20. Un nuevo inquilino
20. Un nuevo inquilino
Las vacaciones de verano van avanzando hacia la reapertura de los tribunales, como un río lento que va recorriendo lentamente un país llano hacia el mar. El señor Guppy avanza bienhumorado con ellas. Ha mellado la punta de su cortaplumas y la ha roto, a fuerza de clavar ese instrumento por todas las partes de su escritorio. No es que le tenga mala voluntad a su escritorio, sino que algo tiene que hacer, y tiene que ser algo tranquilo, que no someta a una contribución demasiado pesada su energía física ni intelectual. Ha llegado a la conclusión de que no hay nada que le siente tan bien como girar un poco sobre una de las patas de su taburete, dar de cuchilladas a su escritorio y bostezar.
Kenge y Carboy han salido de la ciudad, el pasante licenciado en Derecho ha sacado un permiso de caza y se ha ido a casa de su padre, y los dos pasantes colegas del señor Guppy están fuera de permiso. El señor Guppy y el señor Richard Carstone comparten los honores del bufete. Pero, de momento, el señor Carstone está establecido en el despacho de Kenge, lo cual indigna al señor Guppy. Tanto lo indigna que informa con sarcasmo mordaz a su madre, en los momentos de confidencias mientras cena con ella una langosta con lechuga, en Old Street Road, que se teme que las oficinas no estén lo bastante bien para los señoritos, y que de haber sabido él que iba a venir un señorito, las hubiera hecho pintar.
El señor Guppy sospecha de todos los que pasan a ocupar un taburete en el bufete de Kenge y Carboy que, automáticamente, abrigan designios siniestros en contra suya. Es evidente que todas esas personas aspiran a deponerlo. Si alguna vez le preguntan cómo, por qué, cuándo o para qué, guiña un ojo y mueve la cabeza. A partir de esas profundas opiniones, utiliza todo su ingenio para contrarrestar la conspiración minuciosamente, cuando no existe tal conspiración, y se enzarza en la más intrincada de las partidas de ajedrez contra un adversario inexistente.
Por eso le resulta tan agradable al señor Guppy ver que el recién llegado se pasa el tiempo examinando los documentos de Jarndyce y Jarndyce, pues sabe perfectamente que eso no puede llevar más que a la confusión y el fracaso. Su satisfacción se transmite al tercer paseante en Corte que pasa las vacacional de verano en el bufete de Kenge y Carboy, es decir, al joven Smallweed.
En Lincoln’s Inn se duda mucho de que el joven Smallweed (llamado metafóricamente Small o, si no, el Pollito, como para referirse jocosamente a un novato) haya sido jamás niño. Ahora tiene algo menos de quince años, y ya es un veterano del derecho. De él se dice en broma que está apasionadamente enamorado de una señora que trabaja en una cigarrería, cerca de Chancery Lane, y que por ella rompió su compromiso con otra dama con la que llevaba años prometido. Es un producto típico de la ciudad, de baja estatura y rasgos marchitos, pero se le puede ver desde mucha distancia gracias al enorme sombrero que lleva. Su máxima ambición es llegar a ser como Guppy. Se viste como ese caballero (que lo trata con paternalismo), habla como él, anda como él, se realiza totalmente en él. Guppy lo honra con su especial confianza, y de vez en cuando le da consejos (basados en su enorme experiencia) acerca de aspectos difíciles de la vida privada.
El señor Guppy se ha pasado la mañana mirando por la ventana, tras probar todos los taburetes uno tras otro y averiguar que ninguno de ellos es cómodo, y tras meter la cabeza varias veces en la caja fuerte de hierro con la idea de refrescársela. Dos veces ha enviado al señor Smallweed a buscar bebidas gaseosas, y dos veces las ha servido en los dos vasos oficiales y las ha agitado con una regla. El señor Guppy expone, para que el señor Smallweed se ilustre, la paradoja de que cuanto más se bebe, más sed se tiene, y reclina la cabeza en el alféizar de la ventana en un estado de languidez desesperanzada.
Mientras así contempla la sombra de Old Square, Lincoln’s Inn, y estudia los insoportables ladrillos y mortero, el señor Guppy percibe unas patillas varoniles que salen del paso aportalado de abajo y se vuelven en dirección a él. Al mismo tiempo, resuena por el Inn un silbido leve, y una voz ahogada exclama:
—¡Eh, Guppy!
—¡Pero qué sorpresa! —exclama el señor Guppy, que despierta—. ¡Small, ahí viene Jobling! —Small también asoma la cabeza por la ventana y hace un gesto en dirección a Jobling.
