Casa desolada

24. Un caso en recurso

24. Un caso en recurso

En cuanto Richard y yo celebramos la conversación que ya he relatado, Richard comunicó su estado de ánimo al señor Jarndyce. Dudo de que mi Tutor se sintiera totalmente sorprendido al recibir aquella declaración, aunque le causó gran inquietud y desencanto. Él y Richard solían encerrarse juntos, a última hora de la noche y primera de la mañana, y pasaban días enteros en Londres, además de tener innumerables citas con el señor Kenge y de hacer un sinfín de gestiones desagradables. Mientras estaban ocupados en todo aquello, mi Tutor sufrió considerables incomodidades debidas a las rachas de viento, y se frotó la cabeza con tal constancia que jamás tenía ni un solo pelo en su sitio, pero estuvo tan afable como siempre con Ada y conmigo, aunque mantuvo una reserva constante respecto de aquellos asuntos. Y como todos nuestros esfuerzos no podían extraer del propio Richard sino seguridades generales de que todo marchaba a las mil maravillas y de que por fin estaba todo en orden, no nos tranquilizaba demasiado.

Sin embargo, con el paso del tiempo nos enteramos de que se había presentado al Lord Canciller un nuevo recurso en nombre de Richard, como Menor y Pupilo y no sé qué más, y de que se había hablado mucho de aquello, y de que el Lord Canciller lo había calificado en sesión pública de jovenzuelo malcriado y caprichoso, y de que el asunto habla quedado aplazado y vuelto a aplazar, y remitido, e informado, y sido objeto de recursos, hasta que Richard empezó a dudar (según nos dijo) si, en el caso de que efectivamente llegara a ingresar en el ejército, no sería en calidad de veterano de setenta u ochenta años de edad. Por fin le dieron hora para volver a ver al Lord Canciller en su despacho privado, y allí el Lord Canciller lo amonestó severamente por hacerle perder el tiempo y no saber lo que quería —«¡lo cual no deja de tener gracia, me parece, viniendo de él!», comentó Richard— y por fin se resolvió que se accediera a su solicitud. Se presentó una instancia en su nombre en la Caballería de la Guardia para solicitar un despacho de Alférez; se depositó ante un agente el dinero de su garantía , y Richard, con su estilo habitual y característico, se lanzó violentamente a los estudios militares, y se levantaba todas las mañanas a las cinco para practicar con el sable.

Así fueron pasando las vacaciones tras el período de sesiones de los tribunales y el período de sesiones tras las vacaciones. A veces oíamos comentar que Jarndyce y Jarndyce había salido en el boletín, o estaba a punto de salir, o iba a mencionarse, y estaba inscrito en el programa, o salía de él. Richard, que ahora estaba estudiando con un profesor en Londres, podía pasar menos tiempo con nosotros que antes; mi Tutor seguía manteniendo la misma reserva y así fue pasando el tiempo hasta que Richard obtuvo su despacho, y con él llegaron las instrucciones de Richard para irse a un regimiento que estaba en Irlanda.

Llegó inmediatamente con aquella información, y celebró una larga conferencia con mi Tutor. Pasó más de una hora antes de que éste metiera la cabeza en la habitación en la que estábamos Ada y yo y nos dijera: «¡Venid, hijas mías!». Fuimos y vimos a Richard, a quien la última vez habíamos encontrado muy animado, apoyado en la repisa de la chimenea, con aspecto mortificado y airado.

—Ada, Rick y yo no estamos de acuerdo —dijo el señor Jarndyce—. ¡Vamos, Rick, no pongas tan mala cara!

—Es usted muy duro conmigo, caballero, —respondió Richard—. Tanto más duro cuanto que siempre ha sido considerado conmigo en los demás respectos, y ha tenido conmigo gestos de amabilidad que jamás olvidaré. Sin usted jamás hubiera podido recuperarme.

—¡Bueno, bueno! —replicó el señor Jarndyce—. Quiero que te recuperes todavía más. Quiero que te recuperes más a tus propios ojos.

—Espero, caballero, que me perdone sí le digo —le dijo Richard, enfadado pero todavía respetuosamente— que acerca de mis cosas creo que el mejor juez soy yo.

—Y yo espero, mi querido Rick, que me excuses si te digo —observó el señor Jarndyce con el máximo de dulzura y buen humor— que es lo más natural que lo creas, pero yo no estoy de acuerdo. Tengo que cumplir con mi deber, Rick, o si no jamás podrías apreciarme cuando hayas recuperado la sangre fría, y espero que siempre me consideres razonable, tanto cuando la hayas recuperado como cuando la pierdas.

Ada se había puesto tan pálida que el señor Jarndyce la hizo sentarse en su propia silla de lectura y se sentó a su lado.

—No es nada, hija mía —le dijo—; no es nada. Rick y yo hemos tenido una mera diferencia amistosa, que hemos de exponerte, pues tú eres el tema de ella. Vaya, ahora te da miedo lo que te voy a decir.

—Ningún miedo, primo John —replicó Ada con una sonrisa—, si procede de usted.

—Gracias, hija. Te ruego que me prestes atención durante un minuto, sin mirar a Rick. Y, mujercita, haz tú lo mismo. Hija mía —dijo, poniendo su mano entre las de ella, en el brazo de la butaca—, ¿recuerdas la conversación que tuvimos los cuatro cuando la mujercita nos habló de una cierta relación amorosa?

—No es probable que ni Richard ni yo olvidemos jamás su amabilidad aquel día, primo John.

—Yo nunca la olvidaré —dijo Richard.

—Ni yo la olvidaré nunca —coreó Ada.

