándose primero en una pierna y luego en otra—, pero como está presente esta señora…, su propio testigo…, quizá se sintiera usté más satisfecha (pues deseo que quede usté tranquila), si repitiera usté lo que reconoció hace un rato.

—Bien, Caddy —dije volviéndome hacia ésta—, quizá no te sorprenda saber que nunca ha existido compromiso…

—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —sugirió el señor Guppy.

—Ni proposición ni promesa de matrimonio alguna —dije— entre este caballero…

—William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex —murmuró él.

—Entre este caballero, William Guppy, de Penton Place, Pentonville, en el condado de Middlesex y yo.

—Gracias, señorita —dijo el señor Guppy—. Todo en orden… ¡Jem!… Perdón… ¿La señora se llama, nombre y apellido?

Se los dije.

—¿Casada, creo? —preguntó el señor Guppy—. Casada. Gracias. De soltera Caroline Jellyby, que vivía entonces en Thavies Inn, de la City de Londres, pero no de la parroquia; actualmente de Newman Street, Oxford Street. Muy agradecido.

Se fue corriendo a su casa y volvió corriendo otra vez.

—Acerca de ese asunto, ya sabe usté, de verdad que lamento muchísimo que la actual organización de mi vida, junto con circunstancias ajenas a mi voluntad impidan una reanudación de lo que quedó terminado enteramente hace algún tiempo —me dijo el señor Guppy, melancólico y desolado—, pero era imposible. ¡No me diga que no lo era! ¿Qué opina usté?

Le dije que evidentemente era imposible. El asunto no admitía duda. Me dio las gracias y volvió a marcharse corriendo, pero una vez más se dio la vuelta.

—Es algo que le honra mucho, señorita, desde luego —dijo el señor Guppy… Si pudiera erigirse un altar sobre los lazos de la amistad…, ¡pero por mi alma que puede usté contar conmigo en todos los respectos, salvo en los de una tierna pasión!

El combate que estaba en marcha en las profundidades del corazón del señor Guppy, y las repetidas oscilaciones que le impulsaba a hacer entre la puerta de su madre y nosotras, eran suficientemente conspicuos en aquella calle ventosa (dado especialmente que le hacía falta un corte de pelo) como para obligarnos a irnos a toda prisa. Lo hice con un peso menos en el alma, pero la última vez que nos volvimos a mirar, el señor Guppy seguía debatiéndose con la misma inquietud que antes.

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