—¿De dónde sales? —pregunta el señor Guppy.
—De las huertas de Deptford. No lo aguanto más. Estoy pensando en engancharme en el ejército. ¡Te lo juro! ¿Puedes prestarme media corona? Te juro que me estoy muriendo de hambre.
Jobling tiene cara de hambre, y también tiene aspecto de haberse quedado agotado tras su trabajo en las huertas de Deptford.
—¡De verdad! Tírame media corona, si tienes una que te sobre. Necesito comer algo.
—¿Quieres venir a comer conmigo? —pregunta el señor Guppy, tirándole la moneda, que el señor Jobling atrapa con destreza.
—¿Cuánto tiempo tengo que esperar? —pregunta Jobling.
—Ni media hora. No hago más que esperar hasta que se vaya el enemigo.
—¿Qué enemigo…?
—Uno nuevo. Quiere ser pasante licenciado. ¿Me esperas?
—¿Puedes darme algo que leer entre tanto? —pregunta el señor Jobling.
Smallweed sugiere la Guía del Colegio de Abogados, pero el señor Jobling declara con gran sinceridad que «no podría soportarla».
—Puedes leer el periódico —dice el señor Guppy—. Te lo baja éste. Pero más vale que no te vean por aquí. Siéntate a leer en nuestra escalera. Es un sitio muy tranquilo.
Jobling señala con la cabeza que comprende, y está de acuerdo. El sagaz Smallweed le lleva el periódico y de vez en cuando le echa un vistazo desde el descansillo, como precaución por si se cansa de esperar y se marcha antes de tiempo. Por fin se retira el enemigo, y entonces Smallweed lleva al señor Jobling al bufete.
—Bueno, ¿y cómo estás?
—Por ahí andamos, ¿y tú?
Cuando el señor Guppy contesta que no demasiado bien, el señor Jobling se aventura a preguntar:
—¿Cómo está ella?
Lo cual interpreta el señor Guppy como una libertad excesiva, y replica:
—Jobling, existen acordes en el corazón de los hombres que…
Jobling pide excusas.
—Háblame de cualquier tema, menos de ése —implora el señor Guppy, que disfruta morbosamente con su propio dolor—. Porque existen acordes, Jobling…
El señor Jobling vuelve a pedir excusas.
Durante este breve coloquio, el activo Smallweed, que va a ir a comer con ellos, ha estado escribiendo con letra cancilleresca: «Volvemos en seguida» en un trozo de papel. Esta nota, dirigida a todo posible interesado, la inserta en el buzón, y después, poniéndose el sombrero exactamente con el mismo ángulo de inclinación con el que se pone el señor Guppy el suyo, comunica a su protector que pueden marcharse cuando quieran.
En consecuencia, se dirigen a una casa de comidas que hay cerca, de esa clase que los clientes habituales califican de «económica», cuya camarera, una mocita retozante de unos cuarenta años, es conocida por haber impresionado al joven Smallweed, del cual cabe decir que es un picaflor al que la edad no le importa nada. Aunque resulte precoz, tiene una sabiduría secular, como la de un búho. De suponer que alguna vez haya estado en una cuna, debe de haber estado vestido de levita. Tiene la mirada de siglos, de siglos, nuestro Smallweed, y bebe y fuma como un mono, y se pone el cuello rígido dentro del corbatín; nadie va a tomarle el pelo, y está enterado de todo, trátese de lo que se trate. En resumen, en su educación está tan conformado por el Derecho y la Equidad, que se ha convertido en una especie de pícaro fósil, para explicar cuya existencia en la tierra se dice en las oficinas públicas que su padre fue Juan Nadie, y su madre la única hembra conocida de la familia Nadie, así como que el primer mantón que le hicieron fue con unos restos de arpillera de saca azul de documentos.
El señor Smallweed abre el camino en la casa de comidas, sin dejarse afectar por el espectáculo seductor del escaparate, de coliflores y aves blanqueadas artificialmente, de cestos verdeantes de guisantes, de pepinos que florecen al sol y de patas de cordero listas para el asador. Allí lo conocen y le rinden homenaje. Tiene su reservado favorito, le guardan todos los periódicos, ataca a los viejos calvos que tardan más de diez minutos en leerlos. No se le puede ofrecer un pan que no esté recién cortado, ni proponerle una carne que no esté también recién trinchada, salvo que sea de lo mejorcito. Y en cuanto a salsas, es de lo más exigente.