—Tanto más fácil me resulta lo que he de decir y tanto más fácil será que nos pongamos de acuerdo —replicó mi Tutor, con la cara iluminada por la bondad y la rectitud de su corazón—. Ada, pajarito mío, debes saber que Richard acaba de escoger su profesión por última vez. Todos sus recursos quedarán agotados cuando quede perfectamente equipado. Ha agotado su patrimonio, y en el futuro quedará ligado al árbol que acaba de plantar.

—Es cierto que he agotado mis recursos actuales, y estoy convencido de ello. Pero lo que he poseído hasta ahora —dijo Richard— no es todo lo que me pertenece.

—¡Rick, Rick! —exclamó mi Tutor, con una voz repentinamente aterrada y alterada, y llevándose las manos a la cabeza como para taparse los oídos—. ¡Por el amor de Dios, no busques esperanzas en la maldición de la familia! ¡Hagas lo que hagas hasta que estés en la tumba, nunca des ni una ojeada al horrible fantasma que nos persigue desde hace tantos años! ¡Más te vale endeudarte, mendigar, incluso morir!

Todos nos sentimos impresionados por el fervor de aquella advertencia. Richard se mordió los labios, contuvo el aliento y me miró como si comprendiera y supiera que yo comprendía también lo necesaria que le era.

—Ada, hija mía —continuó diciendo el señor Jarndyce, recuperando su animación—, sé que es un consejo muy duro, pero es que vivo en la Casa Desolada y aquí he visto pasar muchas cosas. Pero basta. Ya está comprometido todo lo que Richard tenía para partir en la carrera de la vida. Os recomiendo a ti y a él, tanto por él como por ti misma, que cuando se separe de nosotros lo haga en el entendimiento de que no existe contrato de ningún tipo entre él y tú. Debo ir más lejos. Seré franco. Vosotros habíais de confiar plenamente en mí y yo he de confiar plenamente en vosotros. Os pido que renunciéis totalmente, por el momento, a todo vínculo que no sea el de vuestro parentesco.

—Más valdría decir, caballero —interpuso Richard—, que renuncia usted a toda confianza en mí y que aconseja a Ada que haga lo mismo.

—Más valdría no decir nada por el estilo, Rick, porque no es eso a lo que me refería.

—Usted cree que he empezado mal —replicó Richard—, y es verdad, lo sé.

—Cómo esperaba yo que empezaras y cómo esperaba que siguieras es algo que te dije la última vez que hablamos de estas cosas —dijo el señor Jarndyce con tono cordial y alentador—. Todavía no has empezado, pero hay tiempo para todo, y a ti te queda mucho; de hecho, no ha acabado de llegar del todo. Empieza de nuevo otra vez. Los dos sois primos, y muy jóvenes, hijos míos. Todavía no sois nada más. Lo que llegue de más vendrá como fruto de tus esfuerzos, Rick, y no antes.

—Es usted muy duro conmigo, caballero —dijo Richard—. Más duro de lo que suponía yo que pudiera ser.

—Mi querido muchacho —contestó el señor Jarndyce—, con quien más duro soy es conmigo mismo cuando hago algo que te causa dolor. El remedio lo tienes en tus propias manos. Ada, es mejor para él que esté libre y que no persista entre vosotros un compromiso juvenil. Rick, es lo mejor para ella; mucho mejor; es lo mínimo que puedes hacer por ella. ¡Vamos! Cada uno de vosotros hará lo que sea mejor para el otro, aunque quizá no sea lo mejor para sí mismo.

—¿Por qué es eso lo mejor? —replicó Richard inmediatamente—. No lo era cuando le abrimos nuestros corazones a usted. No fue eso lo que dijo usted entonces.

—Y desde entonces he adquirido más experiencia. No te echo la culpa, Rick, pero desde entonces he adquirido experiencia.

—Quiere usted decir conmigo, caballero.

—¡Muy bien! Con los dos —dijo el señor Jarndyce con voz amable—. No ha llegado el momento de que os comprometáis en firme. No está bien y yo debo reconocerlo. Vamos, muchachitos míos, ¡empezad de nuevo! Dejad atrás el pasado y volved una nueva página en la que escribir vuestras vidas.

Richard miró preocupado a Ada, pero no dijo ni una palabra.

—He evitado decir una palabra a ninguno de los dos, ni a Esther —continuó diciendo el señor Jarndyce—, hasta ahora con objeto de que pudiéramos ser claros como la luz del día y hablar todos en pie de igualdad. Ahora os ruego afectuosamente, os aconsejo seriamente a los dos que os separéis igual que cuando llegásteis aquí. Dejad el resto al tiempo, a la verdad y a la constancia. Si no lo hacéis así, actuaréis mal, y me habréis hecho actuar mal por haberos reunido para empezar.

Transcurrió un largo silencio.

—Primo Richard —dijo Ada por fin, levantando sus ojos azules cariñosamente hacia los de él—, después de lo que ha dicho nuestro primo John, creo que no tenemos opción. Puedes estar tranquilo por lo que a mí respecta, pues me dejarás aquí a su cuidado y podrás estar seguro de que no me faltará nada, de que estaré en perfecta seguridad si me dejo orientar por sus consejos. Yo… Yo no dudo, primo Richard —añadió Ada algo confusa—, de que me quieres mucho y… no creo que te enamores de ninguna otra. Pero querría que también eso lo pensaras bien, pues quiero que seas feliz en todo. Puedes confiar en mí, primo Richard. Yo no soy nada tornadiza, pero tampoco soy irrazonable y no te lo reprocharía nunca. Incluso los primos pueden lamentar separarse, y es verdad que lo lamento mucho, muchísimo, Richard, aunque sé que es por tu bien. Siempre pensaré en ti con cariño y hablaré mucho de ti con Esther y… y quizá tú pensarás un poquito en mí, primo Richard. ¡Así que ahora volvemos a ser sólo primos, Richard, quizá sólo por el momento, y rezaré porque mi primo Richard esté lleno de bendiciones, dondequiera que vaya! —terminó de decir Ada acercándose a él y dándole una mano temblorosa.