El señor Guppy, consciente de sus mágicos poderes, y cediendo a su imponente experiencia, lo consulta acerca de lo que se debe escoger para el banquete de hoy, y se vuelve a mirarlo implorante cuando la camarera repite el catálogo de viandas y le pregunta: «¿Tú qué quieres hoy, Pollito?». El Pollito, desde lo más hondo de su astucia, prefiere «Ternera con jamón y judías verdes; sin olvidarse del relleno, Polly» (con un guiño extraordinario de su ojo venerable); el señor Guppy y el señor Jobling piden lo mismo, a lo que se añaden tres pintas de cerveza, mitad rubia, mitad negra. La camarera vuelve en seguida, portadora en apariencia de un modelo de la torre de Babel, pero que en realidad no es sino una pila de cazuelas con tapas lisas de estaño. El señor Smallweed, al aprobar lo que le ponen delante, imprime un aire de benevolencia a su mirada de anciano, y vuelve a hacer un guiño. Después, entre constantes idas y venidas, carreras, entrechocar de platos y el zumbido de la máquina que trae las mejores carnes de la cocina, y pedidos a gritos de más de esas excelentes carnes, que se lanzan por el tubo de comunicación interna, y cálculos a voces del precio de las excelentes carnes que ya se han engullido, en medio del vapor y el color generales de los asados calientes, cortados o no, y de un ambiente generalmente recalentado, en el cual los cuchillos y los manteles sucios parecen estallar espontáneamente en erupciones espontáneas de grasa y torrentes de cerveza, el triunvirato jurídico va saciando su apetito.
El señor Jobling lleva el traje abotonado hasta más arriba de lo que requiere la mera elegancia. Las alas de su sombrero relucen con brillo especial, como si hubieran sido el lugar favorito de paseo de una multitud de caracoles. El mismo fenómeno cabe advertir en algunas partes de su chaqueta, y sobre todo en las costuras. Tiene el aspecto ajado de quien se halla en dificultades financieras; incluso las patillas rubias le caen con un aire un tanto descuidado.
Su apetito es tan vigoroso, que sugiere que lleva algún tiempo viviendo frugalmente. Termina a tal velocidad su plato de ternera con jamón, que liquida cuando sus compañeros se hallan todavía a mitad de los suyos, que el señor Guppy le propone otro.
—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—; no seré yo el que te diga que no.
Y cuando se lo traen, ataca de buena gana.
El señor Guppy lo contempla en silencio a intervalos, hasta que ha dado cuenta de la mitad de su segundo plato y se detiene a saborear un trago de su pinta de rubia y negra (también la segunda), estira las piernas y se frota las manos. Al observar su aire de satisfacción, el señor Guppy dice:
—¡Ya estás hecho un hombre otra vez, Tony!
—Bueno, todavía no del todo —dice el señor Jobling—. Digamos que he vuelto a nacer.
—¿Quieres más verduras? ¿Párragos, guisantes, col verde?
—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—. No seré yo el que diga que no a la col verde.
Se hace el pedido, con la añadidura sarcástica (procedente del señor Smallweed) de: «¡Sin babosas, Polly!» y aparece la col.
—Me voy haciendo mayor, Guppy —dice el señor Jobling, que utiliza tenedor y cuchillo con constancia y delectación.
—Me alegro de saberlo.
—De hecho, ya soy un adolescente —dice el señor Jobling.
No dice nada más hasta que ha terminado su tarea, lo cual logra al mismo tiempo que los señores Guppy y Smallweed terminan la suya, lo cual significa que ha realizado un tiempo excelente y ha batido a los dos caballeros mencionados con toda facilidad, al sacarles una distancia de una ternera con jamón y una col.
—Y ahora, Small —pregunta el señor Guppy—, ¿qué nos recomiendas de postre?
—Unos puddings de tuétano —replica instantáneamente el señor Smallweed.
—¡Muy bien! —exclama el señor Jobling con aire perceptivo—. ¡Se ve que es usted un entendido! Gracias, señor Guppy, no seré yo el que diga que no a un pudding de tuétano.
Una vez llegados los tres puddings de tuétano, el señor Jobling añade, bienhumorado, que dentro de poco va a cumplir la mayoría de edad. Después llegan «Tres Cheshires» a los que siguen «Tres copitas de ron». Llegada felizmente la culminación del banquete, el señor Jobling pone los pies en la banqueta tapizada (pues a él le ha tocado una entera para él solo), y dice:
—Ya soy mayor, Guppy. He llegado a la madurez.
—Y ahora —pregunta el señor Guppy—, ¿sigues pensando…, por cierto, no te importa que hablemos delante de Smallweed…?