Me resultó extraño que Richard no pudiera perdonar a mi Tutor por tener la misma opinión de él que él había expresado de sí mismo en términos mucho más fuertes ante mí. Pero desde luego así ocurrió. Observé con gran pesar que a partir de aquel momento no volvió a ser tan franco y tan abierto con el señor Jarndyce como lo había sido hasta entonces. Tenía todos los motivos para seguirlo siendo, pero no lo era, y a él únicamente se debió que empezara a surgir un distanciamiento entre ellos.

Pronto se sumió en las actividades de prepararse y equipararse, e incluso se olvidó de su pena al separarse de Ada, que se quedó en Hertfordshire mientras él, el señor Jarndyce y yo nos íbamos a pasar una semana en Londres. La recordaba de vez en cuando, e incluso a veces rompía a llorar, y en aquellos momentos me confiaba sus mayores autorreproches. Pero al cabo de unos minutos imaginaba imprudente algún medio indefinible por el que pronto serían los dos ricos y felices para siempre, y se ponía de lo más alegre imaginable.

Fue una temporada muy ocupada, y yo me pasaba el día trotando con él, comprando las diversas cosas que necesitaba. No digo nada de las cosas que hubiera comprado él si se le hubiera dejado decidirlo. Conmigo actuaba con plena confianza, y a menudo hablaba con tanta sensatez y tanto sentimiento de sus errores y de sus decisiones firmísimas, y mencionaba tanto el aliento que le daban aquellas conversaciones, que no podría haberme cansado de ellas aunque lo hubiera intentado.

En aquella semana solía venir por nuestra casa a practicar la esgrima con Richard una persona que había sido soldado de caballería; era un hombre de buen aspecto y robusto, de porte franco y confiado, con el que Richard venía haciendo esgrima desde hacía unos meses. Tanto había yo oído hablar de él, no sólo a Richard, sino también a mi Tutor, que una mañana, cuando llegó él, yo me había apostado adrede en la sala con mis labores.

—Buenos días, señor George —dijo mi Tutor, que por casualidad estaba a solas conmigo—, el señor Carstone vendrá inmediatamente. Entre tanto, estoy convencido de que la señorita Summerson está encantada de conocerlo. Siéntese.

Se sentó, un tanto desconcertado por mi presencia, me pareció, y sin mirarme se pasó por el bigote una manaza tostada.

—Es usted tan puntual como el sol —dijo el señor Jarndyce.

—Costumbres militares, señor —replicó—. La fuerza de la costumbre. En mí no es más que un hábito, señor. No soy muy organizado.

—Pero me han dicho que tiene usted un gran establecimiento. ¿No es así? —preguntó el señor Jarndyce.

—No es gran cosa, señor. Tengo una galería de tiro, pero no es gran cosa.

—¿Qué tal tirador y qué tal esgrimista cree usted que es el señor Carstone? —preguntó mi Tutor.

—Bastante bueno, señor —replicó cruzando los brazos sobre su amplio pecho, con lo que me pareció todavía más robusto—. Si el señor Carstone se dedicara a eso con todas sus fuerzas sería muy bueno.

—¿Pero no lo hace, supongo? —comentó mi Tutor.

—Al principio, sí, señor, pero después no. No todas sus fuerzas. Quizá esté pensando en otra cosa…, quizá alguna joven —y me contempló por primera vez con sus ojos oscuros y brillantes.

—Le aseguro que no está pensando en mí, señor George —le dije riéndome—, aunque parece que usted sospecha de mí.

Se ruborizó un poco bajo la tez morena y me hizo una inclinación militar.

—Espero que no se haya ofendido, señorita. Soy un maleducado.

—En absoluto —repliqué—. Lo considero un cumplido.

Si antes no me había mirado, ahora lo hizo con tres o cuatro vistazos sucesivos.

—Con su permiso, señor —dijo a mi Tutor con una especie de timidez varonil—, pero me hizo usted el honor de mencionar el nombre de la señorita…

—La señorita Summerson.

—Señorita Summerson —repitió, y volvió a mirarme.

—¿Conoce usted este apellido? —le pregunté.

—No, señorita. Que yo sepa, nunca lo había oído. Me pareció que la había visto a usted en alguna parte.

—No creo —respondí, levantando la cabeza de mis labores para mirarlo, y había en su tono y sus modales algo tan auténtico que celebré la oportunidad—. Soy muy buena fisonomista.

—¡Yo también, señorita! —contestó él, mirándome directamente a los ojos— ¡Bueno! ¿Qué será lo que me ha sugerido esa idea?

Al ver que volvía a ruborizarse bajo la piel curtida, y que se sentía desconcertado por sus esfuerzos por recordar su asociación de ideas, mi Tutor fue en auxilio suyo.

—¿Tiene usted muchos alumnos, señor George?

—El número varía, señor. Casi siempre son muy pocos, apenas los suficientes para sobrevivir.

—Y ¿qué clases de gente van a su galería a practicar?

—De todas clases, señor. Ingleses y extranjeros. Desde señores hasta aprendices. A veces han venido francesas que son buenas tiradoras de pistola. Montones de locos, claro…, pero ésos van a todas las partes que tengan las puertas abiertas.