—Ni lo más mínimo. Tengo el placer de brindar a su salud.
—¡A la suya, caballero! —responde el señor Smallweed.
—Te quería preguntar si todavía sigues pensando en engancharte —continúa diciendo el señor Guppy.
—Lo que yo opine después de comer —responde el señor Jobling— es una cosa, mi querido Guppy, y lo que opine antes de comer es otra. Pero incluso después de comer me pregunto: ¿Qué voy a hacer? ¿De qué voy a vivir? Il fó manyér, ya sabes —dice el señor Jobling, que lo pronuncia como si se refiriese a ese artículo tan necesario en los establos ingleses —. Il fó manyér, como dicen los franceses, y yo necesito manyér tanto como los franceses. O más. El señor Smallweed opina decididamente que «mucho más».
—Si alguien me hubiera dicho —sigue comentando Jobling—, ni siquiera cuando tú y yo nos dimos aquella vuelta por Lincolnshire, Guppy, hace poco tiempo, y fuimos a ver aquella casa de Castle Wold…
—Chesney Wold —corrige el señor Smallweed—. Chesney Wold (agradezco esa voz de ánimo a mi honorable amigo). Si alguien me hubiera dicho entonces que iba a encontrarme hoy día en tamañas dificultades, le habría…, le habría dado un golpe —dice el señor Jobling, tomando un trago de ron con agua y con un aire de desesperación resignada—. Le habría dado una tunda.
—De todos modos, Tony, ya entonces tenías problemas —protesta el señor Guppy—. En el coche no hablabas de otra cosa.
—Guppy —dice el señor Jobling—, no voy a negarlo. Ya tenía problemas. Pero esperaba que las cosas se arreglaran.
¡Cuán extendida se halla esa confianza en que se arreglen solas las cosas! No en arreglarlas uno, ni en trabajar en ellas, sino en que «se arreglen»! ¡Es como si un lunático confiara en que la Luna «se arregle»!
—Tenía grandes esperanzas de que se arreglaran, una cosa mala —continúa diciendo el señor Jobling con una expresión un tanto vaga, quizá tanto como su significado Pero me vi desengañado. No se arreglaron. Y cuando empezaron a llegar los acreedores a armarla en la oficina, y los clientes de la empresa empezaron a quejarse por unas miserias de dinero que yo había tomado prestado, pues se acabó el empleo. Y cualquier empleo en la profesión, porque si me piden referencias, se volvería a hablar del asunto, y adiós. Entonces, ¿qué va uno a hacer? Me he mantenido apartado, gastando poco allá en los huertos, pero ¿de qué vale gastar poco cuando no se tiene dinero? Daría igual gastar mucho.
—Sería mejor —opina el señor Smallweed.
—Desde luego. Eso es lo que se hace en el gran mundo, y el gran mundo y las patillas han sido siempre mis debilidades, y no las disimulo —añade el señor Jobling—. Son grandes debilidades. ¡Diablo si son grandes! ¡Bueno! —sigue diciendo el señor Jobling, tras un tiento desafiante a su ron con agua—. ¿Qué puede uno hacer más que engancharse en el ejército?
El señor Guppy interviene más a fondo en la conversación, a fin de exponer lo que, a su juicio, puede uno hacer. Su tono es el tono gravemente impresionante de quien no tiene compromisos definitivos en la vida, salvó en el sentido de haber sucumbido a un dulce mal de amores.
—Jobling —dice el señor Guppy—, yo y nuestro común amigo Smallweed…
El señor Smallweed observa modestamente: «¡A su salud, caballeros!», y bebe.
—… hemos hablado algo de este asunto más de una vez desde el día en que…
—¡Dilo, en que me echaron! —exclama el señor Jobling con amargura— Dilo, Guppy. A eso te refieres.
—¡No, no, no! En que cesaron tus servicios en Lincoln’s Inn, Jobling —dice el señor Guppy—, y he mencionado a nuestro común amigo Smallweed un plan que proyectaba últimamente proponer. ¿Conoces a Snagsby, el papelero?
—Sé quién es —responde el señor Jobling—. No trabajábamos con él, y no lo conozco personalmente.
—Nosotros sí que trabajamos con él, Jobling, y yo sí que le conozco —replica el señor Guppy—. ¡Muy bien! Últimamente le he llegado a conocer mejor, debido a una serie de circunstancias que me han llevado a visitarlo en su casa. Huelga exponer esas circunstancias en la presente argumentación. Es posible que guarden relación, y también es posible que no la guarden, con una persona que quizá haya ensombrecido mi existencia, o quizá no.