—Espero que no vaya gente con ánimo de venganza y que proyecten terminar su práctica con blancos vivientes, ¿no? —preguntó mi Tutor.

—No es frecuente, señor, aunque ha ocurrido. Casi siempre vienen a perfeccionarse, o a perder el tiempo. Mitad y mitad, más o menos. Usted perdone, pero creo que tiene usted un pleito en Cancillería, si me han informado bien —dijo el señor George, que volvió a sentarse tieso, apoyándose los codos en las rodillas.

—Lamento decir que así es.

—Una vez vino un colega de usted, señor.

—¿Alguien con un pleito en Cancillería? —replicó mi Tutor—. ¿Cómo fue eso?

—Bueno, aquel hombre estaba tan acongojado y tan preocupado y tan torturado por la forma en que lo mandaban de una lado para otro —dijo el señor George—, que se quedó perturbado. Yo creo que no se proponía disparar contra nadie, pero estaba tan resentido y tan violento que venía, pagaba cincuenta disparos y se ponía a disparar hasta que se ponía al rojo vivo. Un día que no había nadie más y me había estado hablando con gran violencia de lo que le habían hecho, le dije: «Si esta práctica es una válvula de escape, compañero, perfecto; pero no me agrada verlo a usted tan absorto en ella en su estado de ánimo actual; preferiría que probara usted con otra cosa». Estaba alerta por si intentaba darme un golpe, dado lo apasionado que era, pero lo recibió con buen sentido y lo dejó inmediatamente. Nos dimos las manos y nos fuimos haciendo amigos.

—¿Quién era aquel hombre? —preguntó mi Tutor con un nuevo tono de interés.

—Bueno, al principio era un pequeño agricultor de Shropshire, hasta que lo convirtieron en un toro furioso.

—¿Se llamaba Gridley?

—Efectivamente, señor.

El señor George me dirigió otra serie de miradas vivaces, mientras mi Tutor y yo cambiábamos unas palabras de sorpresa ante la coincidencia, en vista de lo cual le expliqué cómo era que conocíamos el nombre. Me hizo otra de sus inclinaciones militares, en reconocimiento de lo que él calificó de mi condescendencia.

—No entiendo —dijo al mirarme— qué es lo que me pasa otra vez, pero… ¡bueno! ¡Debo de tener algo en la cabeza!

Se pasó una manaza por el pelo negro y rizado, como para barrerse de la cabeza aquellas ideas absurdas y se sentó un poco hacia adelante, con un brazo en la cadera y el otro apoyado en la pierna, contemplando pensativo el piso.

—Lamento saber que ese mismo estado de ánimo ha puesto a Gridley en nuevas dificultades y que está escondido —comentó mi Tutor.

—Es lo que me han dicho, señor —replicó el señor George, que seguía pensativo y mirando al suelo—. Es lo que me han dicho.

—¿No sabe usted dónde?

—No, señor —contestó el soldado, levantando la mirada y saliendo de sus pensamientos—. No sé nada de él. Supongo que pronto se cansará. Se puede atacar a un hombre durante años y años, pero al final acabará por rebelarse.

La entrada de Richard interrumpió la conversación. El señor George se levantó, me hizo una de sus reverencias militares, deseó los buenos días a mi Tutor y salió de la sala a grandes pasos.

Aquello fue en la mañana del día designado para la marcha de Richard. Ya no teníamos más compras que hacer, yo le había terminado las maletas a primera hora de la tarde, y estábamos libres hasta la noche, cuando él tenía que irse a Liverpool camino de Holyhead. Como estaba previsto que aquel día se reanudara la vista de Jarndyce y Jarndyce, Richard me propuso que fuéramos al Tribunal a oír lo que pasaba. Dado que era su último día y él tenía tantas ganas de ir y yo nunca había ido allí, di mi consentimiento y fuimos andando hasta Westminster, donde celebraba entonces sus sesiones el tribunal. Pasamos el tiempo hablando de las cartas que Richard había de escribirme, y de las que yo había de escribirle a él, y de muchos proyectos esperanzadores. Mi Tutor sabía a dónde íbamos y, por tanto, no nos acompañó.

Cuando llegábamos al Tribunal, allí estaba el Lord Canciller (el mismo al que había visto yo en su despacho privado de Lincoln’s Inn) sentado con gran pompa y gravedad en el banco, con la maza y los sellos en una mesa roja que había debajo de su puesto, y un inmenso ramo de flores, como un pequeño jardín que perfumaba toda la Sala. Debajo de aquella mesa había una larga fila de procuradores, con montones de papeles en las esterillas que tenían a sus pies, y después estaban los abogados con sus pelucas y togas, algunos despiertos y otros dormidos, y uno que hablaba sin que nadie prestara atención a lo que estaba diciendo. El Lord Canciller estaba reclinado en su butacón, con un codo en el brazo acolchado y la cabeza apoyada en una mano; algunos de los presentes estaban adormilados, otros leían periódicos, otros se paseaban o murmuraban en grupos; todos parecían hallarse como en su casa, sin ninguna prisa, muy despreocupados y comodísimos.