Como el señor Guppy tiene la extraña costumbre de tentar a sus amigos personales con unas escasas migajas de este tema, y, en cuanto ellos lo mencionan, de cortarlos con una serenidad tajante mediante la cita relativa a los acordes del corazón de los hombres, el señor Jobling y el señor Smallweed se mantienen en silencio para no caer en la trampa.
—Es posible que sea así —repite el señor Guppy—, y es posible que no lo sea. No forma parte del caso. Baste mencionar que tanto el señor como la señora Snagsby están muy dispuestos a hacerme un favor, y que durante el período de sesiones el señor Snagsby tiene mucho trabajo de copia que repartir. Distribuye todo el de Tulkinghorn, y tiene muchos más clientes. Creo que si hubiéramos de llamar a declarar a nuestro común amigo Smallweed, éste corroboraría lo que he dicho.
El señor Smallweed asiente, y parece ansioso de prestar juramento.
—Pues bien, señores del jurado —dice el señor Guppy—, quiero decir, Jobling, quizá me digas que no es mucho para ganarse la vida. De acuerdo, pero es mejor que nada, y mejor que engancharse. Te hace falta tiempo. Hay que dejar que pase algo de tiempo para que se olviden esos problemillas que has tenido. Y hay muchas formas peores de dejar que pase el tiempo que hacer copias para Snagsby.
El señor Jobling está a punto de interrumpir cuando el señor Smallweed lo frena con una tos seca y las palabras:
—¡Ejem! ¡Shakespeare!
—El tema tiene dos aspectos, Jobling —prosigue el señor Guppy—. Ése es el primero. Paso ahora al segundo. Ya conoces a Krook, el Canciller, el del otro lado del callejón. Vamos, Jobling —dice el señor Guppy, con tono de quien alienta a su testigo—, creo que conoces a Krook, el Canciller, el del otro lado del callejón, ¿verdad?
—Le conozco de vista.
—Le conoces de vista. Muy bien. ¿Y conoces a la pequeña Flite?
—Todo el mundo la conoce —dice el señor Jobling.
—Todo el mundo la conoce. Muy bien. Y da la casualidad que últimamente es parte de mis funciones pagar a Flite una cierta suma semanal, de la que se descuenta el importe de su alojamiento, importe que he pagado (en cumplimiento de órdenes recibidas) al propio Krook, regularmente y en presencia de ella. Ello me ha puesto en comunicación con Krook, y me ha hecho conocer su casa y sus costumbres. Sé que tiene un cuarto para alquilar. Puedes tomarlo muy barato, con el nombre que quieras, y pasar tan inadvertido como si estuvieras a cien millas de distancia. No te va a hacer ninguna pregunta, y te aceptará como inquilino si yo le digo algo, y antes de una hora si quieres. Y te voy a decir otra cosa, Jobling —añade el señor Guppy, que de pronto ha bajado la voz y abandonado el tono oratorio—, y es que se trata de un viejo muy raro: se pasa la vida hurgando en un montón de papeles y rezongando que va a aprender a leer y escribir él solo, aunque a mí me parece que no avanza nada. Es un viejo de lo más raro, te lo aseguro. No me extrañaría que a alguien le mereciese la pena estudiarlo atentamente.
—¿No querrás decir…? —empieza a preguntar el señor Jobling.
—Quiero decir —contesta el señor Guppy, encogiéndose de hombros con agradable modestia— que yo no le entiendo. Exhorto a nuestro común amigo Smallweed a que diga si no me ha oído decir que no le entiendo.
El señor Smallweed aporta su conciso testimonio:
—¡Más de una vez!.
—Yo entiendo algo de la profesión y algo de la vida, Tony —dice el señor Guppy—, y raro es que no logre entender a alguien, mejor o peor. Pero nunca me había encontrado con un viejo tan astuto, tan misterioso, tan agudo (aunque creo que nunca está sereno del todo). Ya sabes que debe de tener un montón de años, y que no vive con nadie, y que dicen que es inmensamente rico, y tanto si se trata de un contrabandista como de un perista, o un prestamista sin licencia, o un usurero (cosas todas que me han parecido probables en momentos diferentes), quizá te resultara rentable irle conociendo. Creo que te convendría hacerlo, dado que todo lo demás te va de perilla.
El señor Jobling, el señor Guppy y el señor Smallweed ponen los codos en la mesa y se apoyan la barbilla en las manos y miran al techo. Al cabo de un rato, todos ellos beben, se repantigan con calma, se meten las manos en los bolsillos y se contemplan mutuamente.