Al ver que todo procedía con tal calma y pensar en las asperezas de las vidas y las muertes de los pleiteantes; al ver tanta pompa y ceremonia y pensar en el despilfarro, y en la necesidad y la miseria mendicante en que se sustentaba aquello; al considerar que, mientras tantos corazones se veían desgarrados por la desilusión de las esperanzas desvanecidas, este cortés espectáculo continuaba de día en día y de año en año con tanto orden y compostura; al contemplar al Lord Canciller y a toda la tropa de profesionales sentados por debajo de él, contemplándose los unos a los otros y a los espectadores, como si nadie se hubiera enterado jamás de que en toda Inglaterra aquello en cuyo nombre se hallaban reunidos constituía una burla sangrienta, era motivo de horror, desprecio e indignación universales; era conocido como algo tan flagrante y tan maligno que nada, salvo un milagro, podía hacer que de ello saliera nada bueno para nadie, todo aquello me pareció tan contradictorio y tan curioso que, para mí, que lo veía por primera vez, al principio resultaba increíble y no pude comprenderlo. Me quedé sentada donde me había colocado Richard y traté de escuchar y miré a mi alrededor, pero toda aquella escena no parecía contener ninguna realidad, salvo la pobre señorita Flite, la loca, que estaba de pie en un banco y la contemplaba con gestos de asentimiento.

Pronto nos vio la señorita Flite y vino a donde estábamos nosotros. Me dio gentilmente la bienvenida a sus dominios e indicó con gran agrado y orgullo sus principales atracciones. También vino a hablar con nosotros el señor Kenge, que hizo los honores del lugar de forma muy parecida, con la modestia complaciente del que se siente propietario de un lugar. No era un buen día para venir de visita, nos dijo; él hubiera preferido el primer día del período de sesiones, pero era imponente, era imponente.

Cuando llevábamos allí una media hora, el caso en estudio (si se me permite utilizar una frase tan ridícula en aquellas circunstancias) pareció morir de su propia vacuidad, sin que hubiera llegado, ni nadie pareciese esperar que llegara, a ningún resultado. Después el Lord Canciller pasó un montón de papeles de su mesa a la de los caballeros que estaban debajo y alguien dijo: «JARNDYCE Y JARNDYCE». Esto provocó un murmullo, una risa y una retirada general de los espectadores, y la llegada de grandes montones y pilas de sacas y más sacas llenas de papeles.

Creo que se trataba de «nuevas instrucciones» en relación a una cuenta de las costas, en la medida en que lo pude comprender yo, que me sentía muy confusa. Pero conté 23 caballeros empelucados, que dijeron que participaban «en el caso», y ninguno de ellos pareció comprenderlo mucho mejor que yo. Charlaron del asunto con el Lord Canciller, y se contradijeron y se dieron explicaciones mutuamente, mientras unos de ellos decían que era así y otros decían que era asá, y algunos proponían jocosamente leer enormes volúmenes de declaraciones juradas, y hubo más rumores y más risas, y todos los interesados se hallaban en tal estado de diversión desocupada que nadie pudo comprender nada. Al cabo de una hora aproximadamente de esta actividad, y de que se comenzaran e interrumpieran muchos discursos, quedó «aplazado por el momento», según dijo el señor Kenge, y se volvieron a meter los papeles en dos sacas antes de que los pasantes hubieran terminado de introducirlas todas en la sala.

Cuando terminaron estas actividades desesperantes miré a Richard y me sentí impresionada al ver el aspecto fatigado de su hermoso rostro. No dijo más que:

—No puede durar siempre, señora Durden. ¡A ver si hay más suerte la próxima vez!

Yo había visto al señor Guppy traer unos papeles y ordenarlos ante el señor Kenge, y él me había visto y me había hecho una reverencia melancólica, que me hizo sentir deseos de irme del tribunal. Richard me había dado el brazo, y ya nos íbamos cuando apareció el señor Guppy.

—Perdóneme usted, señor Carstone —dijo en un susurro—, y también usted, señorita Summerson, pero hay aquí una señora, amiga mía, que conoce a la señorita y querría tener placer de estrechar su mano.

Mientras hablaba él vi aparecer ante mí, como si mis recuerdos se hubieran materializado en forma corpórea, a la señora Rachael, de la casa de mi madrina.

—¿Qué tal Esther? —dijo—. ¿Me recuerdas?

Le di la mano, le dije que sí y que había cambiado muy poco.

—Me pregunto si recuerdas aquellos tiempos, Esther —contestó con la misma aspereza de entonces—. Todo ha cambiado mucho. ¡Bueno! Me alegro de verte y me alegro de ver que no eres demasiado orgullosa para reconocerme—. Pero la verdad era que parecía desencantada de que no lo fuera.

—¡Orgullosa, señora Rachael! —protesté.

—Ahora estoy casada, Esther —replicó fríamente para corregirme—, y soy la señora de Chadband. ¡Bueno! Te deseo buenos días y espero que te vaya bien.

El señor Guppy, que había escuchado atentamente aquel breve diálogo, me exhaló un suspiro al oído y se fue abriendo paso con la señora Rachael entre el pequeño grupito de gente que salía y entraba, en medio del cual nos encontrábamos, y que se había congregado al terminar los procedimientos. Richard y yo también nos íbamos, y yo estaba todavía bajo la primera impresión de aquel reencuentro tan imprevisto cuando vi que se acercaba a nosotros, aunque sin vernos, nada menos que el señor George. No hacía caso de la gente que lo rodeaba y avanzaba a zancadas mirando por encima de las cabezas de todos hacia el grupo del Tribunal.

—¡George! —exclamó Richard cuando se lo señalé.

—Me alegro de verlo, señor —respondió—, y también a usted, señorita. ¿Podrían señalarme quién es una persona a la que busco? En estos sitios me armo un lío.

Mientras hablaba se dio la vuelta y abriéndonos camino se detuvo cuando nos salimos del grupo, en un rincón tras un cortinaje rojo.

—Hay una vieja chiflada —empezó a decir— que…

Levanté un dedo, pues la señorita Flite estaba cerca de mí, ya que se había mantenido a mis espaldas todo el tiempo y había llamado la atención sobre mí a varios de sus conocidos legales (según pude oír para mi gran turbación), al murmurarles al oído: «¡Chitón! ¡Fitz-Jarndyce a mi izquierda!»

—¡Ejem! —dijo el señor George—. ¿Recuerda usted, señorita, que esta mañana estuvimos hablando de una cierta persona?…, ¿de Gridley? —susurró tapándose la boca con la mano.

—Sí —contesté.

—Está escondido en mi casa. No podía decírselo. No tenía permiso de él. Está agotado haciendo su última marcha, señorita, y quiere verla a ella. Dice que se conocen bien, y que ella ha sido casi una buena amiga para él aquí. He venido a buscarla, porque cuando vi a Gridley esta tarde me pareció oír el redoblar de los tambores de últimas.

—¿Quiere que se lo diga? —pregunté.

—¿Tendría usted esa amabilidad? —me replicó con una mirada un tanto aprensiva a la señorita Flite—. Es la Providencia la que me ha guiado hacia usted, señorita; no creo que hubiera sabido entendérmelas con esa señora. —Y se llevó una mano al pecho y se irguió con una actitud marcial mientras yo le decía al oído a la señorita Flite cuál era el objetivo de la misión caritativa del señor George.

—¡Mi airado amigo de Shropshire! ¡Casi tan célebre como yo misma! —exclamó ella—. ¡Hay que ver! Hija mía, acudiré a visitarlo con el mayor placer.

—Está escondido en casa del señor George —dije—. ¡Chitón! Éste es el señor George.

—¡Hay que ver! —repitió la señorita Flite—. ¡Es un honor para mí! Es militar, hija mía. ¡Ya sabe usted, todo un general! —me susurró.

La pobre señorita Flite consideró necesario ser tan cortés y amable, y hacer tantas reverencias, en señal de respeto al ejército, que no resultó fácil sacarla del Tribunal. Cuando por fin lo logramos, mientras seguía llamando «mi general» a George, le dio el brazo, para gran diversión de algunos ociosos que nos contemplaban, y él se sintió tan desasosegado, y me pidió con tanto respeto que «no lo abandonara», que no pude decidirme a hacerlo; dado especialmente que la señorita Flite siempre era amable conmigo, y que añadió además: «Fitz-Jarndyce, hija mía, claro que nos acompañará usted». Como Richard parecía perfectamente dispuesto a acompañarlo a su destino, e incluso deseoso de hacerlo, convinimos en ir con ellos. Y como el señor George nos comunicó que Gridley se había pasado la tarde hablando del señor Jarndyce, cuando se enteró de que se habían visto aquella mañana, escribí apresuradamente una nota a lápiz para mi Tutor a fin de comunicarle a dónde habíamos ido y por qué. El señor George la lacró en un café con objeto de proteger el secreto, y la enviamos por un porteador licenciado.

Después tomamos un simón y fuimos a la zona de Leicester Square. Recorrimos algunos callejones oscuros, por los que se excusó el señor George, y pronto llegamos a la Galería de Tiro, que tenía la puerta cerrada. Cuando tiró de un cordón de llamada que colgaba de una cadena junto a la puerta, se dirigió a él un señor anciano muy respetable, de pelo gris, con gafas y vestido con un tabardo negro, polainas y un sombrero de ala ancha, y que llevaba un gran bastón con empuñadura de oro.

—Perdóneme, amigo mío —dijo—, pero ¿es ésta la Galería de Tiro de George?

—Así es, señor —replicó el señor George, mirando hacia el gran letrero en el que estaba pintada esa inscripción en la pared enjalbegada.

—¡Ah! ¡Claro! —dijo el anciano, siguiendo su mirada—. Gracias. ¿Ha llamado usted a la puerta?

—Yo soy George, señor, y sí, he llamado a la puerta.

—¿Ah, sí? —exclamó el anciano—. ¿Es usted George? Entonces, ya ve que he corrido tanto como usted. Me fue usted a buscar, ¿no?

—No, señor. No sé quién es usted.

—¿De verdad? —contestó el anciano—. Entonces debió de ser su criado quien vino a buscarme. Soy médico, y hace cinco minutos alguien me ha pedido que viniera a visitar a un enfermo en la Galería de Tiro de George.

—Los últimos tambores —dijo el señor George, volviéndose hacia Richard y hacia mí y moviendo gravemente la cabeza—. Tiene usted razón, señor. Haga el favor de pasar.

En aquel momento abrió la puerta un hombrecillo de aspecto muy singular, vestido con una gorra y un mandilón de fieltro verde, con la cara, las manos y la ropa totalmente ennegrecidas, y pasamos por un corredor lúgubre a un edificio grande con paredes de ladrillo visto, donde había blancos, armas de fuego y espadas, y todo género de cosas de ese tipo. Cuando llegamos todos, el médico se detuvo, y quitándose el sombrero pareció desaparecer por arte de magia y dejar su lugar a otro hombre completamente distinto.

—Vamos a ver, George —dijo el hombre, volviéndose rápido hacia él y dándole en el pecho con un índice gigantesco—. Tú me conoces y yo te conozco. Tú eres hombre de mundo y yo soy hombre de mundo. Como sabes, me llamo Bucket, y tengo orden de detención contra Gridley. Lo tienes escondido desde hace tiempo.

El señor George se lo quedó mirando, se mordió los labios y negó con la cabeza.