—¡Si tuviera yo la energía de antes, Tony! —exclama el señor Guppy con un suspiro—. Pero hay acordes en el corazón de los hombres…
El señor Guppy sofoca el resto de su sentimiento desolado con ron con agua, y concluye confiando la aventura a Tony Jobling e informando a éste de que durante las vacaciones, y mientras las cosas sigan en calma, puede disponer de su bolsa, «hasta un límite de tres, o cuatro, o incluso cinco libras». Y el señor Guppy añade enfáticamente:
—¡Que no se diga jamás que William Guppy le volvió las espaldas a su amigo!
Esta última parte de la propuesta llega tan exactamente a tiempo que el señor Jobling exclama, emocionado:
—¡Guppy, camarada, venga esa mano!
El señor Guppy se la da, y dice:
—Ahí la tienes, Jobling, compañero!
A lo cual el señor Jobling replica:
—¡Si es que somos amigos desde hace muchos años!
Y el señor Guppy responde:
—¡Es verdad, Jobling!
Se dar un apretón de manos, y el señor Jobling añade con gran sentimiento:
—Gracias, Guppy. No seré yo el que no esté dispuesto a aceptar otra copita por nuestra vieja amistad.
—Allí fue donde murió el último pensionista del viejo Krook —observa de pasada el señor Guppy.
—¡No me digas! —exclama el señor Jobling.
—Hubo encuesta. Veredicto: muerte por causas accidentales. No te importa, ¿verdad?
—No —dice el señor Jobling—. No me importa, pero preferiría que se hubiera ido a morir a otra parte. ¡Es de lo más extraño que tuviera que irse a morir a mi alojamiento! —Al señor Jobling le parece muy mal tamaña indiscreción, y vuelve a referirse a ella varias veces con frases como: «¡Yo diría que hay montones de sitio en los que irse a morir!», o «¡Estoy seguro de que a él no le gustaría que yo me fuera a morir a su alojamiento!».
Sin embargo, una vez cerrado prácticamente el trato, el señor Guppy propone enviar al fiel Smallweed a averiguar si el señor Krook está en casa, pues, de ser así, pueden terminar rápidamente las negociaciones. Como el señor Jobling está de acuerdo, Smallweed se pone su enorme chistera y sale con ella de los comedores imitando los modales de Guppy. Vuelve poco después con la información de que el señor Krook está en casa y lo ha visto por la puerta de su establecimiento, sentado en la trastienda y «dormido como un lirón».
—Entonces, voy a pagar —dice el señor Guppy—, y vamos a verlo. Small, ¿qué tenemos?
El señor Smallweed llama a la camarera con un mero parpadeo y replica de inmediato lo siguiente:
—Cuatro terneras con jamón son tres, y cuatro de patatas, tres con cuatro, y una de col verde, tres con seis, y tres de tuétano, cuatro con seis, y seis de pan, cinco, y tres de Cheshire, cinco con tres, y cuatro medias pintas de rubia y negra, seis con tres, y cuatro cortos de ron, ocho con tres, y cuatro cortos de ron, ocho con tres, y tres pollies, ocho con seis. ¡Ocho chelines con seis peniques a cobrar de medio soberano, Polly, y quedan dieciocho peniques!
Smallweed, impasible tras hacer tan asombroso cálculo, se despide de sus amigos con un gesto calmoso y se queda atrás para contemplar con admiración a Polly, si se presenta la oportunidad, y leer los diarios, cuyo formato es tan grande en proporción a él cuando se quita el sombrero, que cuando despliega el Times para echar un vistazo a sus columnas, parece que se hubiera ido a la cama y hubiera desaparecido bajo las sábanas.
El señor Guppy y el señor Jobling se dirigen a la trapería y tienda del viejo, donde se encuentran con que el señor Krook sigue durmiendo como un lirón; es decir, respirando estertorosamente con la barbilla hundida en el pecho, y totalmente insensible a todos los ruidos externos a él, e incluso a unas suaves sacudidas. En la mesa que hay a su lado, en medio del desorden habitual, se hallan una botella de ginebra vacía y un vaso. El aire viciado apesta tanto a alcohol que incluso los ojos verdes de la gata aposentada en el estante parecen estar vidriosos cuando se abren y se cierran para contemplar a los visitantes.
—¡Eh, levántese! —dice el señor Guppy, dando otra sacudida al cuerpo relajado del viejo—. ¡Señor Krook! ¡Vamos, señor mío!