—Vamos a ver, George —dijo el otro que seguía a su lado—, tú eres persona sensata y de buena conducta; eso es lo que eres, sin lugar a duda. Y fíjate que no te considero una persona vulgar, porque has servido a tu patria, y sabes que cuando llama el deber, todos debemos obedecer. De manera que tú no eres de los que causan problemas. Si yo necesitara ayuda, me la darías; eso es lo que harías. Phil Squod, no vayas deslizándote así por la galería —el hombrecillo sucio se estaba deslizando con un hombro arrimado a la pared, con la vista puesta en el intruso y un gesto que parecía de amenaza—, porque te conozco y no te lo permito.

—¡Phil! —llamó el señor George.

—Sí, jefe.

—Tranquilo.

El hombrecillo se quedó inmóvil, con un gruñido en voz baja.

—Señoras y señores —dijo el señor Bucket—, les pido disculpas por cualquier cosa que les pueda parecer desagradable en todo esto, pues soy el Inspector Bucket, de la Fuerza de Detectives, y tengo una misión que cumplir. George, sé dónde está mi hombre, porque anoche estuve apostado en el tejado y lo vi por la claraboya, y tú estabas con él. Está ahí ahora mismo —dijo, con un gesto de la mano—, ahí es donde está, en un sofá. Tengo que pasar a ver a mi hombre y decirle que se considere arrestado, pero ya me conoces, y sabes que no quiero adoptar medidas incómodas. Si me das tu palabra de hombre (y de viejo soldado, ¡no lo olvides!) de que todo está en orden entre nosotros dos, haré todo lo que pueda por ti.

—Se la doy —fue la respuesta—. Pero no ha actuado usted bien, señor Bucket.

—¡Demonio, George! ¿Que no he actuado bien? —dijo el señor Bucket, volviéndole a dar en su ancho pecho y estrechándole la mano—. Yo no te he dicho que no hubieras actuado bien al esconder tan bien a mi hombre, ¿verdad? ¡Ten la misma consideración conmigo, muchacho! ¡Eres todo un Guillermo Tell, todo un Shaw , todo un miembro de la Guardia! Pero, señoras y señores, si es el modelo viviente del Ejército Británico. ¡Daría un billete de cincuenta libras por tener un porte como el suyo!

Dada la situación, el señor George, tras reflexionar unos instantes, propuso entrar él el primero a ver a su compañero (pues así lo llamó), y que la señorita Flite entrase con él. Cuando el señor Bucket asintió, se dirigieron hacia el otro extremo de la galería y nos dejaron allá, unos sentados y otros de pie, junto a una mesa llena de armas de fuego. El señor Bucket aprovechó la ocasión para hablar de temas intrascendentes, y me preguntó a mí si me daban miedo las armas de fuego, como les ocurría a casi todas las señoritas; a Richard, si disparaba bien; a Phil Squod, cuál de aquellos fusiles le parecía mejor y cuánto podría costar en una tienda, y le añadió que era una lástima que a veces se dejara llevar por su temperamento, pues tenía un carácter tan amable que podía tratarse del de una damisela; y, en general, actuó con simpatía.

Al cabo de un rato nos siguió al otro extremo de la galería, y Richard y yo nos íbamos a ir discretamente cuando vino detrás de nosotros el señor George. Dijo que si no teníamos objeciones en ver a su compañero, a éste le agradaría mucho que lo visitáramos. Apenas acababa de decir aquellas palabras cuando llamaron al timbre, y apareció mi Tutor, «por si había alguna posibilidad», según comentó de pasada, «de que pudiera hacer algo por un pobre hombre implicado en la misma mala fortuna que él». Volvimos juntos los cuatro, y entramos en la pieza donde estaba Gridley.

Era una habitación vacía, separada de la galería por unas maderas sin pintar. Como el tabique no tenía más de ocho o diez pies de alto, y no se erguía más que de un lado, sin llegar hasta el techo, se veían por arriba las vigas del alto techo de la galería, y la claraboya por la que había mirado el señor Bucket. El sol estaba bajo, a punto de ponerse, y por arriba entraba una luz rojiza, que no llegaba al suelo. En un sofá sencillo tapizado de lona estaba el hombre de Shropshire, vestido casi igual que la última vez que lo vimos, pero tan cambiado que al principio no reconocí aquella cara pálida.

Había seguido escribiendo en su escondite, y recordando sus agravios, durante horas y horas. Una mesa y unos cuantos cajones estaban cubiertos de papeles manuscritos y de plumas gastadas, junto con toda una confusión de artículos análogos. Él y la mujercita loca estaban juntos, solos, por así decirlo, y formaban una escena conmovedora. Ella estaba sentada en una silla, dándole la mano, y ninguno de nosotros se les acercó.

Había ido perdiendo la voz, junto con su antigua expresión, con su fuerza, con su ira, con su resistencia a todos los males que había sufrido y que por fin lo habían vencido. La única forma de describirlo es como la mera sombra de un objeto lleno de forma y de color, la sombra del hombre de Shropshire al que habíamos conocido.

Inclinó la cabeza hacia Richard y hacia mí y habló a mi Tutor.

—Señor Jarndyce, es usted muy amable al venir a verme. Creo que ya no queda mucho tiempo para que me vea nadie. Celebro mucho estrechar su mano, caballero. Es usted un hombre bueno, por encima de toda injusticia, y Dios sabe cuánto lo respeto a usted.

Se estrecharon las manos cordialmente, y mi Tutor le dijo unas palabras de consuelo.