Pero igual le valdría tratar de despertar a un montón de andrajos en el que estuviera hirviendo lentamente una llama de alcohol.
—¿Has visto alguna vez un estupor así, entre la bebida y el sueño? —pregunta el señor Guppy.
—Si siempre duerme así —responde Jobling, bastan te alarmado—, me da la impresión de que un día de estos va a tener un sueño demasiado largo.
—Siempre parece más bien un ataque que una siesta —observa el señor Guppy, volviendo a dar una sacudida al viejo—. ¡Eh, señoría! ¡Pero si podrían robarle cincuenta veces! ¡Abra los ojos!
Tras muchos trabajos, los abre, pero no parece que vea a sus visitantes, ni nada en absoluto. Aunque se cruza de piernas y se cruza de brazos, y abre y cierra varias veces los labios resecos, a todos los efectos prácticos parece estar tan insensible como antes.
—Por lo menos, está vivo —comenta el señor Guppy—. ¿Cómo está usted, Lord Canciller? He traído a un amigo para una cuestión de negocios, señoría.
El viejo sigue sentado, chasqueando los labios una vez tras otra, sin enterarse de nada. Al cabo de un rato, intenta levantarse. Lo ayuda, y él se tambalea contra la pared y se queda mirándolos.
—¿Cómo está usted, señor Krook? —pregunta el señor Guppy, un tanto inquieto—. ¿Cómo está usted, señor mío? Tiene usted muy buen aspecto, señor Krook. Confío en que se sienta usted bien.
El viejo trata en vano de darle un golpe al señor Guppy, o al aire; se da la vuelta torpemente y vuelve a encontrarse cara a la pared. Se queda así un momento, apelotonado contra ella, y después avanza a trompicones hacia la puerta de su establecimiento. El aire, el vaivén de la plazoleta, el paso del tiempo o una combinación de todos esos factores, lo reaniman. Vuelve con paso bastante firme, se ajusta en la cabeza el gorro de piel y los observa atentamente.
—A su servicio, señores. Estaba echándome una siestecita. ¡Je! A veces me cuesta trabajo despertarme.
—Se diría que más bien, señor mío —responde el señor Guppy.
—¿Qué? Lo han estado intentando ustedes, ¿eh? —pregunta el suspicaz Krook.
—Un poco, nada más —explica el señor Guppy.
La mirada del viejo se posa en la botella vacía; después la agarra, la examina y la vuelve lentamente boca abajo.
—¡Mirad! —exclama como el osito del cuento—. ¡Alguien ha bebido aquí!
—Le aseguro que cuando llegamos nosotros ya estaba vacía —señala el señor Guppy—. ¿Me permite que se la vaya a llenar?
—¡Pues claro que sí! —exclama el señor Krook, muy contento—. ¡Desde luego que sí! ¡No hay más que hablar! Vaya a llenarla aquí al lado, en las Armas del Sol, y pida la de catorce peniques del Lord Canciller. ¡Gracias a Dios, ahí me conocen!
Da la botella vacía al señor Guppy con tantas prisas, que este caballero, con un gesto dirigido a su amigo, acepta el encargo, sale corriendo y vuelve corriendo otra vez con la botella llena. El viejo la recibe en brazos como si fuera un nieto bienamado, y le da unas palmaditas cariñosas.
—Pero escuche —susurra con los ojos entornados, después de echar un trago—: ésta no es la de catorce peniques del Lord Canciller. ¡Ésta es de a dieciocho peniques!
—He pensado que le gustaría más —dice el señor Guppy.
—Es usted un caballero, señor mío —responde el señor Krook tras echar otro trago, y su aliento tórrido parece dirigirse hacia ellos como una llama—. Es usted un auténtico caballero.
El señor Guppy aprovecha el auspicioso momento, presenta a su amigo con el seudónimo de señor Weevle<< y expone el objeto de su visita. Krook, con su botella bajo el brazo (nunca sobrepasa un punto determinado de embriaguez ni de sobriedad), tarda algún tiempo en examinar a su futuro inquilino y parece aprobarlo.
—¿Quiere usted ver la habitación, joven? —pregunta—. ¡Ah! ¡Es una buena habitación! Recién encalada. Recién fregada con jabón de olor y sosa. ¡Je! Vale el doble de su precio, por no mencionar mi compañía cuando la desee usted, y una gata estupenda para ahuyentar los ratones.
Con estos elogios de su habitación, el viejo los lleva escaleras arriba, donde, efectivamente, encuentran la habitación más limpia que antes, y además con algunos muebles que ha extraído de sus inagotables reservas. Las negociaciones terminan en seguida, pues el Lord Canciller no puede ser demasiado exigente con el señor Guppy, dada la relación de éste con Kenge y Carboy, con Jarndyce y Jarndyce y con otras causas célebres que lo hacen digno de gran estima profesional, y se llega al acuerdo de que el señor Weevle vendrá al día siguiente a tomar posesión. Después, el señor Weevle y el señor Guppy se van a Cook’s Court, Cursitor Street, donde se efectúa la presentación oficial del primero de ellos al señor Snagsby, y (lo que es más importante) se obtienen el voto y el interés de la señora Snagsby. Después comunican cómo han ido las cosas al eminente Smallweed, que con la chistera puesta espera en la oficina sólo para oírlos, y se separan, mientras el señor Guppy explica que de buena gana terminaría el festejo invitándolos al teatro, pero hay acordes del corazón de los hombres que convertirían la velada en una burla huera.
Al día siguiente, al atardecer, el señor Weevle se presenta modestamente en casa de Krook, no precisamente cargado de equipaje, y se establece en su nuevo alojamiento, donde los dos ojos de las contraventanas lo contemplan, como extrañadísimos, mientras duerme. Al otro día, el señor Weevle, que es un joven mañoso para tratarse de un pillo como él, pide en préstamo a la señorita Flite una aguja e hilo, y a su casero un martillo, y se pone a trabajar en la confección de unos simulacros de cortinas para sus ventanas y unos remedos de cajones, tras lo cual cuelga de unos ganchos sus dos tazas de té, su jarra de leche y la poca vajilla que tiene, como un marinero que acaba de naufragar y se las arregla lo mejor que puede.
Pero lo que más aprecia el señor Weevle de sus escasas posesiones (después de sus patillas rubias, a las que tiene un cariño como el que sólo unas patillas pueden despertar en el corazón de un hombre) es una magnífica colección de grabados al cobre de esa obra verdaderamente nacional que son las Divinidades de Albión, o Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas, que representa a damas con título y a la moda luciendo toda la diversidad de sonrisas que puede producir el arte, sumado al capital. Con esos magníficos retratos, indignamente confinados en una sombrerera mientras él anduvo oculto en los huertos, decora su apartamento, y como la Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas está ataviada con todo género de vestidos de gala, toca todo género de instrumento musical, acaricia a todo género de perros, contempla todo género de panoramas y se apoya en todo género de macetas y balaustradas, el resultado es imponente.
Pero el Gran Mundo es la debilidad del señor Weevle, como lo era de Tony Jobling. Para él es de un consuelo inefable tomar prestado por las tardes el periódico de ayer en las Armas del Sol y leer lo que ocurre entre los brillantes y distinguidos meteoros que corren disparados en todas las direcciones por el cielo del Gran Mundo. El enterarse de qué miembro de qué brillante y distinguido círculo realizó la brillante y distinguida hazaña de ingresar en él ayer, o contempla la no menos brillante y distinguida hazaña de salir de él mañana, le hace tiritar de gozo. El estar informado de lo que pasa en la Galería de la Galaxia de Bellezas Británicas, o de lo que va a pasar, o de qué matrimonios se comentan en la Galaxia, y de los rumores que circulan en la Galaxia, es familiarizarse con los destinos más gloriosos de la Humanidad. El señor Weevle regresa dé esta información a los retratos de la Galería a los que la información se refiere, y parece conocer a los originales, y ser conocido de éstos.
Por lo demás, es un inquilino tranquilo, lleno de trucos y recursos útiles, como ya se ha mencionado, que sabe cocinar y limpiar por sí solo, además de hacer trabajos de carpintería, y que va manifestando tendencias sociables cuando caen sobre la plazoleta las sombras del atardecer. En esas horas, cuando no recibe la visita del señor Guppy, o de una miniatura de éste a la que casi no se ve bajo su chistera oscura, sale de su cuarto gris (donde ha heredado el escritorio lleno de manchas de tinta) y charla con Krook, o «es muy campechano», como dicen encomiásticamente en la plazoleta de todo el que esté dispuesto para la charla. En consecuencia de lo cual, la señora Piper, primera dama de la plazoleta, se siente impulsada a hacer dos observaciones a la señora Perkins: la primera es que si su Johnny se dejara las patillas, ojalá que fuesen como las de ese joven, y la segunda, «y tome nota de lo que le digo, señora Perkins, y no se sorprenda, ¡pero no me extrañaría nada que ese joven acabe por ser el heredero del señor Krook!».