—Aunque le parezca extraño, señor —continuó diciendo Gridley—, no hubiera querido verlo a usted si ésta fuera la primera vez que nos conocemos. Pero usted sabe que he combatido, usted sabe que he aguantado solo contra todos, y les he dicho lo que eran y en lo que me habían convertido, de forma que no me importa que me vea hecho esta ruina.

—Ha tenido usted gran valor con ellos, y muchísimas veces —replicó mi Tutor.

—Así es, señor —con una débil sonrisa—. Y ya le he dicho con qué resultado, cuando dejé de tenerlo, y ahora mire. ¡Mírenos, mírenos! —y se pasó la mano de la señorita Flite por el brazo y la acercó más a sí—. Ahora ya acaba todo. De todos mis antiguos conocidos, de todas mis antiguas actividades y esperanzas, de todo el mundo de los vivos y los muertos, sólo esta pobre y bondadosa mujer viene naturalmente a mí, y es lógico. Existe un vínculo de muchos años de sufrimiento entre nosotros dos, y es el único vínculo que jamás he tenido en la Tierra que la Cancillería no ha roto.

—Reciba mi bendición, Gridley —dijo la señorita Flite, llorando—. ¡Reciba mi bendición!

—Yo creía, jactancioso de mí, que jamás podrían destrozarme el corazón, señor Jarndyce. Había resuelto que no lo lograrían jamás. De verdad que me creí capaz de ello y de que lograría acusarlos de ser unos farsantes como lo son, hasta que muriera yo de alguna causa natural. Pero estoy acabado. No sé cuánto tiempo hace que me voy apagando; me pareció como si me hubiese hundido en una hora. Espero que nunca lleguen a enterarse. Espero que todos los presentes les hagan creer que morí desafiándolos, siempre perseverante, como he hecho durante tantos años.

En aquel momento, el señor Bucket, que estaba sentado en un rincón junto a la puerta, ofreció, bondadoso, el único consuelo que podía brindar:

—¡Vamos, vamos! —dijo desde su rincón—. No se ponga así, señor Gridley. Lo que pasa es que está usted un poco bajo de ánimo. A todos nos pasa a veces. A mí me pasa. ¡Aguante, aguante! Ya volverá usted a perder los estribos con todos ellos, y más de una vez, y con un poco de suerte volveré a detenerlo una docena de veces.

El señor Gridley se limitó a negar con la cabeza.

—No lo niegue usted —dijo el señor Bucket—. Diga que sí, eso es lo que quiero verle hacer a usted. ¡Pero, Dios mío, cuánto tiempo no hemos pasado juntos! ¿No lo he visto a usted en la cárcel de Fleet miles de veces, condenado por desacato? ¿No he ido más de veinte tardes al Tribunal sólo para ver cómo se aferraba usted al Canciller como un bulldog? ¿No se acuerda usted de la primera vez que empezó a amenazar a los abogados y se le acusaba a usted de alteración del orden público dos o tres veces por semana? Pregúntelo aquí a esta señora; siempre ha estado presente. ¡Aguante, señor Gridley, aguante!

—¿Qué va usted a hacer con él? —preguntó George en voz baja.

—No lo sé todavía —dijo Bucket en el mismo tono. Después siguió dándole ánimos en voz más alta—: ¿Acabado usted, señor Gridley? ¿Después de escapárseme todas estas semanas y de obligarme a andar por los tejados como un gato, y a venir a verlo disfrazado de médico? Eso no es estar acabado. ¡Yo diría que no! Le voy a decir lo que le hace falta. Le hacen falta emociones, ¿sabe?, para mantenerse en forma, ¡eso es lo que le hace falta a usted! Es a lo que está acostumbrado, y no puede vivir sin eso. Yo tampoco. Muy bien, pues; vea usted esta orden obtenida por el señor Tulkinghorn, de Lincoln’s Inn Fields, y endosada después en media docena de condados. ¿Qué le parece venir conmigo, conforme a este mandamiento, y tener una buena pelea con los jueces? Le sentará bien; le dará ánimos y le pondrá en forma para otra ronda con el Canciller. ¿Abandonar usted? Me sorprende oír a un hombre de su energía hablar de abandonar. No debe usted hacerlo. Es usted quien da la mitad de su animación al Tribunal de Cancillería. George, dale una mano al señor Gridley, y ya verá cómo está usted mejor en pie que acostado.

—Está muy débil —dijo el soldado en voz baja.

—¿De verdad? —contestó Bucket, preocupado—. No quiero más que se levante. No me gusta ver a un viejo conocido abandonar así. Lo que más lo animaría de todo sería si pudiera enfadarse un poco conmigo. Que trate de darme un golpe con la derecha y otro con la izquierda, si quiere; no le denunciaría.

Resonó el techo con un grito de la señorita Flite que todavía me retumba en los oídos:

—¡Ay, no, Gridley! —exclamó cuando éste cayó pesada y silenciosamente de espaldas ante ella—. ¡No te vayas sin mi bendición! ¡Al cabo de tantos años!

Se había puesto el sol, la luz se había ido alejando gradualmente de los tejados, y las sombras habían ido ascendiendo. Pero a mis ojos, la sombra de aquella pareja, una viva y el otro muerto, se hizo más densa cuando se marchó Richard que la oscuridad de la más oscura de las noches. Y en medio de las palabras de despedida de Richard, oía su eco:

«De todos mis antiguos conocidos, de todas mis antiguas actividades y esperanzas, de todo el mundo de los vivos y los muertos, sólo esta pobre y bondadosa mujer viene naturalmente a mí, y es lógico. Existe un vínculo de muchos años de sufrimiento entre nosotros dos, y es el único vínculo que jamás he tenido en la Tierra que la Cancillería no ha roto».

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